La coacción y el Estado
La plena servidumbre, propia de épocas feudales, obliga a prestar servicios inciertos e indeterminados. Existe cuando no se puede conocer hoy la clase de servicio que ha de prestarse mañana; cuando una persona está obligada a hacer cualquier cosa que se le ordene.
HENRY BRACTON[1]
1. Significado de la coacción
Anteriormente hemos definido de manera provisional la libertad como ausencia de coacción. Ahora bien, el concepto de coacción es quizá tan confuso como el de libertad y básicamente por las mismas razones: no distinguimos claramente entre lo que otros hombres nos hacen y los efectos que en nosotros tienen las circunstancias físicas. En la lengua inglesa existen dos palabras diferentes que permiten establecer la necesaria distinción; to compel se usa para indicar una obligatoriedad por causas o circunstancias físicas; to coerce se usa para indicar coacción originada por algún agente humano.
La coacción tiene lugar cuando las acciones de un hombre están encaminadas a servir la voluntad de otro; cuando las acciones del agente no tienden al cumplimiento de sus fines, sino al de los de otro. Esto no quiere decir que el que sufre coacción se vea privado de la facultad de elegir. Si le faltara dicha facultad, no cabría hablar de «su acción». Si mi mano, utilizando la pura fuerza física, es obligada a firmar, o si mi dedo es presionado contra el gatillo de una pistola, no se puede decir que tales acciones sean mías. Por supuesto, una violencia tal, que reduce mi cuerpo a mera herramienta física de otra persona, es tan mala como la coacción propiamente dicha y debe prohibirse por las mismas razones. Sin embargo, la coacción implica que yo poseo la facultad de elegir, pero que mi mente se ha convertido en la herramienta de otra persona hasta el extremo de que las alternativas que se presentan a mi voluntad han sido manipuladas de tal suerte que la conducta que mi tirano quiere que yo elija se convierte para mí en la menos penosa[2]. No obstante la coacción, soy yo quien decide cuál de las alternativas que se presentan a mi elección es la menos mala[3].
Está claro que la coacción no incluye todas las influencias que pueden ejercerse sobre las acciones de otra persona, ni siquiera todos los casos en que una persona obra o amenaza obrar de un modo que cause daño a otra, para obligarla a cambiar su conducta futura. Una persona que estorba mi camino en la calle obligándome a apartarme; quien ha pedido prestado en la biblioteca pública el libro que yo pretendía obtener, e incluso aquel a quien rehúyo a causa de los ruidos desagradables que produce, no puede decirse que ejerzan coacción sobre mí. La coacción implica tanto la amenaza de producir daño como la intención de provocar de ese modo en otros una cierta conducta.
Aunque el que sufre coacción tiene capacidad de elección, el que la ejerce ha combinado las alternativas que se presentaban a la voluntad del otro de tal modo que el primero hará lo que el segundo quiera. El que sufre coacción no está privado, simplemente, de utilizar sus facultades, pero sí de la posibilidad de emplear sus conocimientos al servicio de sus propios fines. El uso efectivo que hace una persona de su inteligencia y de sus conocimientos para alcanzar sus fines requiere que sea capaz de prever algunas de las condiciones del mundo que le rodea y de trazar un plan de acción. La mayoría de los fines humanos sólo pueden alcanzarse mediante una sucesión de acciones interconexas ejecutadas en tanto en cuanto formen un todo coherente y basadas en la suposición de que los hechos y circunstancias del mundo exterior serán lo que uno espera. Lo dicho equivale a afirmar que para obtener alguna cosa es preciso que podamos predecir unos ciertos acontecimientos relacionados con el fin que pretendemos alcanzar o, al menos, conocer las posibilidades de que tal acontecimiento ocurra y aunque las circunstancias físicas son a menudo improbables, nunca frustrarán maliciosa y voluntariamente nuestros fines. Pero si los hechos que determinan nuestros planes están bajo el control exclusivo de un tercero, nuestras acciones se verán controladas de modo idéntico.
Por lo tanto, la coacción es mala porque se opone a que la persona use de un modo completo su capacidad mental, impidiéndole, por tanto, hacer a la comunidad la plena aportación de la que es capaz. Aunque el que sufre coacción hará lo que más le convenga en un momento dado, para entender plenamente sus acciones será preciso referirse a los propósitos de otra persona.
2. Coacción y poder
Los filósofos políticos han discutido más a menudo sobre el poder que sobre la coacción, porque, en general, el poder político se identifica con el poder para ejercer coacción[4]. No obstante, aunque los grandes hombres, desde John Milton y Edmund Burke a Lord Acton y Jacob Burckhardt, para los cuales el poder es la personificación del mal[5], estaban en lo cierto al hacer tales afirmaciones, el referirse en este caso simplemente al poder carece de suficiente concreción e induce a equívocos. El poder en sí, es decir, la capacidad de obtener lo que uno quiera, no es malo; lo malo es el poder de usar la coacción; el forzar a otros hombres a servir la voluntad propia mediante la amenaza de hacerles daño. No hay maldad en el poder del director de una gran empresa en la que los hombres se han unido libremente para alcanzar sus propios fines. Parte de la fuerza de nuestra sociedad civilizada consiste en que mediante tales combinaciones voluntarias de esfuerzo, bajo una dirección unificada, los hombres pueden aumentar increíblemente su poder colectivo.
No es el poder en el sentido de una ampliación de nuestra capacidad lo que corrompe, sino la sujeción de otras voluntades humanas a la nuestra, la utilización de otros hombres contra su voluntad para alcanzar nuestros propios fines. Es verdad que en las relaciones humanas el poder y la coacción vienen muchísimas veces unidos; que el gran poder poseído por unos pocos puede permitirles ejercer coacción sobre otros, a menos que dicho poder no se vea contenido por otro poder aún mayor; sin embargo, la coacción no es una consecuencia del poder tan necesaria y tan común como generalmente se supone. Ni los poderes de Henry Ford, ni los de la Comisión de Energía Atómica, ni los del general del Ejército de Salvación, ni —al menos hasta hace muy poco— los del Presidente de los Estados Unidos son poderes para usar coacción contra los individuos obligándoles a servir los objetivos de las personas que los ejercen. Sería más exacto y daría lugar a menos confusión si, llegada la ocasión, empleásemos los términos «fuerza» o «violencia» en vez de hablar de coacción, ya que el uso de la fuerza o de la violencia constituye la forma más importante de la coacción, aunque no sean sinónimos, puesto que el recurso a la fuerza física no es el único modo de ejercer dicha coacción. De igual manera, la «opresión», que se opone a la libertad tanto como la acción, debe emplearse únicamente para describir un estado de continuos actos de coacción.
3. Coacción y monopolio
La coacción debe distinguirse cuidadosamente de las condiciones o términos en cuya virtud nuestros semejantes se hallan dispuestos a prestarnos servicios u otorgarnos determinados beneficios. Solamente en circunstancias muy excepcionales, el control único de un servicio o requisito esencial para nosotros confiere a otra persona el verdadero poder de coacción. La vida en sociedad tiene como consecuencia necesaria el depender, para la satisfacción de la mayoría de nuestras necesidades, de los servicios de algunos de nuestros semejantes. En una sociedad libre dichos servicios mutuos son voluntarios y cada uno puede elegir a quien quiera prestarlos y bajo qué condiciones. Los beneficios y oportunidades que nuestros semejantes nos brindan nos son ofrecidos tan sólo si estamos dispuestos a satisfacer las condiciones que aquellos nos imponen.
Lo que acabamos de indicar es igualmente cierto si se aplica a las relaciones sociales que en lo tocante a las económicas. Si una dama me invita a las fiestas que da en su casa sólo porque me ajusto a unas determinadas normas de conducta y me visto de un modo determinado, o, para poner otro ejemplo, si mi vecino únicamente conversa conmigo porque disfruto de cierto nivel de educación, no puede decirse que ejercen coacción sobre mí. Tampoco puede decirse, lógicamente, que haya habido coacción si el productor o comerciante rehúsan suministrarnos lo que queremos a menos que paguemos el precio por ellos fijado. Por supuesto que tal afirmación es cierta en un mercado competitivo donde yo puedo buscar otros comerciantes si las condiciones del primero no me convienen; y normalmente también lo puede ser al enfrentarme con un monopolista. En el caso de que, por ejemplo, deseara mucho que cierto artista famoso pintase mi retrato y este rechazase hacerlo a menos que le pagara una fuerte cantidad, seria claramente absurdo decir que estoy sufriendo coacción. Lo mismo cabe afirmar de cualquier otro bien o servicio sin el cual puedo pasarme. Con tal que los servicios de una persona determinada no sean indispensables para mi existencia o la conservación de lo que yo más valoro, las condiciones exigidas para la prestación de dichos servicios no puede llamarse propiamente coacción.
Un monopolista puede ejercer verdadera coacción, sin embargo, si se tratase, por ejemplo, del propietario de un pozo en un oasis. Supongamos que en el oasis existen otras personas allí radicadas porque piensan que siempre podrán obtener agua a un precio razonable, y un buen día descubren, quizá porque los restantes pozos se han secado, que para sobrevivir han de subordinarse a lo que el dueño del primer pozo les exija. Este sería un caso claro de coacción. Cabe imaginar otros pocos casos en que un monopolista controla un bien esencial sin el cual los adquirentes no puedan vivir, pero, por desagradables que sean las exigencias de tal monopolista, a menos que sea capaz de cortar el suministro de un bien indispensable, no puede decirse que ejerce coacción sobre los que quieran obtener sus servicios.
Teniendo en cuenta lo que vamos a decir más adelante sobre los métodos apropiados de frenar el poder coactivo del Estado, merece la pena hacer notar que, si existe peligro de que un monopolista adquiera poder de coacción, el método más eficaz para impedirlo consiste, probablemente, en exigirle que sus precios sean los mismos para todos y prohibirle toda discriminación entre sus clientes. Del mismo modo, mediante el principio de igualdad ante l~ ley, hemos podido frenar y someter a límites jurídicos el poder coactivo del Estado.
El empresario o patrono no puede ordinariamente ejercer coacción, por las mismas razones por las que tampoco la ejerce quien suministra un determinado bien o servicio. Siempre que haya muchos medios de ganarse la vida y el tal patrono sólo pueda cerrar la puerta a uno de ellos, siempre que las posibilidades de dicho patrono se limiten a dejar de pagar a ciertas personas que no pueden ganar al servicio de otros patronos tanto como ganaban con él, no ejerce coacción aunque sí haya daño. Indudablemente se dan casos en los que las condiciones de empleo crean oportunidades de ejercer una verdadera coacción. En períodos de mucho paro, la amenaza de despido puede utilizarse para ejercer coacción y conseguir una conducta distinta del mero cumplimiento de las obligaciones contractuales, una conducta mucho más onerosa o desagradable que la estipulada por las cláusulas del contrato entre patrono y obrero. Y en tales condiciones —por ejemplo, las existentes en una ciudad minera— el patrono puede muy bien tratar de una manera enteramente arbitraria, caprichosa y tiránica a quienes no le agraden. No obstante, dichas condiciones, aunque no imposibles, en el peor de los casos son excepciones y poco frecuentes en una sociedad competitiva próspera.
Un monopolio completo de empleos tal como el existente en un país plenamente socialista, en el que el Estado es el único empresario y propietario de todos los instrumentos de producción, significa un poder de coacción ilimitado. Como León Trotsky afirma, «donde el Estado es el único empresario, oposición significa muerte lenta por hambre». El antiguo principio «el que no trabaje que no coma» ha sido reemplazado por otro: «el que no obedezca que no coma»[6].
Excepto en dichos casos de monopolio de un servicio esencial, el simple poder de conocer un beneficio o ventaja no produce coacción. El uso de dicho poder por cualquier persona puede, de seguro, alterar el paisaje social al que yo he adaptado mis planes y obligarme a volver a examinados y quizá a cambiar mi entero esquema de vida y a preocuparme por cosas que consideraba seguras. Pero aunque las alternativas que se presenten ante mí puedan ser pocas e inciertas —tan pocas e inciertas que me preocupen seriamente— y aunque los nuevos planes que yo me vea obligado a hacer sean apresurados, confusos y provisionales, no puede afirmarse que la violencia ejercida por tal persona guíe mis actos. No puede decirse que sufra coacción si la amenaza del hambre para mí y para mi familia me obliga a aceptar un empleo desagradable y muy mal pagado o incluso si me encuentro a merced del único hombre que quiera darme trabajo. Con tal que la acción que me ha colocado en la posición en que me encuentro no esté encaminada a obligarme para que actúe o deje de actuar específicamente, siempre que la intención del actor que me perjudica no sea obligarme a servir los propósitos de otra persona, su efecto sobre mi libertad no es diferente del de cualquier calamidad natural; por ejemplo, un fuego o una inundación que destruyen mi casa, o un accidente que daña mi salud o mi integridad física.
4. Grados de coacción
Una verdadera coacción tiene lugar cuando bandas armadas de conquistadores obligan al pueblo sojuzgado a trabajar para ellas; cuando cuadrillas de pistoleros cobran dinero a cambio de «protección»; cuando el conocedor de un secreto sucio hace chantaje a su víctima; y, por supuesto, cuando el Estado amenaza con castigar y emplear la fuerza física para lograr la obediencia a sus mandatos. Desde el caso extremo del dominio ejercido por el dueño sobre el esclavo o el tirano sobre el súbdito —donde el poder ilimitado de castigar exige completa sumisión a la voluntad del señor— a la simple amenaza de causar un daño en evitación del cual el amenazado prefiere la subordinación, hay muchos grados de coacción.
El que los intentos de ejercer coacción sobre una determinada persona tengan éxito o no depende en gran medida de la fuerza de voluntad de esta. La amenaza de asesinato puede tener menos poder para desviar a un hombre de sus objetivos que la amenaza de algunas pequeñas contrariedades en el caso de otra persona. Pero si bien podemos compadecer al débil o a la persona sensiblera, a quien un simple mal gesto puede «obligar» a hacer aquello que de otra manera no haría, lo que nos interesa es la coacción que probablemente afecta a la persona media normal. Aunque generalmente en la coacción se trata de alguna amenaza de daño corporal a la propia persona o a los seres queridos, o de daño a una posesión valiosa o estimada, no es necesario que consista precisamente en el empleo de la fuerza o violencia. Se puede frustrar todo intento de acción espontánea de otro hombre colocando en su camino una variedad infinita de pequeños obstáculos. El dolo y la malicia pueden muy bien dar con los medios para ejercer coacción sobre quienes físicamente son más fuertes. Para una pandilla de mozos astutos no es difícil arrojar de la ciudad a una persona impopular.
En cierta medida, todas las relaciones estrechas entre los seres humanos, tanto si los hombres están ligados por el afecto, la necesidad económica o las circunstancias físicas, como ocurre dentro de un barco o en el seno de una expedición, proporcionan oportunidades para la coacción. Las condiciones en que se desenvuelve el servicio doméstico, así como todas las relaciones más íntimas, ofrecen indudablemente oportunidades para una coacción especialmente opresiva y, en consecuencia, el individuo las siente como restricciones de la libertad. Un marido desabrido, una esposa gruñona o una madre histérica pueden hacer la vida intolerable, a menos que se sigan todos los caprichos de la persona de quien se trate. Sin embargo, poco puede arbitrar la sociedad en este caso para proteger al individuo, como no sea convirtiendo tales asociaciones en genuinamente voluntarias. Cualquier intento de regular más estrechamente asociaciones tan íntimas implicaría evidentemente restricciones de largo alcance en la libre elección y en la conducta que producirían una coacción todavía mayor. Para que los hombres sean libres de elegir sus asociados e íntimos, la coacción que surge de la asociación voluntaria no puede quedar bajo la incumbencia del gobierno.
Quizá piense el lector que hemos dedicado más espacio del necesario a la distinción entre lo que legítimamente puede llamarse «coacción» y lo que no, y a la diferenciación de las formas más rigurosas de coacción que es menester evitar y las formas más leves que no deben ser de la incumbencia de la autoridad. Ahora bien, lo mismo que en el caso de la libertad, la gradual amplitud del concepto casi ha privado a la coacción de su valor. La libertad puede definirse de tal forma que se convierta en algo imposible de lograr. De igual manera, la coacción puede definirse de tal suerte que la convierta en algo que lo penetre todo y que sea inevitable[7]. No podemos impedir el daño que una persona pueda infligir a otra, ni siquiera las formas más leves de coacción a que nos expone la vida de relación con otros hombres; pero esto no quiere decir que no debamos intentar evitar las formas más rigurosas de la coacción o que no debamos definir la libertad como ausencia de coacción.
5. Coacción y campo de libre acción individual
Puesto que la coacción consiste en el control, por parte de otro, de los principios esenciales que fundamentan la acción, tan sólo se puede evitar permitiendo a los individuos que se reserven cierta esfera privada en la que no les alcance la aludida injerencia. Únicamente la autoridad que dispone del poder necesario puede asegurar al individuo la no fiscalización, por parte de un tercero, de ciertos aspectos de su actuar; por tanto, sólo la amenaza de coacción evita que un individuo se imponga a otro.
La existencia de una segura esfera de actividad libre se nos antoja condición tan normal a la vida, que nos sentimos tentados a definir la coacción mediante el uso de términos tales como «la interferencia en nuestros intereses legítimos» o la «violación de nuestro derecho» o la «injerencia arbitraria»[8]. No obstante, al definir la coacción no podemos dar por sentadas las disposiciones que pretenden evitarla. La «legitimidad» de las expectativas de uno o los «derechos» de tal individuo son el resultado del reconocimiento de dicha esfera privada. La coacción no solamente existiría, sino que la hallaríamos generalizada si no hubiese semejante esfera protegida. Sólo en una sociedad que haya intentado evitar la coacción mediante cierta delimitación, la esfera protegida puede tener el sentido definido de un concepto como el de «injerencia arbitraria».
Ahora bien, si el reconocimiento de tales esferas individuales no se ha de convertir en instrumento de coacción, su extensión y contenido no deben determinarse por la asignación deliberada de cosas determinadas a hombres determinados. Si lo que se incluyera en la esfera privada del ser humano fuese determinado por la voluntad de cualquier otro hombre o grupo de hombres, estaríamos ante la simple transferencia del poder de coacción a dicha voluntad. Tampoco es conveniente fijar de una vez para siempre el contenido de la esfera privada del hombre. Para que los hombres hagan el mejor empleo de sus conocimientos, aptitudes y previsión, es conveniente que tengan alguna voz en la determinación de lo que se ha de incluir en su esfera privada protegida.
La solución de este problema se apoya en el reconocimiento de las normas generales que regulan las condiciones bajo las cuales los objetos o las circunstancias pasan a formar parte de la esfera protegida de una o varias personas. La aceptación de dichas reglas permite a cada miembro de la sociedad modelar el contenido de su esfera protegida y a todos los miembros reconocer aquello que pertenece a su esfera y lo que no pertenece a la misma.
No debemos pensar en esta esfera como si contuviera exclusivamente, ni siquiera principalmente, cosas materiales. Aunque la división de las cosas materiales del mundo que nos rodea en lo que es mío y lo que pertenece a otro constituye el objeto principal de las reglas que delimitan las esferas, estas nos garantizan también muchos otros «derechos», tales como la seguridad en lo tocante a ciertos usos de las cosas o la mera protección contra la interferencia en nuestro actuar.
6. Propiedad y protección contra la coacción
El reconocimiento de la propiedad privada[9] constituye, pues, una condición esencial para impedir la coacción, aunque de ninguna manera sea la única. Raramente nos hallamos en condiciones de llevar a cabo un plan de acción coherente a menos que poseamos la seguridad del control exclusivo de algunos objetos materiales, y donde no los controlemos es necesario que sepamos quién lo hace si hemos de colaborar con los demás. El reconocimiento de la propiedad constituye evidentemente el primer paso en la delimitación de la esfera privada que nos protege contra la coacción. Se ha admitido desde tiempo inmemorial que «un pueblo contrario a la institución de la propiedad privada carece del primer elemento de la libertad»[10] y que «nadie tiene libertad para atacar la propiedad privada y decir al mismo tiempo que aprecia la civilización. La historia de ambas se funde en un tronco común»[11]. La moderna antropología confirma que «la propiedad privada aparece ya muy definidamente en niveles primitivos» y que «las raíces de la propiedad como principio legal que determina las relaciones físicas entre el hombre y el medio natural y artificial que le rodea son los requisitos esenciales en cualquier acción ordenada en el sentido cultural»[12].
Ahora bien, en la sociedad moderna, el requisito esencial para la protección del individuo contra la coacción no consiste en la posesión de bienes, sino en que los medios naturales que le permiten proseguir cualquier plan de acción no se hallen todos bajo el control exclusivo de cualquier otro agente. Uno de los logros de la sociedad moderna estriba en que la libertad puede disfrutarla una persona que no posea prácticamente ninguna propiedad salvo los efectos personales, tales como la ropa —y aun estos pueden ser alquilados—[13], y que podamos dejar en manos de los demás el cuidado de gran parte del patrimonio que sirve para satisfacer nuestras necesidades.
Lo importante es que la propiedad esté lo suficientemente repartida para que el individuo no dependa de personas determinadas y evitar que únicamente tales personas le proporcionen lo que necesita o que sólo ellas le puedan dar ocupación.
El que la propiedad de terceros pueda servir para el logro de nuestros objetivos se debe principalmente a la fuerza obligatoria de los contratos.
Toda la red de derecho creada por los convenios es componente importante de nuestra propia esfera protegida y forma parte de nuestros planes tanto como la propiedad personal. La condición decisiva para una mutua colaboración ventajosa entre los individuos basada en el consentimiento voluntario y no en la coacción es que haya muchos individuos que puedan procurar la satisfacción de nuestras necesidades, de tal manera que nadie tenga que depender de determinadas personas para el logro de las condiciones esenciales de la vida o para disfrutar de la posibilidad de desenvolverse en alguna dirección. La competencia, hecha posible por la difusión de la propiedad, priva de todos los poderes coactivos a los propietarios individuales de cosas determinadas.
En vista de la mala interpretación general de una famosa máxima[14], debemos mencionar que somos independientes de la voluntad de aquellos cuyos servicios necesitamos, porque dichos prestatarios nos sirven movidos por sus fines particulares y ordinariamente les interesa poco el empleo que hagamos de tales servicios. Dependeríamos mucho de las opiniones de nuestros semejantes si estuvieran preparadas para vendemos sus productos solamente cuando aprobaran nuestros fines y no buscando su propio beneficio. En gran parte podemos contar con la ayuda de personas extrañas y emplearla en cualquier finalidad que deseemos, porque en las transacciones económicas de la vida diaria sólo somos medios impersonales para nuestros semejantes, quienes a su vez nos ayudan buscando sus propios fines[15].
Se requiere que los preceptos relativos a la propiedad y a los contratos delimiten la esfera privada del individuo allí donde los recursos o los servicios necesarios para la prosecución de los objetivos humanos sean escasos y deban, como consecuencia, estar bajo control de uno u otro hombre. Ahora bien, si ello es cierto en relación con la mayoría de los beneficios que deducimos de los esfuerzos de los hombres, no es verdad con respecto a todos. Existen algunas clases de servicios, tales como los de la higiene o carreteras, que, una vez que se han facilitado, son generalmente suficientes para todos aquellos que deseen usarlos. La prestación de tales servicios ha sido por largo tiempo competencia reconocida del sector público y el derecho a su disfrute es parte importante de la esfera protegida del individuo. Sólo tenemos que recordar el papel que ha tenido en la historia el asegurarse el «acceso al camino real» y comprenderemos lo importantes que pueden ser tales derechos para la libertad individual.
No podemos enumerar aquí todos los derechos o intereses protegidos que sirven para asegurar a la persona legal una esfera conocida de acción sin estorbos. Sin embargo, puesto que el hombre moderno se ha vuelto un poco insensible a este respecto, quizá debamos mencionar que el reconocimiento de una esfera individual protegida ha incluido generalmente, en épocas de libertad, el derecho a la inviolabilidad del domicilio, concretada en el concepto de que el hogar de los seres humanos es su castillo, por lo que nadie tiene derecho a conocer siquiera las actividades que dentro del mismo se practican[16].
7. Las normas generales minimizan la coacción
El carácter de las normas abstractas y generales que han surgido para limitar la coacción, tanto por parte de los individuos como por parte del Estado, constituye el tema del capítulo siguiente. Aquí consideraremos, en términos generales, la manera de desposeer a la amenaza de coacción (único medio por el cual el Estado puede impedir la coacción de un individuo por otro) de la mayor parte de su carácter perjudicial y reprobable.
La amenaza de coacción posee un efecto muy distinto de la coacción verdadera e inevitable si sólo se refiere a circunstancias conocidas que se pueden evitar mediante el objeto potencial de la coacción. La inmensa mayoría de las amenazas de coacción que una sociedad libre debe emplear son de esta clase evitable. La mayor parte de las reglas que la sociedad libre pone en vigor, y especialmente su derecho privado, no obligan a los particulares (distinguiéndolos de los servidores del Estado) a realizar acciones especificas. Las sanciones de la ley solamente se encaminan a impedir que una persona haga ciertas cosas o a que cumpla obligaciones contraídas antes voluntariamente.
Mientras los preceptos que estipulan la coacción no tengan alcance personal, sino que estén forjados de tal manera que se apliquen a todo el mundo de una forma igual en circunstancias similares, no serán distintos de los obstáculos naturales que afectan a los planes humanos. En cuanto que dicen lo que ocurrirá si alguien hace esto o aquello, las leyes que promulga el poder público tienen, en mi opinión, el mismo significado que las leyes de la naturaleza, y cualquier persona puede aplicar su conocimiento de aquellas al logro de sus propios objetivos lo mismo que utiliza su conocimiento de las leyes de la naturaleza.
8. Coacción Inevitable
Es indudable que en algunos aspectos el Estado emplea la coacción para hacernos ejecutar acciones determinadas. Las más importantes son las que derivan de la imposición tributaria y las implícitas en algunas prestaciones obligatorias, especialmente el servicio militar. Aunque tales cargas no se consideran eludibles, sí son al menos previsibles y se imponen sin tener en cuenta la manera como el individuo utilizaría sus energías de ocurrir las cosas de otra forma. Precisamente quedan de esta suerte despojadas, en gran parte, de la naturaleza dañina de la coacción. Si la necesidad conocida de pagar una cierta cantidad de impuestos se convierte en la base de todos mis planes, si un período del servicio militar es una parte previsible de mi carrera profesional, es indudable que puedo adoptar un plan general de vida de mi propia confección y soy tan independiente de la voluntad de otra persona como hayan aprendido los hombres a serio en sociedad. Aunque el servicio militar obligatorio supone una indudable coacción mientras dura —y sería imposible afirmar que un reclutado para toda la vida goza de libertad—, un período limitado de servicio que se puede predecir restringe ciertamente menos la posibilidad de modelar la propia vida de lo que lo haría, por ejemplo, una amenaza constante de arresto a que recurriera un poder arbitrario para asegurar lo que se le antojase debiera ser buena conducta.
La injerencia del poder activo del gobierno en nuestra vida trastorna más cuando no es evitable ni previsible. Cuando esta coacción es necesaria, incluso en una sociedad libre —como, por ejemplo, al ser llamados para actuar en un jurado o para ejercer funciones especiales de policía—, mitigamos sus efectos no permitiendo que nadie posea un poder coactivo arbitrario. Así, la decisión de quién debe realizar el servicio o tomar parte en un jurado se basa en procedimientos fortuitos, como el sorteo. Los actos coactivos imprevisibles, que surgen como consecuencia de acontecimientos también imprevisibles, pero que se ajustan a preceptos conocidos, afectan a nuestra vida lo mismo que lo hacen otros «actos de Dios», pero no nos someten a la voluntad arbitraria de otra persona.
9. Justificación de la coacción
¿Constituye la prevención de la coacción la única justificación del empleo de la amenaza de coacción por parte del Estado? Probablemente podemos incluir todas las formas de violencia que comprende la coacción, o por lo menos mantener que el impedimento con éxito de la coacción significará el impedimento de toda clase de violencia, incluso si no se emplea con la intención de forzar. Ahora bien, existe otra clase de acción dañosa cuya prevención se considera generalmente conveniente y que, en principio, puede parecer distinta. Se trata del fraude y del engaño. Aunque el llamarlos coacción sería forzar el significado de las palabras, un atento examen pone de manifiesto que las razones que nos hacen desear la evitación del fraude y del engaño son las mismas que se aplican a la coacción. El engaño, lo mismo que la coacción, es una forma de manejar los principios en que confía una persona, a fin de obligarla a hacer lo que el embaucador quiere que haga. Cuando el embaucador logra su propósito, el engañado se convierte, al igual que cuando sufre coacción, en un instrumento involuntario que sirve los objetivos de otros hombres sin desarrollar los propios. Todo lo que hemos dicho de la coacción se aplica igualmente al fraude y al engaño.
Con esta corrección, parece que la libertad no exige otra cosa que el impedimento de la coacción y la violencia, el fraude y el engaño, excepto en lo tocante a la utilización de dicha coacción por el gobierno con el único objeto de hacer cumplir preceptos conocidos que tienden a asegurar las mejores condiciones para que el individuo pueda contar con normas coherentes y racionales que guíen sus actividades.
El problema del límite de la coacción no es el mismo que el de la función del gobierno. Las actividades coactivas del poder público no son de ninguna manera su única labor. Es cierto que las actividades no coactivas o puramente de servicio que la autoridad emprende son financiadas acudiendo, generalmente, a procedimientos coactivos. El Estado medieval, que financiaba sus actividades principalmente con sus rentas patrimoniales, quizá hubiera podido proporcionar servicios sin recurrir a la coacción. Ahora bien, en las condiciones modernas, no parece practicable que el Estado proporcione servicios tales como el cuidado de los incapaces o de los inválidos, la construcción de carreteras o el suministro de información, sin acudir a su poder coactivo para financiarlos.
No es de esperar que jamás haya absoluta unanimidad sobre la conveniencia del grado de extensión de dichos servicios, y por lo menos no resulta claro que el forzar a los hombres para que contribuyan a la ejecución de fines en los que no se encuentran interesados puede estar moralmente justificado. Hasta cierto punto, sin embargo, la mayoría de nosotros encuentra conveniente realizar tales aportaciones, bien entendido que, a cambio, nos beneficiemos de las similares que otros hacen para la consecución de nuestros propios fines.
Abstracción hecha del ámbito fiscal, es quizá conveniente que aceptemos tan sólo el evitar una coacción más fuerte que justifique el empleo del poder coactivo estatal. Es posible que este principio no pueda aplicarse a cada precepto legal en particular, sino solamente a la totalidad del sistema legislativo. La protección de la propiedad privada como salvaguardia contra la coacción, por ejemplo, puede exigir medidas especiales que aisladamente no sirvan para reducir la coacción, sino meramente para asegurar que tal propiedad privada no obstaculice innecesariamente las acciones que no perjudiquen al propietario. Toda la concepción de la injerencia o no injerencia por parte de la autoridad se basa, sin embargo, en la presunción de existencia de una esfera privada delimitada por reglas generales puestas en vigor por el poder público, y el problema real es si debe limitar su acción coactiva al respaldo de tales preceptos o debe ir más lejos.
Se ha intentado a menudo, especialmente por John Stuart Mill[17] definir la esfera privada que debe ser inmune a la coacción mediante la distinción entre acciones que sólo afectan a la persona que actúa y acciones que afectan también a otros. Ahora bien, como casi no cabe imaginar la existencia de acciones que no puedan afectar a otros, dicha distinción no ha resultado muy útil. La distinción adquiere sentido solamente mediante la delimitación de la esfera protegida de cada individuo. El objetivo no puede ser proteger a los hombres contra todas las acciones de los otros que les pueden perjudicar[18], sino solamente sustraer al control de los demás algunos de los principios directivos de sus acciones. Al determinar dónde se deberían trazar las líneas divisorias de la esfera protegida, la cuestión importante es si las acciones de otras personas que nosotros deseamos impedir se interpondrían realmente en las expectativas razonables de la persona protegida.
En particular, el placer o la pena que se puede causar por el conocimiento de las acciones de otras personas no se debe considerar nunca como causa legítima de coacción. La obligatoriedad de aceptación y pertenencia a una determinada religión, por ejemplo, fue objetivo legítimo de gobierno cuando la gente creía en la responsabilidad colectiva con respecto a alguna deidad; cuando se creía que todos serían castigados por los pecados de cualquier miembro. Pero cuando las prácticas privadas no pueden afectar a nadie más que a los voluntarios actores adultos, la mera versión por los actos de los demás e incluso el conocimiento de que otros se perjudican con lo que hacen no proporciona terreno legítimo para la coacción[19].
Hemos visto que la oportunidad de aprender las nuevas posibilidades que el crecimiento de la civilización ofrece constantemente proporciona uno de los argumentos principales de la libertad y, por lo tanto, todos los razonamientos en favor de la misma caerían por su base si a causa de la envidia de los demás[20] o en razón de su antipatía hacia todo lo que perturba sus hábitos inveterados de pensamiento nos viéramos privados de proseguir ciertas actividades. Mientras evidentemente existan argumentos en pro de la obligatoriedad de las normas de conducta pública, el simple hecho de que una acción resulte antipática a algunos no puede constituir base suficiente para prohibirla.
En términos generales, lo expuesto significa que la moralidad de la acción dentro de la esfera privada no es objeto adecuado del control coactivo por parte del Estado. Quizá una de las más importantes características que distinguen la sociedad libre de la que carece de libertad es que en el campo de la conducta y en asuntos que no afectan directamente a la esfera protegida de los demás, los preceptos que de hecho cumple la mayoría son de carácter voluntario y no se convierten en obligatorios mediante la coacción. Recientes experiencias proporcionadas por los regímenes totalitarios subrayan la importancia del principio que dice así: «No identificar jamás la causa de los valores humanos con la del Estado»[21]. Es probable que los hombres que se decidieron a utilizar la coacción con la vehemente intención de evitar un mal moral hayan causado más daño y más desdicha que los que intentaban hacer el mal.
10. Coacción y presión moral
Con todo, el hecho de que la conducta dentro de la esfera privada no sea objeto adecuado para la acción coactiva del Estado no significa necesariamente que en una sociedad libre deba estar tal conducta exenta también de la presión de la opinión y la censura. Hace cien años, en la más estricta atmósfera moral de la era victoriana, cuando la coacción estatal era mínima. John Stuart Mili dirigió su más fuerte ataque contra dicha «coacción moral»[22]. Al atacar así, es probable que se excediese en sus argumentos en favor de la libertad. De todos modos, seguramente aclara mucho los términos no presentar como coacción la presión que el aplauso o la censura pública ejercen para asegurar la obediencia a las convenciones y reglas morales.
Ya hemos visto que la coacción es, en último extremo, una cuestión de proporción y que la coacción que el Estado debe tanto prever como utilizar en plan de amenaza, en bien de la libertad, es solamente coacción en su forma más rigurosa, cuyo empleo, como tal amenaza, puede impedir que una persona normal prosiga un objetivo que le es importante. Tanto si deseamos como si no llamar coacción a aquellas formas más tenues de presión que la sociedad aplica a los no conformistas, queda poca duda de que tales preceptos morales y convencionales que poseen menos poder obligatorio que la ley tienen un papel importante y aun indispensable que desempeñar, y probablemente ayudan tanto como los preceptos estrictos de la ley a facilitar la vida en sociedad. Sabemos que dichos preceptos morales se observan solamente de manera general y no universal, pero este conocimiento nos proporciona una guía útil y reduce la incertidumbre. Aunque el respeto a tales preceptos no impide que los hombres se comporten de vez en cuando de manera censurable, sí limitan dicha conducta a aquellos casos en que es bastante importante para la persona hacer caso omiso de los preceptos en cuestión. Algunas veces, estos preceptos no coactivos pueden representar una etapa experimental de lo que de una manera modificada se ha de convertir más adelante en ley. Más frecuentemente, los preceptos aludidos proporcionan un fondo flexible de hábitos más o menos in conscientes que sirven de guía a las acciones de la mayoría de los hombres. En conjunto, estos convencionalismos y normas de comunicación social y de conducta individual no constituyen grave infracción de la libertad individual, sino que aseguran cierto mínimo de uniformidad en la conducta, que ayuda más que obstruye los esfuerzos individuales.