VIII

Después que el pelirrojo salió de la estancia con su gente, se levantó el coronel, esperó unos instantes como si meditase algún plan, como si en esa hora en que todo el ejército, el regimiento, él mismo estaban definitivamente perdidos, hubiese tenido aún la gracia de una idea salvadora. Desde su asiento, Tarabas levantó la vista hacia el coronel con una mirada interrogadora. El coronel se volvió. Derrumbó la butaca de un empujón. El sólido respaldo, tapizado en piel, golpeó sordamente contra el suelo de madera. El coronel se dirigió hacia la ventana. Sus anchas espaldas cubrían casi toda la abertura de la misma. Tarabas no se movió. De pronto, el coronel sollozó. Sonó como un grito breve, brusco, inmediatamente sofocado, tan extraño como si no hubiese salido de la garganta del coronel, sino directamente del corazón; sí, como si el corazón tuviera una garganta propia, particular, a través de la cual gritase al mundo su particularísimo dolor. Los robustos hombros se alzaron y volvieron a bajar en un segundo. Luego el viejo volvió a dar media vuelta y se acercó al escritorio. Estuvo un rato mirando el gran reloj abierto, con su tictac de una inexorable regularidad, como si viera por primera vez el rápido avance de la delgada aguja segundera. Tarabas miró también el reloj. Nada se movía en él; tenía la cabeza vacía y frío el corazón. Creía oírlo palpitar, con un tictac que tenía el mismo ritmo que el reloj de la mesa. No se oía nada más. A Tarabas le parecía que había pasado un tiempo infinitamente largo desde que se había ido el pelirrojo.

Finalmente, el coronel empezó:

—Tarabas —dijo—, ¡quédese este reloj como recuerdo!

El coronel sacó su navaja de bolsillo y abrió la tapa trasera del reloj. Leyó la inscripción grabada en ruso: «A mi hijo Ossip Ivanovich Kudra», y se la enseñó a Tarabas.

—Recibí este reloj como regalo el día que dejé la escuela de cadetes. Mi padre estaba muy orgulloso. Yo también. Procedo de una familia muy humilde. El padre de mi padre era todavía siervo de la gleba de la zarina. Como soldado, no he sido nada especial en toda mi vida, capitán Tarabas. Creo que he sido perezoso y negligente. Entre nosotros ha habido muchos oficiales así. ¿Me haría usted el honor de aceptar este reloj, hermano Tarabas?

—Lo acepto —dijo Tarabas, y se levantó.

El coronel cerró las dos tapas y entregó el reloj a Tarabas por encima de la mesa. Luego permaneció aún unos instantes de pie, con la cabeza gris baja. Y después dijo:

—¡Perdón, voy a ver dónde tengo mis cosas! —Anduvo lentamente en torno a la mesa, pasó por delante de Tarabas, se dirigió hacia la puerta y salió.

Al instante siguiente sonó un disparo. «¡Se ha matado de un tiro!», pensó Tarabas en una fracción de segundo. Abrió la puerta. El coronel yacía tendido junto al umbral.

Primero debía haberse acostado con cuidado y luego se había disparado. Tenía la guerrera desabrochada. La sangre empapaba la camisa. Las manos del muerto estaban aún calientes. El índice de la mano derecha oprimía aún el gatillo de la pistola.

Tarabas desasió el arma de la mano del coronel; después dobló las manos del muerto sobre el pecho.

Unos cuantos soldados rodeaban el cadáver y a Tarabas, arrodillado. Se quitaron las gorras; no sabían lo que tenían que hacer allí, pero permanecían quietos.

Tarabas se levantó.

—Lo enterraremos enseguida, aquí, frente a la casa —ordenó Tarabas—. ¡Preparad una fosa! Y luego a formar. Con fusil. Llamad a Konzev.

El sargento Konzev acudió.

—No me quedan más que veintiséis hombres —dijo.

—¡Todos a formar! —ordenó Tarabas.

Dos horas después enterraron al coronel a diez pasos de la puerta de la casa. Veintiséis hombres, la totalidad de los que seguían fieles al regimiento, dispararon tres veces al aire, a la voz de mando de Tarabas.

Seis míseras dobles filas dieron media vuelta.

Pero Tarabas marchaba a su cabeza como si mandase aún todo un regimiento intacto; no tenía la menor intención de reconocer la decadencia de su mundo, el fin de la guerra.

Con los veintiséis hombres, algunos de los cuales eran paisanos suyos, Tarabas emprendió el camino de su patria, hacia la nueva capital del nuevo país. Allí habían sido nombrados a toda prisa nuevos y flamantes ministros, gobernadores y generales, y se había formado presurosamente un pequeño ejército provisional. Había una gran confusión en el país, entre autoridades y habitantes del país, y también reinaba un gran barullo entre las propias autoridades. Pero Tarabas, invadido por un deseo incansable de aventuras y por una cálida y sincera hostilidad contra los muchos cargos y funcionarios, contra las oficinas públicas y los papeles, estaba resuelto a continuar su vida. Era soldado y nada más. Había conducido hasta allí a sus veintiséis hombres, para quienes, igual que para él mismo, la guerra había sido la única patria y a los que él debía, como se la debía a sí mismo, una nueva patria. ¡Fundar con aquellos veintiséis hombres todo un nuevo regimiento, qué tarea para un Tarabas! No era hombre para quitarse la vida como el bravo coronel. La historia universal, que de las antiguas patrias hacía desprenderse como esquirlas otras patrias minúsculas, le tenía sin cuidado al capitán Tarabas. Mientras viviera, no quería reconocer la llamada voluntad de la historia. Él tenía que rendir cuentas a sus veintiséis hombres. ¿Qué significaba para él el ministro de la Guerra de un nuevo país? ¡Menos que un cabo de su propia compañía!

Se presentó al ministro de la Guerra perfectamente uniformado, armado hasta los dientes, seguido de sus veintiséis leales, intimidando con órdenes estruendosas a ordenanzas, escribientes y secretarios que le preguntaban cuál era su pretensión; entró en la antesala, más poderoso ya que el propio ministro. Además, tras cambiar con éste unas palabras, reconoció en él a un primo por parte de madre.

Como una recompensa debida y perfectamente natural por sus hazañas guerreras, Tarabas exigió el mando de uno de los regimientos que se estaban formando en el nuevo país. Este deseo del capitán, respaldado por sus maneras violentas y autoritarias, por la pistola, la fusta de montar y la impresión que produjo también su escolta en el ministro de la Guerra, se cumplió a las dos horas escasas.

El capitán Tarabas surgió pues de los escombros del antiguo ejército convertido en un flamante coronel. Recibió la orden de formar un regimiento en la guarnición de Koropta.