CAPÍTULO XIV

Instrucción pública e investigación científica

Confiar la instrucción pública al Estado es una maquinación aviesa tendente a moldear la mente humana de tal manera que no exista la menor diferencia de un individuo a otro; el molde utilizado a tal efecto es el más grato al régimen político imperan te, ya se trate de una monarquía, una teocracia, una aristocracia, o bien a la opinión pública del momento; en la medida en que tal cometido se realiza con acierto y eficacia, queda entronizado un despotismo sobre la inteligencia de los humanos que más tarde, por natural evolución, somete a su imperio el cuerpo mismo de la gente.

J. S. MILL[1]

Los derechos de la infancia

Disponer de un amplio caudal de conocimientos básicos para la adecuada preparación cultural constituye, sin duda, el supremo bien que es dable alcanzar a cambio de un precio; pero es lo cierto que, a menudo, quienes no lo poseen son incapaces de percatarse de su indudable utilidad. Y lo que es más todavía, el acceso a la fuente del acervo de conocimientos indispensables para el funcionamiento de las modernas sociedades presupone el dominio de ciertas técnicas, y singularmente la de leer, que el hombre ha de poseer antes de hallarse en condiciones de enjuiciar con acierto aquello que puede serie útil. Aunque una gran parte de la dialéctica que empleamos en favor de la libertad se basa en el supuesto de que la competencia es uno de los medios más eficaces de que disponemos para divulgar los conocimientos —toda vez que quienes se hallan sumidos en la ignorancia no advierten cuán importante es emanciparse de tal servidumbre—, lo cierto es que se puede extender más el ámbito de la enseñanza mediante la acción deliberada. La ignorancia constituye, en muchas ocasiones, el principal obstáculo para canalizar el esfuerzo de cada individuo de tal suerte que proporcione a los demás los máximos beneficios; y, por otra parte, no cabe duda que poderosas razones aconsejan —en interés de la propia sociedad— se facilite instrucción incluso a los que se muestran poco inclinados a aprender o a realizar a tal efecto algún sacrificio. Tales motivaciones se hacen singularmente imperiosas cuando se trata de adolescentes, pero no por ello, en una buena parte, son de menor aplicación a los adultos.

En el caso de la población infantil, resulta obligado advertir que, como es lógico, no ha de operar un sistema de libertad ilimitada, ya que no son seres plenamente responsables de sus actos. Aun cuando, en términos generales, el interés de los mismos niños exige que el cuidado de su bienestar, tanto corporal como mental, corresponda a sus padres o tutores, tal circunstancia en modo alguno significa que gocen de omnímodo poder para tratarles a su antojo. El resto de los miembros de la sociedad tienen también indudable interés en el bienestar de la población infantil. Los motivos para exigir de padres o tutores que faciliten a cuantos se hallan sometidos a su potestad un mínimo de educación, aparecen perfectamente claros[2].

Las razones que militan en el seno de la sociedad contemporánea a favor de la enseñanza elemental obligatoria ofrecen una doble vertiente. En un sentido, es evidente que correremos menores riesgos y, en general, resultará más beneficioso el actuar de nuestros conciudadanos si determinadas creencias y conocimientos fundamentales son compartidos por cuantos integran la comunidad. En otro aspecto, cuando una parte de la población es analfabeta, las instituciones democráticas no funcionan de modo normal, salvo en un sector muy reducido del país[3].

Es importante advertir que generalizar la instrucción pública no depende de manera principal, ni menos de modo exclusivo, de difundir mayores conocimientos entre la gente. Es necesario que ciertos módulos valorativos sean aceptados por los más; y si bien insistir excesivamente sobre tal conveniencia puede provocar repercusiones hostiles a la filosofía liberal, es indudable que la coexistencia pacífica se convertiría en una entelequia sin la coincidencia en tales principios. En los países consolidados, en los que predomina la población indígena, el problema reviste menor trascendencia; pero existen casos —como el de los Estados Unidos en la época de las grandes inmigraciones— en que pueden agudizarse en extremo. No puede negarse que, si los Estados Unidos no hubieran implantado, utilizando su sistema de escuelas públicas, una deliberada política de «americanismo», se habrían visto obligados a afrontar problemas harto complejos y no hubieran llegado a ser el «crisol de pueblos» por antonomasia.

La circunstancia de que la instrucción haya de ajustarse a predeterminados módulos valorativos entraña, sin embargo, reales peligros para cualquier método pedagógico de carácter público. En este orden de cosas, es forzoso admitir que la mayoría de los liberales decimonónicos, de modo harto ingenuo, pusieron excesiva confianza en los logros que podrían derivarse de la mera extensión del nivel de cultura. Partiendo de su liberalismo racionalista, defendieron, en distintas ocasiones, la conveniencia de implantar la enseñanza obligatoria, dando por supuesto que bastaría con difundir el saber para que se solucionaran automáticamente los más importantes problemas, y como si fuera suficiente inculcar a las masas aquel mínimo de conocimientos que el hombre instruido posee para que comenzara una nueva etapa en la «batalla contra la ignorancia». No existen razones que induzcan a pensar que, si los superiores conocimientos que algunos poseen llegaran a ser de dominio general, mejoraría la suerte de la sociedad. Tanto la formación cultural como la ignorancia son conceptos relativos, y existen pocos motivos para pensar que la desaparición de la diferencia que existe en el orden intelectual, en un momento determinado, entre los individuos más instruidos y los que disponen de menor preparación, pueda repercutir de modo tan decisivo en el carácter de la sociedad.

2. La educación y el Estado

Aun dando por supuesto que la implantación de la instrucción pública con carácter obligatorio fuera lo procedente, suscítanse estos trascendentales temas: ¿Cómo se sufragarán los gastos que tal tipo de enseñanza requiere; qué mínimo de instrucción ha de facilitarse a cuantos integran la comunidad; a qué método acudir para seleccionar los que merezcan recibir una preparación cultural superior; y a quién incumbe soportar su costo? No hay duda que la implantación de la instrucción pública obligatoria implica que los gastos que comporta —excesivos para determinados grupos familiares— han de ser sufragados con cargo al erario. Pero con ello no se ha dado respuesta a todos los interrogantes, pues queda por decidir cuál sea el mínimo de instrucción a facilitar gratuitamente y cuál el método adecuado que permita alcanzar la meta. Es un hecho que, históricamente, la creación de escuelas a ritmo cada vez mayor por parte del Estado precedió a la implantación de la enseñanza obligatoria. Las iniciales disposiciones dictadas al efecto en la Prusia de comienzos del siglo XVIII tan sólo se aplicaron, de hecho, a las comarcas dotadas ya de escuelas por las autoridades. Es innegable que tal circunstancia facilitó en alto grado el proceso de convertir en general la enseñanza. Implantar el sistema con carácter obligatorio se convierte en difícil tarea si la gente no se halla familiarizada con el mismo ni aprecia suficientemente sus ventajas. Ahora bien, de lo anterior no se infiere en absoluto que, no ya en el caso de la instrucción obligatoria, pero ni siquiera tratándose de enseñanzas que el Estado sufraga directamente, sea de su incumbencia regir las instituciones culturales creadas con tal finalidad.

Es interesante constatar cómo el primer sistema eficaz —que combinó la enseñanza obligatoria con la reglamentación de las instituciones pedagógicas por los poderes públicos— fue articulado por Wilhelm van Humboldt —uno de los más eminentes paladines de la libertad individual— tan sólo quince años más tarde de haber mantenido la opinión de que la instrucción pública era nociva puesto que impedía alcanzar múltiples realizaciones e innecesaria por cuanto un país libre no requiere la existencia de organismos educacionales de carácter estatal. «Se me antoja —dijo— que los temas pedagógicos radican en el exterior de la esfera en que ha de confinarse la actuación política»[4]. Los compromisos contraídos por Prusia durante las guerras napoleónicas y las necesidades de la defensa nacional le indujeron a modificar su criterio inicial. La aspiración relativa a que «la personalidad individual ha de proyectarse hacia la variedad», tema inspirador de sus primeros trabajos, pasó a segundo plano cuando el deseo de un poderoso Estado sólidamente organizado impulsó a Humboldt a montar, durante los últimos años de su existencia, un sistema de educación que ha sido el modelo utilizado por el resto del mundo. Sería inútil negar que el alto nivel de instrucción alcanzado en Prusia constituyó la principal causa de su rápido auge económico y más tarde el de toda Alemania. Sin embargo, podemos preguntarnos si tal éxito no requirió un precio demasiado alto. El papel desempeñado por Prusia a lo largo de los años posteriores nos llena de dudas acerca de si los tan alabados sistemas pedagógicos prusianos fueron en realidad beneficiosos para el mundo, e incluso si no resultaron nocivos para la misma Prusia.

La magnitud de facultades que el sistema de educación altamente centralizado y por completo sometido al poder público otorga sobre la mente humana debería hacernos cautelosos hasta el extremo, antes de permitir la instauración, con apremios, del sistema. En cierta medida, los razonamientos que justifican el establecimiento de la enseñanza obligatoria exigen, al propio tiempo, que decida la autoridad, al menos en parte, cuál sea el plan pedagógico a seguir. Como ya hemos indicado, pueden existir poderosas razones que induzcan al gobernante a facilitar un fondo cultural común a todos los ciudadanos. Ello no obstante, conviene no olvidar que la implantación de las atinentes medidas pedagógicas ha dado origen a cuestiones tan intrincadas como la segregación de los negros en los Estados Unidos o las relacionadas con la convivencia de las minorías religiosas o étnicas, que se hallan estrechamente enlazadas con el control ejercido por el Estado sobre la difusión de la cultura. En los Estados multinacionales, la cuestión de a quién compete gobernar y regir el sistema escolar tiende a convertirse, sin la menor duda, en la causa más grave de fricción entre las distintas nacionalidades. Cuantos fueron testigos del anterior fenómeno en países como, por ejemplo, la vieja Austria-Hungría, aprecian mejor la razón que asiste a quienes estiman preferible que algunos niños carezcan de educación formal, si con ello se evitan las luchas sangrientas por el control de los métodos pedagógicos[5].

Incluso en Estados étnicamente homogéneos concurren poderosas razones que advierten cuán peligroso resulta ver implantado el dominio estatal en los métodos educativos si al propio tiempo tienen el carácter de públicas la mayoría de las escuelas frecuentadas por la gran masa. Ni aun suponiendo que la pedagogía fuera una ciencia capaz de señalar el mejor procedimiento para alcanzar determinados objetivos, sería deseable que los sistemas más modernos se aplicasen universalmente con exclusión de cualesquiera otros, y menos todavía que las metas propuestas fueran uniformes. Son harto escasas, por lo demás, las cuestiones planteadas por la instrucción que merezcan el calificativo de científicas, en el sentido de que sea posible dilucidarlas acudiendo a criterios objetivos. En su mayor parte implican juicios valorativos o, al menos, se trata de cuestiones en las que se impone el parecer de ciertas personas tan sólo porque demostraron su suficiencia en otras materias. La simple posibilidad de que al instaurar un sistema general de educación, controlado por la autoridad, quede la enseñanza elemental, a su vez, sometida a directrices que determinados teóricos señalan —teóricos que se consideran en posesión de la adecuada solución científica a los problemas indicados, como ocurrió en gran medida a lo largo de las tres últimas décadas en los Estados Unidos—, debería bastar para ponemos en guardia contra los riesgos que entraña someter el sistema educacional en su conjunto a una dirección centralizada.

3. Financiación y gestión estatal de la educación

En realidad, cuanto más valoremos la influencia que la instrucción ejerce sobre la mente humana, más deberíamos percatamos de los graves riesgos que implica entregar estas materias al cuidado exclusivo del gobernante. Ahora bien, aun cuando no creyéramos que la posesión de conocimientos derrame tantos beneficios sobre el género humano como pensaban la mayoría de los liberales racionalistas del siglo XIX, la mera constatación de la existencia de ese poder debería conducimos a sentar conclusiones casi del todo opuestas a las de aquellos pensadores. Y si en nuestros días una de las razones que aconseja introducir toda la posible variedad de sistemas consiste en lo poco que conocemos respecto al resultado de los diferentes métodos pedagógicos, la dialéctica a favor de la variedad quedará altamente fortalecida si, por el contrario, domináramos más la técnica que conduce a la obtención de logros determinados, circunstancia que no es imposible se produzca en un lapso de tiempo relativamente corto.

En la esfera de los métodos educacionales, más quizá que en cualquier otra, el peligro mayor para la libertad deriva de que sea capaz de dotamos, en plazo breve, de técnicas más poderosas que las hasta hoy conocidas y que permitan moldear a nuestro antojo la mente humana. Ahora bien, disponer de conocimientos que hagan posible transformar los seres humanos mediante el control de las relaciones de causalidad que rigen su ulterior desarrollo —aun cuando dé paso a una tentación que horroriza— no implica necesariamente la mejora del individuo en un grado mayor del que hubiere alcanzado liberándole de toda tutela. Es harto dudoso que sea bueno lanzarse a producir aquellos tipos humanos que cualquier jerarca estimara ser los más útiles a la colectividad. En modo alguno es improbable que el problema de la máxima trascendencia a abordar en este orden de cosas no consista, dentro de poco, en cómo impedir que nadie utilice los poderosos medios técnicos a nuestro alcance, tentación que son incapaces de dominar quienes ni siquiera dudan que, esclavizando a los demás, se obtienen mayores logros que si son libres para decidir su propio destino. No ha de transcurrir un tiempo excesivo sin que la gente se convenza de que la solución radica en despojar a la autoridad de sus poderes en el ámbito de la instrucción y convertirla en el protector incorruptible ante la amenaza que pesa sobre el género humano si alguien pretendiera acudir a los métodos técnicos antes aludidos.

En la actualidad no es ya que las razones que militan en contra de mantener bajo control estatal la organización escolar aparezcan más sólidas que nunca, sino que se han desvanecido prácticamente los argumentos que, en el pasado, pudieran aducirse a favor. Lo que entonces pudo ser verdad, ha dejado de serio ahora cuando las tradiciones e instituciones culturales se hallan firme y universalmente establecidas, permitiendo, por otra parte, los modernos sistemas de transporte suprimir la mayoría de las dificultades que la distancia suscitaba. Ni la enseñanza debe ser financiada exclusivamente con cargo al erario, ni el presupuesto del Estado ha de ser la única fuente para su sostén. Como ha demostrado el profesor Milton Friedman[6], sería posible en nuestra época sufragar el coste de la instrucción con cargo a los ingresos públicos sin mantener escuelas estatales, con sólo facilitar a los padres bonos que, cubriendo el importe de los gastos que implicara la educación de cada adolescente, pudieran ser entregados en los establecimientos escolares de su elección. Todavía sería conveniente que los poderes públicos rigieran las escuelas de las pocas comunidades aisladas donde el número de niños es escaso (y el coste medio de la enseñanza, por lo tanto, demasiado alto), para que las instituciones escolares privadas puedan funcionar debidamente. Ahora bien, en cuanto a la gran mayoría de la población, no cabe la menor duda de que se podría confiar la entera organización y dirección de la educación al esfuerzo privado, debiendo atender el Estado tan sólo los costos fundamentales, asegurando al propio tiempo un nivel medio en cuantos establecimientos escolares operara el sistema de bonos antes mencionado. Constituiría otra ventaja de esta fórmula el que los padres no habrían de verse ante la alternativa o de optar por el tipo de enseñanza que el Estado proporciona, o sufragar por su cuenta todo el costo de una instrucción diferente y bastante más cara. En el supuesto de que los padres acudieran a un establecimiento escolar excepcional, sería de su incumbencia sufragar el coste adicional.

4. Educación e igualdad

Cuál sea el grado de instrucción que deba facilitarse a la generalidad de la gente con cargo al erario y quiénes han de gozar del privilegio de rebasar aquel mínimo plantea una cuestión bastante más espinosa y de difícil solución. Es innegable que las personas en condiciones de contribuir mejor a las necesidades comunes habrán aumentado debido a los estudios superiores recibidos —circunstancia que justifica el gasto—, pero en relación con la población, siempre serán exigua minoría. Es igualmente cierto que nadie conoce el método infalible para indicar quiénes, entre los jóvenes escolares, van a derivar mayores beneficios al ver ampliados sus estudios. Y sea cual fuere el método a que acudamos, será inevitable que muchos de los que realizaron estudios superiores disfruten más tarde unas ventajas materiales que sus conciudadanos no conocerán, por el simple hecho de que alguien estimó que valía la pena invertir más en su preparación intelectual, pero no porque el seleccionado fuera más inteligente o hubiera realizado un esfuerzo mayor.

No nos detendremos a examinar el grado de instrucción que debe proporcionarse a todos, ni qué período de escolaridad sea el más aconsejable. El criterio a adoptar guarda relación con la concurrencia de determinadas circunstancias, tales como la riqueza de la comunidad, las características de su economía e incluso las condiciones climáticas a que se hallen sometidos los propios escolares. En los países en que se ha alcanzado un determinado nivel de bienestar, no se trata, por lo general, de precisar la clase de estudios que incrementen en definitiva la capacidad productora de los jóvenes escolares, sino más bien de averiguar la mejor manera de emplear el tiempo de que disponen los niños para sus juegos, al objeto de que más tarde, cuando llegue el momento de ganarse la vida, les sean más útiles las enseñanzas recibidas.

La cuestión más importante, en realidad, se centra en descubrir el método idóneo para seleccionar entre la masa escolar aquellos muchachos que merezcan ver prolongados sus estudios más allá del límite fijado para la generalidad. Comoquiera que el costo que lleva consigo un período de escolaridad prolongado —no sólo en cuanto a los medios materiales requeridos, sino todavía más en relación con los propios recursos humanos disponibles— es tan considerable, incluso para los países ricos, resulta que la aspiración de facilitar a un gran sector de la población estudios superiores se halla en constante conflicto, en cierta medida, con el deseo de alargar la vida escolar del resto de la gente. También parece lógico que una sociedad que desea obtener de las cantidades que puede destinar a la enseñanza el máximo rendimiento habrá de asignar sumas mayores a aquella élite, comparativamente pequeña, dedicada a altos estudios[7], y tal supuesto hoy equivaldría precisamente no a prolongar el período educativo de la mayoría, sino a ampliar el núcleo de la población dedicado a los estudios superiores. Ahora bien, cuando la instrucción pública es una función estatal, todo ello resulta impracticable en una democracia, y ni siquiera sería deseable que incumbiera a los gobernantes la misión de seleccionar a los escolares dignos a su juicio de profundizar en sus estudios.

Como acontece también en las demás actividades humanas, los motivos que aconsejan otorgar subsidios a quienes realizan estudios superiores (lo mismo que cuando se trata de la pura investigación) no se basan en la utilidad que reportan al beneficiario, sino en las ventajas que, a la larga, obtiene la comunidad. Resulta ociosa, por tanto, la dialéctica empleada en la concesión de subsidios a cualquier clase de enseñanza vocacional, en la que la mayor competencia adquirida quede reflejada de inmediato en su mayor capacidad de obtener ingresos, ya que esa circunstancia constituirá en cierto modo un índice suficiente respecto de la conveniencia de llevar a cabo inversiones en enseñanzas de este tipo. La mayor parte del aumento de ingresos que proporcionan las ocupaciones que requieren tales conocimientos no es otra cosa que la recuperación, mediante tal rendimiento, del capital en su día invertido. En esta materia, quizá fuera lo mejor que aquellos que más esperanzas ofrecen de proporcionar un rendimiento mayor recibieran la ayuda en calidad de anticipo reintegrable en su día con cargo a sus incrementados ingresos, si bien es innegable que organizar tal sistema implicaría vencer incontables dificultades que en la práctica habrían de surgir[8].

La situación es diferente cuando el costo de la instrucción superior no supone, en la mayoría de los casos, que los individuos que obtuvieron una preparación más completa hayan de recibir mayores emolumentos por los servicios profesionales que prestan al público (como ocurre con médicos, abogados, ingenieros, etc.), puesto que el objetivo, a la larga, es una mayor divulgación y aumento del saber, que repercute sobre toda la comunidad. El beneficio que a la colectividad le proporcionan científicos y estudiosos no guarda relación con los emolumentos percibidos por los servicios que particularmente proporcionan, pues muchos de sus logros repercutirán gratuitamente sobre todas las gentes. En consecuencia, existen poderosos motivos que inducen a facilitar ayuda a algunos de los que parecen mejor dotados y que desean proseguir con verdadera ansiedad cultivando determinadas disciplinas.

Ello no quiere decir que cuantos se hallan intelectualmente dotados para ampliar sus estudios y superar su preparación tengan derecho a la correspondiente ayuda. La circunstancia de que el interés general aconseje facilitar a los más capaces la posibilidad de alcanzar la máxima formación profesional no quiere decir, en modo alguno, que todos los así dotados hayan de sacar necesariamente el mejor partido, ni que tal tipo de preparación haya de quedar circunscrito a los más inteligentes, llegando a convertirlo en el cauce normal o exclusivo para escalar las más altas posiciones. De suceder así las cosas, como hace poco alguien ha señalado, se acentuaría la división de las clases sociales, y los menos dotados quedarían en situación penosa si los más inteligentes aparecieran como triunfadores y pasaran de manera automática y deliberada a formar parte de las clases pudientes, convirtiéndose en una realidad aquella general creencia de que los seres relativamente más pobres son también los menos inteligentes. Tampoco ha de olvidarse que en algunos países europeos se registra un nuevo hecho que ha adquirido enormes proporciones: la existencia de más intelectuales de los que pueden ganar su vida dignamente. No cabe mayor peligro para la estabilidad política de un país que la existencia de un auténtico proletariado intelectual sin oportunidades para emplear el acervo de sus conocimientos.

El deseo de proporcionar estudios superiores nos obliga a resolver la cuestión previa de cómo seleccionar a unos beneficiarios que, dada su juventud, no hay manera de saber con absoluta certeza si en definitiva obtendrán mayores provechos de unos estudios que les darán, a su vez, la posibilidad de obtener ingresos superiores que sus demás compañeros; y para que la inversión que ha de hacerse a dichos efectos esté justificada, ha de realizarse la selección de tal forma que, en su conjunto, sean realmente los más calificados para la consecución de los más elevados ingresos. Ahora bien, como es inevitable que alguien soporte los costos que tales estudios originan, siempre resultará que los beneficiarios, en realidad, gozan de unas ventajas «no ganadas».

5. Problemas que suscita la enseñanza superior

Las dificultades que ofrece el problema que nos ocupa han aumentado en los últimos tiempos de modo extraordinario, hasta el extremo de hacerlo prácticamente insoluble, como consecuencia del auge que —con la pretensión de suprimir la desigualdad entre los individuos— ha experimentado la función estatal en materia de enseñanza. Aun cuando existen razones en favor de dar, a quienes parecen más capacitados para obtener el adecuado provecho, una instrucción lo más completa posible, la prepotencia del gobernante en el ámbito educativo se ha orientado, en gran medida, a proporcionar las mismas facilidades a todos, lo que es bastante distinto. A pesar de que los partidarios de la igualdad rechazan constantemente la imputación de que su deseo es implantar cualquier mecanismo de carácter igualitario que prive a algunos individuos sobresalientes de las ventajas que en el ámbito de la instrucción no todos pueden disfrutar, es lo cierto que el pensamiento dominante en la materia es el que dejamos expuesto. El texto que de modo más explícito y categórico arguye en pro de esas tendencias se encuentra en Equality, de R. H. Tawney. El autor de este opúsculo, que tanta influencia ha ejercido, afirma que sería injusto «invertir menos en la instrucción de los torpes que en la de los inteligentes»[9]. Ahora bien, en cierta medida, las dos aspiraciones en conflicto, la de conceder idéntica oportunidad a todos y la de dar mayores facilidades a los más capaces (lo que, como sabemos, tiene poco que ver con el mérito en sentido moral) han llegado a confundirse en todas las latitudes.

En la esfera de la instrucción pública con cargo al presupuesto debe prevalecer la pretensión de que sean todos tratados igualmente. Ahora bien, cuando la afirmación forma parte de la dialéctica esgrimida contra la concesión de cualquier ventaja a los más dotados, en realidad se propugna que la ayuda recibida por no importa qué adolescente ha de extenderse a los restantes. Extremando la lógica, implicaría que no debe gastarse en la instrucción de ningún niño más de lo que en realidad se invierta en la de cada niño. Este modo de razonar es un poderoso argumento contra la intervención del Estado en materia de enseñanza más allá del grado elemental que todos han de recibir y en favor de que el cuidado de los estudios superiores corresponda a los particulares.

De todos modos, la circunstancia de que hubiera que fijar un límite a los que disfrutan de ciertas ventajas en modo alguno ha de significar que corresponda al jerarca la facultad exclusiva de realizar también la selección. No es nada probable que reservar a la autoridad tal poder decisorio implicara, a la larga, una mejora en los niveles de cultura, ni tampoco que diera origen a unas condiciones sociales más satisfactorias o justas de las que en otro caso se registrarían. En primer término, hay que señalar, de modo inequívoco, que ninguna autoridad centralizada ha de hallarse investida de poder bastante para decidir con exclusividad acerca de la clase de instrucción a facilitar a la gente ni de las sumas a invertir en los estudios superiores o en este o aquel tipo de enseñanza. En una sociedad libre no existe, no puede existir, un módulo único que permita dilucidar la relativa importancia de los distintos objetivos o la conveniencia de aplicar este o aquel método. Probablemente, no existirá otro campo de la actividad humana, como el de la pedagogía, donde sea tan trascendental disponer de soluciones alternativas, puesto que, en definitiva, se trata de adiestrar a la joven generación para que se enfrente con un mundo en mutación constante.

Si hemos de decidir con arreglo a justicia, es conveniente dejar sentado con toda precisión que quienes «merecen», en interés de la colectividad, disfrutar de un más alto nivel de conocimientos no son precisamente los que mayor mérito tienen contraído con arreglo a su esfuerzo y sacrificio personal. Las dotes naturales y la mayor capacidad intelectual constituyen «ventajas tan injustas» como pueden serio las circunstancias que nos rodean o el medio en que se nace; pero, en cambio, limitar los beneficios que obtienen aquellos cuyas aptitudes nos parecen firme garantía de que aprovecharán mejor la ampliación de sus estudios, más bien aumenta que disminuye la discordancia existente entre la posición económica de los individuos y sus méritos personales.

La pretensión de eliminar los factores que influyen en la vida del individuo —y que deriva del deseo de servir a la «justicia social»— sólo se logra, tanto si se trata de la enseñanza como de cualquier otra actividad, suprimiendo todas las oportunidades que se ofrecen a la gente no sujeta a riguroso y deliberado control. Ahora bien, el progreso de la civilización depende, en notable medida, de la mejor utilización que cada uno haga de las circunstancias que le depara la vida y también del empleo acertado de las ventajas, prácticamente imprevisibles, que cierta clase de conocimientos ante los eventos futuros confieren a determinado sujeto sobre los demás.

Por dignos de los que sean quienes, impulsados por móviles de justicia, ansían que todos inicien su vida en igualdad de oportunidades, se trata de un ideal totalmente inalcanzable. Y, lo que es todavía más grave, la pretensión de que se ha convertido en realidad, o bien que nos hallamos muy cerca de la meta, implica tan sólo que la situación empeorará para los menos afortunados. Aunque es cierto que concurren toda suerte de motivaciones que obligan a remover los obstáculos que las instituciones sociales hoy existentes interponen en el camino de algunos individuos, no es posible, ni tampoco deseable, realizar lo necesario para que todos inicien la vida disponiendo de las mismas posibilidades, si se advierte que la finalidad sólo se logra despojando a algunos de ciertos medios que no es posible conceder a todos. Cuando propugnamos que las oportunidades para todos alcancen el mayor volumen posible, en realidad reducimos las de los más, habida cuenta que impedimos superen las de los menos afortunados. Aspirar a que el punto de partida sea el mismo para todos los que residen en un determinado país es, para el progreso de la civilización, como si sostuviéramos que análoga igualdad debería haberse garantizado a quienes iniciaron su vida en épocas distintas o en diferentes lugares.

En interés de la propia colectividad, convendría, sin duda, que algunos individuos que han demostrado poseer una capacidad excepcional para los estudios o la pura investigación dispusieran de medios para seguir su vocación con independencia de la posición económica de su núcleo familiar. Ahora bien, tal circunstancia no confiere derechos a nadie, ni significa que tan sólo aquellos cuya capacidad sobresaliente quede comprobada disfruten de tal oportunidad, o bien que se reconozca el privilegio sin dar, al propio tiempo, idéntica facilidad a cuantos sean capaces de someterse con éxito a las mismas pruebas.

No todas las cualidades que permiten a un individuo contribuir a lograr determinadas realizaciones pueden descubrirse sometiéndole a determinadas pruebas o exámenes, y es más importante que, cuando menos, algunos de los especialmente dotados disfruten de su oportunidad que otorgarla a todos los que demuestren que cumplen ciertos requisitos. Un vehemente deseo de saber, o la singular coincidencia de ciertas circunstancias, puede ofrecer mejores resultados que las más favorables condiciones del individuo o la concurrencia de dotes que pueden someterse a prueba; un substratum de conocimientos y de circunstancias, o la vocación al estudio derivada del medio ambiente familiar, contribuyen más a desarrollar las propias dotes de que nos proveyó la naturaleza. La existencia de seres que disfrutan de las ventajas de un clima familiar propicio supone para la sociedad un capital que las aspiraciones igualitarias pueden destruir, pero no utilizar sin introducir desigualdades inmerecidas. Y teniendo en cuenta que el ansia de saber es un impulso que la vida familiar, en ocasiones, provoca, existen poderosas razones para permitir a los padres que —aun a costa de sacrificios— desean asegurar una educación superior a sus hijos, lo puedan hacer incluso si se diera el caso de que dichos adolescentes lo merecieran menos que otros que carecieran de ella[10].

6. Un nuevo orden jerárquico

La pretensión de que tan sólo han de recibir instrucción quienes evidenciaron, mediante pruebas, tener la capacidad requerida comporta que las personas sean clasificadas con arreglo a un baremo objetivo y que determinada opinión ha de prevalecer por doquier respecto a las personas que han de recibir los beneficios de la educación superior. Ello quiere decir que la población queda jerarquizada de tal suerte, que ocupa siempre el primer lugar el que ostenta el certificado de genio, y el último, el calificado de retrasado mental; un orden jerárquico que todavía es peor al dar por supuesta la existencia del «mérito» y al determinar el acceso a situaciones en las que el valor de cada uno puede ser puesto de manifiesto. Cuando se aspira a realizar la justicia social a base de instaurar un sistema de enseñanza estatal, hay que recurrir, en definitiva, a que alguien determine, en términos de general aplicación, la naturaleza de los estudios superiores y, por tanto, el grado de capacidad requerida para ser elegido. El hecho, pues, de recibir la instrucción superior presupone haberla «merecido».

La circunstancia de que se acepte que los poderes públicos, en el ámbito de la enseñanza, como en otras actividades, se hallen facultados para conceder subsidios a algunos ciudadanos declarados por el propio Estado dignos del beneficio no debe interpretarse en el sentido de que tan sólo los así elegidos han de tener acceso a los estudios superiores, o bien que nadie pueda facilitar a otros escolares, por motivos diversos, la ayuda del caso, para que igualmente amplían sus estudios. Existen convincentes razones a favor de la concesión de oportunidades a algunos de los miembros de los diferentes sectores que integran la población, incluso si los más sobresalientes beneficiados de cualquiera de los grupos en cuestión se nos antojaran menos calificados que algunos de los componentes de los restantes estamentos que no fueron elegidos. Por esta razón, los diferentes núcleos regionales, religiosos, profesionales o étnicos habrían de hallarse facultados para otorgar ayudas a algunos de sus miembros jóvenes, de tal forma que en el conjunto de los que reciban instrucción superior estén representadas las distintas agrupaciones con arreglo a lo que entienden debe ser objeto de los estudios superiores.

Es dudoso que una sociedad donde las oportunidades para recibir adecuada enseñanza se otorgasen siempre según la capacidad presumida fuese más tolerable para los fracasados que otra en la que la circunstancia del nacimiento desempeñase al respecto un gran papel. En Gran Bretaña, donde las reformas de los métodos de instrucción llevadas a cabo en la posguerra han recorrido buena parte del camino que conduce a la implantación de un sistema basado en la capacidad presumida, las consecuencias de tales medidas son, en la actualidad, causa de preocupación. Un estudio reciente sobre la movilidad social advierte que ahora «será en las escuelas oficiales primarias donde nacerá la nueva élite, una élite en mayor grado inaccesible porque se elige por el método de medición de la inteligencia. El proceso de selección tiende a reforzar el prestigio de ocupaciones que gozan de alta estima dentro del status social y a dividir la población en sectores que muchos pueden llegar a considerar, y otros ciertamente consideran ya, tan distintos unos de otros como las ovejas de las cabras. No haber asistido a una escuela elemental del Estado implicará una descalificación más grave que la que suponía en épocas pasadas, cuando el grado de educación, por sí solo, hacía ostensible la desigualdad social. Y el resentimiento de la gente se agudizará, en vez de atenuarse, al existir el convencimiento de que hay un principio de justicia en la manera de discriminar y que a ciertos individuos se les ha apartado de la enseñanza primaria. En este sentido, quizá la aparente justicia sea más difícil de soportar que la injusticia»[11]. O, como otro escritor británico ha observado en términos más generales: «Se trata de un inesperado resultado del Estado-providencia, que, en lugar de disminuir la rigidez del patrón social, la aumenta»[12].

Emprendamos, utilizando todos los medios a nuestro alcance, la tarea de incrementar las oportunidades para todos, pero hagámoslo percatándonos de que ello, sin duda, significa favorecer a quienes tienen mayor capacidad para obtener personal provecho y de que, a menudo, las desigualdades aumentarán. Si la aspiración a ver implantada la «igualdad de oportunidades» deriva del deseo de eliminar las denominadas «ventajas injustas», lo más probable es que tan sólo se cause daño. Todas las diferencias existentes entre los hombres, tanto si derivan de los dones de la naturaleza como de las situaciones que depara la vida, dan lugar a ventajas injustas. Ahora bien, puesto que la principal aportación que pueden hacer los individuos consiste en deducir la utilidad máxima de las circunstancias concurrentes, el éxito, en una elevada proporción, queda reducido a una simple cuestión de suerte u oportunidad.

7. Universidades e investigación científica

En su más alto nivel, la divulgación de los conocimientos mediante la instrucción es función inseparable del progreso del saber a través de la investigación científica. La tarea de iniciar a otros en el estudio de las materias situadas en las fronteras de la sabiduría tan sólo puede ser encomendada a seres cuya principal actividad sea la labor de investigación. A lo largo del siglo XIX, las universidades, particularmente las del continente europeo, evolucionaron hasta convertirse en instituciones que, en su momento de mayor prestigio, proporcionaban la enseñanza como un verdadero subproducto de la investigación, y el estudioso adquiría conocimientos trabajando como aprendiz junto al científico creador o al docto profesor. Desde entonces, a causa de la creciente suma de conocimientos que se precisa dominar hasta alcanzar los límites del saber, en su estado actual, y en razón también al creciente número de individuos que reciben educación universitaria sin pretender conseguir tal nivel, el carácter de la universidad ha cambiado profundamente. La mayor parte de lo que todavía hoy se denominan trabajos de rango universitario, tanto por su carácter como por su contenido, no son sino continuación de los estudios de la etapa elemental. Tan sólo las escuelas para «graduados» o «posgraduados» —y, de hecho, únicamente las mejores— se dedican todavía y de modo preferente a la función que fue característica de las universidades continentales del siglo pasado.

No hay razón, sin embargo, para pensar que ahora sea menos necesario ya este tipo avanzada de trabajo. El alto nivel de la vida intelectual de un país depende principalmente de que aquella tarea prosiga. Y así como en el sector de las ciencias experimentales los centros de investigación donde los jóvenes científicos hacen su aprendizaje satisfacen en cierta medida tales necesidades, se corre el riesgo de que, en otras ramas del saber, la extensión democrática de la instrucción se realice a expensas de aquel original quehacer que mantiene vivo el conocimiento.

Es probable que existan menos motivos para preocuparse por el supuesto de la insuficiente cantidad de especialistas universitarios logrados corrientemente en el mundo occidental[13], que por la falta de investigadores de calidad realmente excepcional. Al menos en Estados Unidos, y de forma creciente en los restantes países, la responsabilidad hay que atribuirla principalmente a la inadecuada preparación recibida en las escuelas y al utilitarismo de instituciones preocupadas sobre todo por la concesión de títulos profesionales, si bien no debemos pasar por alto que en una democracia se considera preferible proveer a las masas de mejores medios materiales que atender al progreso del saber. La última finalidad es siempre tarea a realizar por un número relativamente escaso de individuos, a los que, sin duda, asiste un derecho preferente a recibir la ayuda pública.

La razón de que todavía instituciones como las tradicionales universidades, dedicadas a la investigación ya la enseñanza en las fronteras del saber, continúen siendo las fuentes más importantes de las nuevas aportaciones culturales radica en que permiten, en un ambiente de libertad, elegir los temas dignos de estudio y establecer contactos con representantes de las distintas disciplinas, capaces de crear las mejores condiciones para la concepción y persecución de nuevas ideas. Por mucho que se pueda acelerar el progreso en una dirección conocida mediante la organización deliberada del trabajo orientado a ciertos objetivos concretos, el decisivo e imprevisible paso en el avance general no se da, con frecuencia, al perseguir fines específicos, sino cuando se aprovechan las oportunidades que en el camino de ciertos individuos surgen como resultado de la casual combinación de conocimientos y dones particulares y de contactos y circunstancias especiales. Aun cuando los organismos dedicados a la investigación especializada pueden ser de la máxima eficiencia cuando se trata de la «ciencia aplicada», en cierta medida implican siempre una investigación dirigida por cauces cuyos márgenes de amplitud se hallan determinados de antemano por la clase de instrumental utilizado, el equipo de hombres —reunido en razón de las materias que en particular cada uno de ellos domina— y por el concreto propósito a que se consagra el organismo. Por el contrario, cuando la tarea se centra en la «pura investigación» de lo que ha de constituir el futuro del saber, no existen campos ni temática fijos en la mayoría de los casos, y los avances más decisivos tienen lugar al margen de la convencional clasificación de las disciplinas.

8. La libertad de cátedra

El problema de facilitar del modo más eficaz el progreso del saber se halla, por tanto, íntimamente relacionado con el principio de «libertad de cátedra». El contenido de este concepto se desarrolló en los países del continente europeo donde las universidades eran generalmente instituciones estatales, que quedaban al margen —en virtud del mismo— de interferencias políticas en sus tareas[14]. El principio real, sin embargo, es mucho más amplio. En contra de la idea de una planificación y dirección centralizada de la investigación llevada a cabo por un senado ad hoc de científicos y profesores de la más alta reputación, cabe aducir tantas razones como las que se oponen a que tal dirección se ejerza por cualquiera otra autoridad más distanciada, por su propio carácter, del ambiente académico. Aunque es natural que el científico individual se muestre mayormente contrariado cuando las interferencias en los temas que ha elegido o persigue se basan en consideraciones que se le antojan adventicias e irrelevantes, acarrearía menos males la existencia de una multiplicidad de instituciones, cada una sometida a diferentes presiones exteriores, que la sujeción de todas al control unitario de lo que en un determinado momento se considera el objetivo científico de máxima trascendencia.

La libertad académica no puede significar, desde luego, que cada científico actúe a su capricho, ni tampoco el autogobierno de la ciencia considerada como un todo. Significa más bien que han de existir tantos centros independientes de trabajo como sea posible; instituciones donde, al menos quienes han probado su capacidad para impulsar el progreso del saber y su devoción a la tarea, tengan la posibilidad de elegir los temas en que han de emplear sus energías, y de dar a conocer, con toda libertad, los resultados obtenidos, sean o no del agrado de quienes les designaron o de la opinión de la mayoría de las gentes[15].

En la práctica, esto significa que aquellos estudiosos que en opinión de sus iguales dieron muestras de su competencia —razón por la cual fueron designados para ocupar cargos superiores, desde los que determinan tanto su propio trabajo como el de sus colaboradores— deben disfrutar la garantía de que serán mantenidos en sus puestos. Trátase de un privilegio conferido por razones similares a las que justifican la inamovilidad judicial; privilegio que no se otorga en beneficio propio, sino por cuanto, con plena razón, se estima que quienes ocupan tales puestos sirven mejor al interés público si se hallan protegidos contra toda presión exterior. Desde luego, no se trata de un privilegio ilimitado y significa meramente que, una vez nombrados, no han de ser destituidos salvo por causas específicamente previstas al ser inicialmente designados.

No existe razón para que, en nuevos nombramientos, tales términos no sean alterados si nuevas experiencias así lo aconsejan; pero el nuevo estado de cosas no ha de afectar a quienes ganaron la plaza en propiedad. Por ejemplo, las experiencias más recientes parecen sugerir que al hacer una designación deberá establecerse una cláusula reservándose el derecho a destituir al nombrado si, con pleno conocimiento de causa, se une o colabora en cualquier movimiento contrario a los principios en que tal privilegio descansa. La tolerancia no presupone que la intolerancia haya de ser amparada. Este es el motivo que, en mi opinión, aconseja no conceder a un comunista un cargo en propiedad; pero si había sido designado sin una explícita limitación, habría de ser respetado en su puesto, como acontece a cualquier otro nombramiento análogo.

Todo lo anterior se refiere únicamente al privilegio que implica ocupar un determinado puesto en propiedad. Dejando aparte tal suerte de consideraciones, difícilmente podría justificarse que nadie invoque como un derecho la omnímoda libertad de actuar o enseñar como se le antoje, ni tampoco para instituir normas rígidas e irrevocables que previnieran que quienes exterioricen ciertas opiniones deban ser excluidos de todos los puestos. Sean cualesquiera los altos empeños de una institución dedicada a estas tareas, pronto descubrirá que no logrará atraer a su ámbito talentos de primera magnitud si no concede, incluso a los más jóvenes de sus miembros, la facultad de decidir por sí mismos las metas y los criterios que les inspiren dentro de una gama variadísima; ahora bien, tal realidad no confiere a nadie el derecho a ser admitido sin ponderar los intereses que pretenda defender y los puntos de vista que mantenga.

9. Financiación y organización de la investigación

La absoluta conveniencia de mantener a salvo a los organismos dedicados al cultivo de la ciencia de la impúdica intromisión que se basa en bastardas motivaciones políticas o económicas, se halla en nuestra época tan aceptada por doquier, que resulta harto improbable que se intente con éxito tratándose de instituciones que gocen de alta reputación. Ahora bien, todavía resulta ineludible mantener la guardia, sobre todo, en el campo de las ciencias sociales, donde con demasiada frecuencia se ejerce la presión al socaire de elevadas finalidades de signo idealista y que cuenta con la aprobación de muchos. Oponerse a un punto de vista impopular es más dañoso que oponerse a uno popular. Recordemos, a título de ejemplo, cómo incluso Thomas Jefferson estimaba que, en materia de ciencia política, los principios enseñados y los textos utilizados por la universidad de Virginia deberían ser arbitrados por las autoridades, ya que —son sus palabras—: ¿quién puede garantizamos que alguno de los futuros profesores no sea partidario de la caduca escuela federalista?[16].

Hoy en día, sin embargo, los peligros no nacen tanto de las presiones externas como del creciente control puesto en manos de quienes facilitan los fondos como consecuencia de la necesidad de recursos económicos que los organismos dedicados a la investigación requieren. Tal circunstancia constituye una auténtica amenaza al progreso de la ciencia, que adquiere insospechado vigor por cuanto la tendencia de someter a una dirección unificada y centralizada las materias objeto de la labor de los investigadores es prohijada incluso por algunos de ellos. Aunque es cierto que la primera gran ofensiva desencadenada a lo largo de los años treinta con la bandera de la planificación científica y contando con la asistencia de fuerte presión marxista fue rechazada con completo éxito[17] y la polémica que suscitó hizo que nos percatáramos todavía más de la enorme trascendencia que en esta esfera implica la libertad, es lo más seguro que la aspiración a «organizar» el esfuerzo científico y conducirlo hacia objetivos preconcebidos renazca bajo formas nuevas.

Los espectaculares éxitos que los rusos han alcanzado en determinados sectores y que son la causa del renovado interés en favor de la planificación del esfuerzo científico no nos puede causar sorpresa alguna, ni influir nuestros razonamientos, ni menos todavía debilitar, en lo más mínimo, el juicio que la importancia de la libertad merece. La posibilidad de que cualquier objetivo o número limitado de objetivos, previamente conocidos, sean alcanzados queda fuera de toda discusión siempre que se lleve a cabo una masiva asignación de recursos. De la innegable certeza del supuesto se infiere la mayor eficacia de los regímenes totalitarios cuando se trata de una guerra corta, puesto que se hallan en excelente posición para escoger el momento más favorable para desencadenar la contienda bélica, circunstancia, por otra parte, que explica sobradamente el grado de peligrosidad que su simple existencia implica para todo el género humano. Ahora bien, de lo anterior no se puede inferir que el progreso general del saber se acelere y mejore si todos los esfuerzos son dirigidos hacia lo que en un momento dado se nos antoja el objetivo más importante, ni, todavía menos, significa que el país que haya organizado sus esfuerzos con arreglo a predeterminado plan sea, a la larga, el más poderoso[18].

Otro factor que de modo notable ha contribuido a fortalecer la creencia en las superiores ventajas que reporta sujetar a planificación la investigación científica se basa en la idea, en cierta manera exagerada, de cuanto debe el progreso de la moderna industria a la labor que en equipo realizan los grandes laboratorios. En realidad, como no hace mucho ha quedado demostrado con bastante detalle[19], una proporción sorprendente de los descubrimientos y progresos realizados —mucho mayor de lo que generalmente se cree—, sin excluir los casos más destacados en los recientes avances tecnológicos, son fruto de los esfuerzos de investigadores aislados, que, con gran frecuencia, eran impulsados por su vocación de simples aficionados o que acertaron con la solución exacta de los problemas por puro accidente. Ahora bien, lo que sería el colmo del absurdo negar en el ámbito de la ciencia aplicada, aparece con certeza mayor en la esfera de la investigación pura, donde los más trascendentales logros son, por su propia naturaleza, de previsión mucho más difícil. Es precisamente en este campo donde la peligrosidad se acentúa si se persiste en intensificar una colaboración basada en la labor de equipo. Incluso no escapa a lo posible que el mayor individualismo del europeo (que en buena parte se debe a que no se halla tan habituado a recibir gran ayuda material y por cuya razón depende menos de tal circunstancia) implique todavía ciertas ventajas sobre el estudioso americano en lo ateniente a la investigación científica.

Las consecuencias prácticas más importantes de las tesis que propugnamos se advierten en cuanto se constata que el progreso del saber es más rápido cuando la labor científica no se halla subordinada a motivaciones de utilidad social —basadas en concepciones unitarias— y cuando, por otra parte, el individuo que ha evidenciado poseer inteligencia y capacidad es libre para acometer aquellas tareas que, a su juicio, encierran la máxima posibilidad para el logro de ciertas realizaciones. En la actualidad se registra en todos los campos experimentales —con creciente intensidad— la circunstancia de no ser posible —dados los enormes recursos materiales indispensables para llevar a cabo la mayoría de esta clase de tareas— que el investigador decida por sí cómo utilizar su tiempo, de donde se infiere que los avances científicos serán mayores si, en lugar de que disponga una sola autoridad, con arreglo a su plan unitario, de los fondos existentes, se procura que estos sean variados y de origen independiente, de tal suerte que incluso al pensador heterodoxo se le proporcione un ambiente propicio al ejercicio de su actividad.

Aun cuando se ha registrado notable progreso en cuanto a la manera de proveer de recursos financieros con desinterés aplicados al progreso de la investigación científica, y aun suponiendo que sea discutible el que la actuación de las grandes fundaciones —con su inevitable subordinación a la opinión mayoritaria y, por tanto, tendentes a reforzar las directrices de la moda científica— ha sido, en todo momento, tan beneficiosa como pudo serlo, no cabe la menor duda de que la multiplicidad de aportaciones de los particulares para alcanzar concretas finalidades constituye el mejor método y el que ofrece más alentadoras perspectivas si se parte de la realidad imperante en Norteamérica. Ahora bien, aun cuando el actual régimen fiscal ha facilitado, por el momento, el incremento de los donativos, conviene no olvidar que el propio sistema hace difícil la acumulación de nuevas fortunas, con lo que resulta probable que la fuente de tales aportaciones, con la intensidad con que hoy fluye, deje de hacerlo en un futuro próximo. Igual que acontece en todas las demás esferas en que el hombre actúa, el que la libertad prevalezca o no en el mundo de la inteligencia y del espíritu dependerá de que nadie, a la larga, pueda someter a su arbitrio y control el destino de los instrumentos de producción, como también de que continúen existiendo individuos en condiciones de dedicar grandes cantidades a las finalidades y objetivos que, en su opinión, sean de mayor trascendencia e interés.

10. Desarrollo individual y diversidad

La enorme importancia que la libertad supone para el género humano jamás se hace tan notoria como cuando el arcano se cierne sobre nosotros, es decir, cuando nos aproximamos a las últimas fronteras de la sabiduría, más allá de las cuales nadie es capaz de anticipar lo que existe. Aun cuando la ofensiva contra la libertad ha alcanzado tan ignoto lugar, es allí todavía donde encontramos mayor número de seres dispuestos a coaligarse en su defensa tan pronto como se percatan del peligro que acecha. Si bien es cierto que la finalidad principal de este libro ha quedado centrada en el estudio de los problemas que la libertad suscita en otros campos de la actividad humana, es porque con excesiva frecuencia se olvida que la libertad intelectual no puede existir si la libertad no domina y se extiende ampliamente a otras muchas esferas. Ahora bien, la libertad, en última instancia, tan sólo pretende vigorizar la capacidad de los humanos para sobrepasar las realizaciones de sus antepasados, siendo ineludible que cada generación colabore en mayor grado que la anterior al progreso del saber y al constante desarrollo de las creencias estéticas y morales, sin que ningún poder superior se halle facultado para imponer, de modo coactivo, su criterio sobre lo que es bueno y procedente, puesto que tan sólo la experiencia humana ha de decidir lo que merece prevalecer. La libertad muestra, en última instancia, su auténtico valor cuando el hombre logra situarse más allá de su presente; siempre que emerge lo nuevo como forzada contribución al futuro. Las cuestiones que plantean la enseñanza y la investigación científica nos han reconducido, por tanto, al tema básico de este libro; es decir, que hemos iniciado la marcha desde zonas en las que las consecuencias de que la libertad impere o quede restringida parecían menos evidentes y tangibles, hasta adentrarnos en aquellas materias que más directamente conciernen a los valores últimos, Y sería inútil buscar palabras más adecuadas, cuando vamos a poner fin a nuestro trabajo, que las de Wilhelm von Humboldt —hace un siglo utilizadas por John Stuart MilI como eslogan de su ensayo On Liberty—: «La gran afirmación filosófica, el principio rectoral que fatalmente convergen cuantos razonamientos contienen estas páginas, consiste en la absoluta prioridad del progreso humano en condiciones tales de independencia y libertad, que a cada individuo le sea permitido demostrar, mediante su espontáneo actuar, La infinita variedad intelectual de la especie»[20],