V

Tenía que presentarse en Cherson para encuadrarse en su regimiento. Con él desembarcaron dos jóvenes militares, oficiales. No los había visto durante el viaje. Les preguntó si también iban a incorporarse a filas. Le dijeron que sí, que iban a la guarnición de Petersburgo, pero que ambos eran de Kiev. Una vez en el regimiento, quién sabe si tendrían permiso para ver su tierra natal. Por esta razón iban primero a casa, y luego al regimiento. Le aconsejaron que hiciera lo mismo.

Tarabas lo vio clarísimo. La guerra había adquirido una fraterna semejanza con la muerte. Quién sabe si allí sería posible aún tener permiso… habían dicho ambos. En la habitación de Tarabas, dentro del armario, colgaba el uniforme que él amaba, como amaba a su padre, a su madre, a su hermana y a la casa. Gracias a sus relaciones y a su dinero, el viejo Tarabas había conseguido invocar la gracia del zar y obtener para su hijo el grado de teniente… unos meses después que el desgraciado proceso había caído en el olvido. Esto le pareció a Tarabas completamente lógico. En su opinión, era él quien concedía al zar la gracia de servir como teniente en el Regimiento de Infantería n.° 93. Habría representado un grave daño para el ejército ruso que Tarabas hubiese sido degradado.

Así pues, Tarabas montó en el tren que partía hacia su tierra. No anunció su llegada. Vivir sorpresas y dar sorpresas era su pasión. ¡Quería llegar a casa como un libertador! ¡Cuánto miedo debían de pasar, tan cerca de la frontera! ¡Él iba a llevarles la seguridad y la victoria!

De buen humor, Tarabas se sentó en el tren repleto, dio al revisor una propina sorprendente, le explicó que era un «correo especial» para asuntos propios de la guerra, corrió el cerrojo y contempló con voluptuosidad a los pasajeros que, a pesar del derecho indiscutible que tenían a tomar asiento en su compartimiento, tuvieron que quedarse de pie en el corredor. El momento era excepcional y la gente tenía el deber de adaptarse y permitir que un «correo extraordinario del zar» tuviese la comodidad que le era indispensable para ejercer su especialísima misión. De vez en cuando, Tarabas salía al corredor, miraba con altivez a aquellas pobres gentes que tenían que estar de pie, obligaba a los que, ya cansados, se habían sentado en sus maletas a levantarse para dejarle sitio; comprobaba satisfecho que todos obedecían sin protestar la mirada de sus ojos azul celeste y que lo contemplaban incluso con cierta complacencia; con una severidad exagerada, daba órdenes al revisor para que todos pudieran oírle; le mandaba que preparase té y que fuese a buscarle esto o aquello en las estaciones. A veces abría bruscamente la puerta del compartimiento y se quejaba de las conversaciones excesivamente ruidosas de los pasajeros del corredor. Y éstos interrumpían efectivamente su charla cuando veían a Tarabas.

Satisfecho y divertido de su propia astucia y de la estupidez de los demás, Nikolaus Tarabas se apeó del tren a la mañana siguiente, después de un sueño saludable y sin sobresaltos. Apenas dos verstas le separaban aún de la casa paterna. Naturalmente le reconocieron y le saludaron el jefe de estación, el portero y el factor. A las amables preguntas que le hicieron, respondió con oficial solicitud que le habían hecho regresar de América para una misión de suma importancia y de altísimo nivel, repitiendo siempre la misma frase sin perder su amable sonrisa ni el brillo de sus azules ojos de niño, Cuando unos y otros le preguntaban si había anunciado su llegada a casa, Tarabas se llevaba un dedo a los labios. Así recomendaba silencio e infundía respeto. Y al verle alejarse de la estación sin equipaje, tal como había salido de Nueva York, y tomar el estrecho camino rural que conducía a la casa de la familia Tarabas, cada uno de los funcionarios, uno tras otro, se llevaba también el dedo a los labios, exactamente igual a como Tarabas lo había hecho, y todos creían saber que Tarabas, con quien tanta familiaridad habían tenido desde su infancia, llevaba consigo un gran secreto de Estado.

A la hora en que, como él sabía perfectamente, sus parientes se sentaban a la mesa para comer, Nikolaus llegó a casa. Para que la «sorpresa» fuera más completa, no llegó por el ancho camino que conducía directamente a su casa y que flanqueaban los esbeltos abedules, tan dulces y tanto tiempo añorados, sino por el húmedo y estrecho sendero entre los extensos pantanos, con sauces solitarios, como hitos seguros, un caminito que formaba un arco y conducía a la parte de atrás de la casa, donde concluía bajo la ventana de Nikolaus Tarabas. Bajo el techo inclinado se encontraba su habitación. Una parra silvestre, añosa, de troncos fuertes y flexibles, entrecruzados de duros alambres, crecía exuberante por la pared, hasta las tejas grises de la cubierta. Utilizar el ramaje de la vid en lugar de una escalera fue un juego de niños para Tarabas. Y aunque la ventana estuviese cerrada, no le parecía menos fácil aflojarla con una habilidad adquirida desde la infancia y abrirla sin ruido. Se sacó los zapatos y se los puso en los bolsillos de la chaqueta, como lo hacía de pequeño. Y con ligereza, sin ruido, como acostumbraba a hacerlo siendo un chiquillo, se encaramó por la pared; casualmente, la ventana estaba abierta; segundos después se hallaba ya en su habitación. Se deslizó hacia la puerta y corrió el cerrojo. La llave estaba puesta aún en el armario. Había que apoyar con tiento los hombros en él, si uno quería evitar que chirriase. Ahora estaba abierto. Impecable en su colgador se hallaba el uniforme. Tarabas se quitó la ropa de paisano. Se puso el uniforme. Con manos ágiles liberó el sable de su envoltura de papel. El cinto rechinó. Tarabas estaba ya armado. Bajó la escalera de puntillas, llamó a la puerta del comedor y entró.

El padre y la madre, la hermana y la prima María ocupaban sus asientos habituales. Comían kasa.

En primer lugar, Tarabas saludó el cálido aroma, tan añorado, de aquella comida, un olor a cebollas asadas, y a la vez un beatífico recuerdo, que se había vuelto como una nube, de campos y mieses. Por primera vez desde que había dejado el buque volvió a tener hambre. Tras el leve vapor que subía de la sopera llena del centro de la mesa, los rostros de los miembros de la familia quedaban como difuminados. Segundos más tarde, Tarabas observó su sorpresa, oyó el tintineo de los cubiertos dejados en los platos, el ruido de las sillas que se movían. El primero en levantarse fue el viejo Tarabas. Abrió los brazos. Nikolaus fue corriendo hacia él y no dejó de observar dos o tres granos de la añorada comida en los bigotes del padre. Esta visión disminuyó considerablemente la ternura del muchacho. Tras besarse ruidosamente, Nikolaus saludó a su madre, que acababa de levantarse sollozando; a la hermana, que había abandonado su silla y daba la vuelta a la mesa para ir al encuentro de su hermano, y a la prima María, que se le acercaba lentamente siguiendo a la hermana. Nikolaus la abrazó.

—No te habría reconocido —dijo a María.

A través del paño grueso de su uniforme, sintió el pecho cálido de la muchacha. En aquel instante deseó a su prima María con tal ardor e impaciencia que olvidó el hambre que sentía. La prima le rozó sólo la mejilla con sus labios salientes y fríos. El viejo Tarabas aproximó una silla y pidió al hijo que se sentase a su derecha. Nikolaus se sentó. De nuevo sintió grandes deseos de comer kasa. Miró al mismo tiempo a María y se avergonzó de su hambre.

—¿Has comido? —preguntó la madre.

—No —dijo Nikolaus; casi lo gritó.

Le pusieron delante un plato y una cuchara. Mientras comía y contaba cómo había llegado, cómo se había encaramado sin ser visto a su habitación y se había puesto el uniforme, observaba a su prima. Era una muchacha robusta, casi rechoncha. Sus dos trenzas de pelo castaño colgaban, a la vez recatadas y provocativas, sobre sus hombros y se juntaban bajo el mantel, probablemente en el regazo. A veces María apartaba las manos de la mesa y jugaba con las puntas de sus trenzas. En su cara joven, campesina, indiferente e inexpresiva, llamaban la atención las pestañas suaves, negras, sedosas, largas y arqueadas, dos dulces cortinas sobre sus ojos grises, semicerrados. Llevaba sobre el pecho una gran cruz de plata. «Qué pecado», pensó Tarabas: la cruz lo excitaba. Era un guardián sagrado sobre el pecho atrayente de María.

Guapo, de anchos hombros y caderas estrechas, así era Tarabas con su uniforme. Le pidieron que contase cosas de América. Esperaron: él callaba. Se pusieron a hablar de la guerra. El viejo Tarabas dijo que la guerra iba a durar tres semanas. No todos los soldados caían, y era seguro que de los oficiales morían pocos. Entonces la madre se echó a llorar. El viejo Tarabas no le hizo el menor caso. Como si entre las particularidades naturales de una madre se encontrase la de verter lágrimas mientras los demás comen y conversan, él pronunciaba prolijos discursos sobre la debilidad de los enemigos y la fuerza de los rusos; y ni por un momento vio con claridad que la muerte tenebrosa tendía ya sus descarnadas manos sobre todo el país, y también sobre Nikolaus, su hijo. Estaba sordo y mudo, el viejo Tarabas. La madre lloraba.

La cerca de plateadas estacas de abedul seguía rodeando la granja paterna, y era justo la época en que los siervos sacudían los manzanos, las muchachas subían arrastrándose hasta las ramas más altas para recolectar los frutos y también para que los muchachos pudieran verlas mejor. Se levantaban las faldas de un rojo brillante y enseñaban las pantorrillas y los muslos blancos y fuertes. Las golondrinas tardías volaban en grandes bandadas triangulares hacia el sur. Las alondras seguían cantando, invisibles en el azul del cielo. Las ventanas permanecían abiertas. Y se oía el canto agudo, vibrante, de las guadañas; se cortaban ya los últimos tallos en los campos, a toda prisa, como contaba el padre. Porque los campesinos tenían que ir a filas mañana, pasado mañana o al cabo de una semana.

Todo aquello le llegaba a Tarabas, que acababa de volver a casa, como desde una infinita lejanía. Le maravillaba que la casa, la hacienda, la tierra, el padre y la madre estuviesen más próximos a él en la lejana y pétrea Nueva York que aquí, a pesar de que había ido a verlos para abrazarlos y sentirlos más cerca de su corazón. Tarabas estaba decepcionado. Que iban a acogerle como al hijo pródigo, como un salvador y un héroe: así lo había imaginado. Lo trataban con demasiada indiferencia. La madre lloraba, pero así era ella por naturaleza, pensaba Tarabas.

En Nueva York había visto a otra madre, una madre más dulce, desesperada, como la necesitaba su vanidoso corazón infantil.

¿Es que durante su ausencia se habían acostumbrado a ver la casa de los Tarabas sin su único hijo? Había querido darles una sorpresa; había entrado por la ventana, siempre tan cándido como un chiquillo, se había puesto el uniforme y había entrado en la habitación así, sin más, ni más como si nunca hubiera estado en América. ¡Y a ellos les parecía perfectamente normal que llegase tan de repente!

Comió, ofendido, mudo y con buen apetito. Sin decir palabra, se iba llevando a la boca una cucharada tras otra; era como si no comiese él mismo, como si alguien le diese de comer. Estaba ya satisfecho. Con una mirada a su prima María, dijo:

—Bueno, me voy mañana a primera hora. Pasado mañana, lo más tarde, tengo que estar en el regimiento.

¿Le pidieron acaso que se quedara? ¡En modo alguno!

—¡Muy bien, muy bien! —dijo el padre.

La madre sollozó un poco más fuerte. La hermana permaneció inmóvil. María bajó los ojos. En su pecho relucía la gran cruz. Se levantaron por fin de la mesa.

Por la tarde, Tarabas efectuó unas cuantas visitas, al párroco, a los vecinos propietarios de otras haciendas. Mandó enganchar los caballos a la carreta. Y en todo el esplendor de su uniforme, una magnífica presencia en azul y plata, pasaba con el aire un poco distante, entre los verdes y amarillos otoñales, chasqueando la lengua, y siempre, dondequiera que se detuviese, describía antes un arco audaz y elegante, dando un tirón a las riendas, y los caballos se quedaban quietos, como los caballos de bronce de un monumento. Aquél había sido siempre el estilo de Tarabas. Todos los pequeños campesinos le saludaban, se abrían las ventanas, tras él dejaba una gran nube de polvo inundado de sol. Su marcha le llenaba de satisfacción, y también le gustaba el respeto que le profesaban por doquier. No obstante, creía ver en las caras un gran miedo desconocido. La guerra aún no había comenzado y su horror vivía ya en los seres humanos. Y si querían decir algo agradable a Tarabas, se torturaban y no le decían todo lo que ocultaban en su corazón. Tarabas era un extraño en su tierra… la guerra moraba en ella.

Vino la noche. Tarabas dudó si regresar a casa. Aflojó las riendas y dejó que los caballos caminasen a su aire soñoliento. Al llegar al inicio de la avenida de abedules que conducía directamente a su casa, se apeó. Los caballos conocían el camino. Frente a los grandes establos situados a mano izquierda de la casa, se detuvieron y relincharon inteligentes para anunciar su llegada, y el perro de la granja ladraba si el mozo no venía enseguida. Sólo los caballos habían reconocido a Tarabas. Se apoderó de él la ternura; acarició los cuerpos calientes y lustrosos, de color de herrumbre, posó su frente en la frente de cada uno de los animales, aspiró el vapor de sus ollares y sintió el benéfico frescor de la piel coriácea. En los ojos grandes y relucientes de los caballos creyó ver todo el amor del mundo.

Tomó por segunda vez el sendero lateral, entre las dehesas, como había hecho por la mañana. Las ranas croaban a ambos lados, olía a lluvia, a pesar de que el cielo estaba limpio de nubes y el sol otoñal descendía en toda su luminosa pureza. Le deslumbraba. Tuvo que bajar la vista para fijarse en el camino y para no perder el sendero. Por ello no vio que alguien se le acercaba en sentido contrario. Sorprendido, percibió una sombra muy cerca de sus pies; intuyó en un santiamén a quién pertenecía y se detuvo. María iba a su encuentro. Así pues, le había echado en falta. Posaba graciosamente y con cuidado sus botines de cordones sobre el angosto sendero. Tarabas sintió de pronto el lujurioso deseo de cortar de un golpe aquellos cordones entrelazados. La furia y la voluptuosidad le invadieron. No había escapatoria. Dejó que María se aproximase. La rodeó con un brazo… y así, con mucha atención y estrechándose el uno contra el otro por miedo al pantano que había a ambos lados (y también por añoranza), sus pies se tocaron varias veces sobre el estrecho sendero. Regresaron al bosque. Cantaban los últimos pájaros. No dijeron ni una sola palabra. Se abrazaron de pronto… Se volvieron los dos a la vez, el uno hacia el otro, se estrecharon con fuerza, se tambalearon y cayeron al suelo.

Cuando se levantaron, las estrellas parpadeaban entre las copas de los árboles. Tiritaban. Se aferraron el uno al otro y volvieron a casa por el camino principal. A la entrada se detuvieron, se besaron largamente, como si se despidiesen para siempre.

—Entra tú primero —dijo Tarabas. Fue la única frase que se habían cruzado en todo el tiempo.

Tarabas siguió lentamente.

Se estaban reuniendo ya para cenar. El viejo preguntó a su hijo cuándo tenía que marcharse. A las cuatro de la mañana, dijo Nikolaus, para no perder el tren. O sea que lo había previsto con exactitud, dijo el viejo. Trajeron la cena especial que él había ordenado por la tarde: avena en leche humeante, carne de cerdo hervida con patatas, vodka y un borgoña claro para alternar, y queso blanco de oveja como postre. La cena se animó. El viejo hacía preguntas. Nikolaus contaba cosas de América. Se inventó sobre la marcha una fábrica en la que justamente había empezado a trabajar, una fábrica. En ella se producían películas. Una verdadera fábrica americana. Un día que, como desde hacía semanas, estaba a punto de levantarse a las cinco de la mañana para ir a trabajar, los vendedores de periódicos habían gritado la noticia de la guerra… y él se encaminó directamente a la embajada rusa. Una noche antes, entre él, Tarabas y el asqueroso dueño de un bar hubo todavía una pelea. El dueño del bar había insultado a una muchacha inocente, probablemente su camarera, y llegó a agredirla. Esa clase de gente había en Nueva York.

Incluso la indiferente hermana aguzó el oído cuando Tarabas contaba esta historia, y la madre no cesaba de repetir: «¡Dios te bendiga, hijo mío!». El propio Tarabas estaba convencido de que contaba la pura verdad.

Y se levantaron. Efectuaron de pie la ceremonia de despedirse. Y el viejo Tarabas dijo que volverían a ver al hijo cuatro semanas más tarde. Y todos le besaron. No quería ver a nadie a la mañana siguiente. María le dio un beso fugaz. La madre lo retuvo un rato entre sus brazos y lo meció así como estaban, de pie. Tal vez se acordaba del tiempo en que aún lo acunaba en su regazo.

Entró la servidumbre. Con cada uno de ellos, criado y criada, intercambió Tarabas el beso de despedida.

Se metió en su habitación. Tal como estaba, con barro en las botas, se tendió en la cama. Durmió aproximadamente una hora. Luego le despertó un ruido desconocido, vio que la puerta estaba abierta y fue a cerrarla. Una racha de viento la había abierto. También estaba abierta la ventana de enfrente.

No podía volver a dormirse. Le vino a la mente que a lo mejor no había sido el viento. ¿Había intentado María volver a verle? ¿Por qué no dormía con él la última noche que pasaba en aquella casa? Tarabas sabía dónde estaba la habitación de la muchacha. Debía de estar acostada en camisón, con la cruz sobre la cabecera de la cama. (Aquello le asustaba un poco).

Abrió la puerta. Apoyándose con las manos, se deslizó por la barandilla de la escalera para no pisar los escalones con sus pesadas botas. Después, descorrió el cerrojo de la puerta de María. Permaneció unos instantes inmóvil.

Allí estaba la cama, lo sabía porque de chiquillo había sacado las sábanas con María y su hermana para jugar a entierros. Uno después del otro, habían hecho el muerto. A través del gran rectángulo de la ventana, resplandecía la noche azulada. Tarabas se acercó a la cama. El suelo de madera crujió, y María se despertó sobresaltada. Aún medio dormida y presa del terror, abrió los brazos. Recibió a Tarabas tal como estaba, con su uniforme militar y sus botas; sintió con voluptuosidad los duros pelos de su barba en la cara y le buscó la nuca con manos torpes.

Saciado, despótico y ruidoso, se levantó Tarabas.

Con dulzura y ya con cierta impaciencia, volvió a depositar sobre la cama las manos que María le alargaba.

—¡Me perteneces! —dijo Tarabas—; nos casaremos a mi vuelta. Me serás fiel. No verás a otro hombre. ¡Adiós!

Y salió de la habitación. Sin hacer caso del ruido que pudiese provocar, subió la escalera para ir a recoger sus cosas.

Arriba, en la estancia, se hallaba sentado el viejo Tarabas. «Así que me estaban espiando —pensó Nikolaus súbitamente—. Me espían». Y se volvió a despertar en él el viejo encono contra el padre, que le había expulsado cruelmente y le había enviado a la inhumana ciudad de Nueva York. El padre se levantó; su camisón se abrió dejando ver la camisa de campesino y los largos tubos de los calzoncillos de tela de saco, atados a los tobillos poderosos. Con ambas manos, el padre agarró las hombreras.

—¡Te degrado! —dijo el viejo.

Oh, aquella voz la conocía muy bien; no era más fuerte que de costumbre. Sólo la nuez se le movía, arriba y abajo, con más violencia de lo habitual, y en los ojos se veía la fría cólera, una cólera de puro hielo. «Va a ocurrir algo gordo», pensó Nikolaus; el miedo por sus hombreras le ofuscaba.

—¡Suelta! —gritó.

Un instante después, la mano paterna volaba contra su mejilla. Nikolaus retrocedió, mientras el viejo volvía a recogerse el camisón sobre el pecho.

—¡Si vuelves sano y salvo, te casas! —dijo el viejo—. ¡Y ahora márchate! ¡Enseguida! ¡Desaparece!

Tarabas cogió el sable y el capote y se dirigió a la puerta. La abrió, vaciló unos instantes, retrocedió y escupió. Después cerró la puerta de golpe y salió corriendo. Caballos, sirviente y carruaje le estaban ya esperando para conducirle a la estación.