CAPÍTULO III

Progreso y sentido común

Nunca llega tan alto el hombre como cuando no sabe a dónde va.

OLIVER CROMWELL[1]

1. Progreso y sentido común

Hoy en día, los escritores de más sofisticada reputación escasamente se atreven a mencionar el progreso sin entrecomillar la palabra. La implícita confianza en los beneficiosos efectos del progreso, que durante las dos últimas centurias distinguió a los pensadores avanzados, ha llegado a considerarse como signa de una mente poco profunda. Aunque en la mayor parte del mundo la gran masa del pueblo todavía tiene sus esperanzas puestas en el continuo progreso, es común plantearse entre los intelectuales si existe tal cosa o al menos si el progreso es deseable.

Dicha reacción contra la exuberante e inocente creencia en la inevitabilidad del progreso ha sido necesaria hasta cierto punto. Mucho de lo escrito y hablado acerca del progreso es indefendible y uno puede muy bien meditar dos veces antes de utilizar la palabra. Nunca existió demasiada justificación para afirmar que «la civilización se ha movido, se mueve y se moverá en una dirección deseable»[2], como tampoco hubo base para considerar necesario todo cambio o para estimar al progreso como cierto y siempre beneficioso. Aún existió menos fundamento para hablar de las reconocibles «leyes del progreso», que nos facilitan la predicción de las condiciones hacia las que necesariamente nos movemos, o para considerar todos los disparates que los hombres han cometido como necesarios y, por lo tanto, razonables.

Ahora bien, si la desilusión en boga acerca del progreso no es difícil de explicar, tampoco se llega a ella sin peligro. En un sentido, la civilización es progreso y el progreso es civilización[3]. La conservación de la clase de civilización que conocemos depende de la actuación de fuerzas que en condiciones favorables provocan progreso. Si es verdad que el progreso no siempre conduce a una situación mejor, también es verdad que, sin las fuerzas que lo producen, la civilización y todo lo que valoramos —y ciertamente casi todo lo que distingue al hombre de las bestias—, o no existiría o no podría mantenerse por más tiempo.

La historia de la civilización es el relato del progreso que en el corto espacio de menos de ocho mil años ha creado casi todo lo que consideramos característico de la vida humana. Después de abandonar la vida de cazadores, nuestros antepasados, en el comienzo de la cultura neolítica, se dedicaron a la agricultura y luego a la vida urbana hace considerablemente menos de tres mil años o un centenar de generaciones. No es sorprendente que en algún respecto el equipo biológico humano no haya marchado al paso con ese rápido cambio, que la adaptación de su parte no racional se haya rezagado algo y que muchos de sus instintos y emociones estén todavía más conformados con la vida del cazador que con la de la civilización. Si muchos rasgos de nuestra civilización nos parecen faltos de naturalidad, artificiales o insaludables, ello debe atribuirse a la experiencia del hombre hasta que se dedicó a la vida ciudadana, que es cuando virtualmente la civilización comenzó. Todas las quejas familiares contra la industrialización, el capitalismo o el elevado refinamiento son principalmente protestas contra una nueva forma de vida que el hombre emprendió poco tiempo ha, después de más de medio millón de años de existencia como cazador errante, y que creó problemas que todavía no ha resuelto[4].

2. Progreso y mejora

Cuando hablamos del progreso en relación con nuestros esfuerzos individuales o con cualquier esfuerzo humano organizado, queremos significar un avance hacia un objetivo conocido[5]. En este sentido la evolución social no puede denominarse progreso, dado que no se logra por la razón humana esforzándose por medios conocidos hacia un objetivo fijo[6]. Sería más correcto pensar en el progreso como un proceso de formación y modificación del intelecto humano; un proceso de adaptación y aprendizaje en el cual no sólo las posibilidades conocidas por nosotros, sino también nuestros valores y deseos, cambian continuamente. Como el progreso consiste en el descubrimiento de lo que todavía no es conocido, sus consecuencias deben ser impredecibles. Siempre conduce hacia lo desconocido, y lo más que podemos esperar es lograr una comprensión de la clase de fuerzas que lo traen. Aunque el entendimiento general del carácter de este proceso de crecimiento acumulativo resulta indispensable, si hemos de ensayar y crear las condiciones favorables para ello, no puede ser nunca el conocimiento el que nos facilite esa predicción específica[7]. Es absurdo pretender que podemos derivar de tal discernimiento las leyes necesarias de evolución que debemos seguir. La razón humana no puede predecir ni dar forma a su propio futuro. Sus progresos consisten en encontrar dónde estaba el error.

Incluso en el campo donde la investigación de nuevos conocimientos es más deliberada, como, por ejemplo, el de la ciencia, ningún hombre puede predecir cuáles serán las consecuencias de su trabajo[8]. De hecho se admite más y más que incluso el intento de hacer que la ciencia apunte deliberadamente al conocimiento útil o, lo que es lo mismo, al conocimiento cuya utilización futura puede preverse, es lo mismo que impedir el progreso[9]. El progreso, por su propia naturaleza, no admite planificación. Quizá podamos hablar legítimamente de progreso planificado en un particular sector donde nuestro objetivo es la solución de un problema específico, y estamos ya en la ruta que lleva a la respuesta. Pero pronto nos toparíamos con el final de nuestros esfuerzos si nos limitásemos a luchar tras objetivos ya visibles y si no surgiesen nuevos problemas constantemente. Únicamente conociendo lo que antes no sabíamos nos hacemos más sabios.

También a menudo el conocer más nos hace más tristes. Aunque, en parte, el progreso consiste en lograr cosas por las que hemos estado esforzándonos, ello no significa que a todos les agraden los resultados o que todos resulten gananciosos. Puesto que nuestros deseos y objetivos también están sometidos a cambios a lo largo del progreso, resulta cuestionable si el nuevo estado de cosas que el progreso crea es mejor que el antiguo y tiene un claro significado. El progreso, en el sentido de crecimiento acumulativo del conocimiento y del poder sobre la naturaleza, es un término que dice poco acerca de si la nueva situación nos dará más satisfacción que la vieja. El placer puede consistir solamente en el logro de aquello para lo que hemos estado luchando, mientras que la segura posesión puede damos poca satisfacción. El interrogante de que si tuviéramos que detenemos en el presente estado de desarrollo seríamos en cualquier sentido significativamente más felices o estaríamos mejor que si nos hubiésemos parado un centenar o un millar de años antes, probablemente carece de contestación.

La respuesta, sin embargo, no importa. Lo que importa es el esfuerzo afortunado en pro de lo que en cada momento parece obtenible. La inteligencia humana no se prueba a sí misma mediante los frutos de los sucesos pasados, sino con los del presente y con los del futuro. El progreso es movimiento por amor al movimiento, pues el hombre disfruta del don de su inteligencia en el proceso de aprender y en las consecuencias de haber aprendido algo nuevo.

El disfrute del éxito personal sólo lo obtendrán en gran número los miembros de una sociedad que como conjunto progrese bastante rápida mente. En una sociedad estacionaria, el número de los que progresan equivaldría aproximadamente al de los que retrocedan. Para que la gran mayoría pueda participar individualmente en el progreso es necesario que avance a una velocidad considerable. Existen, por tanto, pocas dudas de que Adam Smith tenía razón cuando dijo: «En un estado progresivo, mientras la sociedad avanza tras mayores adquisiciones, más bien que cuando ha adquirido su total complemento de riqueza, la condición del trabajador pobre, integrante del gran cuerpo del pueblo, parece ser más feliz y de más confortable vida. Tal condición es dura en los estados estacionarios y miserable en los decadentes. El estado progresivo es realmente el alegre y cordial estado para todos los diferentes órdenes de la sociedad. El estacionario es aburrido; el decadente, melancólico»[10].

Una de las realidades más características de la sociedad progresiva es que la mayoría de las cosas que los individuos se esfuerzan por obtener tan sólo pueden conseguirse a través de mayores adelantos. Esto se deduce del necesario carácter del progreso. Los nuevos conocimientos y sus beneficios pueden extenderse sólo gradualmente, aun cuando los deseos de la gran mayoría tengan por objeto lo que todavía es sólo accesible a unos pocos. Es equivocado pensar en esas nuevas posibilidades como si desde el principio fueran una posesión común de la sociedad que sus miembros pudieran disfrutar deliberadamente. Las nuevas posibilidades llegan a ser posesión común sólo a través de ese lento proceso en cuya virtud los logros de los pocos se hacen obtenibles para los muchos. Esto, a menudo, viene oscurecido por la exagerada atención que suele prestarse a unas pocas de las mayores y sobresalientes etapas del desarrollo. Sin embargo, muy frecuentemente, los mayores descubrimientos abren tan sólo nuevas perspectivas y se necesitan largos esfuerzos para que tales conocimientos sean de uso general. Tienen que pasar a través de un dilatado proceso de adaptación, selección, combinación y mejoramiento antes de que se puedan utilizar por completo. Esto significa que siempre existirán gentes que se beneficien de las nuevas conquistas con antelación al resto de los mortales.

3. Progreso y desigualdad

El rápido progreso económico con que contamos parece ser en gran medida el resultado de la aludida desigualdad y resultaría imposible sin ella. El progreso a tan rápido índice no puede proseguir a base de un frente unificado, sino que ha de tener lugar en forma de escalón con algunos más adelantados que el resto. La razón de ello se oculta bajo nuestra costumbre de considerar al progreso económico, principalmente, como acumulación de cantidades siempre crecientes de bienes y equipo. Sin embargo, la elevación de nuestro nivel de vida al menos se debe en gran parte a un incremento del conocimiento que facilita no solamente el mero consumo de mayores cantidades de las mismas cosas, sino la utilización de cosas diferentes y de otras que a menudo no conocíamos antes. Y aunque en parte el crecimiento de la renta estriba en la acumulación de capital, depende más probablemente de nuestra sabiduría para usar nuevos recursos con mayor efectividad y para nuevos propósitos. El desarrollo del conocimiento goza de tan especial importancia porque, mientras que los recursos materiales permanecen escasos y han de reservarse para propósitos limitados, los usos del nuevo conocimiento (donde no se reduzcan artificialmente mediante patentes de monopolio) carecen de límites. Una vez logrado, el conocimiento se convierte en algo graciosamente obtenible en beneficio de todos. A través de este libre uso del conocimiento, adquirido por la experiencia de algunos de los miembros de la sociedad, se hace posible el progreso general. Los logros de aquellos que han marchado a la cabeza facilitan el avance de los que les siguen.

En cualquier etapa de este proceso siempre existirán muchas cosas cuyo método de obtención conocemos, si bien todavía resultan caras de producir excepto para unos pocos. En una primera etapa tales bienes pueden lograrse sólo mediante un despliegue de recursos igual a muchas veces la parte de renta total que con una distribución aproximadamente igual iría a los pocos que podrían beneficiarse de ella. En principio, un nuevo bien o nueva mercancía, antes de llegar a ser una necesidad pública y formar parte de las necesidades de la vida, «constituye generalmente el capricho de unos pocos escogidos». «Los lujos de hoy son las necesidades del mañana»[11].

Más aún: las nuevas cosas o los nuevos bienes, a menudo, llegan a constituir el patrimonio de la mayoría de la gente sólo porque durante algún tiempo han sido el lujo de los menos.

Si hoy en día los países más ricos pueden suministrar en gran medida bienes y servicios, cuya gran mayoría no hace mucho tiempo era físicamente imposible producir en tal cantidad, es consecuencia directa de que primeramente tales bienes y servicios fueron puestos a disposición de unos pocos. Todos los elementos que se conjugan para que una casa sea cómoda, para establecer nuevos medios de transporte y comunicación o nuevas diversiones y pasatiempos, primeramente pudieron producirse sólo en cantidades limitadas. Sin embargo, a medida que se hacía así, se aprendió gradualmente a producir las mismas o similares cosas con un despliegue de recursos mucho más pequeño, y de esta forma pudo llegarse a suministradas a la gran mayoría. Importante porción de los gastos de los ricos, aunque en su esencia no pretenda tal fin, sirve para sufragar los costos de experimentación con las nuevas cosas que más tarde y como resultado de lo anterior se pondrán a disposición de los pobres.

El punto importante no es tan sólo que de manera gradual se aprenda a fabricar barato en gran escala lo que ya se sabe fabricar caro en pequeñas cantidades, sino que únicamente desde una posición avanzada se hace visible la próxima serie de deseos y posibilidades, de forma tal que la selección de nuestros fines y el esfuerzo hacia su logro comenzarán mucho antes de que la mayoría se esfuerce por obtenerlos. Si la satisfacción de las apetencias de la mayoría, tras haber logrado sus objetivos presentes, ha de conseguirse pronto, es necesario que los progresos que entrañan fruto para las masas, en los próximos veinte o cincuenta años, estén guiados por los puntos de vista de quienes se encuentran ya en situación de disfrutarlos. Hoy, en los Estados Unidos o en la Europa occidental, los relativamente pobres pueden tener un coche o un frigorífico, un viaje en aeroplano o una radio, al precio de una porción razonable de sus ingresos, porque en el pasado otros con rentas mucho mayores fueron capaces de gastar en lo que entonces se consideró un lujo. El camino del progreso se facilita grandemente por el hecho de que otros lo hayan recorrido antes. Al explorador que ha abierto la ruta se debe el acondicionamiento de esta en beneficio de los menos afortunados o con menos energías. Lo que hoy puede parecer extravagancia o incluso dispendio, porque se disfruta por los menos y ni siquiera encuentra apetencia entre las masas, es el precio de la experimentación de un estilo de vida que eventualmente podrá obtenerse por muchos. El campo de actividad de los ensayos y sus posteriores desarrollos, el fondo de experiencias que se pondrán a disposición de todos, se extiende grandemente por la desigual distribución de los ingresos individuales, de forma que el índice de progreso se incrementará notablemente si los primeros pasos se dan mucho antes de que la mayoría pueda aprovecharse de ellos. Muchas de las mejoras no hubieran llegado ciertamente a constituir una posibilidad para todos sin haber sido obtenidas antes por algunos. Si tuviésemos que esperar las cosas mejores hasta que todos fueran provistos de ellas, ese momento, en muchas instancias, no vendría nunca. En la actualidad, incluso los más pobres deben su relativo bienestar material a los resultados de las desigualdades pasadas.

4. Experiencias respecto al modo de vivir

En una sociedad progresiva, tal y como la conocemos hoy, los comparativamente ricos se hallan a la cabeza del resto en lo tocante a las ventajas materiales de que disfrutan; viven ya dentro de una fase de evolución que los otros no han alcanzado todavía. En consecuencia, la pobreza ha llegado a constituir un concepto relativo más bien que un concepto absoluto. Esto no la hace menos amarga. Aunque en una sociedad progresiva las necesidades usualmente insatisfechas ya no son necesidades físicas, sino resultantes de la civilización, todavía continúa siendo verdad que, en cada etapa, algunas de las cosas que la mayoría del pueblo desea sólo las obtienen unos pocos y únicamente es posible hacerlas accesibles a todos mediante mayores progresos. La mayor parte de lo que nos esforzamos en conseguir lo queremos porque otros ya lo tienen. Sin embargo, toda sociedad progresiva, mientras descanse en dicho proceso de aprendizaje e imitación, solamente admite los deseos que este crea como acicate para posteriores esfuerzos y no garantiza al individuo resultados positivos. Desprecia los sufrimientos que comportan los deseos insatisfechos despertado s por el ejemplo de los otros. Parece cruel, porque incrementa el deseo de todos en proporción al incremento de dones que tan sólo a unos cuantos benefician. Ahora bien, para que una sociedad continúe progresando es ineludible que algunos dirijan y sean seguidos por el resto.

La afirmación de que en cualquier fase del progreso los ricos, mediante la experimentación de nuevos estilos de vida todavía inaccesibles para los pobres, realizan un servicio necesario sin el cual el progreso de estos últimos sería mucho más lento, se les antojará a algunos un argumento de cínica apologética traído por los pelos. Sin embargo, una pequeña reflexión mostrará que es plenamente válido y que una sociedad socialista está obligada, a este respecto, a imitar a la sociedad libre. En una economía planificada sería necesario (a menos que pudiera imitar simplemente el ejemplo de otras sociedades más avanzadas) designar individuos cuyo deber consistiría en ensayar los últimos descubrimientos antes de ponerlos al alcance de los demás. No hay forma de hacer generalmente accesibles las nuevas y todavía costosas formas de vida, excepto mediante el sistema del ensayo o prueba inicial por algunos. No bastaría que todos los individuos pudiesen ensayar nuevas cosas especiales. Estas últimas tienen un propio uso y valor sólo como parte del progreso general dentro del cual constituyen el próximo objeto deseado. Para saber cuál de las varias posibilidades nuevas debería desarrollarse en cada etapa, o cómo y cuándo deberían incluirse dentro del progreso general determinadas mejoras, una sociedad planificada tendría que facilitarlas a toda una clase o incluso a una jerarquía de clases, que siempre se movería algunos pasos por delante de los restantes ciudadanos. En tal caso la situación tan sólo diferiría de la que presenta una sociedad libre en el hecho de que las desigualdades serían el resultado de una designación y que la selección de individuos particulares o grupos vendría hecha por la autoridad en sustitución del proceso impersonal del mercado y los accidentes de nacimiento y oportunidades. Debería añadirse que únicamente se permitirían aquellas clases de mejor vida aprobadas por la autoridad y a su vez facilitadas únicamente a aquellos especialmente designados. En definitiva, para que una sociedad planificada lograse el mismo índice de progreso que una sociedad libre, el grado de desigualdad prevalente no sería muy distinto.

No es posible calcular el grado de desigualdad deseable en una sociedad libre. Desde luego, nosotros no deseamos que la posición del individuo esté determinada por decisión arbitraria o por privilegio conferido por la voluntad humana a determinadas personas. Es difícil comprender, sin embargo, en qué sentido puede ser legítimo sostener que cualquier persona se halla demasiado por encima de las restantes o que los grandes progresos de algunos con respecto a los demás han de traducirse en daño para la sociedad. Si apareciesen grandes vacíos en la escala del progreso, habría justificación para mantener lo anterior; pero mientras la graduación sea más o menos continua y todos los tramos en la pirámide de la renta estén razonablemente ocupados, difícilmente puede negarse que los situados más abajo se aprovechan materialmente de la circunstancia de que otros estén a la cabeza.

Las objeciones surgen de la falsa idea según la cual el ocupante de la cúspide dispone de un derecho que de otra forma estaría a disposición de los restantes. Tal tesis sería verdad si pensáramos en términos de simple redistribución de los frutos del progreso pasado y no consideráramos el continuo progreso que alienta nuestra desigual sociedad. Al fin y al cabo, la existencia de grupos que se mantienen a la cabeza de los restantes es una ventaja para los que van detrás, de la misma forma que a todos nos aprovecharía grandemente el hecho de que pronto pudiéramos procuramos el más avanzado conocimiento obtenido bajo más favorables condiciones por otros seres en un continente anteriormente desconocido o en otro planeta.

5. Aspectos internacionales

Es difícil discutir desapasionadamente el problema de la igualdad cuando afecta a los miembros de nuestra propia comunidad. Al considerarlo en su aspecto más amplio, es decir, la relación entre países pobres y ricos, dicho problema resalta más claramente y nos exponemos menos a dejamos seducir por la concepción de que cada miembro de una comunidad tiene cierto derecho natural a una parte determinada de la renta de su grupo. Aunque hoy en día la mayoría de los pueblos del mundo se benefician de sus respectivos esfuerzos, ciertamente no existe razón alguna para considerar el producto del mundo como resultado de un esfuerzo unificado de la humanidad colectivamente considerada.

La circunstancia de que los pueblos occidentales dispongan de más riqueza que los demás países tan sólo en parte es debida a una mayor acumulación de capital. La primacía se la ha dado principalmente la utilización más efectiva del conocimiento. Pocas dudas caben de que las perspectivas de los más pobres y «subdesarrollados» países que hoy se hallan en camino de alcanzar el presente nivel de Occidente son mucho mejores de lo que habrían sido si aquellos pueblos no hubieran realizado tan denodados esfuerzos por situarse a la cabeza. Y, lo que es más, tales perspectivas son mejores de lo que serían si alguna autoridad mundial, en el curso del resurgir de la moderna civilización, se hubiese preocupado de que ningún país destacase del resto, asegurando en cada etapa una distribución por igual de los beneficios materiales en todo el mundo. Si hoy algunas naciones, en pocas décadas, pueden adquirir un nivel de bienestar material que Occidente alcanzó después de centenares o millares de años, ¿no es evidente que se les ha facilitado el camino porque Occidente no fue obligado a dividir sus logros materiales con el resto; porque no se le forzó a ir atrás, sino que pudo seguir adelante, a la cabeza de los demás?

Los pueblos occidentales no sólo son más ricos porque están más adelantados en conocimientos tecnológicos, sino que poseen conocimientos tecnológicos más adelantados porque son más ricos. Ese libre don del conocimiento, que les ha costado mucho conseguir a los que se hallan a la cabeza, facilita a quienes les siguen alcanzar el mismo nivel a mucho menos costo. Ciertamente, mientras algunos países estén a la cabeza, los restantes podrán seguirles, aunque falten en ellos las condiciones para un progreso espontáneo. El que incluso los países que carecen de libertad puedan aprovecharse de muchos de los frutos de esta constituye una de las razones en cuya virtud se entiende mejor la importancia de dicha libertad. En muchas partes del mundo el progreso de la civilización ha sido un proceso derivado. Tales países, habida cuenta de las modernas comunicaciones, no tienen porqué rezagarse mucho, aunque la mayoría de las innovaciones tengan su origen en otros lugares. ¡Cuánto tiempo han vivido la Rusia soviética o el Japón procurando imitar la tecnología americana! Tan pronto como alguien suministre la mayoría del nuevo conocimiento y lleve a cabo la mayor parte de los experimentos, cabe la posibilidad de aplicar deliberadamente todo ese conocimiento de tal forma que beneficie a la mayoría de los miembros de un determinado grupo al mismo tiempo y en el mismo grado. Aunque una sociedad igualitaria podría progresar en virtud de lo que acabamos de apuntar, tales progresos serían esencialmente parásitos, tomados de aquellos que han pagado el costo.

En relación con lo anterior, merece la pena recordar que las clases económicamente más avanzadas son las que hacen factible que un país tome la delantera en el progreso mundial. Toda nación que deliberadamente allane tal diferencia abdica de su posición rectora, como el ejemplo de Gran Bretaña ha demostrado tan trágicamente. Todas las clases sociales británicas se han aprovechado del hecho de que una clase rica, con viejas tradiciones, hubiera solicitado productos de una calidad y gusto nunca sobrepasados en cualquier otro país y que, en consecuencia, Gran Bretaña llegó a suministrar al resto del mundo. El liderazgo de Gran Bretaña se ha ido con la desaparición de las clases cuyo estilo de vida imitaron las restantes. No ha de transcurrir mucho tiempo sin que los trabajadores británicos descubran hasta qué grado les benefició el ser miembros de una comunidad que comprendía muchas personas más ricas que ellos y que su magisterio sobre los trabajadores de otros países era en parte consecuencia de una similar dirección de sus propios ricos sobre los ricos de otros países.

6. Redistribución y velocidad del progreso

Si a nivel internacional las mayores desigualdades pueden servir de gran ayuda al progreso general, ¿puede dudarse que tal afirmación es asimismo cierta cuando se trata de desigualdades dentro de una nación? En este caso también la rapidez total del progreso vendrá incrementada por aquellos que se mueven más aprisa. Incluso si en un primer momento muchos quedan atrás, el efecto acumulativo de la preparación del camino bastará para facilitarles el progreso a corto plazo de forma que serán capaces de ocupar su puesto en la marcha. De hecho, los miembros de una comunidad que comprende muchos ricos disfrutan de una gran ventaja que les falta a quienes, por vivir en un país pobre, no se aprovechan del capital y la experiencia suministrada por los ricos. En consecuencia, resulta difícil comprender por qué tal situación ha de servir para justificar la pretensión de una mayor participación del individuo en la riqueza. Ciertamente, en términos generales, parece tener lugar un fenómeno en cuya virtud, tras algún tiempo de rápidos progresos, las ventajas acumulativas de que disponen los que vienen detrás resultan lo suficientemente grandes para permitirles moverse más rápidamente que los que van a la cabeza, y, en consecuencia, lo que era una larga columna de progreso humano tiende a agruparse engrosando las filas. La experiencia de los Estados Unidos, por lo menos, parece indicar que, tan pronto gana velocidad la mejora de la situación de las clases más bajas, el abastecimiento de los ricos deja de ser la principal fuente de grandes ganancias y ocupan su lugar los esfuerzos dirigidos hacia la satisfacción de las necesidades de las masas. Aquellas fuerzas que primeramente hacían que se acentuase la desigualdad tienden más tarde a disminuirla. De esta forma, existen dos diferentes maneras de enfocar la posibilidad de reducir la desigualdad y de abolir la pobreza mediante una deliberada redistribución: el punto de vista del corto plazo y el del largo plazo. En un momento dado, podemos mejorar la situación de los más pobres entregándoles lo que tomamos de los ricos. Pero aunque tal nivelación de posiciones acelerase temporalmente el ajuste de las filas en la columna del progreso, en breve retrasaría el movimiento de la totalidad y en fin de cuentas mantendría en su posición a los más atrasados. Experiencias europeas recientes confirman sin lugar a duda tal afirmación. La rapidez con que sociedades ricas han llegado a ser estáticas, si no estancadas, a través de una política igualitaria, mientras países empobrecidos, pero altamente competitivos, se han transformado en muy dinámicos y progresivos, constituye una de las más evidentes realidades del período de la posguerra. A este respecto, el contraste entre Gran Bretaña y los países escandinavos —avanzados estados benefactores— y la Alemania occidental, Bélgica o incluso Italia comienza a ser proclamado por los primeros[12]. Si se necesitara una demostración de que para convertir a una sociedad en estacionaria no hay sistema más efectivo que imponer a todos sus miembros algo similar al mismo nivel medio, o de que no existe manera más eficaz de retardar el progreso que permite a quienes triunfaron el disfrute de un nivel tan sólo levemente superior al medio, las aludidas experiencias lo han probado.

Es curioso que mientras en el caso de un país primitivo cualquier observador probablemente reconocería que la situación ofrecería pocas esperanzas mientras la total población se mantuviese en el mismo bajo y mortal nivel, y que la primera condición para el progreso sería necesariamente que algunos se situaran a la cabeza de los restantes, pocos pueblos entre las naciones más adelantadas se muestran dispuestos a admitir lo mismo de buena voluntad. Desde luego, aquella sociedad que permita tan sólo el encumbramiento de los privilegiados políticos o en la que quienes primeramente se encumbraron, tras obtener el poder, lo utilicen para mantener sojuzgado al resto de las gentes, no es mejor que la sociedad igualitaria. La resistencia opuesta a la mejora de algunos constituye a la larga un obstáculo para la prosperidad de todos y no daña menos al verdadero interés de la masa, por mucho que satisfaga las momentáneas pasiones de esta[13].

7. Progreso material y restantes valores

Con respecto a los más avanzados países de Occidente, a veces se arguye que el progreso es demasiado rápido o exclusivamente material. Probablemente estos dos aspectos están relacionados íntimamente. Las épocas de muy rápido progreso material raramente han sido periodos de gran florecimiento de las artes. A menudo, la máxima apreciación y los mejores productos de los esfuerzos artísticos e intelectuales han surgido cuando el progreso material flojeaba. Ninguna de las naciones occidentales de la Europa del siglo XIX, ni tampoco los Estados Unidos del siglo XX, son eminentes por sus logros artísticos. Sin embargo, toda gran proliferación en la creación de valores inmateriales parece presuponer una anterior mejora de las condiciones económicas. Quizá sea natural que tras los periodos de rápido incremento de la riqueza tenga lugar un movimiento hacia lo inmaterial, o que cuando la actividad económica ya no ofrece la fascinación del rápido progreso, algunos de los hombres mejor dotados se vuelvan hacia la consecución de otros valores.

Desde luego, este es uno de los aspectos del rápido progreso material —aunque quizá no el más importante——, en cuya virtud muchos de los que participan en él se muestran escépticos sobre su valor. También podemos admitir que no es seguro que la mayoría de las gentes deseen realmente todos y ni siquiera la mayor parte de los resultados del progreso. Para la mayoría es un negocio involuntario que, aunque les trae mucho de lo que se esfuerzan por lograr, asimismo les obliga a establecer muchos cambios que les desagrada por completo. El individuo carece de poder para participar o no en el progreso. No siempre le proporciona nuevas oportunidades, sino que, además, le priva de mucho de lo que desea, le importa y quiere. Para algunos esto constituye una completa tragedia, y para cuantos preferirían vivir de los frutos del pasado sin tomar parte en la futura carrera, el progreso entraña una maldición más bien que una bendición.

En todos los países y en todos los tiempos existen grupos que han alcanzado una posición más o menos estacionaria con hábitos y formas de vida establecidos durante generaciones. Tales formas de vida pueden verse inesperadamente amenazadas por desarrollos con los que nada tienen que ver; y no sólo los miembros de estas agrupaciones, sino, a menudo, otras gentes muy dispares pueden también desear la preservación de los hábitos en cuestión. Muchos de los campesinos europeos, particularmente los que habitan en los remotos valles de montaña, constituyen un ejemplo. Aman su forma de vida, aunque esta haya llegado al estancamiento y dependa demasiado de una civilización urbana que cambia continuamente a fin de pervivir. Sin embargo, los labriegos conservadores, tanto como cualesquiera otras personas, deben sus formas de vida a un tipo humano diferente; las deben a hombres que fueron innovadores en su tiempo y que con sus innovaciones llevaron una nueva manera de vivir a pueblos que pertenecían a un estado de cultura más primitivo. Los nómadas, probablemente, se quejarán tanto de la usurpación que supone el cercado de fincas y lugares de pastoreo, como el agricultor de las usurpaciones de la industria.

Los cambios a que tales pueblos deben someterse forman parte del precio del progreso y ejemplarizan sobre el hecho de que no sólo las masas, sino, estrictamente hablando, cada ser humano es conducido por el desarrollo de la civilización a lo largo de un camino que él no ha elegido. Si se inquiriese la opinión de la mayoría sobre todos los cambios que implica el progreso, probablemente desearían impedir muchas de las condiciones y consecuencias necesarias que le acompañan, lo que equivaldría a detener su proceso. Por mi parte, aún no conozco un solo caso en el que el deliberado voto de la mayoría (distinguiéndolo de la decisión de una elite gobernante) haya decidido tales sacrificios en interés de un mejor futuro, como ocurre en una sociedad organizada bajo el signo del mercado no adulterado. Ahora bien, ello no implica que la consecución de los bienes que la gente en verdad desea no guarde íntima relación con la circunstancia de que el progreso prosiga, aun cuando es lo más probable que, si pudieran, lo interrumpirían para, de tal suerte, desembarazarse de aquellos efectos que no merecen su inmediata aprobación.

No todos los bienes y servicios que hoy pueden suministrarse a unos pocos estarán pronto o tarde a disposición de todos; en el caso de las prestaciones personales, ello es notoriamente imposible. Esta es una de las ventajas de que el progreso priva a los ricos. La mayoría de las ganancias de los pocos, sin embargo, con el transcurso del tiempo, llegan a estar disponibles para el resto. Ciertamente, todas nuestras esperanzas en la reducción de la miseria y pobreza actuales descansan sobre dicha expectativa. Si abandonamos el progreso, tendremos que prescindir de todas esas mejoras sociales en las que hoy tenemos puestas nuestras esperanzas. Todos los anhelados adelantos en materia de educación y de sanidad, así como la realización de nuestros deseos de que al menos gran parte de los pueblos alcancen los objetivos por los que luchan, dependen de la continuación del progreso. Únicamente hemos de tener siempre presente que suprimir el progreso de la cabeza significaría impedir pronto el de todos los miembros, percatándonos así de que realmente es lo único que no debemos querer.

8. Civilización y progreso continuo

Hasta ahora nos hemos referido sólo a nuestra nación o a aquellos países que consideramos miembros de nuestra propia civilización. Pero debemos tener en cuenta que las consecuencias del pasado progreso y, principalmente, la expansión de veloces y fáciles intercambios mundiales de conocimiento y ambiciones ha despejado grandemente la incógnita de si queremos o no continuar el rápido progreso. Dentro de nuestra posición actual, el nuevo hecho que nos impulsa a continuar hacia adelante estriba en que las realizaciones de nuestra civilización han llegado a ser el objeto de envidia y deseo de todo el resto del mundo. Menospreciando el que, desde cierto elevado punto de vista, nuestra civilización sea realmente mejor o no, debemos reconocer que sus resultados materiales son solicitados prácticamente por todos los que llegan a conocerlos. Puede que esos pueblos no deseen adoptar nuestra civilización en bloque, pero ciertamente quieren ser capaces de escoger lo que les convenga. Podemos lamentar, pero no despreciar, el hecho de que, incluso donde se conservan diferentes civilizaciones dominando las vidas de la mayoría, los puestos dirigentes estén casi invariablemente en manos de aquellos que han ido más lejos en la aceptación del conocimiento y la tecnología de la civilización occidental[14].

Aunque superficialmente pudiera parecer que en la actualidad compiten dos tipos de civilización buscando el favor de los pueblos del mundo, las promesas que ambas ofrecen a las masas, las ventajas que airean, son esencialmente idénticas. Y aunque tanto los países libres como los totalitarios pretenden que sus respectivos métodos satisfarán más rápidamente las apetencias de las gentes, el objetivo en sí les parece el mismo. La principal diferencia estriba en que sólo los totalitarios saben claramente cómo quieren lograr esos resultados, mientras que el mundo libre puede mostrar únicamente sus logros pasados, dado que, por su misma naturaleza, es incapaz de ofrecer cualquier «plan» detallado para ulterior desarrollo.

Ahora bien, si los logros materiales de nuestra civilización han creado ambiciones en otros países, también les han dado un nuevo poder para destrozarla si no obtienen lo que creen que les es debido. Con el conocimiento de las posibilidades esparciéndose más rápidamente que los beneficios materiales, una gran parte de los pueblos del mundo se hallan hoy tan insatisfechos como no lo estuvieron nunca y determinados a apoderarse de lo que consideran su derecho. Creen, tan firme y tan equivocadamente como los pobres de cualquier país, que sus objetivos pueden lograrse mediante una redistribución de la riqueza ya existente. Las enseñanzas de Occidente les han confirmado en esta creencia, y a medida que su vigor aumente serán capaces de obtener por la fuerza tal redistribución si el incremento de riqueza que provoca el progreso no es lo bastante rápido. Pero una distribución retardataria del índice de avance de los que van a la cabeza forzosamente provocará un estado de cosas en cuya virtud también la mayoría de las siguientes mejoras habrán de derivar de la redistribución, toda vez que el crecimiento económico proveerá menos.

Las aspiraciones de la gran masa de población del mundo sólo pueden satisfacerse mediante un rápido progreso material. En el presente estado de ánimo, la frustración de las esperanzas de las masas conduciría a graves fricciones internacionales e incluso a la guerra. La paz del mundo, y con ella la misma civilización, depende de un progreso continuo a un ritmo rápido. De ahí que no sólo seamos criaturas del progreso, sino también sus cautivos. Aunque lo deseáramos, no podríamos estarnos de espaldas al camino y disfrutar ociosamente de lo que hemos conseguido. Nuestra tarea ha de ser continuar dirigiendo, caminar a la cabeza por la ruta que tantos otros, despertados por nosotros, tratan de seguir. En el futuro, cuando después de un largo periodo de progreso material mundial la red nerviosa que sirvió a su desarrollo esté tan cargada que incluso la vanguardia acorte el paso, los que se hallan en la retaguardia continuarán moviéndose por algún tiempo a una velocidad no disminuida y tendremos de nuevo a nuestro alcance el poder de elegir si queremos o no seguir adelante al ritmo deseado. Pero hoy, cuando la mayor parte de la humanidad se halla ante la posibilidad de abolir la muerte por hambre y enfermedad; cuando siente la onda expansiva de la moderna tecnología, después de milenios de relativa estabilidad, y, como primera reacción, ha comenzado a multiplicarse a un índice de escalofrío, incluso un pequeño declinar en nuestro índice de progreso podría ser fatal.