Libertad, razón y tradición
Nada es más fértil en prodigios que el arte de ser libre, pero nada hay más arduo que el aprendizaje de la libertad… La libertad, generalmente, se establece con dificultades, en medio de tormentas; viene precedida por discordias civiles y sus beneficios no pueden conocerse hasta que se hacen viejos.
A. DE TOCQUEVILLE[1]
1. Las dos tradiciones de la libertad
Aunque la libertad no es un estado de naturaleza, sino una creación de la civilización, no surge de algo intencionalmente. Las instituciones de la libertad, como todo lo que esta ha creado, no se establecieron porque los pueblos previeran los beneficios que traerían. Ahora bien, una vez reconocidas sus ventajas, los hombres comenzaron a perfeccionar y extender el reino de la libertad y a tratar de inquirir el funcionamiento de la sociedad libre. Este desarrollo de la teoría de la libertad tuvo lugar principalmente en el siglo XVIII y se inició en dos países, uno de los cuales conocía la libertad y el otro no: Inglaterra y Francia.
Como resultado de ello, se han producido dos tradiciones diferentes de la teoría de la libertad[2]: una, empírica y carente de sistema; la otra especulativa y racionalista[3]. La primera, basada en una interpretación de la tradición y las instituciones que habían crecido de modo espontáneo y que sólo imperfectamente eran comprendidas. La segunda, tendiendo a la construcción de una utopía que ha sido ensayada en numerosas ocasiones, pero sin conseguir jamás el éxito. El argumento racionalista, especioso y aparentemente lógico, de la tradición francesa, con su halagadora presunción sobre los poderes ilimitados de la razón humana, fue, sin embargo, el que ganó progresiva influencia, mientras decaía la menos articulada y menos explícita tradición de libertad inglesa.
Esta distinción se oscurece porque la denominada tradición francesa de libertad surge en gran parte del intento de interpretar las instituciones inglesas y porque, asimismo, las concepciones que de las instituciones británicas tuvieron otros países se basaron principalmente en las descripciones hechas por los escritores franceses. Finalmente, ambas tradiciones llegaron a hacerse confusas cuando surgieron en el movimiento liberal del siglo XIX y cuando incluso los principios liberales ingleses se apoyaron tanto en la tradición francesa como en la inglesa[4]. Como colofón, la victoria de los filósofos radicales benthamitas sobre los whigs, en Inglaterra, sirvió para ocultar la fundamental diferencia que en años más recientes ha reaparecido como conflicto entre democracia liberal y «democracia social» o totalitaria[5].
Cien años atrás esta diferencia se comprendió mejor de lo que se comprende hoy. Por los años de las revoluciones europeas en que surgen las dos tradiciones, el contraste entre libertad «anglicana» y libertad «galicana» todavía fue claramente descrito por un eminente filósofo político germano americano. La «libertad galicana», escribía Francis Lieber en 1848, «se intenta en el gobierno y, de acuerdo con un punto de vista anglicano, se busca en un lugar equivocado donde no puede encontrarse. Las necesarias consecuencias de los puntos de vista galicanos son que los franceses tratan de conseguir el más alto grado de civilización política en la organización, es decir, en el más alto grado de intervención estatal. La cuestión de si esta intervención es despotismo o libertad se decide sólo por el hecho de quién interviene y por la clase de beneficios a cuyo favor la intervención tiene lugar, mientras que de acuerdo con el punto de vista anglicano, tal intervención constituiría siempre o absolutismo o aristocracia, y la presente dictadura de los trabajadores aparecería ante nosotros como una aristocracia de trabajadores intransigentes»[6].
Cuando se escribió esto, la tradición francesa había desplazado progresivamente en todas partes a la inglesa. Para desenmarañar las dos tradiciones es necesario que nos fijemos en las formas relativamente puras bajo las que aparecieron en el siglo XVIII. La tradición que hemos denominado inglesa se hace explícita principalmente a través de un grupo de filósofos morales escoceses capitaneados por David Hume, Adam Smith y Adam Ferguson[7], secundados por sus contemporáneos ingleses Josiah Tucker, Edmund Burke y William Paley, y extraída largamente de una tradición enraizada en la jurisprudencia de la common law[8]. Frente a los anteriores, aparece el grupo de ilustrados franceses, fuertemente influido por el racionalismo cartesiano y que personifican la escuela continental; son sus más eminentes representantes los enciclopedistas y Rousseau y los fisiócratas y Condorcet. Desde luego, la división no coincide totalmente con los límites geográficos. Franceses como Montesquieu y más tarde Benjamin Constant y, sobre todo, Alexis de Tocqueville están, probablemente, más cerca de lo que hemos denominado «tradición británica» que de la «tradición francesa»[9]. Y con Thomas Hobbes, Inglaterra aporta, por lo menos, uno de los fundadores de la tradición racionalista, para no hablar de la completa generación de entusiastas de la Revolución francesa, como Godwin, Priestley, Price y Paine, quienes —lo mismo que Jefferson después de su estancia en Francia—[10] pertenecen completamente a ella.
2. Concepción evolutiva
Aunque, generalmente, estos dos grupos se toman hoy en bloque como antepasados del moderno liberalismo, difícilmente se imaginará mayor contraste que el existente entre sus respectivas concepciones sobre la evolución y funcionamiento del orden social y el papel que en dicho orden desempeña la libertad. La diferencia se vislumbra directamente en el predominio de la concepción inglesa del mundo, esencialmente empírica, y en la postura racionalista francesa. El principal contraste en las conclusiones prácticas a que dichas posturas conducen ha sido bien expresado recientemente como sigue: «la una encuentra la esencia de la libertad en la espontaneidad y en la ausencia de coacción; la otra, sólo en la persecución y consecución de un propósito colectivo absoluto»[11]; «la una mantiene un desarrollo orgánico lento y semiconsciente; la otra cree en un deliberado doctrinarismo; la una está a favor del método de la prueba y el error y la otra en pro de un patrón obligatorio válido para todos»[12]. El segundo punto de vista, que J. S. Talmon expone en una importante obra de la que se toma tal descripción, ha llegado a ser el origen de la democracia totalitaria.
El éxito arrollador de las doctrinas políticas que se apoyan en la tradición francesa se debe, probablemente, a su apelación al orgullo y ambición humana; sin embargo, no debemos olvidar que las conclusiones políticas de las dos escuelas derivan de diferentes concepciones de la forma de funcionar la sociedad, y a este respecto, los filósofos ingleses colocaron los cimientos de una profunda y esencialmente válida teoría, mientras que la escuela racionalista estaba pura, completa y simplemente equivocada.
Los filósofos ingleses nos han dado una interpretación del desarrollo de la civilización que constituye todavía el basamento indispensable de toda defensa de la libertad. Tales filósofos no encontraron el origen de las instituciones en planificación o invenciones, sino en la sobrevivencia de lo que tiene éxito. Su punto de vista se expresa así: «Las naciones tropiezan con instituciones que ciertamente son el resultado de la acción humana, pero no la ejecución del designio humano»[13]. Subraya esto último que el denominado orden político es producto de nuestra inteligencia ordenadora en mucha menor cuantía de lo que comúnmente se imagina. Como sus inmediatos sucesores comprendieron, Adam Smith y sus contemporáneos «explican casi todo lo que ha sido adscrito a instituciones positivas dentro de un espontáneo e irresistible desarrollo de ciertos principios obvios, y demostraron que con pequeñas ideas o sabiduría política pueden construirse los más complicados y aparentemente artificiales esquemas de política»[14].
Esta «actitud antirracionalista en lo que respecta al acontecer histórico, que Adam Smith comparte con Hume, Ferguson y otros»[15], les facilitó entender por vez primera la evolución de las instituciones, la moral, el lenguaje y la ley de acuerdo con un proceso de crecimiento acumulativo. Solamente dentro de este marco se ha desarrollado la razón humana y puede operar con éxito. La argumentación se dirige en toda línea contra la concepción cartesiana de una razón humana independiente y anteriormente existente que ha inventado esas instituciones y contra la idea de que la sociedad civil ha sido formada por algún primitivo y sabio legislador o un primitivo «contrato social»[16]. Esta última idea de hombres inteligentes que se reúnen para deliberar sobre la conformación del mundo es quizá el más característico resultado de aquellas intencionadas teorías y encontró su perfecta expresión cuando un destacado teorizante de la Revolución francesa, el abate Sieyes, exhortaba a la Asamblea revolucionaria a «actuar como hombres justos saliendo del estado de naturaleza y reuniéndose con el propósito de firmar un contrato social»[17].
Los clásicos entendieron bastante mejor los requisitos de la libertad. Cicerón cita a Catón, para el que la constitución romana era superior a la de otros pueblos porque «se basaba en el genio de muchos hombres y no en el de un solo hombre; no se instituyó en una generación, sino durante un largo período de varios siglos y muchas generaciones de hombres. Pues… nunca ha existido un hombre poseedor de tan gran genio que nada le escapara; ni los poderes convenidos de todos los hombres, viviendo en un determinado momento, podrían hacer todas las previsiones de futuro necesarias, sin la ayuda de la experiencia y la gran prueba del tiempo»[18]. Ni la Roma republicana ni Atenas, las dos naciones libres del mundo antiguo, podrían, por lo tanto, servir de ejemplo a los racionalistas. En opinión de Descartes, fuente de la tradición racionalista, Esparta fue quien proporcionó el modelo, pues su grandeza «no se debió a la preeminencia de cada una de sus leyes en particular…, sino a la circunstancia de que, emanadas todas ellas de un único individuo, tendían a un fin único»[19]. Y Esparta llegó a constituir el ideal de libertad tanto para Rousseau como para Robespierre y Saint-Just y la mayoría de los actuales partidarios de la «democracia social» o totalitaria[20].
Al igual que en los clásicos, la moderna concepción crece apoyándose en el muro de una comprensión, primeramente lograda por los hombres de leyes, sobre el desarrollo de las instituciones. «Hay muchas cosas, especialmente en las leyes y en el gobierno —escribió el presidente de la Corte Suprema, Hale, en el siglo XVIII, criticando a Hobbes—, que mediata, remota y consecuentemente pueden aprobarse en razón, aunque los argumentos de la parte no dejen trascender presente o inmediata y distintamente su equidad… En lo tocante a las conveniencias e inconveniencias de las leyes, la dilatada experiencia descubre más de lo que de buenas a primeras pudiera posiblemente prever el más sabio consejo humano. Y aquellas enmiendas y suplementos que a través de las varias experiencias de la sabiduría y el conocimiento de los hombres se aplican a cualquier ley que las necesitase, se conforman mejor a la conveniencia de dicha ley que las mejores invenciones de los más preñados ingenios faltos de tales experiencias… Esto se añade a la dificultad de un sondeo actual de la razón de las leyes, porque son el resultado de una larga y reiterada experiencia que, aunque comúnmente denominada amiga de los necios, constituye ciertamente el más sabio expediente con que cuenta la humanidad, ya que descubre los defectos y suministra lo que ningún ingenio de hombre podría inmediatamente prever o perspicazmente remediar… No es necesario que las razones de su implantación sean evidentes para nosotros. Basta que se trate de leyes instituidas que nos den una certeza y sea razonable su observancia, aunque el motivo concreto de su implantación no aparezca»[21].
3. La aparición del orden social
Partiendo de dichas concepciones se desarrolló gradualmente un cuerpo de teoría social demostrativa de que en las relaciones entre hombres y en sus instituciones, complejas, metódicas y, en sentido muy definido, encaminadas hacia determinadas miras, podía prosperar lo que se debía poco a un plan, lo que no se inventaba, sino que surgía de las separadas acciones de numerosos individuos que ignoraban lo que estaban haciendo. Tal demostración de que algo más grande que los designios de los individuos podía surgir de los chapuceros esfuerzos de los seres humanos representó en cierto aspecto incluso un mayor desafío a todos los dogmas planificadores que la última teoría de la evolución biológica. Por primera vez se demostró la existencia de un orden evidente que no era resultado del plan de la inteligencia humana ni se adscribía a la invención de ninguna mente sobrenatural y eminente, sino que provenía de una tercera posibilidad: la evolución adaptable[22].
Puesto que al hacer hincapié en el papel desempeñado hoy en día por la selección, en este proceso de la evolución social, probablemente pudiera crearse la impresión de que tomamos prestada la idea al campo biológico, merece la pena subrayar lo que de hecho es todo lo contrario. Pocas dudas existen de que las teorías de Darwin y sus contemporáneos se inspiraron en las teorías de la evolución social[23]. Ciertamente, uno de los filósofos escoceses que primeramente desarrolló tales ideas se anticipó a Darwin incluso en el campo biológico[24], y las posteriores aplicaciones de dichas concepciones por las varias «escuelas históricas» en materia de derecho y de lenguaje suministraron la idea de que la similitud de estructura podía explicarse en razón a un origen común[25] tópico corriente en el estudio de los fenómenos sociales con mucha anterioridad a sus aplicaciones en biología. Por desgracia, posteriormente, las ciencias sociales, en vez de construir en su propio sector sobre los mencionados cimientos, reimportaron algunas de dichas ideas de la biología y con ellas derivaron a conceptos tales como «selección natural», «lucha por la vida» y «superviviencia de los mejor dotados», que no son apropiados en su campo. En la evolución social, el factor decisivo no es la selección mediante la imitación de instrumentos y hábitos que tienen éxito. Aunque opere también a través del éxito de individuos y grupos, lo que emerge no es un atributo hereditario de los individuos, sino las ideas y conocimientos prácticos; para abreviar, la total herencia cultural que pasa de unos a otros mediante el aprendizaje y la imitación.
4. Supuestos contradictorios
Una comparación detallada de las dos tradiciones requeriría un completo estudio aparte. Aquí tan sólo podemos individualizar unos pocos de los puntos cruciales de discusión.
Mientras la tradición racionalista presupone que el hombre originariamente estaba dotado de atributos morales e intelectuales que le facilitaban la transformación deliberada de la civilización, la evolucionista aclara que la civilización fue el resultado acumulativo costosamente logrado tras ensayos y errores; que la civilización fue la suma de experiencias, en parte transmitidas de generación en generación, como conocimiento explícito, pero en gran medida incorporada a instrumentos e instituciones que habían probado su superioridad. Instituciones cuya significación podríamos descubrir mediante el análisis, pero que igualmente sirven a los fines humanos sin que la humanidad las comprenda. Los teorizantes escoceses supieron perfectamente lo delicada que es esta estructura artificial de la civilización, puesto que descansa en los más primitivos y feroces instintos del hombre amansados y controlados por instituciones que ni él había ideado ni podía controlar. Estuvieron muy lejos de mantener los inocentes puntos de vista, más tarde injustamente colgados en la puerta de su liberalismo, sobre la «natural bondad del hombre», la existencia de «una natural armonía de intereses» o los benéficos efectos de la «libertad natural» (aunque a veces utilizaran esta última frase). Sabían que para reconciliar los conflictos de intereses se requieren los artificios de las instituciones y tradiciones. Su problema estribó en la manera de «dirigir ese motor universal de la naturaleza humana que es el egoísmo, tanto en este caso como en los restantes, a fin de promover el interés público mediante los esfuerzos que haga tras la prosecución de su propio interés»[26]. No fue la «libertad natural» en cualquier sentido literal, sino las instituciones desarrolladas para asegurar «vida, libertad y prosperidad», las que hicieron beneficiosos esos esfuerzos individuales[27]. Ni Locke ni Hume ni Smith ni Burke podrían haber argumentado jamás, como Bentham lo hizo, que «toda ley es mala, puesto que constituye una infracción de la libertad»[28]. Sus razonamientos no entrañaron un completo laissez faire, que, como las mismas palabras muestran, constituye parte de la tradición racionalista francesa y en su sentido literal jamás fue defendido por ninguno de los economistas clásicos ingleses[29]. Sabían mejor que la mayoría de sus críticos posteriores que el activo catalizador de los esfuerzos individuales hacia objetivos socialmente beneficiosos no tenía nada de mágico, sino que todo el éxito consistía en la evolución de «instituciones bien concebidas» donde se podían reconciliar las «reglas y principios de los intereses contrapuestos y los beneficios transaccionables»[30]. De hecho, su razonamiento no fue nunca tan antiestatal o anarquista como lo es el resultado lógico de la doctrina racionalista del laissez faire; su argumentación tuvo en cuenta tanto las funciones propias del Estado como los límites de la acción estatal.
La diferencia es singularmente evidente cuando se llega a las respectivas presunciones de las dos escuelas en lo que respecta a la naturaleza del individuo. Las teorías racionalistas de la planificación se basaron necesariamente en presumir la existencia de una cierta propensión del individuo para la acción racional, así como en la natural inteligencia y bondad de dicho individuo. La teoría evolucionista, por el contrario, demostró cómo ciertos arreglos institucionales inducirían al hombre a usar su inteligencia encaminándola hacia las mejores consecuencias y cómo las instituciones podrían concebirse de tal forma que los individuos nocivos hicieran el menor daño posible[31]. La tradición antirracionalista se mostró aquí más cerca de la tradición cristiana de la falibilidad y maldad del hombre, mientras que el perfeccionismo del racionalismo está en irreconciliable conflicto con dicha tradición cristiana. Incluso la tan celebrada ficción del homo oeconomicus no fue un aspecto original de la tradición evolucionista inglesa. En puridad, apenas se exagera al afirmar que según el punto de vista de esos filósofos británicos el hombre es por naturaleza perezoso e indolente, imprevisor y malgastador, y que sólo a la fuerza de las circunstancias se debió su comportamiento económico o el cuidadoso aprendizaje que le llevó a ajustar sus medios a sus fines. El homo oeconomicus fue explícitamente introducido por el joven Mill, juntamente con muchas otras ideas que pertenecen más bien al racionalismo que a la tradición evolucionista[32].
5. Costumbres y tradición
La mayor diferencia entre los dos puntos de vista radica, sin embargo, en sus respectivas ideas acerca del papel de la tradición y el valor de los restantes productos del desarrollo inconsciente arrastrados a través de las edades[33]. Apenas sería injusto afirmar que aquí la postura racionalista se opone a casi todo lo que es producto definido de la libertad o concede a esta última su valor. Quienes creen que todas las instituciones útiles son deliberadamente ideadas y que no se puede concebir nada eficaz para los propósitos humanos sin ir precedido de una consciente planificación son, casi por necesidad, enemigos de la libertad. Para ellos la libertad significa caos.
Por el contrario, para la tradición evolucionista empírica el valor de la libertad consiste principalmente en la oportunidad que proporciona p ara el desarrollo de lo no ideado. A su vez, el beneficioso funcionamiento de la sociedad libre descansa, sobre todo, en la existencia de instituciones que han crecido libremente. Es probable que nunca haya habido ningún intento de hacer funcionar una sociedad libre con éxito sin una genuina reverencia por las instituciones que se desarrollan, por las costumbres y los hábitos y por «todas esas seguridades de la libertad que surgen de la regulación de antiguos preceptos y costumbres»[34]. Aunque parezca paradójico, es probable que una próspera sociedad libre sea en gran medida una sociedad de ligaduras tradicionales[35].
La estima de la tradición y las costumbres, de las instituciones desarrolladas y las reglas cuyo origen y exposición razonada desconocemos, no significa, desde luego —como Thomas Jefferson creía con una falsa concepción característica de los racionalistas—, que nosotros «adscribamos a los hombres de las edades precedentes una sabiduría mayor que la humana y… supongamos que lo hecho por ellos está por encima de toda enmienda»[36]. Lejos de presumir que los creadores de las instituciones eran más sabios que nosotros, el punto de vista evolucionista se basa en percibir que el resultado de los ensayos de muchas generaciones puede encarnar más experiencias que la poseída por cualquier hombre.
6. El imperio de la moral
Hemos considerado ya las varias instituciones, hábitos, instrumentos y métodos de hacer cosas que han surgido de este proceso y constituyen nuestra civilización heredada. Sin embargo, todavía tenemos que examinar las reglas de conducta que han madurado como parte de dicha civilización y que constituyen a la vez el producto y la condición de la libertad. De todas esas convenciones y costumbres del intercambio humano, las normas morales son las más importantes, aunque no en absoluto las únicas significativas. Nos comprendemos mutuamente, convivimos y somos capaces de actuar con éxito para llevar a cabo nuestros planes, porque la mayor parte del tiempo los miembros de nuestra civilización se conforman con los inconscientes patrones de conducta, muestran una regularidad en sus acciones que no es el resultado de mandatos o coacción y a menudo ni siquiera de una adhesión consciente a reglas conocidas, sino producto de hábitos y tradiciones firmemente establecidas. La observancia general de dichas convenciones es una condición necesaria para el orden del mundo en que vivimos, para la capacidad de encontrar nuestro propio camino, aunque desconozcamos su significado y no seamos tan siquiera conscientes de su existencia. En algunos casos, siempre que las convenciones o normas no sean observadas con la frecuencia suficiente para que la sociedad funcione sin estridencias, es necesario asegurar una uniformidad similar mediante la coacción. A veces la coacción puede evitarse porque existe un alto grado de conformidad voluntaria, lo que significa que esta última puede ser una condición del funcionamiento beneficioso de la libertad. Hay una gran verdad que jamás se han cansado de subrayar todos los grandes apóstoles de la libertad con excepción de la escuela racionalista: la libertad no ha funcionado nunca sin la existencia de hondas creencias morales, y la coacción sólo puede reducirse a un mínimo cuando se espera que los individuos, en general, se ajusten voluntariamente a ciertos principios[37].
Al obedecer las reglas sin que exista coacción se tiene una ventaja evidente, y no únicamente porque la coacción como tal es mala, sino porque, de hecho, a menudo es deseable que las reglas se respeten en la mayoría de los casos y que los individuos capaces de transgredirlas comprendan que no merece la pena incurrir en el oprobio que tal infracción traerá consigo. También es importante que el vigor de la presión social y de la fuerza del hábito que asegura su observancia sea variable. Esta flexibilidad de las normas voluntarias hace posible la gradual evolución y el espontáneo desarrollo que permite posteriores experiencias conducentes a modificaciones y mejorías. Tal evolución solamente es posible con reglas que ni son coactivas ni han sido deliberadamente impuestas; reglas susceptibles de ser rotas por individuos que se sienten en posesión de razones suficientemente fuertes para desafiar la censura de sus conciudadanos, aunque la observancia de tales normas se considera como mérito y la mayoría las guarde. A diferencia de cualesquiera preceptos coactivos impuestos de manera deliberada y que sólo pueden cambiarse discontinuamente y para todos al mismo tiempo, las reglas de la clase que nos ocupa permiten un cambio gradual y experimental. La existencia de individuos y grupos que observan simultáneamente normas parcialmente diferentes proporciona la oportunidad de seleccionarlas más efectivas.
Este sometimiento a las convenciones y reglas involuntarias, cuya significación e importancia no entendemos del todo; esta reverencia por lo tradicional, indispensable para el funcionamiento de una sociedad libre, es lo que el tipo de mente racionalista considera inaceptable. El sometimiento en cuestión se apoya en la idea subrayada por David Hume —y de importancia decisiva para la tradición evolucionista antirracionalista— de que «las reglas de moral no son conclusiones de nuestra razón»[38]. Al igual que todos los restantes valores, nuestra moral no es un producto, sino un presupuesto de la razón, una parte de los fines para cuyo servicio ha sido desarrollado el instrumento de nuestro intelecto. En cualquier fase de nuestra evolución, el sistema de valores dentro del cual hemos nacido suministra los fines que nuestra razón debe servir. Esta existencia de una armadura de valores implica que, aunque debamos esforzamos para mejorar nuestras instituciones, nunca podemos esperar rehacerlas en su totalidad y que en nuestros esfuerzos para mejorarlas tenemos que dar por demostrado mucho de lo que no entendemos. Siempre hemos de trabajar dentro de un cuadro de valores e instituciones que no fue hecho por nosotros. En especial, nunca podemos construir sintéticamente un nuevo cuerpo de normas morales o hacer que la obediencia a las conocidas dependa de nuestra comprensión o de las implicaciones de dicha obediencia en un momento dado.
7. Supersticiones en torno a la superstición
La actitud racionalista frente a estos problemas se percibe mejor en lo tocante a sus puntos de vista sobre lo que denomina superstición[39]. No pretendo infravalorar el mérito de la persistente e infatigable lucha de los siglos XVIII y XIX contra creencias cuya falsedad puede demostrarse[40], pero debemos pensar que extender el concepto de superstición a todas las creencias que no son verdaderamente demostrables carece de justificación y a menudo puede resultar dañoso. El que no debamos creer en nada cuya falsedad se haya demostrado, no significa que debamos tan sólo creer aquello cuya verdad se ha evidenciado. Hay buenas razones para que cualquier persona que desee vivir y actuar con éxito en sociedad acepte muchas creencias comunes, aunque el valor de esos argumentos tenga poco que ver con su verdad demostrable[41]. Tales creencias pueden basarse también en experiencias pasadas sobre las que resulta imposible hallar una evidencia. Asimismo está claro que cuando se invita a los científicos a aceptar una generalización en el campo que dominan tienen derecho a preguntar la evidencia en que se basa. Muchas de las creencias que en el pasado expresaban la experiencia acumulada sobre la raza han sido desaprobadas de la anterior manera. Esto no significa, sin embargo, que debamos situamos en un nivel que menosprecie todas las creencias faltas de evidencia científica. La experiencia le llega al hombre por muchas más vías de las que comúnmente reconocen los experimentadores profesionales o los que investigan en búsqueda de conocimientos explícitos. Destruiríamos los cimientos de muchas acciones conducentes al éxito si desdeñásemos la utilización de formas de hacer las cosas desarrolladas mediante el proceso de la prueba y el error, simplemente porque no nos había sido dada la razón para adherirnos al sistema. El que nuestra conducta resulte apropiada no depende necesariamente de que sepamos por qué lo es. La comprensión es una manera de hacer que nuestra conducta sea apropiada, pero no la única. U n mundo esterilizado de creencias, purgado de todos los elementos cuyos valores no pueden demostrarse positivamente, probablemente no sería menos mortal que su equivalente estado en la esfera biológica.
Aunque lo anterior se aplica a todos nuestros valores, tiene la mayor importancia en el caso de las reglas morales de conducta que, con el lenguaje, constituyen quizá la prueba más importante del crecimiento no planificado de un conjunto de normas que gobiernan nuestras vidas, pero de las que no podemos decir ni por qué son lo que son ni por qué nos hacen así. Como individuos y como grupo desconocemos las consecuencias de su observancia. El espíritu racionalista está en constante revuelta contra la exigencia de sumisión a tales reglas, e insiste en aplicarles el principio de Descartes que dice: «Rechazar como absolutamente falsas todas las opiniones en relación con las cuales yo pueda suponer la más mínima posibilidad de duda»[42]. El espíritu racionalista siempre se ha pronunciado por el sistema sintético de moral deliberadamente construido; por el sistema en el que, según la descripción de Edmund Burke, «los cimientos de la sociedad y la práctica de todos los deberes morales descansan sobre razones claras y demostrativas para cada individuo»[43]. El racionalismo del siglo XVII argumentó explícitamente que, puesto que conocía la naturaleza humana, «podía fácilmente encontrar la moral que le convenía»[44]. No comprendió que la denominada naturaleza humana es con mucho el resultado de esas concepciones morales que cada individuo aprende con el lenguaje y el pensamiento
8. La moral y «lo social»
Un interesante síntoma del aumento de influencia de la concepción racionalista es la creciente sustitución, en todos los idiomas que conozco, de la palabra «moral», o simplemente «el bien», por la palabra «social». Es instructivo considerar brevemente la significación del fenómeno[45]. Cuando la gente habla de «conciencia social» en contraposición a la mera «conciencia» se refiere presumiblemente a un conocimiento de los particulares efectos de nuestras acciones sobre otras gentes, a un esfuerzo para no guiarse meramente en su conducta por reglas tradicionales, sino por una consideración explícita de las especiales consecuencias de la acción en cuestión. En efecto, están diciendo que nuestras acciones tendrían que guiarse por un completo entendimiento del funcionamiento del proceso social y que nuestro objetivo debiera ser la obtención de un resultado previsible que describen como «bien social», mediante la utilización de una valoración consciente de los hechos concretos de la situación.
Lo curioso del caso es que esta apelación a lo «social» entraña realmente una petición de que la inteligencia individual, más bien que las reglas desarrolladas por la sociedad, guíe las acciones individuales; que los hombres renuncien al uso de lo que verdaderamente podría llamarse social (en el sentido de ser un producto del proceso impersonal de la sociedad) y descansen en el juicio individual sobre cada caso particular. La preferencia por «las consideraciones sociales» sobre la adhesión a las normas morales es, por tanto, en última instancia, el resultado de un desprecio por lo que realmente constituye el fenómeno social y una creencia en los poderes superiores de la razón humana individual. A tales pretensiones racionalistas cabe responder que requieren un conocimiento superior a la capacidad de la mente humana, y que, en el intento de acomodarse a ellas, la mayoría de los hombres llegarían a ser menos útiles a la sociedad de lo que lo son cuando persiguen sus propios objetivos dentro de los límites impuestos por las reglas de la moral y del derecho.
El argumento racionalista pasa por alto que, generalmente, al apoyamos en reglas abstractas recurrimos a un expediente que hemos aprendido a utilizar porque nuestra razón es insuficiente para dominar todos los detalles de la realidad compleja[46]. Esto es tan cierto cuando deliberadamente formulamos una regla abstracta para nuestra dirección individual como cuando nos sometemos a las reglas comunes de acción desarrolladas por un proceso social.
Todos sabemos que carecemos de probabilidades de éxito en la persecución de nuestros objetivos individuales a menos que rindamos acatamiento a ciertas normas generales, a las que nos adherimos sin ponderar su justificación en cada instancia particular. Al ordenar las actividades de cada día, al llevar a cabo sin dilación tareas desagradables, pero necesarias, al privamos de ciertos estímulos o al suprimir ciertos impulsos, frecuentemente descubrimos la necesidad de ejecutarlos como hábitos inconscientes, porque sabemos que, de no ser así, el soporte racional que hizo tales conductas deseables carecerá de la suficiente efectividad para contrarrestar los deseos temporales y obligamos a realizar lo que debiéramos apetecer desde el punto de vista del largo plazo. Parecerá paradójico afirmar que, a menudo, para obrar racionalmente necesitamos guiamos por el hábito más bien que por la reflexión, de la misma manera que para impedir la adopción de la decisión equivocada tenemos que limitar deliberadamente el alcance de la elección que se presenta ante nosotros. Todos sabemos que en la práctica tales actitudes son frecuentemente imprescindibles si deseamos alcanzar nuestros últimos objetivos.
Idénticas consideraciones se aplican, incluso con más rigor, cuando nuestra conducta afecta también a otros, y, por lo tanto, la preocupación primaria estriba en ajustar nuestras acciones a las acciones y expectativas de los demás de tal forma que se les eviten daños innecesarios. En este sector es improbable que ningún individuo se apuntase el éxito de estatuir racionalmente reglas más efectivas que las que se han ido formando gradualmente, y aunque lo lograra, no servirían realmente a sus propósitos, a menos que fuesen observadas por todos. En conclusión, no tenemos otra elección que sometemos a normas cuya exposición razonada desconocemos a menudo, y hacerlo así tanto si podemos deducir que en nuestro caso particular depende algo importante de tal observancia como si no. Las normas de conducta son instrumentales en el sentido de que coadyuvan grandemente a la consecución de otros valores humanos; sin embargo, puesto que sólo muy rara vez conocemos lo que depende de que se sigan en cada caso particular, su cumplimiento debe contemplarse como un valor por sí mismo, una clase de fin intermedio que debemos perseguir sin preguntarnos su justificación en cada caso concreto.
9. La libertad como principio moral
Desde luego, las consideraciones precedentes no prueban que todas las creencias morales que se han desarrollado en la sociedad sean beneficiosas. Un determinado grupo de individuos puede deber su encumbramiento a las reglas de conducta que sus miembros obedecen. Cabe, en consecuencia, que sus valores sean a la postre adoptados por toda la nación a la que dicho grupo triunfador llegara a dirigir. Por tanto, una nación o grupo son capaces de destruirse a sí mismos en razón de las creencias éticas a que se adhieran. Sólo los resultados pueden demostrar si los ideales que guían a un grupo son beneficiosos o destructivos. El hecho de que una sociedad considere las enseñanzas de ciertos hombres como la encarnación de toda verdad no significa que tales enseñanzas no puedan constituir la ruina de esa sociedad en el caso de que los preceptos que entrañan se respeten con carácter de generalidad. Pudiera muy bien ocurrir que una nación se destruyese a sí misma por seguir las enseñanzas de los que considera sus mejores hombres, figuras casi santificadas, incuestionablemente guiadas por un ideal sin la menor concesión al egoísmo. En una sociedad cuyos miembros fueran libres para escoger su forma de vida práctica existiría poco peligro de que ocurriera lo anteriormente apuntado, porque en tal sociedad las tendencias se corregirían a sí mismas. Sólo decaerían los grupos guiados por ideales «impracticables», mientras que los restantes, menos virtuosos de acuerdo con los niveles morales en uso, ocuparían el lugar de los primeros. Sin embargo, este fenómeno solamente puede tener lugar dentro de una sociedad libre, donde tales ideales no son obligatorios en absoluto. Cuando todos han de servir a los mismos ideales, no permitiéndose a los disidentes adoptar otros distintos, solamente se evidencia lo improcedente de estas normas cuando sobreviene la decadencia del país por ellas regido.
La cuestión importante que surge aquí es si el acuerdo mayoritario sobre una norma de conducta es suficiente justificación para obligar a los disidentes minoritarios al cumplimiento forzoso o si tal poder no debería condicionarse también mediante normas más generales. En otras palabras: si la legislación ordinaria debería limitarse por principios generales, de la misma forma que las reglas morales de conducta individual excluyen ciertas clases de acciones por muy buenos que puedan ser sus propósitos. Tanto en política como en las acciones individuales existe gran necesidad de reglas morales de conducta y tanto las consecuencias de sucesivas decisiones colectivas como las de decisiones individuales serán beneficiosas únicamente si están de acuerdo con principios comunes.
Las reglas morales para la acción colectiva se desarrollan con dificultad y muy lentamente, dato que debería tomarse como indicativo de su valor. Entre los pocos principios de esta clase que hemos elaborado, la libertad individual es el más importante. Sin duda alguna, la libertad individual constituye lo que más apropiadamente puede considerarse como principio moral de acción política. Pero, al igual que todos los principios morales, la libertad exige que se la acepte como valor intrínseco, como algo que debe respetarse sin preguntarnos si las consecuencias serán beneficiosas en un caso particular. No lograremos los resultados apetecidos sin aceptar la libertad como un credo o presunción tan fuerte que excluya toda consideración de conveniencia que la limite.
En última instancia, las razones a favor de la libertad, en materia de acción colectiva, son argumentos en pro de principios y en contra de conveniencias[47], que, como más adelante veremos, equivalen a decir que sólo el juez y no el administrador puede ordenar la coacción. Cuando uno de los dirigentes intelectuales del liberalismo del siglo XIX, Benjamin Constant, describió dicha doctrina como sistema de principios[48], apuntó al medio del asunto. La libertad no solamente constituye un sistema bajo el cual toda la acción gubernamental se guía por principios, sino que es algo de imposible mantenimiento a menos que se acepte como ideal soberano que gobierne todos los actos particulares de la legislación. Donde no exista una firme adhesión a regla tan fundamental, como ideal último sobre el que no puede haber compromiso, ni siquiera invocando la razón de las ventajas materiales —como ideal que, aunque se infrinja temporalmente durante una emergencia pasajera, debe constituir la base de todos los arreglos permanentes—, es casi cierto que la libertad se destruirá mediante usurpaciones fragmentarias. En cada caso particular cabrá la posibilidad de prometer ventajas concretas y tangibles a cambio de una reducción de libertad que siempre presupondrá el desconocimiento y la incertidumbre de los beneficios sacrificados. Si la libertad no fuera tratada como principio supremo, el hecho de que las promesas ofrecidas por la sociedad libre a cada individuo particular constituyen siempre meras posibilidades y no certezas, oportunidades y no dones definitivos, se traduciría inevitablemente en una debilidad fatal conducente a la lenta desaparición de aquella.
10. El auténtico cometido de la razón
Probablemente, a estas alturas, el lector se preguntará qué función le queda a la razón en la ordenación de los negocios si la política de libertad exige tanta abstención del control deliberado, tanta aceptación del desarrollo no planificado y espontáneo. En primer lugar, responderemos que, si fue necesario buscar límites apropiados al uso de la razón en el dominio que nos ocupa, el hallazgo de tales límites constituye en sí el más importante y difícil ejercicio de la razón. Más aún: si necesariamente hemos hecho hincapié sobre esos límites, ciertamente no quisimos implicar con ello que la razón no tenga una tarea positiva e importante. La razón, indudablemente, es la más preciosa posesión del hombre. Nuestros argumentos tratan de mostrar meramente que no es todopoderosa y que la creencia de que es posible dominarla y controlar su desarrollo puede incluso destruirla. Intentamos la defensa de la razón contra su abuso por aquellos que no entienden las condiciones de su funcionamiento efectivo y su crecimiento continuo. Es un llamamiento a los hombres para que comprendan el deber de utilizar la razón inteligentemente de forma que se preserve esa indispensable matriz de lo incontrolado y lo no racional, único entorno en que la razón puede crecer y operar efectivamente.
La postura antirracionalista aquí adoptada no debe confundirse con el irracionalismo o cualquier invocación al misticismo[49]. Lo que aquí se propugna no es una abdicación de la razón, sino un examen racional del campo donde la razón se controla apropiadamente. Parte de esta argumentación afirma que el uso inteligente de la razón no significa el uso de la razón deliberada en el mayor número posible de ocasiones. En oposición al inocente racionalismo que trata a la razón como absoluta, debemos continuar los esfuerzos que inició David Hume cuando «volvió sus propias armas contra los ilustrados» y emprendió el trabajo «de cercenar las pretensiones de la razón mediante el uso del análisis racional»[50].
La primera condición para el uso inteligente de la razón en la ordenación de los negocios humanos es que aprendamos a comprender el papel que de hecho desempeña y puede desempeñar en el funcionamiento de cualquier sociedad basada en la cooperación de muchas opiniones aisladas. Esto significa que antes de tratar de remoldear inteligentemente la sociedad debemos adquirir conciencia de su funcionamiento. Tenemos que admitir la posibilidad de equivocamos incluso cuando creemos entenderla; hemos de aprender que la civilización humana tiene una vida propia, que todos los esfuerzos para mejorar las cosas deben operar dentro de un cuadro total que no es posible controlar enteramente, cuyas fuerzas activas podemos facilitar y ayudar únicamente en la medida en que las entendamos. Nuestra actitud debe ser similar a la del médico frente a un organismo viviente. Al igual que él, nos enfrentamos con un ser independiente que se mantiene a sí mismo y que continúa funcionando en virtud de fuerzas que no podemos reemplazar y que, por lo tanto, hemos de utilizar en todo lo que pretendamos conseguir. La mejora de la civilización irá pareja con la utilización de esas fuerzas más bien que con la oposición a ellas. Todos nuestros esfuerzos y progresos han de encuadrarse siempre dentro de ese conjunto dado; tender a una participación antes que a una total construcción[51]; usar en cada período el material histórico que tengamos a mano, y perfeccionar los detalles paso a paso en lugar de intentar rehacer el total.
Ninguna de estas conclusiones son argumentos contrarios al uso de la razón, sino a la utilización exclusiva de la misma por el gobierno y sus poderes coactivos; no son argumentos contra la experimentación, sino contra todo poder exclusivo y monopolístico de experimentar en un campo particular, poder que no concede alternativa y del que se deduce la pretensión de hallarse en posesión de una sabiduría superior. Nuestros razonamientos se alzan contra la exclusión de soluciones mejores que aquellas a las que se limitan quienes disfrutan del poder.