El gobierno mayoritario
El egoísmo, desde luego, influye de modo señalado sobre el actuar de los hombres; ahora bien, es la opinión pública la que determina las manifestaciones de tal egoísmo y, en general, todos los negocios humanos.
DAVID HUME[1]
1 El gobierno mayoritario
La igualdad ante la ley conduce a la exigencia de que todos los hombres tengan también la misma participación en la confección de las leyes. Aunque en este punto concuerden el liberalismo tradicional y el movimiento democrático, sus principales intereses son diferentes. El liberalismo (en el sentido que tuvo la palabra en la Europa del siglo XIX, al que nos adherimos en este capítulo) se preocupa principalmente de la limitación del poder coactivo de todos los gobiernos, sean democráticos o no, mientras el demócrata dogmático sólo reconoce un límite al gobierno: la opinión mayoritaria. La diferencia entre los dos ideales aparece más claramente si consideramos sus oponentes. A la democracia se opone el gobierno autoritario; al liberalismo se opone el totalitarismo. Ninguno de los dos sistemas excluye necesariamente al opuesto. Una democracia puede muy bien esgrimir poderes totalitarios, y es concebible que un gobierno autoritario actúe sobre la base de principios liberales[2].
La palabra democracia, al igual que la mayoría de los términos utilizados en nuestro campo de estudio, se usa en un sentido más amplio y vago; pero si se emplea estrictamente para describir un método de gobierno, a saber, el de la regla de la mayoría, hace clara referencia a problema distinto del liberalismo. El liberalismo es una doctrina sobre lo que debiera ser la ley; la democracia, una doctrina sobre la manera de determinar lo que será la ley. El liberalismo considera conveniente que tan sólo sea ley aquello que acepta la mayoría, pero no cree en la necesaria bondad de todo lo por ella sancionado. Ciertamente, su objetivo consiste en persuadir a la mayoría para que observe ciertos principios. Acepta la regla de la mayoría como un método de decisión, pero no como una autoridad en orden a lo que la decisión debiera ser. Para el demócrata doctrinario, el hecho de que la mayoría quiera algo es razón suficiente para considerarlo bueno, pues, en su opinión, la voluntad de la mayoría determina no sólo lo que es ley, sino lo que es buena ley.
Existe un extenso acuerdo acerca de la anterior diferencia entre el ideal democrático y el ideal liberal[3]. Sin embargo, también hay cierto sector que utiliza la palabra «libertad» en sentido de libertad política, lo que le conduce a identificar liberalismo con democracia. El concepto de libertad para quienes así opinan en modo alguno puede predeterminar cuál debe ser la actuación de la democracia; por el solo hecho de ser democrática, cualquier institución, por definición, deviene liberal. Parece que tal actitud no pasa de ser un mero juego de palabras.
El liberalismo constituye una de las doctrinas referentes al análisis de cuáles sean los objetivos y esfera de acción de los gobernantes, fines y ámbitos entre lo que elegirá la democracia; en cambio, esta última, por ser un método, no indica nada acerca de los objetivos de quienes encarnan el poder público. Aun cuando en la actualidad se utiliza muy a menudo el término «democrático» para describir pretensiones políticas específicas que circunstancialmente son populares y en especial ciertas apetencias igualitarias, no existe necesariamente relación entre democracia y la forma de utilizar los poderes de la mayoría. Para determinar lo que queremos que acepten los otros precisamos de un criterio distinto del de la común opinión de la mayoría, factor irrelevante en el proceso mediante el cual la opinión se forma. La democracia, ciertamente, no da respuesta al interrogante de cómo debería votar un hombre o qué es lo deseable, a menos que demos por sentado, como lo hacen muchos de los demócratas, que la posición social de una persona le enseña a reconocer invariablemente sus verdaderos intereses, y que, por lo tanto, el voto de la mayoría expresa siempre los mejores intereses de tal mayoría.
2. Democracia como medio y no como fin
El uso corriente e indiscriminado de la palabra «democrático» como término general de alabanza no carece de peligro. Sugiere que, puesto que la democracia es una cosa buena, su propagación significa una ganancia para la comunidad. Esto pudiera parecer absolutamente cierto, pero no lo es.
Existen por lo menos dos capítulos en los que casi siempre es posible extender la democracia: el núcleo de personas que tienen derecho a votar y el alcance de las posibles cuestiones a decidir por procedimientos democráticos. En ninguno de los dos casos puede mantenerse seriamente que cada grado de expansión implica ganancia o que el principio democrático exija que la extensión se prolongue de modo indefinido. Incluso a la hora de discutir soluciones particulares, los argumentos en favor de la democracia se presentan comúnmente como si la conveniencia de ampliarla todo lo posible fuera incuestionable.
Casi todos admiten implícitamente, en lo que al derecho de voto se refiere, que lo anteriormente expuesto no es así. A la teoría democrática le resultaría difícil considerar como mejora cada posible extensión del derecho de sufragio. Nos referimos al sufragio universal del adulto, pues, de hecho, los límites del sufragio están grandemente determinados por consideraciones de conveniencia. El límite de edad usual de veintiún años y la exclusión de criminales, extranjeros residentes y habitantes de regiones o territorios especiales es generalmente considerado como razonable. Tampoco resulta obvio que la representación proporcional sea mejor por cuanto parece más democrática[4]. Difícilmente se puede sostener que la igualdad ante la ley requiera necesariamente que los adultos tengan voto. Tal principio operaría si se aplicase a todos la misma regla impersonal. Si sólo tuvieran voto las personas de más de cuarenta años, o los que disfrutan de ingresos, o los que son cabeza de familia, o los que saben leer y escribir, estaríamos ante una infracción del principio apenas más importante que las restricciones generalmente aceptadas. También es posible que gentes razonables arguyan que estarían mejor servidos los ideales de la democracia si, por ejemplo, los funcionarios o quienes viven de la beneficencia pública fueran excluidos del voto[5]. Aunque el sufragio de los adultos parezca ser la mejor solución para el mundo occidental, ello no prueba que exista un principio básico que exija tal sistema.
Debemos recordar asimismo que de ordinario el derecho de la mayoría se reconoce sólo dentro de un país dado y lo que suele acontecer en un país no es siempre la unidad obvia y natural. Ciertamente, no creemos que los ciudadanos de un país tengan derecho a dominar a los de otro, vecino y más pequeño, pura y simplemente por ser más numerosos. No existe motivo para que la mayoría de los ciudadanos unidos por determinadas circunstancias, tanto en el ámbito nacional como en alguna organización supranacional, se consideren con derecho a extender el alcance de su poder cuanto les plazca. Habitualmente, la teoría corriente de la democracia sufre del hecho de desarrollarse con las miras puestas en algún ideal de comunidad homogénea, para luego aplicarse a la unidad, muy imperfecta y a menudo arbitraria, que constituyen los estados existentes.
Nuestras observaciones se encaminan únicamente a demostrar que ni siquiera el demócrata más dogmático puede pretender que cada extensión de la democracia sea para bien. Con independencia del peso de las razones generales a su favor, la democracia no entraña un valor último o absoluto y ha de ser juzgada por sus logros. Probablemente, la democracia es el mejor método de conseguir ciertos fines, pero no constituye un fin en sí misma[6].
Si bien el apelar a métodos democráticos parece lo más aconsejable cuando no haya duda alguna de que debe actuarse en el plano colectivo, el problema referente a si es o no deseable una actuación de índole colectiva no puede resolverse apelando a la democracia.
3. La soberanía popular
Las tradiciones liberal y democrática están, por tanto, de acuerdo en que cuantas veces se requiere acción estatal, y particularmente siempre que hayan de establecerse reglas coactivas, la decisión debería tomarse por la mayoría. Difieren, sin embargo, en el alcance de la acción estatal que ha de ser guiada por decisiones democráticas. Mientras los demócratas dogmáticos consideran conveniente que, tantas veces como sea posible, la decisión se ajuste al voto de la mayoría, los liberales creen que existen límites definidos en cuanto a la categoría de las cuestiones. Los demócratas dogmáticos, en particular, creen que cualquier mayoría corriente debería tener derecho a determinar cuáles son sus poderes y cómo ejercitarlos, mientras que los liberales consideran muy importante que los poderes de cualquier mayoría temporal se hallen limitados por principios. Para el liberal, la decisión de la mayoría deriva su autoridad de un acuerdo más amplio sobre principios comunes y no de un mero acto de voluntad de la circunstancial mayoría.
La soberanía popular es la concepción básica de los demócratas doctrinarios. Significa, según ellos, que el gobierno de la mayoría es ilimitado e ilimitable. El ideal democrático, originariamente pensado para impedir cualquier abuso de poder, se convierte así en la justificación de un nuevo poder arbitrario. Sin embargo, la autoridad de la decisión democrática deriva de la circunstancia de haber sido adoptada por la mayoría de la colectividad que se mantiene compacta en virtud de ciertas creencias comunes a los más de sus miembros; siendo, por otra parte, indispensable que dicha mayoría se someta a los principios comunes incluso cuando su inmediato interés consista en violarlos. Es irrelevante que se acostumbrara a expresar estos puntos de vista aludiendo a la «ley de la naturaleza» o al «contrato social», conceptos que han perdido su fuerza. El punto esencial sigue en pie y consiste en la aceptación de esos principios comunes que hacen que un grupo de hombres se convierta en una colectividad. Tal aceptación es condición indispensable para la sociedad libre. Normalmente un grupo de hombres no se convierte en sociedad porque se dé leyes a sí mismo, sino por obedecer idénticas normas de conducta[7]. Esto último significa que el poder de la mayoría viene limitado por esos principios comúnmente mantenidos y que no existe poder legítimo fuera de los mismos. Los hombres precisan llegar a un acuerdo sobre la manera de realizar las tareas necesarias, y es razonable que esto sea decidido por la mayoría; sin embargo, no resulta obvio que esta misma mayoría tenga también justo título para determinar el grado de su competencia. No hay razón para que haga cosas que nadie tiene poder de hacer. La falta de acuerdo suficiente sobre la necesidad de ciertos usos del poder coactivo significaría que nadie puede ejercerlo legítimamente. El reconocimiento de los derechos de las minorías significa que el poder de la mayoría, en última instancia, deriva y está limitado por los principios que las minorías aceptan también.
Los principios que cualquier gobierno estatuye y con los que la mayoría concuerda no implican necesariamente que esta última tenga moralmente derecho a hacer lo que más le agrade. No existe justificación para que ninguna mayoría conceda a sus miembros privilegios mediante el establecimiento de reglas discriminatorias a su favor. La democracia no es, por su propia naturaleza, un sistema de gobierno ilimitado. No se halla menos obligada que cualquier otro a instaurar medidas protectoras de la libertad individual. En tiempos relativamente recientes de la historia de la democracia moderna, los grandes demagogos comenzaron a argumentar que, puesto que el poder estaba ya en manos del pueblo, era innecesario limitarlo[8]. La democracia degenera en demagogia si se parte del supuesto según el cual «lo justo en una democracia es lo que la mayoría decide como tal»[9].
4. Justificación de la democracia
Si la democracia es un medio antes que un fin, sus límites deben determinarse a la luz de los propósitos a que queremos que sirva. Existen tres argumentos principales que justifican la democracia. Cada uno de ellos puede considerarse como definitivo. El primero afirma que siempre que se estime conveniente la primacía de una opinión entre varias en conflicto —concurriendo la circunstancia de que habría de imponerse, en caso necesario, por la fuerza— resulta menos dañoso que apelar a la violencia el determinar cuál de aquellas opiniones goza del apoyo más fuerte utilizando al efecto el procedimiento de contar los que están en pro y los que están en contra. La democracia es el único método de cambio pacífico descubierto hasta ahora por el hombre[10].
El segundo argumento —históricamente el más importante y todavía de la mayor transcendencia, aun cuando no nos hallemos completamente seguros de que sea siempre válido— afirma que la democracia constituye importante salvaguardia de la libertad individual. Un escritor del siglo XVII dijo que «lo mejor de la democracia es la libertad y el ardimiento y laboriosidad que engendra»[11]. Tal punto de vista reconoce sin duda que la democracia no es todavía la libertad; aduce tan sólo que la democracia probablemente engendra más libertad que otras formas de gobierno. Puede aceptarse el supuesto si alude a que es preciso impedir que unos individuos coaccionen a otros; la mayoría derivará escaso provecho de la circunstancia de que ciertas personas se hallen investidas de poder para coaccionar arbitrariamente a los demás. Ahora bien, la protección del individuo contra la acción colectiva de la mayoría es asunto distinto y cabe argumentar que puesto que, de hecho, el poder coactivo debe ejercerse siempre por unos pocos, habrá menos probabilidades de abuso si el poder en cuestión, conferido a los pocos, es siempre revocable por los que se han sometido a él. Aunque en una democracia las perspectivas de libertad individual son mejores que bajo otras formas de gobierno, no significa que resulten ciertas. Las posibilidades de libertad dependen de que la mayoría la considere o no como su objetivo deliberado. La libertad tiene pocas probabilidades de sobrevivir si su mantenimiento descansa en la mera existencia de la democracia.
El tercer argumento alude a la ilustración que las instituciones democráticas proporcionan en relación con el desenvolvimiento de los negocios públicos. Tal razonamiento se me antoja el más poderoso. Puede muy bien ser cierto, como se ha mantenido a menudo[12], que en cualquier aspecto de la vida pública la intervención de una élite educada resulte más eficiente y quizá incluso más justa que la de otro gobierno elegido por el voto de la mayoría. El punto crucial, sin embargo, consiste en que, al comparar el sistema democrático con cualquier otro, no se puede argumentar presuponiendo en todo momento una perfecta información en el público. El argumento de Tocqueville en su gran obra Demacraría en América destaca que la democracia es el único método efectivo de educar a la mayoría[13]. Hoy en día, la afirmación de Tocqueville es tan cierta como lo fue en su tiempo. La democracia, por encima de todo, es un proceso de formación de opinión. Su ventaja principal no radica en el método de seleccionar a los que gobiernan, sino en que, al participar activamente una gran parte de la población en la formación de la opinión, se amplía el número de personas capacitadas entre las cuales elegir. Puede admitirse que la democracia no designa para las funciones públicas a los más sabios y mejor informados, como igualmente que en un momento dado la decisión de un gobierno formado por la elite pudiera ser más beneficiosa para la comunidad; sin embargo, esto no se opone a que todavía concedamos a la democracia la preferencia. El valor de la democracia se prueba más en su aspecto dinámico que en su aspecto estático. Como ciertamente ocurre con la libertad, los beneficios de la democracia aparecen sólo a largo plazo, mientras que sus logros más inmediatos pueden ser notoriamente inferiores a los de otras formas de gobierno.
5. El proceso de formación de la opinión
La idea de que el gobierno debe atenerse a la opinión de la mayoría tan sólo tiene sentido si tal opinión es independiente del gobierno. El ideal de la democracia se basa en la creencia de que el criterio que inspira a quienes gobiernan se origina en un proceso independiente y espontáneo. Se requiere, por tanto, la existencia de una gran esfera libre del control de la mayoría, en la que se forman las opiniones de los individuos. En la razón que acabamos de exponer se apoya el amplio consenso de que los argumentos en favor de la democracia y los argumentos en favor de la libertad de palabra y discusión son inseparables.
Ahora bien, la tesis de que la democracia no sólo proporciona el método para ajustar las diferencias de opinión en el curso de la acción a adoptar, sino también el patrón de lo que la opinión debiera ser, ha tenido ya efectos de largo alcance. En especial, tal punto de vista ha producido seria confusión sobre lo que de hecho es ley válida y lo que debiera ser. Para que la democracia funcione, tan importante es que lo primero pueda verificarse en todo momento como que lo último pueda siempre ponerse en tela de juicio. Las decisiones de la mayoría nos dicen lo que el pueblo quiere en un determinado momento, pero no lo que le interesaría querer si estuviera mejor informado, y, a menos que tales decisiones pudieran modificarse mediante la persuasión, carecerían de valor. Los argumentos en favor de la democracia presuponen que cualquier opinión minoritaria pueda convertirse en mayoritaria.
No necesitaríamos subrayar cuanto queda expuesto a no ser por el hecho de que a veces el demócrata, y particularmente el intelectual demócrata, simbolizan como deber la aceptación de los valores y criterios de la mayoría. Verdad es que existe el consenso de que el punto de vista mayoritario prevalezca siempre que se refiera a la acción colectiva, pero esto no significa, en absoluto, que uno deba abstenerse de hacer cualquier clase de esfuerzos para alterarlo. Se puede tener un profundo respeto por esa convención y al mismo tiempo muy poco por la sabiduría de la mayoría. Nuestro conocimiento y comprensión progresan solamente porque la opinión de la mayoría cuenta siempre con la oposición de algunos. Es muy probable que, con el tiempo, en el proceso de formación de la opinión, el punto de vista de la mayoría no sea el mejor y que alguien lo supere[14]. Puesto que desconocemos cuál de las muchas opiniones nuevas que compiten demostrará ser mejor, hay que aguardar hasta que gane suficiente apoyo.
La tesis de que los esfuerzos de todos deben ser dirigidos por la opinión de la mayoría o de que una sociedad estará mejor ensamblada cuanto más se conforme a los patrones de dicha mayoría constituye en realidad la negación del principio que ha impulsado el progreso de la civilización. La adhesión general a dicha tesis significaría probablemente el marasmo, si no la decadencia de la civilización. El progreso consiste en que pocos convenzan a muchos. Deben aparecer por doquier puntos de vista nuevos antes de que lleguen a ser puntos de vista de la mayoría. No existe experiencia de ninguna sociedad sin que antes haya sido la experiencia de unos pocos individuos. El proceso de formación de la opinión de la mayoría tampoco es entera o principalmente materia de discusión, como pretenden las concepciones superintelectuales. Existe cierta verdad en la tesis de que la democracia es el gobierno de la discusión, pero eso se refiere solamente a la última etapa del proceso, cuando se prueban los méritos de las opiniones y deseos alternativos. Aunque la discusión sea esencial, no constituye el proceso principal para que el pueblo aprenda. Las opiniones y deseos de la gente se forman por individuos que actúan de acuerdo con sus propias ideas y aprovechan lo que otros han aprendido en sus experiencias personales. La opinión no progresaría de no existir ciertos seres que saben más que el resto y se hallan en mejor posición para convencer. Como normalmente desconocemos quién es el más sabio, abandonamos la decisión a un proceso que no controlamos y que pertenece siempre a una minoría que obra de manera diferente a la de la mayoría. Así, a fin de cuentas, la mayoría aprende a actuar mejor.
6. La necesidad de principios
No existe fundamento lógico que permita atribuir a las decisiones de la mayoría esa más alta sabiduría supraindividual que hasta cierto punto parece cabría otorgar a todo producto espontáneo del cuerpo social. En las resoluciones de la mayoría no hay que buscar tal sabiduría superior. Si por algo se caracterizan es por la peculiaridad de ser necesariamente inferiores a las decisiones que los miembros más inteligentes del grupo adoptarían tras escuchar todas las opiniones. Las resoluciones mayoritarias son producto de una meditación menos cuidadosa y generalmente representan un compromiso que no satisface totalmente a nadie. Tal afirmación se hace aún más evidente en el caso de los resultados acumulativos que emanan de sucesivas decisiones de artificiosas mayorías compuestas variadamente. Los resultados de estas mayorías no son la expresión de una concepción coherente, sino de motivos y objetivos diferentes y a menudo en conflicto.
El proceso que nos ocupa no debe confundirse con los procesos espontáneos que las comunidades libres han aprendido a considerar como fuente original con mejor capacidad de arbitrio que la sabiduría individual. Si por proceso social significamos la gradual evolución capaz de producir mejores soluciones que las deliberadamente ideadas, la imposición de la voluntad de la mayoría difiere radicalmente de aquella otra libremente desarrollada de donde surgen las costumbres y las instituciones, porque el carácter coactivo, monopolístico y exclusivo de la primera destruye las fuerzas de autocorrección que en una sociedad libre aseguran el abandono de los esfuerzos equivocados y el mantenimiento de los que tienen éxito. También difiere básicamente del proceso en virtud del cual la ley se forma mediante precedentes, a menos que se integre, como ocurre en las decisiones judiciales, en otro mecanismo a cuyo tenor sean acatados los principios anteriormente establecidos.
Las decisiones mayoritarias, por lo demás, cuando no responden a normas comúnmente aceptadas, se hallan singularmente predestinadas a provocar consecuencias que nadie desea. Así ocurre, a menudo, que una mayoría, por sus propias decisiones, se ve forzada a acciones posteriores que ni se previeron ni se desearon. La creencia de que la acción colectiva puede hacer caso omiso de los principios es una gran ilusión. El efecto corriente de renunciar a los principios es la caída en un determinado desarrollo, motivado por implicaciones inesperadas de las decisiones antecedentes. La decisión individual pudo haber sido proyectada solamente para hacer frente a una especial situación; sin embargo, crea una expectativa en cuya virtud, dondequiera que existan circunstancias similares, el gobernante tomará medidas similares. De esta forma, los principios que nunca se intentó aplicar con carácter general y que pueden ser indeseables o carentes de sentido cuando se aplican con tal carácter, provocan una acción futura que inicialmente pocos hubieran querido. Un gobierno que pretende no estar obligado por ningún principio y que juzga cada problema de acuerdo con sus méritos acaba regularmente por tener que observar principios que no son de su elección y por verse llevado a una acción que nunca previo. Hoy nos es familiar el fenómeno de que gobiernos cuya acción se inició bajo la orgullosa pretensión de una deliberada intervención en todos los asuntos se encuentran acosados a cada momento por las necesidades creadas por sus acciones anteriores. Tan pronto como los gobiernos llegaron a considerarse omnipotentes comenzaron los comentarios sobre la necesidad e inevitabilidad de una actuación, de esta clase o de la otra, cuya inconveniencia los propios gobernantes reconocen.
7. El imperio de las ideas
Los motivos por los que los estadistas o los políticos se ven en el caso de actuar en determinado sentido (o de que su acción sea considerada como inevitable por los historiadores) derivan de que su opinión o la de otras gentes —pero no los hechos objetivos— les impiden adoptar alternativa distinta. Solamente las personas influidas por ciertas creencias mantienen que cualquier respuesta a acontecimientos dados pueda estar determinada tan sólo por las circunstancias. Para el político práctico que aspira a resolver concretos y específicos supuestos, dichas creencias constituyen, por lo que a él atañe, realidades inmodificables. Quizá sea casi necesario que dicho político carezca de originalidad y que conforme su programa a las opiniones sustentadas por gran número de gente, El político de éxito debe su poder a la circunstancia de moverse dentro de un marco de pensamiento aceptado, como también a que piensa y habla convencionalmente. Quizá resultara un contrasentido que el político fuese un dirigente en el campo de las ideas. En el ámbito democrático, la tarea del político consiste en averiguar cuáles son las opiniones mantenidas por mayor número de gente y no en dar cauce a nuevas opiniones que se conviertan en criterio de la mayoría en algún futuro distante.
El estado de opinión que gobierna la decisión en asuntos políticos es siempre resultado de una lenta evolución que se extiende sobre largos períodos y que actúa en muchos niveles diferentes. Las nuevas ideas surgen de unos pocos y se extienden gradualmente hasta llegar a ser patrimonio de una mayoría que apenas si conoce su origen. En la sociedad moderna este proceso implica una división de funciones entre quienes se preocupan principalmente de determinadas soluciones y los que se ocupan de ideas generales y de elaborar y reconciliar los diversos principios y acciones que las experiencias pasadas han sugerido. Nuestros puntos de vista sobre nuestras acciones y fines son principalmente preceptos adquiridos como parte de la herencia de nuestra sociedad. Esas opiniones políticas y morales, no menos que nuestras creencias científicas, provienen de aquellos que principalmente manejan ideas abstractas. Tanto el hombre ordinario como el dirigente político obtienen de tales profesionales las concepciones fundamentales que constituyen el encuadre de su pensamiento y guían su acción.
La creencia de que al fin y al cabo son las ideas, y por tanto los hombres que ponen en circulación las ideas, quienes gobiernan la evolución social, así como la creencia de que en tal proceso los pasos de los individuos deben estar gobernados por un conjunto de conceptos coherentes, ha constituido por mucho tiempo parte fundamental del credo liberal. Es imposible estudiar la historia sin llegar a enterarse de «la lección dada a la humanidad por cada época, y siempre menospreciada, de que la filosofía especulativa, que para los espíritus superficiales parece cosa tan alejada de los negocios de la vida y de los intereses visibles de la gente, es en realidad la que en este mundo ejerce máxima influencia sobre los humanos y la que tarde o temprano subyuga cualquier influencia, salvo las que ella misma debe obedecer»[15]. Aunque quizá este aserto se entienda hoy menos que cuando John Stuart Mill lo elaboró, pocas dudas caben de que se trata de una verdad con vigencia en todos los tiempos, lo reconozcamos o no. Se trata de una verdad tan poco entendida, porque la influencia de los pensadores abstractos en la masa tan sólo opera indirectamente. Los hombres raramente saben o les importa saber si las ideas generales de la época en que viven proceden de Aristóteles o de Locke, de Rousseau o de Marx o de algún profesor cuyas opiniones estuvieron de moda entre los intelectuales veinte años atrás. La mayoría jamás leyó las obras ni siquiera conoció los nombres de los autores cuyas concepciones e ideales han llegado a formar parte de su pensamiento.
La directa influencia de la filosofía política en los negocios corrientes puede ser despreciable. Sin embargo, cuando sus ideas llegan a ser propiedad común, a través de la obra de historiadores, publicistas, maestros, escritores e intelectuales, generalmente constituyen la guía efectiva de procesos de desarrollo. Esto significa no sólo que las nuevas ideas ejercen comúnmente su influencia en la acción política una generación o más después de haber sido formuladas por vez primer[16], sino que, antes de que las contribuciones de los pensadores especulativos puedan ejercer tal influencia, han de pasar a través de un largo proceso de selección y modificación.
Necesariamente, los cambios en las creencias políticas y sociales actúan en cualquier tiempo en muchos niveles diferentes. El proceso en cuestión no debe concebirse como una expansión sobre un plano, sino como una lenta filtración desde la cúspide de una pirámide hacia la base, en la que los niveles más altos representan las mayores generalizaciones y abstracciones y no precisamente la mayor sabiduría. A medida que las ideas se filtran hacia abajo, también modifican su carácter. Aquellos que en un momento dado se encuentran a un alto nivel de generalización competirán únicamente con otros de similar carácter y sólo en ayuda de la gente interesada con concepciones generales. Para la gran mayoría estas concepciones generales llegarán a conocerse sólo a través de su aplicación a casos concretos y particulares. La determinación de cuál de estas ideas les llegará y obtendrá su adhesión no vendrá dada por una mente, sino por la discusión procedente de otro nivel entre gentes que se preocupan más por las ideas generales que por los problemas particulares y que, en consecuencia, ven a estas últimas a la luz de los principios generales.
Salvo en raras ocasiones, tales como las asambleas constitucionales, el proceso democrático de discusión y decisión mayoritaria se limita necesariamente a parte del sistema natural de leyes de gobierno. Los abundantes cambios que dicho proceso envuelve solamente producirán los efectos apetecidos y prácticos si los guían ciertas concepciones generales del orden social deseado, cierta imagen coherente de la clase de mundo en el que la gente quiere vivir. Conseguir tal imagen no es una tarea simple, y el mismo estudioso especialista no puede hacer otra cosa que esforzarse para ver un poco más claro que sus predecesores. El hombre práctico, preocupado por el problema inmediato de cada día, no tiene interés ni tiempo para examinar las interrelaciones de las diferentes partes del complejo orden de la sociedad. Meramente escoge entre los posibles órdenes que se le ofrecen y finalmente acepta una doctrina política o una serie de principios elaborados y presentados por otros. Si la mayoría de las veces los hombres no estuviesen dirigidos por algún sistema de ideas comunes, no habría posibilidad de una política coherente ni de entablar discusión real sobre determinadas soluciones. Es dudoso, en fin de cuentas, que la democracia pudiera funcionar si la gran mayoría no tuviese una concepción general común del tipo de sociedad deseada. Sin embargo, aunque tal concepción exista, no se mostrará necesariamente en cada decisión mayoritaria. Los grupos no siempre actúan de acuerdo con su mejor conocimiento u obedecen las reglas morales que reconocen en abstracto más de lo que los individuos puedan hacerlo. No obstante, solamente invocando tales principios comunes podemos mantener la esperanza de alcanzar mediante la discusión un acuerdo que resuelva los conflictos de intereses utilizando el razonamiento y la argumentación en vez de la fuerza bruta.
8. La misión del teórico en materia política
Para que la opinión progrese, el teorizante que ofrece su guía no debe considerarse ligado al juicio mayoritario. La tarea del filósofo político es diferente de la del experto sirviente que se limita a ser vehículo de la voluntad de la mayoría. Aunque no debe arrogarse la postura del «dirigente» que determina lo que la gente debiera meditar, tiene el deber de demostrar las posibilidades y consecuencias de la acción común y ofrecer amplios objetivos políticos encarnados en un cuerpo de doctrina en el que la mayoría no han pensado todavía únicamente después de que ha tenido lugar el profundo examen de los posibles resultados de las diferentes medidas, la democracia puede decidir lo que quiera. Si la política es el arte de lo posible, la filosofía política es el arte de hacer políticamente posible lo que parece imposible[17].
El filósofo político no cumple su tarea si se limita a cuestiones de hecho y se muestra temeroso de decidir entre valores en conflicto. No se puede permitir las limitaciones positivistas de los científicos que reducen su función a demostrar cuál es el caso y vedan toda discusión sobre lo que deberían ser. Si lo hiciera así, se habría detenido mucho antes de realizar su más importante función. En su esfuerzo para presentar una descripción coherente encontrará a menudo que hay valores antagónicos —hecho que la mayoría de la gente desconoce— y deberá decidir lo que ha de aceptarse y lo que ha de rechazarse. A menos que esté preparado para defender valores que le parecen verdaderos, nunca conseguirá ese amplio esquema que debe ser juzgado en conjunto.
A menudo, dentro de su tarea, el filósofo político sirve mejor a la democracia oponiéndose a la voluntad de la mayoría. Solamente una completa falta de comprensión del proceso en cuya virtud la opinión progresa podría conducir a argumentar que en la esfera de esta última el filósofo político debiera someterse a los juicios de la mayoría. Tratar la opinión de la mayoría existente como paradigma de lo que la opinión de la mayoría debiera ser, convertiría el total proceso en circular y estacionario. De hecho, nunca hay tanta razón para que el filósofo político sospeche que está fracasando en su tarea como cuando descubre que sus opiniones son muy populares[18]. Ha de probar su valía insistiendo en consideraciones que la mayoría no desea tener en cuenta y manteniendo principios que esa mayoría considera como inconvenientes y fastidiosos. El que los intelectuales se inclinen ante una creencia tan sólo porque es mantenida por la mayoría constituye no sólo una traición a su peculiar misión, sino a los valores de la democracia misma.
El desprecio de la democracia por los principios que propugnan la autolimitación del poder de la mayoría no prueba que tales principios sean erróneos, como tampoco prueba que la democracia sea indeseable la circunstancia de que haga a menudo lo que un liberal considera equivocado. El liberal cree simplemente que está en posesión de una razón que, una vez entendida rectamente, inducirá a la mayoría a limitar el ejercicio de su propio poder. El liberal tiene la esperanza de persuadir a la mayoría para que, llegado el momento de tomar determinadas decisiones, acepte dicha razón como guía.
9. Condiciones para que la democracia perviva
Lo menos importante del argumento liberal precedente no es que el menosprecio de dichas limitaciones, a la corta o a la larga, destruya la prosperidad y la paz, sino que acabe con la democracia misma. El liberal cree que los límites que la democracia debe imponerse son también los límites dentro de los cuales puede, de manera efectiva, funcionar y el marco donde asimismo la mayoría puede dirigir y controlar verdaderamente las acciones del gobierno. En tanto que la democracia obligue al individuo tan sólo mediante reglas generales elaboradas por ella misma, conserva el poder de coacción en sus propias manos. Al intentar dirigir a dicho individuo más específicamente, pronto se encontrará con que está indicando meramente los fines a lograr a la par que deja a sus expertos sirvientes el decidir la mejor manera de alcanzar tales objetivos. Y una vez que se admita con carácter de generalidad que las decisiones de la mayoría pueden indicar fines meramente y que la persecución de los mismos ha de abandonarse a la resolución de los administradores, pronto se creerá también que casi todos los medios para alcanzar dichos fines son legítimos.
El individuo tiene pocos motivos para temer a las leyes generales que la mayoría promulga, pero sí mucha razón para recelar de los gobernantes que tal mayoría pueda imponerle para complementar las instrucciones del caso en orden a su aplicación. Hoy en día el peligro para la libertad individual no lo constituyen los poderes que las asambleas democráticas manejan efectivamente, sino los que conceden a los administradores encargados de la consecución de fines determinados. Habiéndose acordado que la mayoría debe prescribir las reglas que hemos de obedecer para la persecución de nuestros fines individuales, nos encontramos sujetos más y más a las órdenes y la arbitraria voluntad de sus agentes. Bastante significativamente descubrimos no sólo que la mayoría de los defensores de la democracia ilimitada se convierten pronto en paladines de la arbitrariedad y de la opinión de remitir a expertos la decisión de lo que es bueno para la comunidad, sino que los más entusiastas partidarios de tan ilimitados poderes de la mayoría son a menudo esos mismos administradores, conocedores mejor que nadie de que una vez asumidos tales poderes, serán ellos y no la mayoría los que de hecho harán ejercicio de los mismos. Si la experiencia moderna ha demostrado algo en esta materia es que, una vez otorgados amplios poderes a los organismos estatales para propósitos determinados, no pueden controlarse efectivamente por las asambleas democráticas. Si las asambleas no determinan la manera de utilizar tales poderes, las decisiones de sus agentes serán más o menos arbitrarias.
Consideraciones generales y recientes experiencias demuestran que la democracia únicamente seguirá siendo efectiva si los gobiernos, en lo tocante a su acción coactiva, se limitan a tareas que puedan llevarse a cabo democráticamente. Si la democracia es un medio de preservar la libertad, la libertad individual no es menos una esencial condición del funcionamiento de la democracia. Aunque probablemente la democracia es la mejor forma de gobierno limitado, degenera en absurdo al transformarse en gobierno ilimitado. Los que sostienen que la democracia es todopoderosa y defienden en bloque lo que la mayoría quiere en cualquier momento dado trabajan a favor del derrumbamiento democrático. De hecho, el viejo liberal es mucho más amigo de la democracia que el demócrata dogmático, puesto que se preocupa de preservar las condiciones que permiten el funcionamiento de la democracia. No es «antidemocrático» tratar de persuadir a la mayoría de la existencia de límites más allá de los cuales su acción deja de ser benéfica y de la observancia de principios que no son de su propia y deliberada institución. La democracia, para sobrevivir, debe reconocer que no es la fuente original de la justicia y que precisa admitir una concepción de esta última que no se manifiesta necesariamente en las opiniones populares sobre la solución particular de cada caso. El peligro estriba en que confundamos los medios de asegurar la justicia con la justicia misma. Quienes se esfuerzan en persuadir a las mayorías para que reconozcan límites convenientes a su justo poder son tan necesarios para el proceso democrático como los que constantemente señalan nuevos objetivos a la acción democrática[19].