La guerra se convirtió en su patria. La guerra fue para él su patria grande y sangrienta. Pasó de una parte a otra del frente. Entró en zonas pacíficas, incendió aldeas, dejó atrás ruinas de ciudades pequeñas y grandes, mujeres dolientes, niños huérfanos, hombres apaleados, colgados y asesinados. Se batió en retirada, vivió el frenesí de la huida ante el enemigo, se vengó en el último momento de supuestos traidores, destruyó puentes, carreteras, ferrocarriles, obedeció y dio órdenes, y todo ello con idéntico agrado. Era el más valeroso de los oficiales de su regimiento. Mandó patrullas con la precaución y la astucia con que las bestias rapaces nocturnas salen en busca de su presa, y con la confiada audacia de un hombre demente, que no da la menor importancia a su vida. Con la pistola y la fusta espoleaba al ataque a sus campesinos vacilantes, y a los valientes les daba ejemplo él mismo: los precedía. No le superaba nadie en el arte de deslizarse entre alambradas haciéndose invisible, confundiéndose entre plantas, árboles y matorrales, oculto en la noche o envuelto en la niebla matinal, para aniquilar al enemigo. No necesitaba consultar mapas; sus agudos sentidos adivinaban los secretos de cualquier terreno. Su oído alerta captaba sonidos ocultos y lejanos. Su ojo vigilante detectaba a la velocidad del rayo cualquier movimiento sospechoso. Su mano segura apuntaba, disparaba y no fallaba nunca, sostenía con fuerza lo que había agarrado, golpeaba implacable rostros y espaldas; se cerraba formando un puño de nudillos crueles, pero volvía a abrirse bien dispuesta y con una suavidad férrea para encajar la mano del camarada. Tarabas sólo estimaba a sus iguales. Fue condecorado y ascendido a capitán. Aquel que, en su compañía, tendía a la irresolución, por no decir a la cobardía, era su enemigo, como el enemigo contra quien luchaba todo el ejército. Pero aquel que, como el propio Tarabas, no amaba la vida y no temía la muerte, era su amigo del alma. El hambre y la sed, el dolor y el cansancio, los días y las noches de marcha sin pegar un ojo fortificaban su corazón e incluso lo regocijaban. Completamente incapaz de demostrar talento estratégico y de comprender lo que, en lenguaje militar, se llama «grandes acciones», era un extraordinario oficial para el frente, un excelente cazador en pequeños cotos. Sí, un cazador, eso era Nikolaus Tarabas, un cazador feroz.
Conoció la borrachera pesada y el amor fugaz. Había olvidado su casa, la granja, el padre, la madre y la prima María. Cuando un día se acordó de ella era ya demasiado tarde para darle noticias de su paradero; porque la tierra de Tarabas se hallaba entonces en manos del enemigo. Poco le preocupó, porque la guerra se había convertido en su patria grande y sangrienta. Había olvidado Nueva York y a Katharina. No obstante, en algún descanso, entre peligros y combates, entre borracheras y lucidez, fugaces embriagueces y fugaces matanzas, Tarabas veía con claridad durante unos segundos (y sólo unos segundos) que desde el momento en que la gitana de la feria de Nueva York le había dicho la buenaventura él se había transformado, estaba como embrujado y prisionero de un sueño. ¡Ah, ya no era su vida! A veces le parecía que había muerto y que la vida que llevaba era ya un más allá. Pero estos segundos de conciencia se esfumaban y Tarabas se sumergía de nuevo en la embriaguez de la sangre que corría a su alrededor y que él hacía correr, en el hedor de los cadáveres, en la humareda de los incendios y en su amor a la destrucción.
Así andaba, así se dejaba mandar, de incendio en incendio, de asesinato en asesinato, y no le acaecía nada malo. Una potencia superior ejercía sobre él su vigilancia y le guardaba para su vida singular. Sus soldados le querían y también le temían. Obedecían su mirada y el más leve gesto de su mano. Y si alguno de ellos se rebelaba contra la crueldad de Tarabas, casi ninguno de los otros estaba con el rebelde. Todos querían a Tarabas, y todos le temían.
También Tarabas quería a sus hombres, y quería a sus hombres a su manera, porque era su dueño y señor. Veía morir a muchos de ellos. Su muerte le gustaba. En general le gustaba cuando moría gente a su alrededor, y cuando, aun en plena batalla, como sólo él solía hacerlo, pasaba por las trincheras, leía los nombres de sus hombres y sus camaradas le respondían «Caído», y él ponía una cruz en su agenda. En tales momentos se recreaba con la idea de que él mismo estaba ya muerto; todo lo que allí experimentaba ocurría en el más allá; y los otros, los caídos, habían entrado sin duda en una tercera vida, como lo había hecho él en su segunda vida.
Nunca fue herido ni estuvo enfermo; tampoco pidió jamás un permiso. Era el único del regimiento que no recibía correo ni lo esperaba. Jamás hablaba de su casa. Y esto confirmó la opinión que se tenía de él, la opinión de que era un tipo raro.
Así vivió la guerra.
Cuando estalló la revolución, mantuvo ferozmente a raya su compañía, con gestos, puños, miradas, pistola y bastón. No era asunto suyo entender lo que ocurría en política. Le tenía sin cuidado que el zar hubiera sido derrocado. En su tropa, el zar era él. Tan sólo le resultaba agradable que sus superiores, el Estado Mayor, el mando del ejército, empezasen a impartir órdenes confusas y contradictorias. No tenía necesidad de ocuparse de ellos. Como era el único de todo el regimiento a quien la revolución no había desorientado ni transformado, pronto tuvo más poder que el propio comandante. Era él quien mandaba el regimiento. Lo trasladaba a su antojo de un lugar a otro; entablaba combates por su cuenta, irrumpía en aldeas y pequeñas ciudades indiferentes, fresco y alegre como en las primeras semanas de la guerra.
Un día —era un domingo— apareció en su regimiento un soldado que Tarabas no había visto nunca.
Por primera vez desde que se había incorporado al ejército, se llevó un susto terrible ante un simple soldado raso de infantería. Se hallaban en una minúscula aldea de Galizia, semidestruida. El capitán Tarabas se había alojado en una de las chozas que aún se conservaban relativamente bien; había pasado la noche con la hija de catorce años de la campesina y por la mañana había pedido café con aguardiente a su ordenanza. Era un día soleado, hacia las nueve de la mañana. Con las botas recién lustradas, los anchos pantalones de montar con aplicaciones de piel limpios e impecables, una pequeña fusta en la mano, bien afeitado y provisto de toda la sensación de bienestar que podía invadir a un hombre como Tarabas en una espléndida mañana otoñal después de una noche placentera, el capitán abandonó la choza y a la muchacha, agachada y en camisón frente a la puerta. Con su varita de montar, le golpeó suavemente los hombros. La muchacha se levantó. Él le preguntó cómo se llamaba.
—El señor me preguntó ya mi nombre anoche —dijo la muchacha—, cuando fui a la cama.
En sus ojos menudos, verdes, muy hundidos en las mejillas, había una chispa de malicia y de picardía. Tarabas contempló su joven pecho bajo el camisón, y la fina cadenita que llevaba al cuello; pensó en la cruz sobre el pecho de María y dijo tocando con la fusta la cabeza de la muchacha:
—¡Te llamas María, desde ahora y mientras yo permanezca aquí!
—¡Sí, Excelencia! —dijo la chiquilla. Y Tarabas se alejó silbando.
Como hemos dicho, estaba de magnífico humor. Con su fusta de montar intentaba tronchar las relucientes hebras del veranillo de San Martín. No lo conseguía; aquellas extrañas criaturas hechas de la nada se enroscaban más bien en torno a la varilla, casi podía decirse que la festejaban amorosamente. También esto gustó a Tarabas. Luego se lió un cigarrillo con el tabaco que llevaba suelto en el bolsillo, y moderó el paso. Se fue aproximando al campamento de sus hombres. Venía ya el suboficial a darle el parte. Era domingo. Los soldados yacían perezosa y lánguidamente en los declives de los prados y en los campos de rastrojos. «¡Quedaos tendidos!», gritó Tarabas al acercarse a ellos. Sin embargo se levantó uno, uno de los primeros, al borde de la carretera. Y aunque este soldado saludó de acuerdo con las ordenanzas e incluso con deferencia, tieso como un palo, había en su presencia algo que para la sensibilidad de Tarabas resultaba terco, insolente, algo de incomprensible superioridad. ¡No, aquél no había sido formado por la mano de Tarabas! ¡Había un intruso en la compañía!
Tarabas se acercó… e inmediatamente dio un paso atrás. En este preciso instante empezó a sonar la campana de la pequeña iglesia griega. Las primeras campesinas se dejaron ver ya en el camino que conducía a la iglesia. Era domingo. Tarabas se persignó, siempre con la vista fija en el soldado forastero. Y era como si hubiese hecho el signo de la cruz por miedo a aquel hombre. Y fue en este instante cuando lo vio claro: el soldado forastero era un judío pelirrojo. Un judío pelirrojo. ¡Pelirrojo, judío… y era domingo!
Por primera vez desde su llegada al ejército, volvió a surgir en Nikolaus Tarabas la vieja superstición. De pronto supo también que su destino iba a cambiar.
—¿Cómo has llegado hasta aquí? —preguntó Tarabas.
El soldado sacó un papel del bolsillo. En él se decía que había venido del desmantelado Regimiento de Infantería n.° 52, que en parte había desertado y en parte se había pasado a los bolcheviques.
—Está bien —dijo el capitán Tarabas—. ¿Eres judío?
—¡Sí! —dijo el soldado—, ¡mis padres eran judíos! ¡Pero yo no conozco ningún Dios!
Nikolaus Tarabas dio otro paso atrás. Se golpeó las botas con la fusta. El pelirrojo tenía unos ojos verdegrises y unos breves mechones llameantes en lugar de cejas.
—¡Vamos, que eres un sin Dios! —dijo el capitán—. ¡Vaya, vaya!
Y continuó su camino. El soldado volvió a tumbarse al borde del camino. Tarabas se volvió una vez a mirarlo. Y vio el pelo rojo del forastero relucir entre el escaso verde de la ladera: una pequeña llamita en la carretera gris y polvorienta.