III

Había llovido durante la noche. La mañana era fresca, los adoquines seguían mojados. Pero se secaron pronto bajo la acción de un viento matinal seco y persistente. El coche de riego pasaba ya con su fragor continuo por las calles y mojaba de nuevo el pavimento.

Tarabas decidió entregarse al primer policía que encontrase. Pero como por el momento no pasaba ninguno, Tarabas pensó que sería mejor dirigirse al tercero que se le acercase… justamente por lo del número tres, que siempre le había traído suerte. Que el dueño del bar estuviese muerto o vivo dependía muy probablemente de ello.

El primer policía adelantó a Tarabas. Aquello no era un encuentro. Sólo los que venían hacia él en sentido contrario constituían «encuentros» para Tarabas. Finalmente se acercó uno bamboleando la porra de goma, con el cansancio propio de aquella hora tan temprana y dando bostezos: era, por consiguiente, el número uno. Para retrasar todo el tiempo posible el encuentro con el segundo, Tarabas dobló por la siguiente calle lateral. Pero en ella se topó con otro que tenía un aire alegre y vivaracho, como si acabase de entrar en servicio. Tarabas le sonrió y dio media vuelta inmediatamente. No tenía miedo de la ley, que ya debía perseguirlo, sino de que la profecía pudiera cumplirse más deprisa de lo que había pensado.

«Bueno, ya sólo me queda el último —pensó Tarabas—, y luego estará todo en las manos de Dios».

Pero por la calle principal, a la que había regresado, no se dejó ver ni un policía en media hora. Tarabas empezaba casi a desear la aparición del tercero. Pero justo en el momento en que apareció uno, en el extremo opuesto de la ancha calle y en el centro de la misma —y el negro casco se destacaba contra el verde oscuro del parque que cerraba la calle—, en ese momento resonó la voz clara y distinta de uno de los primeros vendedores de periódicos de Nueva York.

—¡Guerra entre Austria y Rusia! —atronaba la voz del chiquillo—. ¡Guerra entre Austria y Rusia! ¡Guerra entre Austria y Rusia!

Uno de los ejemplares más frescos —humedecido aún por el rocío de la mañana y el relente de la noche— lo compró Tarabas. «Guerra entre Austria y Rusia», leyó.

El policía se acercó y lanzó una ojeada al periódico fresco de la mañana por encima del hombro de Tarabas.

—Es la guerra —dijo Tarabas al policía—, ¡y yo voy a ir a esa guerra!

—¡Pues que vuelva usted con vida! —dijo el policía. Se llevó la mano al casco y siguió su camino.

Tarabas corrió tras él y le preguntó cuál era el camino más corto para ir a la embajada rusa. Y una vez recibida la información, corrió a pasos largos hacia la embajada, hacia la guerra. Y Katharina, el dueño del bar y su propia fechoría quedaron borrados y olvidados.