Problemas agrarios y el aprovechamiento de los recursos naturales
Soy contrario a todo género de excesos en materia administrativa, pero de modo singular me opongo a la más peligrosa de todas las injerencias que puede llevar a cabo la autoridad: la que afecta a la subsistencia de la gente.
EDMUND BURKE[1]
1. Producción agrícola y progreso industrial
El incremento en la población urbana e industrial, que siempre acompaña al crecimiento de la riqueza y de la civilización, ha provocado en el mundo occidental moderno una disminución no sólo en la proporción, sino en las cifras absolutas de la población agrícola. Los progresos tecnológicos han aumentado tanto el rendimiento del esfuerzo humano en la producción de alimentos, que un número cada vez menor de personas, en comparación con épocas pretéritas, pueden satisfacer las necesidades de una población mayor. Ahora bien, aunque un aumento de población provoca un incremento proporcional en la demanda de alimentos, como aquel tiene lugar a ritmo más lento y el progreso ulterior adopta por lo común la forma de un crecimiento del ingreso per cápita, ocurre a menudo que es preciso gastar una cantidad menor para lograr un consumo incrementado de alimentos. Sólo es posible inducir a la gente a gastar más en alimentos si se le ofrecen en productos de más alta calidad; pero, a partir de un cierto punto, el consumo per cápita de productos deja de aumentar y aun puede ser que disminuya. Este incremento de la productividad, combinado con una demanda inelástica, significa que, si la gente ocupada en el agro ha de mantener su ingreso promedio (o lo aumentan hasta el nivel del incremento general de los ingresos), forzosamente tiene que disminuir su número.
Si se produce una redistribución de la mano de obra entre la agricultura y otras ocupaciones, no hay razón alguna para que, a la larga, quienes continúan trabajando en el campo no deriven del progreso económico tantos beneficios como el resto de la población. Ahora bien, mientras la población agrícola sea relativamente demasiado numerosa, la transformación, en tanto tiene lugar, ha de operar ineludiblemente en desventaja de los interesados. Los movimientos espontáneos para el abandono del campo sólo se registrarán si los ingresos agrícolas se reducen correlativamente a lo que arrojan las ocupaciones urbanas. Cuanto mayor sea la resistencia de los campesinos y labriegos a desplazarse a otras ocupaciones, tanto mayores serán las diferencias de ingresos registradas durante el período de transición. En particular, si el cambio se extiende a lo largo de varias generaciones, las diferencias sólo serán de escaso monto, si los movimientos son relativamente rápidos.
Las medidas políticas, sin embargo, han frenado por doquier tal reajuste, con el resultado de que el problema ha ido creciendo constantemente en magnitud. La parte de población que se ha visto obligada a continuar dedicada a las tareas agrícolas, como consecuencia de la presión deliberada de los poderes públicos, se ha incrementado en tal medida, que, para equiparar la productividad entre la población agrícola y la industrial, se requeriría, en muchos casos, un desplazamiento masivo que parece de todo punto impracticable dentro de un limitado período de tiempo[2].
Esta política se ha mantenido por muy diversas razones. En los países europeos donde el proceso de industrialización se llevó a cabo con gran rapidez, tales directrices respondían, en los comienzos, a una noción en cierto modo vaga respecto al «adecuado equilibrio» entre la industria y la agricultura, frase en la cual la palabra «equilibrio» significaba poco más o menos el mantenimiento de la proporción tradicional entre ambas actividades. En los países donde, a consecuencia de su industrialización, se cayó en una situación de dependencia respecto de los artículos alimenticios importados, dichos argumentos se vieron reforzados por la consideración estratégica de la autosuficiencia en tiempos de guerra. Además, se ha creído con frecuencia que la necesidad de transferir grupos de población no es un fenómeno periódico y que el problema podía aliviarse, en consecuencia, si el proceso tenía lugar en un período más largo. Ahora bien, la consideración dominante, que en la mayor parte de los casos indujo a los poderes públicos a interferir en este campo, fue la necesidad de asegurar un «ingreso adecuado» a la gente ocupada a la sazón en actividades agrícolas.
La aquiescencia que el público otorgara, en general, a esta política, obedeció frecuentemente a la creencia de que el conjunto de la población agrícola, y no sólo su sector menos productivo, era incapaz de ganar unos ingresos razonables. Fundábase aquel convencimiento en el hecho de que los precios de los productos agrícolas tendían a descender a límites mucho más bajos —antes de que se llevaran a efecto los naturales reajustes— de lo que hubiera ocurrido permanentemente. Ahora bien, es tan sólo esta presión de los precios la que provoca la indispensable disminución de la población campesina y conduce además a la adopción de nuevas técnicas agrícolas que abaratan los costos y permiten la supervivencia de las unidades más adecuadas.
La eliminación de las tierras y explotaciones marginales que reducirán los costos promedios y, al restringir la oferta, detendrán y acaso invertirán en parte la baja en los precios de los productos constituye solamente una parte del necesario reajuste. De igual importancia son, en orden a restaurar la prosperidad de la agricultura, los cambios en su estructura que se puede promover mediante modificaciones en los precios de sus diferentes productos. Las intervenciones de carácter político, sin embargo, aunque preconizadas para ayudar en sus dificultades a la agricultura, por lo común no logran otra cosa sino impedir precisamente aquellos ajustes que los harían rentables.
Bastará que ofrezcamos en esta oportunidad un ejemplo palmario. Como se ha dicho, tan pronto como el alza general de los ingresos ha rebasado un cierto nivel, la gente no se muestra propicia a elevar su gasto en alimentos, a menos que se le ofrezca artículos de más alta calidad. En el mundo occidental esto significa, sobre todo, sustituir el consumo de los cereales y otros artículos a base de féculas por otros, como la carne y los productos lácteos, con altos contenidos de proteínas. Tal proceso se aceleraría si la agricultura fuese presionada hacia la producción de mayores cantidades de los bienes apetecidos, a precios relativamente reducidos. Esta finalidad se obtendría si se permitiera que los cereales descendieran en precio hasta que resultase económico utilizarlos como pienso para el ganado, para, de este modo indirecto, producir aquellos alimentos que los consumidores demandan. Semejante desarrollo impediría que el consumo total de grano se contrajese tanto como en otra forma habría de acontecer, y al mismo tiempo se reducirían los costos de la carne, etc. Pero ello resulta imposible si se adoptan medidas tendentes a mantener los precios de los cereales a un nivel tal que el consumo humano no pueda absorber la oferta, impidiendo que sea orientada a otros usos que resulten rentables.
Este ejemplo es suficiente, en este momento, como ilustración de los diversos métodos conforme a los cuales la política en boga ha impedido que la agricultura se amolde por sí misma a las condiciones cambiantes. Con una adaptación adecuada, un menor número de productores (mayor, sin embargo, del que de otro modo tendría éxito) podría incrementar su productividad hasta el grado de contribuir al general crecimiento de la prosperidad. Es cierto, en efecto, que parte de las dificultades de la agricultura consiste en que tanto el carácter de sus procesos como el de los productores hacen particularmente lenta su adaptación al cambio. Ahora bien, el remedio no puede consistir en fortalecer todavía más su resistencia a todo reajuste. Esto es lo que consiguen, no obstante, la mayor parte de las principales injerencias gratas al gobernante y, en particular, todas las referentes al control de precios.
2. El control de los precios y la «paridad»
Apenas será necesario repetir que, a la larga, la intervención de los precios no sirve propósitos útiles y, aun con respecto a un limitado período, sólo puede resultar eficaz si se combinan con controles directos de producción. Cuando beneficie a los productores, necesariamente habrá de ser complementado, de un modo o de otro, con decisiones del jerarca acerca de quién, cuánto y qué debe producirse. Puesto que lo que se pretende es facilitar a la gente que cultiva los campos la permanencia en tal actividad y la obtención de un ingreso que le satisfaga, y como quiera que los consumidores no se muestran propicios a gastar en alimentos las cantidades suficientes para mantenerlos a ese nivel, la autoridad debe recurrir a transferencias forzosas de ingresos. Hasta dónde se puede llegar por tal camino queda perfectamente evidenciado por el ejemplo de Gran Bretaña, donde se espera que la ayuda financiera a la agricultura alcance pronto «aproximadamente los dos tercios de la renta total neta agrícola»[3].
Dos cosas resultan especialmente destacables en lo referente a este desarrollo. Una es que, en la mayoría de los países, el proceso de sustraer la agricultura al mecanismo del mercado y someterla a creciente dirección estatal comenzó antes de que tal política se aplicara a la industria, y que, por lo común, contó con el beneplácito y aun se debió a iniciativa de las clases conservadoras, que se han mostrado poco resistentes a la injerencia cuando sirve a sus propios fines. La segunda es que la tendencia fue acaso más pronunciada en países cuya población agrícola constituía una porción relativamente pequeña del total, pero que, en razón a una posición política peculiar, se le otorgó privilegios que ningún otro grupo había alcanzado hasta entonces y que no era posible conceder a todos los sectores económicos. Existen pocos procesos que proporcionen al estudioso tantas razones para dudar de la capacidad de los regímenes democráticos —en orden a actuar racionalmente o a acometer programas sensatos—, en cuanto hacen caso omiso de sus propios principios y se lanzan a la tarea de asegurar la situación de determinados grupos. En el ámbito de la agricultura se ha provocado un estado tal de cosas, que, en la mayoría de los países, los especialistas más reflexivos no se preguntan ya cuál sería la política a seguir, sino tan sólo cuál de los métodos empleados y con probabilidades de ser amparados políticamente resultará menos nocivo.
En una obra como la presente no es posible prestar atención a las necesidades políticas que el actual estado de opinión impone sobre las decisiones de cada día. Debemos limitamos a demostrar que, en la mayoría de los países de Occidente, la política agrícola ha estado dominada por concepciones que no solamente se revelan como suicidas, sino que, si se aplicaran de modo general, conducirían al control absoluto de toda la actividad económica. No es posible aplicar los principios del socialismo en beneficio de un solo grupo; si lo hacemos así, no podremos acallar la demanda de otros sectores, en el sentido de que, similarmente, sus rentas se establezcan por los jerarcas de acuerdo con supuestos principios de justicia.
La situación de Estados Unidos después de veinte años de esfuerzos encaminados a aplicar el titulado concepto de «paridad»[4] constituye, sin duda, el ejemplo más aleccionador sobre las consecuencias que tales directrices provocan. El intento de asegurar a los productores campesinos precios que mantengan una relación constante con los productos industriales anula las fuerzas que limitarían en lo necesario la actividad agrícola a los empresarios que produjeran a más bajos costos y cuyos artículos obtienen todavía en condiciones de rentabilidad. Es innegable que, en tales circunstancias, el incremento de los ingresos en la agricultura, durante el período de transición, quedará rezagado con respecto al de la población restante. Ahora bien, nada de cuanto puede hacerse —salvo que paralicemos el progreso de la técnica y el crecimiento de la riqueza— evitará que tal reajuste se produzca, y el intento de mitigar sus efectos mediante transferencias forzosas del ingreso de la población urbana a la agrícola producirá, al diferidos, un cúmulo todavía mayor de necesarias adaptaciones, circunstancia que todavía aumentará la dificultad del problema. Los resultados registrados en los Estados Unidos como consecuencia de aquella política —o sea, la acumulación cada vez mayor de excedentes cuya existencia se ha convertido en una amenaza no sólo para la estabilidad de la agricultura norteamericana, sino para la mundial; la asignación de superficies de cultivo, fundamentalmente arbitraria y, por añadidura, ineficaz e irracional, y otras cosas de este mismo estilo— son demasiado conocidos para que hayamos de describirlos. Pocos negarán que el principal problema ha venido a ser el de cómo la política puede salir del embrollo que ella misma ha creado y que la agricultura norteamericana se encontraría en una situación más sana si los poderes públicos nunca se hubieran inmiscuido en lo relativo a precios, cantidades y métodos de producción.
3. Vida campesina y paternalismo del gobernante
Aunque lo irracional y absurdo de la política agraria puede apreciarse acaso más patentemente en los Estados Unidos, tenemos que referimos a otros países para damos cuenta del enorme alcance que tales medidas, sistemáticamente aplicadas, han logrado en el momento de imponer restricciones al agricultor —a cuya «cerril independencia» se suele, con frecuencia, hacer referencia, como argumento para mantenerlo a costa del erario público—, hasta convertirlo en el más regimentado y supervisado de todos los productores. Donde probablemente este desarrollo ha ido más lejos ha sido en Gran Bretaña, que ha establecido un grado de supervisión y control sobre la mayoría de las actividades agrícolas sin paralelo en este lado del telón de acero. Acaso es inevitable que, desde el momento en que la agricultura se desenvuelve en gran medida a expensas del erario público, es preciso imponer también determinadas normas, llegando inclusive al caso en que lo considerado por las autoridades como una explotación agrícola defectuosa dé lugar a que el contraventor sea expulsado de su propiedad. Es, sin embargo, curiosa ilusión la de esperar que las actividades agrarias se adaptarán por sí mismas más efectivamente a las condiciones cambiantes si los métodos de cultivo quedan sujetos al control de un comité de vecinos y si lo que la mayoría o una cierta autoridad superior califiquen de explotación idónea se impone como método normativo con carácter universal. Restricciones de este tipo pueden constituir el mejor medio de conservar el género de actividad campesina que nos es familiar y que mucha gente (cuya gran mayoría sospecho que vive en la ciudad) desea ver conservado por razones sentimentales; todo ello, sin embargo, solamente puede dar origen a que quienes residen en el campo acusen cada vez más la pérdida de su independencia.
En efecto, la notable solicitud de que hacen gala los ciudadanos ingleses hacia el futuro de la agricultura se debe probablemente más bien a consideraciones estéticas que económicas. Lo mismo puede afirmarse, en grado incluso mayor, respecto al empeño que demuestran países como Austria o Suiza en la defensa de los campesinos montañeses. En todos estos casos se acepta una pesada carga por temor a que cambie el aspecto familiar de la campiña como consecuencia del abandono de las prácticas agrícolas hoy en uso y que incluso el labriego y el bracero desaparezcan también si no reciben una protección especial. Este recelo provoca la alarma de la gente, y, en cuanto se registra alguna reducción de la población agrícola, surge ante ellos el cuadro de aldeas o valles desiertos, cuando en realidad no se trata más que del abandono de algunas casas solariegas.
Esta tendencia a la «conservación» constituye, sin embargo, el mayor enemigo de una agricultura viable. Apenas si puede afirmarse que todos los granjeros o trabajadores del campo serán víctimas de tales procesos de desarrollo. Entre la prosperidad y la pobreza de los campesinos que trabajan en condiciones similares existen diferencias tan acusadas como las que puedan existir en cualquier otra ocupación[5]. Como en las demás actividades, si ha de procederse a la continua adaptación a las nuevas circunstancias, es esencial que se siga la ruta emprendida por quienes han logrado el éxito porque han descubierto la respuesta apropiada a cualquiera de los cambios producidos. Tal cosa significa siempre la desaparición de ciertos tipos de actividad. En la agricultura, particularmente, ello implica que para que tengan éxito los agricultores han de transformarse, de manera progresiva, en hombres de negocios, proceso natural que muchos deploran y desearían evitar. Ahora bien, si tal situación no se modifica, no cabe otra alternativa a los habitantes del campo que convertirse cada vez más en una especie de apéndice de los parques nacionales; extraños seres a quienes se les facilita el sustento para animar el escenario, impidiendo, de modo deliberado, que lleven a cabo los ajustes mentales y tecnológicos que les permitirían convertirse en seres capaces de mantenerse por sus propios medios.
Semejantes tentativas de conservar determinados sectores de la población del agro, amparándoles contra las alteraciones de tradiciones y hábitos muy arraigados, les convierte en pupilos permanentes del Estado, en pensionistas que viven a costa del resto de la población y que de manera constante dependen para su sustento de decisiones de carácter político. Es indudable que el mal sería mínimo si algunas remotas casas solariegas desapareciesen y que en algunos lugares los pastos y aun los bosques vinieran a reemplazar lo que en condiciones distintas se convierte en tierras laborables. Sin duda alguna, mostraríamos un mayor respeto por la dignidad humana si nos resignáramos a que ciertos modos de vida desapareciesen por completo en lugar de conservarlos como reliquias de una época pasada.
4. Actividad estatal y difusión de la cultura agrícola
La afirmación de que es dañoso introducir el control de los precios de los productos agrícolas o la completa planificación de la vida campesina y la experiencia de que las interferencias estatales en este orden de cosas, además de implicar una amenaza a la libertad, ha supuesto, en la mayoría de los casos, incidir en graves errores económicos, no quiere decir que la actividad agraria no plantee importantes y genuinos problemas, ni tampoco que al gobernante no le corresponda desempeñar en esta esfera funciones de suma trascendencia. Ahora bien, en este como en cualquier otro sector económico dichas tareas implican, por una parte, el gradual perfeccionamiento de las instituciones legales con objeto de hacer más efectiva la función del mercado e inducir al individuo a tomar plenamente en cuenta las consecuencias de sus actos, y, por otra, aquellas genuinas actividades de servicio mediante las que el poder público, como agente de la nación, ofrece ciertas facilidades, principalmente en forma de información, que —por lo menos en ciertas etapas del proceso de desarrollo— probablemente no se podrá obtener por ningún otro conducto; aunque también en este caso el estado ha de abstenerse de asumir derechos exclusivos, limitándose a facilitar el desarrollo de los esfuerzos voluntarios que, con el tiempo, puedan llegar a hacerse cargo de tales funciones.
Pertenecen a la primera categoría todos aquellos problemas que en la agricultura, en volumen no menor que en los asuntos urbanos, surgen como consecuencia de la vecindad y de las repercusiones de gran alcance que en el uso de una determinada parcela pueden afectar al resto de la comunidad[6]. Algunas de estas cuestiones las consideraremos más adelante en conexión con el problema general de la conservación de los recursos naturales. Existen también problemas específicamente agrícolas, con respecto a los cuales no cabe mejorar el ordenamiento jurídico, y particularmente la ley sobre la propiedad y a la tenencia de la tierra. Varias de las más graves imperfecciones que comporta el funcionamiento del mecanismo de los precios tan sólo pueden remediarse mediante la evolución de adecuadas unidades empresarias puestas bajo un único control, y acaso, a veces, lanzándose a constituir idóneos organismos que colaboren en la consecución de determinados propósitos. Hasta qué punto la evolución de formas apropiadas de organización puede extenderse, dependerá en gran parte de las leyes agrarias, incluyendo las posibilidades que ofrezcan, con las necesarias garantías, para acudir a la expropiación forzosa. No puede caber la menor duda que la consolidación de dominios dispersos, herencia de la época medieval, o los acotamientos de los bienes comunes en Inglaterra, fueron medidas legislativas necesarias para hacer posibles las mejoras mediante esfuerzos individuales. Apenas si puede concebirse —aunque las experiencias derivadas de las «reformas agrarias» dan poco motivo a la confianza— que, en ciertas circunstancias, los cambios operados en la denominada legislación agraria pueden cooperar al quebrantamiento de los latifundios, que, aun cuando han llegado a convertirse en antieconómicos, se mantienen como consecuencia de ciertas peculiaridades de la legislación en vigor. Aunque existe lugar para graduales mejoras en la estructura jurídica, cuanto mayor sea la libertad de experimentación permitida, mayor será la posibilidad de que los cambios se hagan en la dirección correcta.
Existe, además, un amplio margen para la acción estatal llevada a cabo con carácter de servicio, especialmente en lo referente a la divulgación de conocimientos y enseñanzas. Una de las dificultades efectivas que, en una sociedad dinámica, deriva de la actividad campesina se origina en la singular mentalidad de los habitantes del agro, que les hace más impermeables que el resto de los humanos al progreso y cambios que la investigación científica provoca. Cuando ello significa —como ocurre a menudo con los campesinos aferrados tenazmente a sus métodos de cultivo— que la mayoría de los individuos no conocen siquiera la existencia de útiles conocimientos al alcance de sus posibilidades y por los que vale la pena realizar un sacrificio económico, frecuentemente reportará ventajas a la colectividad asumir parte del costo que su divulgación implique. Todos nos hallamos interesados en que nuestros conciudadanos queden situados en una posición que les permita elegir juiciosamente; y si algunas gentes no han despertado todavía a las posibilidades que ofrece el progreso técnico, un esfuerzo relativamente pequeño puede ser suficiente, con frecuencia, para inducirles a hacer uso de las nuevas oportunidades, lo que les permitirá luego seguir avanzando por propia iniciativa. Tampoco, en este caso, debiera el poder público convertirse en dispensador exclusivo de conocimientos con la potestad de decidir lo que la gente debe o no debe saber. Adviértase que también en este aspecto un exceso de intervención estatal puede resultar nocivo, al impedir el crecimiento de ciertas formas de esfuerzo voluntario más eficaces. De todas formas, no hay objeción alguna de principio contra el hecho de que los poderes públicos presten tales servicios; la cuestión de si merecerán la pena y hasta qué grado habrían de llevarse a cabo, dependerá de las circunstancias, pero no plantea ulteriores problemas fundamentales.
5. La agricultura en los países subdesarrollados
Aunque no podemos proceder, en esta oportunidad, a un análisis riguroso de los peculiares problemas que suscitan los países subdesarroIlados[7], no debemos dar por terminados los temas agrarios sin comentar, siquiera sea en forma sumaria, el hecho paradójico de que, mientras los países viejos se sumergen en las más absurdas complicaciones para evitar que disminuya su población campesina, los nuevos se muestren más ansiosos todavía, si cabe, por acelerar el crecimiento de la población industrial recurriendo a medios artificiales[8]. Gran parte de los esfuerzos que se realizan en tal sentido parecen estar basados en una variante, más bien cándida, de la falacia del post hoc ergo propter hoc; puesto que, históricamente, el crecimiento de la riqueza ha ido acompañado, por lo general, de una rápida industrialización, se supone que esta generará un incremento más rápido que aquella. Tal manera de pensar implica confundir palmariamente el efecto intermedio con la causa. Es cierto que a medida que aumenta la productividad per cápita como consecuencia de haber invertido mayores sumas de capital en máquinas y herramientas y, más todavía, como resultado de la inversión efectuada en conocimientos, destreza y técnica, en mayor medida se materializará en bienes industriales la producción adicional. También es cierto que un incremento sustancial de artículos alimenticios, en estos países, exige una mayor producción de útiles y herramientas. Ahora bien, ninguna de estas consideraciones altera el hecho de que, si la industrialización en gran escala ha de constituir un método más rápido para alcanzar el incremento de la renta media, tiene que disponerse de un excedente agrícola capaz de alimentar a la población industrial[9] 8. Si existiera capital en cuantía ilimitada y si la mera disponibilidad del capital suficiente fuese susceptible de modificar de manera rápida el conocimiento técnico y la idiosincrasia de la población agrícola, parecería razonable que tales países procedieran a la estructuración planificada de sus economías sobre el modelo de los países capitalistas más avanzados. Por esto no se halla al alcance de sus posibilidades actuales. Parece lógico que, si países tales como la India o China quieren lograr una rápida elevación de su nivel de vida, deberían dedicar únicamente una parte pequeña del capital disponible a la creación de equipo industrial perfeccionado y quizá nada en absoluto a esa clase de producción altamente automatizada que engendra el «capital intensivo» y que es característica de los países donde la mano de obra percibe altos salarios. Dichos países deberían tender a repartir pequeñas sumas de capital tan ampliamente como fuese posible entre usuarios que incrementasen directamente la producción de alimentos.
Los procesos cuyo eventual desenvolvimiento —como consecuencia de aplicar las técnicas más avanzadas a economías extremadamente escasas de capital— resulta esencialmente imprevisible, es posible que se aceleren más si se proporciona oportunidades para un desarrollo libre que si se impone un modelo copiado de sociedades en las que la proporción entre capital y trabajo es, en conjunto, diferente de la que existirá, en un futuro predecible, en las nuevas economías. Por fuerte que sea la propensión en esos países a que el poder público asuma la iniciativa de realizar ensayos y gastar sin medida al objeto de difundir conocimientos y educación, se me antoja que los argumentos en contra de la planificación y la dirección centralizada de la actividad económica tienen mayor peso en el caso de los países nuevos que en el de los países más desarrollados. Y mi afirmación atañe tanto al aspecto económico como al cultural. Tan sólo el libre desenvolvimiento de sus actividades permitirá a aquellos países crear una viable y peculiar civilización capaz de contribuir, con características propias, al progreso de la humanidad.
6. Conservación de los recursos naturales
La mayoría de la gente razonable de los países de Occidente reconocen ya que el problema cardinal de la política agraria contemporánea consiste en liberar a los gobernantes del sistema de controles en cuya maraña quedaron prendidos y restaurar el libre juego del mercado. Ahora bien, en lo atinente a la explotación de los recursos naturales todavía prevalece la opinión de que su peculiar situación requiere una amplia injerencia estatal. Tal opinión es particularmente vigorosa en los Estados Unidos, donde el «movimiento de conservación de los recursos» ha sido en gran medida la causa y origen de la agitación conducente a la planificación económica y ha contribuido mucho a la ideología autóctona de los reformistas radicales en materia económica[10]. Pocos argumentos han sido utilizados con tanta amplitud y eficacia para persuadir a la gente del «despilfarro consustancial al sistema de libre competencia» y de la conveniencia de someter a una dirección centralizada algunas actividades económicas importantes, como en el caso, reiteradamente alegado, de la dilapidación de los recursos naturales por la empresa privada.
Existen diversas razones por las que el problema de la conservación de los recursos naturales en un país nuevo, objeto de rápida colonización por emigrantes que traían consigo una técnica avanzada, adquiriera aspectos más graves que en cualquier otro país europeo. Mientras que en el Viejo Continente la evolución ha sido gradual y un cierto tipo de equilibrio se ha establecido espontáneamente hace ya mucho tiempo (en parte, sin duda, porque la explotación exhaustiva de la tierra registró sus peores efectos en una época anterior, como ocurrió al producirse la deforestación y erosión consiguiente de muchas de las estribaciones meridionales de los Alpes), la rápida ocupación de enormes tierras vírgenes en América planteó numerosos temas de un diferente orden de magnitud. No debe producir sorpresa alguna que los cambios que entrañó poner por primera vez en cultivo todo un continente, a lo largo de sólo un siglo, forzosamente tuviera que provocar en el equilibrio de la naturaleza trastornos que, examinados retrospectivamente, nos parecen lamentables[11]. La mayor parte de quienes se quejan de lo ocurrido adquirieron sabia experiencia después del suceso, y existen pocos motivos para creer que, partiendo del acervo de conocimientos de que se disponía en aquella época, ni siquiera las más inteligentes medidas adoptadas por los poderes públicos habrían podido evitar los efectos que ahora se deploran. No negaremos que ha existido una efectiva dilapidación, pero importa subrayar que el ejemplo más importante, es decir, la tala de arbolado, tuvo su origen principalmente en la circunstancia de que los bosques no llegaron a ser propiedad privada, sino que fueron retenidos como tierras comunales, otorgándose concesiones de explotación particular en términos tales que los usuarios carecían de incentivos que les impulsaran a su conservación. Es cierto que en algunas especies de bienes de la naturaleza las estipulaciones relativas a su tenencia y disfrute que, por lo general, se consideran adecuadas, no han podido asegurar un uso eficiente, exigiendo por tanto disposiciones legales de carácter especial. Diferentes tipos de recursos naturales plantean, a este respecto, problemas peculiares, que sucesivamente iremos considerando.
En cuanto atañe a ciertos recursos tales como los yacimientos mineros, su explotación significa necesariamente un lento y gradual agotamiento; otros, en cambio, originan un constante proceso de reproducción que se mantiene durante un período indefinido[12]. La lamentación habitual de los partidarios del conservadurismo es que, en el primer caso, los «recursos agotables» se consumen demasiado rápidamente, en tanto que los últimos, los «recursos renovables», no se utilizan de forma tan idónea como para asegurar el intenso y permanente rendimiento de que posiblemente serían capaces. Estas afirmaciones están parcialmente basadas en la creencia de que el particular que explota tales bienes no inspira sus actos en una adecuada visión del futuro o no dispone de tantos datos sobre el porvenir como el gobernante; y, por otra parte, tales afirmaciones, como veremos más adelante, descansan en una elemental falacia que invalida casi en su totalidad la argumentación usual de los partidarios de la conservación. En relación con esta materia, se suscita el problema de los efectos de vecindad, que en ciertos casos pueden conducir a los métodos depredatorios de la explotación, salvo que las unidades de propiedad sean de tal magnitud que por lo menos las consecuencias más importantes del actuar del propietario repercutan en el valor de su propio patrimonio. El problema se plantea especialmente cuando se trata de «recursos pasajeros», tales como la caza, la pesca, el agua, el petróleo o el gas natural (y acaso, en un futuro próximo, también la lluvia), que solamente pueden ser apropiados para consumirlos y que ningún particular tiene interés en conservar, puesto que lo que él no tome será utilizado por otros. Tales recursos dan lugar a situaciones en las cuales, o bien la propiedad privada no puede existir (como ocurre con las pesquerías en alta mar y los animales en estado salvaje), lo que obliga a establecer especiales convenciones, o bien a otras en que la propiedad privada sólo conduciría a una utilización racional si el objetivo de un control homogéneo se aplicase dentro del ámbito, al nivel en que puede explotarse un mismo recurso, como acontece, por ejemplo, con el caso de un pool de petróleo. Es innegable que cuando, por razones técnicas, no podemos lograr el control exclusivo de determinados bienes mediante la acción de los individuos, la alternativa no es más que la reglamentación.
En cierto sentido, la mayor parte del consumo de recursos irreemplazables descansa en un acto de fe. Generalmente, tenemos la confianza de que con el tiempo, cuando el recurso se agote, se habrá descubierto algo nuevo que o bien satisfará la misma necesidad, o, por lo menos, nos compensará por lo que ya no poseemos, de forma tal que, en definitiva, estaremos exactamente igual que antes. Constantemente consumimos bienes sobre la base de una mera probabilidad de que nuestro conocimiento de las disponibilidades ha de incrementarse indefinidamente, y, a su vez, este conocimiento aumenta en parte porque consumimos a un índice rápido lo que se encuentra disponible. Ciertamente, si hemos de utilizar por completo los recursos disponibles, tenemos que actuar bajo la presunción de que continuarán incrementándose incluso aunque algunas de nuestras concretas esperanzas no se realicen. El desarrollo industrial se habría visto considerablemente retardado si, hace sesenta u ochenta años, se hubieran atendido las admoniciones de los partidarios de la conservación de recursos previendo el agotamiento de las existencias de carbón; a su vez, las máquinas de combustión interna nunca habrían llegado a revolucionar el transporte si su uso se hubiese limitado a las reservas petrolíferas entonces conocidas, toda vez que, durante las primeras décadas de la era del automóvil y del avión, los yacimientos petrolíferos conocidos, utilizados al ritmo actual, se habrían agotado en dos lustroso Aunque en estas materias es prudente escuchar la opinión de los expertos en ciencias naturales, en la mayoría de los casos habrían sido nefastos los científicos si se hubieran hallado investidos del poder suficiente para imponer su criterio en cuestiones económicas.
7. Previsión individual y colectiva
La dialéctica que de modo más espectacular ha persuadido a la gente de que es necesario acudir a una dirección centralizada cuando se trata de la conservación de los recursos naturales, parte del supuesto de que la sociedad supera al individuo en interés y conocimiento de lo que en el porvenir acontecerá, y que la conservación de ciertos bienes de la naturaleza plantea cuestiones distintas de las que suscitan la adopción de las medidas relativas a los fenómenos que en el futuro han de registrarse.
Las implicaciones del supuesto según el cual la comunidad tiene un interés mayor que los individuos en proveer para el futuro rebasan el tema de la conservación de los recursos naturales. Lo que se debate no es simplemente que ciertas necesidades futuras, tales como la seguridad o la defensa, hayan de quedar en su conjunto únicamente al cuidado de la comunidad. Además, se presupone que la sociedad dedicaría, en términos generales, mayor proporción de recursos a constituir reservas para el futuro de los que las decisiones individuales por separado conseguirían. O, como a menudo se afirma: la comunidad valora en más las necesidades futuras (o las descuenta a un tipo de interés más bajo) que los individuos. Si el argumento fuera válido, la planificación centralizada de la mayoría de las actividades económicas quedaría justificada. Pero es incuestionable que en apoyo de esta tesis nada puede aducirse, salvo el propio juicio arbitrario de quienes la defienden.
En una sociedad libre, las mismas razones concurren para apartar al individuo de cuanto implique adoptar medidas en relación con lo que acaecerá en el futuro, que para deplorar el hecho de que las generaciones que nos procedieron debieran haber realizado mayores reservas de las que hicieron. El argumento no adquiere mayor consistencia cuando se rearguye que, habida cuenta que el Estado puede obtener dinero a un tipo de interés más reducido, se halla en mejor situación para proveer a las futuras necesidades. Es falaz razonar así, porque las ventajas de que a este respecto disponen los poderes públicos descansan única y exclusivamente sobre el hecho de que el riesgo del fracaso de sus inversiones no lo asume el gobernante, sino el contribuyente; además, el riesgo no es menor en cuanto se refiere al juicio que merece una inversión determinada. Ahora bien, comoquiera que el Estado puede resarcirse mediante las exacciones fiscales del fallido provecho esperado de la inversión desacertada, considerando tan sólo el interés realmente abonado por el capital utilizado, el argumento opera, de hecho, más bien en contra que a favor de las inversiones estatales.
El supuesto de que el gobernante dispone de mayores conocimientos en este orden de cosas plantea un problema más complejo. No se puede negar la existencia de ciertos hechos concernientes a los posibles procesos de desarrollo futuros que los poderes públicos se hallan en mejores condiciones de conocer que los propietarios individuales de los recursos naturales. Algunos de los logros más recientes de la ciencia ilustran este punto. Siempre existirá, sin embargo, un caudal mucho más grande de conocimientos respecto a las circunstancias particulares que se deben tener en cuenta en decisiones relativas a recursos individuales y que nunca pueden quedar concentrados en una autoridad única. Así, si es cierto que el gobernante conoce ciertos fenómenos sabidos por pocas personas, también es verdad que por fuerza ha de ignorar un número todavía mayor de hechos de importancia que los demás conocen. Tan sólo es posible reunir la suma de conocimientos relevantes en relación con un problema concreto si se divulgan las informaciones genéricas de que dispone la autoridad, pero no centralizando todo el conocimiento particular poseído por los individuos. No cabe invocar ni un solo caso en el que la autoridad pueda poseer un conocimiento más completo de todos los hechos que pueden influir en una determinada decisión; y mientras es posible informar a los propietarios de recursos particulares y tenerlos al corriente de las circunstancias más generales a considerar, no cabe imaginar que la autoridad tenga noticia de todos los hechos particulares conocidos por los individuos.
La tesis anterior se perfila con más claridad cuando se plantea el problema de determinar el ritmo de consumo de reservas de recursos tales como los yacimientos de minerales. Una decisión inteligente presupone la estimación racional del curso futuro de los precios de los materiales en cuestión, y ello, a su vez, depende de previsiones técnicas y económicas que el pequeño propietario individual no se halla, habitualmente, en posición adecuada para lograr de un modo inteligente. Esto no significa, sin embargo, que el mercado deje de inducir a la gente a que actúe como si explícitamente tuviese en cuenta tales consideraciones; tampoco significa que tales decisiones no deban ser dejadas a su cuidado, ya que sólo el particular conoce algunas de las circunstancias determinantes de la presente utilidad de un yacimiento específico. Aunque sea poco lo que sepa acerca de los futuros desarrollos, sus decisiones estarán influidas por el conocimiento de otros que se preocupan de ponderar esas probabilidades y que se mostrarán dispuestos a ofrecer por dichos recursos precios cuyo nivel está determinado por tales estimaciones. Si el propietario consigue ganancias más elevadas acudiendo a quienes desean conservarlo que explotando directamente el recurso específico de que se trata, procederá así. Normalmente existirá un precio potencial de venta del producto en cuestión que reflejará la estimación de todos los factores que puedan afectar a su futuro valor; la decisión resultante de comparar su valor, como activo realizable, con lo que produciría si se explotara ahora, probablemente tendrá en cuenta mayor número de conocimientos relevantes de los que pudiera prever ninguna resolución de la autoridad central.
Con frecuencia se ha comprobado que, si se trata de recursos naturales raros, la explotación monopolística permitirá probablemente extender su uso a un período más largo y que quizá sea este el único caso justificativo de que se instituyan y mantengan tales monopolios en el ámbito de la economía libre[13]. No comulgo totalmente con los que utilizan el anterior razonamiento en favor de los monopolios en cuestión, porque no estoy persuadido de que el mayor grado de conservación que el monopolio pueda comportar sea deseable desde un punto de vista social. Ahora bien, para quienes desean un nivel más alto de conservación de recursos por suponer que el mercado habitualmente subestima las futuras necesidades, evidentemente aquellos monopolios que nacen de modo espontáneo constituyen la mejor respuesta.
8. Recursos particulares y progreso general
La mayor parte de los argumentos que se esgrimen en defensa de la conservación de los recursos descansan sencillamente en prejuicios carentes de lógica. Sus partidarios dan por supuesto que existe algo particularmente deseable respecto al flujo de servicios que un determinado producto puede proporcionar en cierto momento y que tal nivel de rendimiento debe ser mantenido en forma permanente. Aun cuando reconocen que esa política es imposible de realizar cuando se trata de los «recursos agotables», consideran calamitoso que el índice de aprovechamiento de los «recursos renovables» disminuya por debajo del nivel físico que es posible mantener. Tal es la posición que con frecuencia se adopta por lo que se refiere a la fertilidad de la tierra en general y a las disponibilidades de pesca, caza, etc.
Al objeto de hacer resaltar debidamente el punto crucial, procederemos a examinar ahora el ejemplo más ostensible de un prejuicio por el que la mayoría de la gente propende a aceptar sin crítica alguna el sofisma que encierran gran parte de los argumentos de los partidarios de la conservación. Se cree que la fertilidad del suelo ha de mantenerse en todos los casos y que debería impedirse en cualesquiera circunstancias lo que se considera «esquilmar la tierra al estilo minero». Fácilmente puede demostrarse que semejante criterio carece, por lo general, de toda base de sustentación y que el nivel a que debe mantenerse la fertilidad tiene poco que ver con el estado inicial de una concreta parcela de terreno. En efecto, esa explotación «esquilmatoria de la tierra» puede ser, en determinadas circunstancias, tan favorable, a largo plazo, para los intereses de la comunidad como el agotamiento de ciertos recursos no renovables.
Los eriales, a menudo, tienen su origen en acumulaciones de sustancias orgánicas con un grado de fertilidad tal que, una vez que la tierra es roturada y puesta en cultivo, sólo puede mantenerse a un costo que excede de los beneficios. Mientras en determinadas circunstancias puede convenir la revigorización de la fertilidad de una tierra enriqueciéndola artificialmente hasta un nivel tal que lo anualmente invertido se recobre al incrementarse su rendimiento, en otros casos será deseable el descenso de fertilidad hasta el nivel en que las inversiones continúen siendo rentables. En algunas circunstancias, esto puede significar que resulte antieconómico pretender un cultivo permanente y que, una vez que la fertilidad natural acumulada se ha agotado, la tierra debe abandonarse, porque, dadas las condiciones geográficas o climáticas, no se puede mantener el cultivo en forma ventajosa.
Consumir de una vez para siempre un libre don de la naturaleza no constituye, en tales casos, mayor despilfarro o hecho más censurable que la análoga explotación de un recurso agotable. Es posible que la transformación duradera de las características de un erial provoque otros efectos conocidos o probables que deben tenerse en cuenta, como, por ejemplo, si como resultado de un cultivo temporal dicha tierra pierde propiedades o potencialidades que poseía antes y que podrían haberse utilizado con propósitos distintos. Ahora bien, ello constituye un problema distinto y que no nos concierne. A nosotros nos interesa únicamente examinar la creencia de que el manantial de servicios provenientes de un recurso natural debe mantenerse siempre al máximo nivel posible. Tal afirmación puede ser accidentalmente válida en un caso particular, pero nunca haciendo referencia a los atributos de un determinado lote de tierra o a cualquier otra clase de bienes.
Tales recursos, como la mayoría del capital o patrimonio social, tienen la propiedad de ser susceptibles de agotamiento, y, si queremos mantener o incrementar nuestros ingresos, debemos reponer los consumidos con otros nuevos que contribuyan, por lo menos, en igual medida al ingreso futuro. Pero esto no significa que esos recursos deban conservarse como tales o reemplazarse por otros de la misma clase o incluso que el monto total de recursos naturales haya de ser mantenido intacto. Tanto desde el punto de vista individual como social, cualquier producto representa justamente una partida de nuestras disponibilidades totales de recursos agotables, y nuestro problema no consiste en conservar esa masa patrimonial en una forma determinada, sino en mantenerla de manera que permita la contribución más conveniente al ingreso total. La existencia de un recurso específico significa meramente que, mientras dure su contribución temporal a nuestro ingreso, nos ayudará en la tarea de crear otros nuevos que análogamente nos servirán en el futuro. Normalmente, ello no supone que hayamos de sustituir cualquier recurso con otro de la misma especie. Una de las consideraciones que debemos tener muy presentes es que, si un tipo de bienes escasea, los productos que de él dependan serán también más escasos en el futuro. La previsible elevación de precios de determinados productos, consecuente con la creciente escasez de un recurso natural, será ciertamente uno de los factores determinantes del volumen de inversión que se dedicará a conservar tal género de bienes[14].
Quizá la mejor manera de concretar el punto de vista principal sea afirmar que todos los esfuerzos en pro de la conservación de recursos significan una inversión y, por lo tanto, deben ser ponderados precisamente con criterio igual a las demás inversiones[15]. No hay nada mejor, para preservar los recursos naturales, que convertirlos en el más deseable objeto de inversión para el equipo y la capacidad de creación de la mente humana; por ello, siempre que la sociedad prevea el agotamiento de determinados recursos y canalice sus inversiones de tal manera que los ingresos totales se hallen en consonancia con los fondos disponibles para inversión, no hay razones económicas para el mantenimiento de la especie que sea de recursos. Aumentar la inversión para la conservación de un específico recurso natural hasta un punto tal que las utilidades producidas no guarden relación con lo que el capital en cuestión rentaría dándole aplicación distinta reduciría el ingreso futuro por debajo de lo que de otro modo ocurriría. Se ha dicho con acierto que cuando «el partidario de la conservación de los recursos nos apremia a realizar una mayor provisión para el futuro, de hecho nos impulsa a reducir las reservas de que dispondrá la posteridad»[16].
9. Diversiones públicas y defensa de la naturaleza
Aun cuando la mayoría de los argumentos aducidos en favor del control estatal de la actividad privada —en orden a conseguir que los recursos naturales sean conservados— carecen de rigor dialéctico y resultan de escasa utilidad, salvo en lo atinente a facilitar a la gente información y mayores conocimientos sobre la materia, la situación cambia cuando el propósito es crear lugares de esparcimiento u oportunidades para el recreo de los sentidos, conservar bellezas naturales, parajes históricos o centros de investigación científica, etc. El tipo de servicios que tales comodidades proporcionan permiten con frecuencia al beneficiario obtener ventajas gratuitas, y la extensión de los terrenos habitualmente requeridos hace de todos estos menesteres un campo apropiado para el esfuerzo colectivo.
El caso de los parques nacionales, el de los patrimonios convertidos en las denominadas reservas naturales, etc., equivale al de los esparcimientos y comodidades de esta clase que las municipalidades proporcionan en menor escala. Mucho cabría decir con respecto a la posibilidad de que organizaciones de tipo voluntario colaboren en estas tareas, como ocurre con el National Trust en Gran Bretaña, evitando la intervención coactiva de la autoridad. Ahora bien, nada puede objetarse a que los poderes públicos faciliten tales ventajas y comodidades destinando al efecto bienes del patrimonio estatal o adquiridos mediante fondos procedentes de las exacciones fiscales e incluso acudiendo a la expropiación forzosa; pero en todos estos casos la colectividad ha de otorgar su consentimiento conociendo el costo real que impliquen, sin ignorar que al adoptar su decisión ha prescindido de otras soluciones posibles y, en fin, que no se trataba de un único objetivo apetecible, sino que también se podían atender otras necesidades. Si, en efecto, los contribuyentes tienen exacto conocimiento de los gastos que todo ello provoca y en definitiva son quienes deciden, no es preciso, en términos generales, insistir más sobre estos temas.