VII

Desde aquel día el mundo del capitán Tarabas empezó a cambiar. Sus hombres no le obedecían ya como antes, parecía que le querían menos y que le temían menos. Y si castigaba a uno de ellos, percibía en las filas un rencor inexplicable, ciego y sordo. Los hombres ya no le miraban directamente a los ojos. Un día desaparecieron dos subofociales, los mejores hombres del regimiento, que venían combatiendo con Tarabas desde los primeros días. Una semana más tarde los siguieron unos cuantos soldados. Pero el ateo pelirrojo, el único cuya deserción anhelaba el capitán Tarabas, no se iba. Por lo demás, era un soldado intachable. Era puntual y obediente. Pero muy raras veces le daba el capitán Tarabas una orden. Los otros se daban cuenta. Sí, lo sabían. En alguna ocasión, Tarabas observaba que el pelirrojo hablaba a los soldados. Ellos le escuchaban, le rodeaban y estaban pendientes de sus palabras. Tarabas llamaba a cualquiera de ellos al azar.

—¿Qué está contando el pelirrojo?

—¡Historias! —decía el soldado.

—¿Qué clase de historias?

—¡Pues historias divertidas de mujeres!

Y Tarabas sabía que el hombre estaba mintiendo. Pero se avergonzaba de que le engañasen y no continuaba preguntando.

Una mañana el capitán le encontró a su asistente uno de aquellos folletos bolcheviques que aún no había visto nunca. Le prendió fuego con una cerilla; las hojas se quemaron sólo hasta la mitad; luego se apagaron y Tarabas las tiró. Desde entonces vigiló con atención a su asistente.

—Stepan —le decía—, ¿no tienes nada que contarme? ¿Dónde tienes la armónica, Stepan, no quieres tocarme algo?

—¡La he perdido, Excelencia! —decía Stepan, triste y sumiso.

El propio Stepan desapareció de improviso una tarde, y nadie supo dar razón de su paradero.

El capitán Tarabas hizo formar a todo el mundo y leyó los nombres de su compañía. Más de la mitad de la gente había desertado. A los restantes les mandó hacer instrucción durante una hora. El pelirrojo efectuaba los ejercicios con valor y aplicación, sin cometer errores; era un soldado irreprochable.

Unos días más tarde, a la hora en que Tarabas se hallaba justamente deliberando con el coronel y los restantes oficiales sobre la forma de impedir las deserciones, se presentó el pelirrojo con dos granadas en el cinto y una pistola en la mano, en compañía de dos suboficiales.

—Ciudadanos —dijo el ateo pelirrojo—, la revolución ha vencido. Depongan las armas y obtendrán un salvoconducto. Y usted, ciudadano Tarabas, y todos los paisanos que tenga por aquí, pueden regresar a su tierra. Su gente tiene ahora un Estado propio.

Se hizo un gran silencio. Se oía únicamente el tictac del gran reloj de bolsillo del coronel, que estaba encima de la mesa con la tapa abierta. Pespunteaba el tiempo como una máquina de coser.