CAPÍTULO XII

El problema de la vivienda y el urbanismo

Si los poderes públicos abolieran los subsidios tendentes a disminuir el costo de los alquileres y, al mismo tiempo, redujeran, en cuantía exactamente igual, las exacciones fiscales que pesan sobre los sectores laborales, no sufrirían estos el menor perjuicio económico; ahora bien, es indudable que las masas trabajadoras preferirían aplicar sus retribuciones no a disponer de viviendas adecuadas, sino a cometidos distintos, con lo que se hacinarían en locales infectos, toda vez que muchos ni siquiera conocen las ventajas de ocupar habitaciones más confortables y el resto valoran en menos la vivienda que otras comodidades. Esta es la razón, y la única razón válida, que justifica los subsidios, y la expongo con tanta crudeza porque el tema es analizado a menudo sin enfrentarse con la auténtica realidad, por los escritores de tendencias izquierdistas.

W. A. LEWIS[1]

1. Las aglomeraciones urbanas

La civilización actual se halla vinculada a la existencia de grandes núcleos de población. Casi todas las diferencias que se aprecian entre las sociedades primitivas y lo que denominamos vida civilizada se hallan íntimamente relacionadas con las aglomeraciones humanas que designamos con el apelativo de «ciudades», de tal suerte que, cuando utilizamos los términos «urbanamiento», «civilidad», o «política», nos referimos a la manera de vivir propia de la gran urbe. Incluso el distinto modo en que se desenvuelven las masas campesinas, en relación a cómo vivían los pueblos primitivos, deriva de las comodidades que los núcleos urbanos les facilitan. El disponer, para hacer más grata la vida rural, de aquellos bienes y productos que las ciudades proporcionan, como ocurre con las civilizaciones ya avanzadas, se convierte en el ideal de la vida refinada.

Ahora bien, no ya las ventajas que disfrutan quienes residen en las grandes ciudades, sino, sobre todo, el notable incremento en la producción industrial, que proporciona bienes y equipos a la población menos numerosa radicada en las áreas rurales y que a su vez facilita productos alimenticios a cuantos residen en la ciudad, implican costos elevadísimos. La actividad que se desarrolla en las grandes aglomeraciones urbanas no sólo alcanza mayores porcentajes de producción que la agraria, sino que resulta mucho más cara. Tan sólo quienes ven incrementado de modo notable su propio rendimiento como consecuencia de residir en la ciudad obtienen neta ventaja a pesar de los gastos extraordinarios que tal género de vida implica. El costo y las comodidades que la residencia en las poblaciones comporta son de tal naturaleza, que los ingresos mínimos requeridos para mantener cierto nivel de vida han de ser mucho más elevados que si se radica en las zonas rurales. Cierto nivel de pobreza que todavía es soportable en el campo, no sólo se tolera difícilmente en la ciudad, sino que los signos de penuria se hacen tan ostensibles que llegan a inquietar al resto de la gente. Regístrase así el sorprendente fenómeno de que, siendo las aglomeraciones urbanas la causa y origen de prácticamente todo lo que la civilización más valora —facilitando al mismo tiempo los medios indispensables para el progreso de la ciencia, el arte y el bienestar material—, tales aglomeraciones engendran igualmente los más sombríos aspectos que presenta la civilización.

Los dispendios que la vida en núcleos de gran densidad de población comporta, no sólo son de cuantía extraordinaria, sino que, en gran proporción, quedan a cargo de la propia colectividad; con lo que, de modo inevitable y automático, en vez de gravitar sobre los directamente afectados, recaen sobre cuántos viven en la urbe. La íntima convivencia que implica la vida ciudadana desnaturaliza, en muchos aspectos, las características del derecho de propiedad. En tales condiciones, sólo hasta determinado límite es cierto el supuesto de que los actos de dominio realizados por el titular de un bien cualquiera le afectan de modo exclusivo. Lo que los economistas denominan «efectos de vecindad», es decir, aquellas repercusiones que provocan sobre el patrimonio de terceros los actos que determinado dueño realiza en el suyo revisten la máxima importancia. En realidad, acontece que el uso de cada parcela ubicada en las ciudades depende en cierta medida del actuar de quienes residen en sus inmediaciones y, en parte también, de los servicios públicos que la propia colectividad facilita y sin los cuales la utilización práctica de los inmuebles propiedad de cada vecino apenas si sería posible.

Los conceptos básicos de propiedad privada y libertad de contratación, como consecuencia de lo expuesto, no facilitan una solución inmediata a los complejos problemas que plantea la vida ciudadana. Aun suponiendo que no hubieran existido autoridades investidas de poder coactivo, no cabe duda que las preeminentes ventajas que ofrecen las grandes aglomeraciones urbanas habrían motivado la aparición de instituciones capaces de establecer —respetando el goce de los derechos inherentes a la propiedad— una adecuada delimitación entre la superior facultad de determinar cuál sea el destino que deba darse a las áreas en plan de urbanización y la subordinada que incumbe al particular en cuanto al disfrute de las parcelas enclavadas en aquellas. En muchos aspectos, las funciones que desempeñan las corporaciones municipales se corresponden con las que entrañaría el ejercicio de la facultad superior a que acabamos de aludir.

Es innegable que, por desgracia, hasta hace bien poco, los economistas han prestado escasa atención a los problemas que plantea coordinar los diferentes aspectos del desenvolvimiento de las ciudades[2]. Aun cuando algunos aparecen como los más acerbos debeladores de las malas condiciones que caracterizan a muchas viviendas —y conviene recordar ahora que, hace más de cincuenta años, un semanario satírico alemán proponía definir a los economistas como aquellas personas que se dedicaban a medir la superficie de las casas de los trabajadores al objeto de poder afirmar que eran demasiado pequeñas—, en lo relacionado con los problemas más importantes de la vida urbana se han atenido prácticamente al ejemplo de Adam Smith, cuando en sus lecciones aseveraba que las cuestiones de higiene y seguridad pública, «es decir, lo relativo a los métodos más adecuados para librar de inmundicias las calles y prevenir las acciones dolosas en el ámbito ciudadano mediante el mantenimiento de un cuerpo policial, si bien ofrecen aspectos de indudable utilidad práctica, constituyen temas harto triviales para ser tomados en consideración en esta suerte de disertaciones»[3].

Habida cuenta del menosprecio que los economistas han exteriorizado hacia el análisis de tales cuestiones, no debería lamentarse que su temática acuse un estado altamente insatisfactorio. En realidad, la dirección de la opinión pública en este orden de cosas ha quedado prácticamente en manos de individuos que —al centrar con preferencia su atención en eliminar determinadas deficiencias— han descuidado la cuestión primordial, consistente en coordinar las iniciativas privadas hasta lograr su mutuo ajuste. Ahora bien, es evidente la singular importancia que, en la cuestión que examinamos, posee el utilizar eficazmente, dentro de ciertos límites, el saber y habilidad de los particulares, si bien impidiendo, al propio tiempo, que con su actuar obtengan ganancias en perjuicio de terceros. No debemos pasar por alto que, en general, la mecánica del mercado —aun sin negar las imperfecciones que en este orden de cosas haya podido reflejar— ha gobernado el desarrollo de las poblaciones con mayor acierto de lo que comúnmente se acepta. La mayor parte de los proyectos de mejora, basados no en el perfeccionamiento del sistema de mercado, sino en su sustitución por otro de dirección centralizada, ponen de manifiesto hasta qué punto se hace caso omiso de la singular capacidad que habría de tener tal autoridad para alcanzar la eficacia de ese sistema.

Ciertamente, cuando analizamos la manera tan poco reflexiva como han actuado las autoridades —que, sin percatarse con excesiva claridad de las fuerzas que impulsan el progreso de las ciudades, se enfrentaron con cuestiones harto complejas—, nos maravillamos de que los resultados adversos no hayan sido mayores. Gran parte de las medidas encaminadas a combatir determinados males no han conseguido sino empeorados y, en sus últimas manifestaciones, han puesto en manos de los jerarcas un mayor control potencial de la vida privada del que, en circunstancias normales, disponen cualesquiera otras autoridades.

2. La congelación de los alquileres

Examinemos, ante todo, la congelación de los alquileres. He aquí una medida que, para afrontar pasajeras emergencias, fue siempre adoptada con carácter circunstancial, sin que se considerara, en ningún caso, solución definitiva; ahora bien, es difícil negar que en numerosos países de la Europa occidental ha tomado carta de naturaleza, traduciéndose en una limitación de la libertad y del bienestar de la gente más nociva que cualquier otra derivada de la injerencia estatal, salvo la que ha puesto en marcha los procesos inflacionarios. El sistema se implanta durante la primera guerra mundial con la finalidad de impedir el alza momentánea de los alquileres, y, sin embargo, se ha mantenido en muchos países durante más de cuarenta años, haciendo caso omiso de los efectos que la inflación al propio tiempo provocaba, con lo que la renta inmobiliaria es notoriamente inferior a la que hubiera fijado el libre mercado. Mediante tal mecanismo, la propiedad urbana ha sido objeto de una efectiva expropiación. No puede caber la menor duda que la congelación de los alquileres —en mayor grado que cualquier otra medida de tal naturaleza— ha agravado, a la larga, el mal que pretendía curar y ha dado origen a un estado de cosas que, en definitiva, faculta a quienes ejercen la autoridad para, de modo arbitrario, interferir el libre desplazamiento de los seres humanos. No sólo ha contribuido de modo notable a quebrantar el respeto a la propiedad, sino que incluso ha debilitado el sentido de responsabilidad de la gente. Estas afirmaciones serán tildadas de extemporáneas y exageradas por aquellos que no han soportado directamente, durante un largo período, las repercusiones derivadas de la legislación de alquileres. Ahora bien, para cuantos no pasa inadvertido el progresivo empeoramiento de los edificios dedicados a vivienda y la influencia que en el tono general de vida de los habitantes de París, Viena o incluso Londres ejerce su lamentable estado, forzosamente son claras las deletéreas repercusiones de medidas de tal naturaleza sobre el conjunto de las actividades mercantiles e incluso sobre el carácter de toda la población.

En primer término, cuando los alquileres se fijan por bajo del nivel que el mercado señalaría, la escasez de viviendas se hace crónica. La demanda se mantiene mayor que la oferta, y cuando las autoridades imponen el respeto a la tasa máxima (por ejemplo, impidiendo que el arrendador perciba «primas»), se ven obligadas también a sujetar la concesión de viviendas a un mecanismo regulador. La gente imprime un ritmo mucho más lento a sus cambios de residencia, y, a medida que transcurre el tiempo, su asentamiento en estos o aquellos distritos y la utilización de las clases distintas de morada no coincide ya con sus apetencias y necesidades. Se interrumpe la natural evolución que induce a un grupo familiar, en la época de máximos ingresos, a ocupar locales más espaciosos que la joven pareja que inicia su vida conyugal o que el matrimonio de jubilados. Como nadie puede ser compelido a cambiar de alojamiento, los inquilinos conservan el local arrendado, que se convierte, de hecho, en una especie de patrimonio familiar inalienable que pasa de una generación a otra haciendo caso omiso de la necesidad de ocuparlo. Cuantos heredan locales arrendados gozan de una situación de privilegio, pero, en cambio, núcleos de población en constante aumento se ven en la absoluta imposibilidad de instalar su propio hogar, o, si lo consiguen, es únicamente a base de gozar del favor oficial o de sacrificar un capital trabajosamente reunido o de acudir a procedimientos turbios o tortuosos[4].

Adviértase, en otro orden de cosas, que el propietario pierde todo interés por conservar en buen estado los edificios, no invirtiendo ni un céntimo más de aquella porción que los inquilinos se hallan obligados a abonarle con específico destino a tal finalidad. En ciudades como París, donde la inflación ha reducido en más de un 80 por 100 los ingresos por arrendamiento, los inmuebles habitados han llegado a un grado de deterioro sin precedentes y que durante décadas será imposible corregir.

Con todo ello, sin embargo, lo más importante no son los daños materiales. Ocurre que en los países occidentales, como consecuencia de la prohibición de elevar los alquileres, numerosos individuos se hallan sometidos, en su quehacer diario, a las decisiones arbitrarias de la autoridad y se habitúan a no realizar ningún acto importante sin solicitar previamente orientaciones y permisos del gobernante. De esta suerte, consideran normal que alguien les facilite gratuitamente el capital indispensable para construir su propia morada y que su bienestar económico dependa de los favores que otorga el partido dueño del poder, que a su vez utiliza las facultades omnímodas de que dispone en materia de viviendas para beneficiar precisamente a sus correligionarios.

Nada ha contribuido en mayor grado a minar el respeto de la gente hacia la propiedad, la ley y los tribunales, como la circunstancia de que constantemente se acuda a la autoridad con la pretensión de que decida cuál, en el conflicto de dos apetencias contrapuestas, deba prevalecer, tanto si se trata de distribuir el beneficio de servicios públicos esenciales, como de disponer de la que nominalmente se considera propiedad privada con arreglo al juicio que al jerarca merezca la urgencia de contrarias necesidades individuales. Por ejemplo, cuando se somete a la autoridad gubernativa la tarea de dilucidar quién sufrirá mayores daños, «el arrendador —padre de tres niños de corta edad, cuya esposa se encuentra inválida— al que se deniega la pretensión de ocupar una vivienda de su propiedad» o «el inquilino de aquella vivienda —con un niño tan sólo a su cargo y la madre política físicamente impedida— al que se forzará a desalojar la habitación en virtud de demanda promovida por el arrendador»[5] En ocasiones, semejantes contiendas son decididas por la arbitraria intervención de la autoridad gubernativa, que prescinde de toda norma legal al dictar su resolución. Un reciente fallo del Tribunal Administrativo de Apelación alemán pone de manifiesto el extraordinario poder de que disponen las autoridades cuando los actos más trascendentes de la vida privada se hallan sometidos a su superior decisión. La sentencia declaraba improcedente la negativa de una oficina de colocación laboral a facilitar ocupación a determinado trabajador, domiciliado en población distinta, a menos que el departamento administrativo que controlaba las viviendas concediera permiso al obrero para trasladarse a su nuevo destino, facilitándole al propio tiempo alojamiento; el fundamento de la resolución administrativa no radica en que la oficina de colocación no se hallara facultada para rechazar la petición aludida, sino en razón a que tal negativa presuponía «una inadmisible cuestión de competencia entre los distintos órganos de la administración»[6]. Cierto que coordinar las atribuciones de las diferentes autoridades —ardiente anhelo de los planificadores— es empeño capaz de trocar lo que de otra forma no pasaría de arbitraria interferencia en las decisiones de los particulares en poder despótico sobre la vida toda del individuo.

3. La intervención de los poderes públicos

En tanto que la congelación de los alquileres —hasta donde alcanza la memoria de la mayoría de la gente— todavía se considera medida de emergencia que tan sólo razones de índole política obligan a mantener[7], todo el mundo acepta, como principio incuestionable, que incumbe al Estado-providencia, de modo permanente, realizar cuanto sea preciso al objeto de reducir el costo de las viviendas con destino a los estamentos más débiles de la población, bien procediendo directamente a su construcción o bien impulsando la edificación proporcionando subsidios a los particulares. Pocos advierten, sin embargo, que, a menos que tales actuaciones se hallen sujetas a rigurosa limitación, tanto en lo que atañe a su alcance como a los métodos utilizados, deben dar origen, en definitiva, a consecuencias análogas a las que provocan las tasas máximas de los alquileres.

Adviértase, ante todo, que los sectores de la población que el gobernante desea proteger proporcionándoles alojamiento sólo resultan realmente beneficiados si se edifican tantas viviendas como aquellos desean ocupar. Facilitar parte de los alojamientos precisos no supone aditamento a los construidos por los particulares, sino mera sustitución de la actividad privada por la pública. En segundo lugar, las casas baratas proporcionadas por el poder público han de quedar rigurosamente asignadas al estamento que se desea proteger y el mero hecho de colmar la demanda a precios más asequibles obliga a facilitar un número de viviendas notablemente superior al que tales núcleos urbanos, en otro caso, hubieran requerido. No se olvide, por último, que en términos generales, sólo se puede canalizar la actividad pública a la construcción de viviendas con destino a las familias más necesitadas si se parte del obligado supuesto de que los nuevos alojamientos no han de ser más cómodos ni de alquileres más módicos que los utilizados antes por tales núcleos de población, puesto que si se diera el caso de que los individuos así protegidos gozaran de mayores ventajas que los situados inmediatamente sobre ellos en cuanto a medios económicos, la presión que realizarían para obtener análogo beneficio sería tan irresistible que desencadenaría un proceso constantemente renovado y que progresivamente incrementaría el número de solicitantes.

De todo lo anterior se infiere —como reiteradamente afirman quienes pretenden introducir reformas en materia de vivienda— que cualquier profunda alteración que los poderes públicos introduzcan en el sistema de alojamientos urbanos resultará inoperante si el proporcionar morada a todos no se considera servicio público cuyo costo ha de soportar el erario. Ahora bien, esta fórmula no sólo constituye grave amenaza a la libertad, sino que obliga a la gente a destinar al capítulo de la vivienda más de lo que en realidad desea. Salvo que el Estado no fuera capaz de colmar la demanda actual de viviendas más confortables y a tipos asequibles de alquiler, resultará ineludible introducir un mecanismo permanente que regule el disfrute de las ya existentes; tal sistema comportaría el que, en definitiva, decidieran los jerarcas qué parte de sus ingresos debería la gente destinar a vivienda, así como la clase de morada a asignar a cada individuo o grupo familiar. Es fácil imaginar el omnímodo poder que gravitaría sobre la vida humana si quedara al libre arbitrio de los jerarcas la concesión de viviendas.

Tampoco debemos silenciar que numerosos esfuerzos llevados a cabo para asignar el carácter de servicio público a la construcción de alojamiento han dificultado seriamente mejorar los locales destinados a viviendas, ya que paralizan las fuerzas que provocan la gradual rebaja de los costes de edificación. Todos los monopolios son indudablemente antieconómicos, pero la máquina burocrática estatal lo es todavía más; la supresión del orden competitivo y la tendencia al inmovilismo, característica de cualquier sistema de planificación centralizada, impiden, sin lugar a dudas, alcanzar el anhelado objetivo —técnicamente posible si se aplican los adecuados métodos— de reducir, de modo creciente y sustancial, los costes de la edificación. La construcción de viviendas por la administración pública (y el otorgamiento de subsidios a los particulares al objeto de que tal género de edificaciones se incremente) puede, por tanto, y en el mejor de los casos, resultar beneficiosa para aquellos sectores de la población económicamente más necesitados; pero tales medidas, al propio tiempo, los someten a tan alto grado de dependencia de los poderes públicos, que se plantea un grave problema político si los beneficiarios llegan a ser la mayoría de las poblaciones. La política de vivienda a que venimos haciendo referencia no es inconciliable —como también acontece con la asistencia a los menesterosos con un sistema general de libertad. Pero suscita gravísimas cuestiones que debemos afrontar resueltamente si queremos evitar sus nocivas repercusiones.

4. Problemas que plantea el hacinamiento

La oportunidad de obtener mayores ingresos y el disfrute de otras ventajas que la residencia en las poblaciones proporciona queda compensada, en gran medida, por los mayores gastos que tal género de vida implica, gastos que generalmente se incrementan cuanto mayor es la categoría de la ciudad. Aquellos que por trabajar en la urbe ven incrementados sus ingresos se hallan en situación más ventajosa, aun cuando por serles necesario trasladarse diariamente entre puntos distantes hayan de abonar el precio del transporte y alquileres más altos por una modesta morada. Otros disfrutarán de estas ventajas si no se ven en el caso de destinar parte de sus ingresos a gastos de transporte o no han de residir en barrios caros o no les importa ocupar habitaciones reducidas a cambio de disponer de mayores sumas con que proporcionarse otras comodidades. En el centro de las poblaciones existen viejos caserones cuyos solares gozan en la actualidad de tan gran demanda para fines distintos de la vivienda, que carecería de interés dedicados a edificar nuevas moradas. Tales inmuebles, tiempo ha desechados por las personas pudientes, proporcionan a quienes se hallan empleados en menesteres de bajo rendimiento la oportunidad de disfrutar las ventajas que la ciudad ofrece a base de vivir hacinados en extremo. En tanto existan individuos dispuestos a ocupados, lo más conveniente en muchos casos es no derribados; con lo que se da la paradoja de que los más necesitados habitan con frecuencia en distritos cuya superficie edificable tiene gran valor y que los propietarios obtienen saneadas rentas de inmuebles ubicados en la parte más desmantelada de la urbe. Los edificios de esta categoría continúan dedicados a vivienda en razón a que los viejos inmuebles originan reducidos gastos de conservación, pudiendo albergar en cambio numerosas familias. De no existir tan destartaladas moradas, o si fuera menor su superficie habitable, muchos de los que desean vivir en las grandes aglomeraciones urbanas perderían la oportunidad de que los incrementados ingresos que en ellas obtienen puedan igualar y acaso sobrepasar el mayor gasto que implica la residencia urbana.

La existencia de locales sórdidos y mal acondicionados destinados a vivienda —y que en forma más o menos agravada se registra durante el período de crecimiento de la mayoría de las poblaciones— plantea dos clases de problemas que conviene distinguir aunque por lo general se confundan. La existencia de barrios insalubres, cuyos moradores arrastran una vida generalmente mísera, actuando con frecuencia al margen de la ley, provoca, sin duda, un efecto deletéreo sobre el resto de la población y obliga a la autoridad municipal o a los ciudadanos a hacer frente a ciertos gastos que, en cambio, no soportan los residentes de los mencionados distritos. En tanto que para los usuarios de tales viviendas sea ventajoso residir en el centro de la ciudad, teniendo en cuenta que el municipio toma a su cargo el costo que su proceder ocasiona, existe la posibilidad de que la situación se altere transfiriendo los costos al propietario, lo que sin duda daría lugar al derribo de los viejos e insalubres caserones y a levantar nuevos inmuebles, que el comercio o la industria utilizarían. Claro está que una medida de tal naturaleza en modo alguno resultaría beneficiosa para los inquilinos de las destartaladas casonas. La nueva realidad no se habría producido en interés de los directamente afectados por la medida; el problema queda situado en el cuadro de los denominados «efectos de vecindad» y pertenece a la temática de la planificación urbana que examinaremos más adelante.

Las razones que aconsejan la demolición de los sórdidos distritos o suburbios —si se contemplan tomando en consideración la conveniencia o la necesidad de sus usuarios— son completamente distintas. En tal supuesto se plantea un auténtico dilema. La gente, si se decide a vivir hacinada en destartalados inmuebles, es tan sólo porque de tal suerte se le proporciona la ansiada oportunidad de beneficiarse de las altas remuneraciones que la actividad ciudadana proporciona. Ahora bien, cuando se pretende que tan sórdidas viviendas desaparezcan hay que elegir de dos cosas una: o bien se impide que los individuos en cuestión aprovechen lo que constituye una parte de sus ingresos ordenando el derribo de sus míseros alojamientos, pero de módicos alquileres —donde radicaba su ventajosa situación— y se les obliga a abandonar la ciudad hasta tanto no se disponga para todos de locales con condiciones mínimas de habitabilidad[8], o, en otro caso, se les facilita viviendas decorosas a menor precio de su costo, lo que equivale a otorgarles un subsidio que les permita continuar residiendo en la urbe, causa a su vez de que nuevas gentes que se hallan en análoga situación inicien su éxodo hacia la ciudad. De tal suerte, no sólo se contribuye a que las ciudades crezcan más allá de lo razonable, sino que se facilita la aparición de ciertos grupos a cuyas necesidades habrá de proveer la comunidad. Cuando así acontece, las autoridades pronto se consideran investidas de la facultad de decidir a quién se le permite trasladarse a determinada ciudad y a quién no.

Como acontece a menudo en este orden de cosas, las medidas adoptadas pretenden satisfacer las necesidades que determinados individuos experimentan, sin calcular que incrementarán el número de personas a quienes habrá de extenderse la protección. Es cierto que muchos de los que habitan en los suburbios vienen residiendo muchos años en las ciudades y no conocen otro género de vida, lo que les incapacita para acomodarse a las actividades del campo. Ahora bien, el problema más grave deriva de la afluencia de numerosas personas procedentes de las regiones más pobres y predominantemente rurales, para quienes la acomodación económica en los viejos y ruinosos edificios urbanos constituye a modo de trampolín para alcanzar una mayor prosperidad. Para esta gente, trasladarse a la ciudad resulta ventajoso a pesar de verse en el caso de utilizar viviendas reducidas e insalubres. Cuando se les facilita alojamiento más confortable y económico, el éxodo hacia las poblaciones alcanza un ritmo mucho más intenso. Sólo existen dos maneras de resolver el problema: o bien se permite que los factores económicos disuasivos operen, o bien se implanta un rígido control que imponga orden y canalice la afluencia de nuevas gentes; los partidarios de la libertad consideran la primera solución como mal menor.

El problema de la vivienda en modo alguno constituye un problema independiente con solución aislada, sino que se halla involucrado con cuantos temas plantea la pobreza y que únicamente se puede resolver elevando el nivel de vida de todos. Ahora bien, este objetivo se distanciará si acudimos a subsidiar a determinadas personas precisamente para que abandonen aquellas comarcas donde sus ingresos superan a sus gastos y se instalen en otras donde ocurrirá lo contrario, o bien si se ponen obstáculos al desplazamiento de quienes consideran que el emigrar de un lugar ha de permitirles obtener mayores ingresos aun cuando sea a costa de vivir en condiciones que nosotros consideramos deplorables.

No disponemos de espacio bastante para proceder al estudio de cuantas medidas las autoridades municipales pueden adoptar con la finalidad de ayudar a determinados sectores de la población, pero que en realidad no son más que medios y subvenciones que facilitan el crecimiento de las gigantescas aglomeraciones humanas más allá de límites económicamente aconsejables. Cuantas fórmulas se ingenian para, invocando una supuesta conveniencia pública, facilitar a la gente servicios por bajo de su costo —con la finalidad inicial de descongestionar las poblaciones y favoreciendo el ulterior crecimiento de los distritos del extrarradio— no hacen, a la larga, más que empeorar las cosas. Las censuras que ha provocado la política de la vivienda implantada en Inglaterra son igualmente aplicables a la mayoría de los países. «Nos hemos sometido a aquellas directrices que suponen la concesión de recursos económicos con destino al mantenimiento de las aglomeraciones urbanas financiados mediante la exacción fiscal que ha de soportar todo el país, lo que provoca y estimula el crecimiento antieconómico de las grandes ciudades»[9].

5. Urbanismo y derechos de propiedad

El normal ejercicio de las facultades dominicales provoca en las grandes poblaciones, por las relaciones de vecindad, beneficios o perjuicios que afectan a terceros, suscitando nuevos problemas en razón a que el mecanismo de los precios no los acusa con la debida precisión. Las ventajas o desventajas que origina el disfrute de la propiedad mobiliaria afectan, por lo general, de modo exclusivo, a sus titulares, a diferencia de cuando se trata de una parcela de terreno, pues acontece entonces con frecuencia que su uso repercute necesariamente en la utilidad de los precios colindantes. En el ámbito ciudadano, lo expuesto hace referencia a la actuación de los titulares de la propiedad privada y, en mayor grado todavía, a la forma en que se utilicen los terrenos comunales, tales como las calles o los lugares de recreo y esparcimiento, tan esenciales en la ciudad. Para que el mercado pueda armonizar los esfuerzos de los individuos, tanto el propietario como las autoridades que gobiernan los servicios públicos han de hallarse emplazados de tal suerte que se percaten de los efectos que su conducta provoca sobre los bienes ajenos. Tan sólo cuando el valor de los patrimonios privados y públicos refleja la totalidad de las repercusiones derivadas de su uso, el mecanismo de los precios opera en debida forma. En la especial regulación antes mencionada, tal realidad queda muy debilitada. El valor de los bienes inmuebles es influido por la manera en que el resto de la gente usa de los suyos, y más todavía por los servicios públicos habilitados y los reglamentos que las autoridades imponen; y, a menos que al adoptar decisiones se hayan tenido en cuenta tales efectos, existen pocas probabilidades de que el beneficio exceda al costo total[10].

Ahora bien, aun cuando el mecanismo de los precios constituye una guía imperfecta para el goce de la propiedad urbana, no se puede prescindir del mismo si el proceso de desarrollo incumbe a la iniciativa privada y si ha de operar el conocimiento y previsión dispersos entre toda la gente. Hay razones de peso a favor de la adopción de cualesquiera medidas prácticas conducentes a que ese mecanismo funcione de modo más eficaz y a que los propietarios tomen en consideración todas las posibles consecuencias de sus actos. El marco jurídico dentro del cual las decisiones de los titulares de propiedad privada han de coincidir con el interés público deberá, por tanto, ser más casuístico y adaptado a las circunstancias locales de lo que requiera cualquier otra especie de propiedad. Tal «planificación urbana», que en general se apoya en el mercado, dicta normas para el desarrollo de ciertos sectores de la ciudad —dejando, de todos modos, que el particular actúe libremente— y constituye una parte no despreciable del esfuerzo que impulsa al mercado a operar con mayor eficacia.

Existe otro tipo de injerencia totalmente distinto aun cuando se le designa también con el nombre de «planificación urbana» o «urbanismo». A diferencia del anterior, esta última prescinde deliberadamente del mecanismo de los precios y aspira a imponer en su lugar una dirección centralizada. Gran parte de la planificación urbana que llevan a cabo arquitectos e ingenieros, ignorando en absoluto la función que desempeñan los precios en la coordinación de las actividades individuales, corresponde a tal tipo de injerencia[11]. Incluso cuando no pretende someter el futuro desenvolvimiento urbano a un plan preconcebido que asigne determinado uso a cada parcela de terreno, su finalidad, en definitiva, no es otra que hacer cada vez más inoperante el mecanismo del mercado.

La cuestión, por tanto, no consiste en si debe o no propugnarse la planificación urbana, sino más bien en si las medidas a aplicar completan y coadyuvan al mecanismo del mercado o impiden su funcionamiento sustituyéndolo por una dirección centralizada. Las cuestiones que en la práctica suscita tal proceder ofrecen gran complejidad, no siendo posible hallar ninguna solución perfecta. El carácter beneficioso de cualquier medida se apreciará en cuanto contribuya a un deseable proceso cuyos detalles, sin embargo, serán muy impredecibles.

La mayor dificultad práctica consiste en que, en realidad, todas las disposiciones adoptadas con fines urbanísticos aumentan el valor de determinados bienes inmuebles y, en cambio, reducen el de otros. Tan sólo resultarán beneficiosas si en el conjunto de las ganancias que comportan superan a las pérdidas provocadas. Si en verdad se desea no dañar a unos en beneficio de otros, es obligado que tanto las ganancias como las pérdidas deriven del actuar de la autoridad encargada de dirigir los planes, la cual habrá de incautarse de las plusvalías producidas (incluso si las medidas en cuestión se hubieran adoptado en contra del deseo de alguno de los propietarios), abonando con carácter de compensación a los perjudicados el importe de los daños sufridos. Todo ello puede lograrse sin que la autoridad asuma poderes arbitrarios y de imposible control, reconociéndole únicamente la facultad de expropiar a precio de mercado. Este derecho basta, por lo general, para que la autoridad pueda exigir al propietario las plusvalías derivadas de la gestión pública, y al propio tiempo permite la adquisición de los predios, que ven disminuido su valor como consecuencia de las medidas adoptadas contra la voluntad de sus propietarios. La autoridad, en la mayoría de los casos, ni siquiera habrá de adquirir los inmuebles en cuestión, pues, al socaire de su facultad de expropiar, no le será difícil convenir con el propietario una adecuada fórmula compensatoria. Cuando el único poder coactivo de que la autoridad dispone es el derecho a expropiar al precio de mercado, los intereses legítimos de la gente se hallan debidamente protegidos. Pero en cierta medida se trata de un método imperfecto, ya que «el valor de mercado» no es una magnitud que carezca de ambigüedad y los criterios acerca de cuál sea el justo precio distan mucho de ser uniformes. Ahora bien, lo importante es que las discrepancias sean resueltas, en última instancia, por tribunales independientes, sustrayéndolas al arbitrio de la propia autoridad planificadora.

El riesgo más grave lo crean numerosos planificadores cuando desean eludir el cómputo de cuantas inversiones se precisan para realizar sus proyectos. Arguyen, en muchas ocasiones, que, si hubiera que abonar los precios que rigen en el mercado, resultaría prohibitiva la realización de determinadas mejoras.

Ahora bien, lo que esto en verdad significa es que, en tal supuesto, el proyecto ha de ser abandonado. Nunca, en efecto, son más inconsistentes las motivaciones del planificador urbano que cuando pretende expropiar a los ciudadanos fijando la indemnización por debajo del justo precio que señala el mercado; la dialéctica empleada parte de la falacia de no existir otro procedimiento para reducir el coste social del proyecto. Lo que en realidad acontece es que se aspira a realizar obras sin abonar su coste; el planificador desea evidenciar las ventajas que comportan sus proyectos acudiendo al fácil expediente de que determinados sujetos soporten una parte de los gastos, para seguidamente adoptar, ante su justa queja, una actitud de absoluta indiferencia.

La mayor parte de los razonamientos en pro de la planificación urbana son utilizados para extender la planificación más allá de los límites en que normalmente queda configurada y salvaguardada la propiedad privada. Algunas de las medidas que persigue la injerencia quizá se lograran si se dividiera el contenido del dominio de tal suerte que la facultad de adoptar las decisiones se reservara a alguna entidad autónoma que en representación del municipio o la región quedara facultada para asignar cargas y ventajas al propietario individual. Este tipo de ordenación, en el que la aludida entidad autónoma retiene cierto control permanente sobre la utilización de las parcelas de los particulares constituye una alternativa a la directa injerencia de la administración. Ofrece también la ventaja de que esa entidad autónoma sea una entre muchas y de que su poder quede limitado por hallarse en el caso de competir con otras de naturaleza similar.

En cierta medida, como parece natural, incluso la competencia entre municipios y otras corporaciones administrativas provoca efectos restrictivos análogos a los que acabamos de exponer. El planificador urbano, sin embargo, exige con frecuencia que sus programas tengan alcance regional e incluso nacional. Verdad es que en la planificación concurren siempre ciertos factores que requieren grandes unidades para operar de manera efectiva. Ahora bien, todavía es más cierto que, a medida que el área de la planificación centralizada se amplía, los datos peculiares de carácter local se tienen menos en cuenta. Los programas de ámbito nacional, en vez de intensificar la competencia, la eliminan totalmente. Tal eliminación, en verdad, no es deseable. Es probable que no exista solución perfecta a las dificultades que la complejidad del problema plantea. Pero los mejores logros derivarán siempre de la aplicación de un método que opere principalmente a través de alicientes ofrecidos a los particulares permitiéndoles disponer a su antojo de sus predios, puesto que ningún otro mecanismo utiliza tan adecuadamente los dispersos conocimientos, posibilidades y perspectivas derivadas de todo proceso de desarrollo como lo hace el mercado.

Ciertos sectores estiman que estas dificultades se obvia rían si se implantara el impuesto único (the single-tax plan), es decir, transfiriendo la propiedad de todos los terrenos a la comunidad para después cederlos en arriendo —a los tipos fijados por el mercado— a quienes desean explotarlos. Este sistema de socialización de la tierra es, sin duda, considerando su aspecto lógico, el más seductor y plausible de todos los programas socialistas. Si los supuestos de hecho en que se basa fueran correctos, es decir, si fuera posible distinguir de modo inequívoco el propio valor de las «fuerzas permanentes e indestructibles del suelo» y el que deriva de dos clases de mejoras (las procedentes de la acción colectiva y las debidas al esfuerzo del propietario individual), las razones en favor de su instauración serían muy sólidas. Pero las dificultades mencionadas derivan de la circunstancia de que aquella diferenciación no puede hacerse con el rigor adecuado. Por otra parte, para que las parcelas en manos de los particulares proporcionaran el rendimiento debido, el precio del alquiler habría de quedar inalterable y el plazo del arriendo ser muy largo y de libre transmisión, con lo que tal sistema apenas diferiría de la propiedad privada y las cuestiones que esta última suscita reaparecerían. Aun suponiendo que las cosas fueran tan sencillas como pretenden los partidarios del «impuesto único sobre la tierra», no cabe esperar que, implantándolo, se solucionaran los problemas que nos preocupan.

6. Control de la utilización de solares

El despotismo administrativo, bajo cuya férula los planificadores urbanos desean colocar la economía, queda bien ilustrado por las previsiones drásticas de la British Town and Country Planning Act, de 1947[12]. Aunque dicha ley fuera derogada tras una vigencia de pocos años, no le han faltado admiradores en todas partes, e incluso se ha presentado como ejemplo digno de imitación por los Estados Unidos[13]. La ley establecía nada menos que la expropiación de todas las ganancias que el propietario de suelo urbano obtuviere por cualquier cambio importante del destino que se le diera y definiendo la ganancia como la plusvalía que hubiera registrado el valor de los terrenos en el supuesto de que no se hubiese permitido una utilización distinta, precio que podría haber sido igual a cero[14]. La indemnización por la confiscación de tales plusvalías procedía de un fondo especialmente presupuestado al efecto. La tesis subyacente en tal mecanismo presuponía que la gente tan sólo se hallaría facultada para enajenar determinada parcela a un precio no influido por cualquier cambio de su actual destino; toda ganancia provocada por una alteración de su uso correspondería a la autoridad planificadora como precio del permiso para realizar el cambio, mientras que cualquier pérdida causada por una disminución de valor, en función de su uso actual, afectaría tan sólo al propietario. En los casos en que una propiedad dejaba de ser rentable por mantenerla invariablemente destinada a determinada utilización, el impuesto de plusvalía (the development charges), como se denominó la exacción fiscal, hubiera ascendido al valor íntegro del precio aludido al serle asignado nuevo destino.

Debido a que la entidad autónoma encargada de la aplicación de las disposiciones legales a que venimos aludiendo asumió facultades omnímodas sobre las pretensiones del particular en cuanto afectaban a alterar el destino de las parcelas de su propiedad —salvo si se trataba de terrenos dedicados a explotaciones agrícolas—, quedó en realidad investida de plenos poderes en lo atinente a si aquellos habían de aplicarse a finalidades industriales o mercantiles. Ahora bien, como quiera que la actuación de la entidad autónoma no podía quedar sujeta, por su propia constitución, a limitaciones, el Central Land Board puso pronto de manifiesto que no tenía el propósito de debilitar sus poderes imponiéndose normas que restringieran su actuar. Las instrucciones que dictó al iniciar su gestión expresaban lo anterior con singular claridad. El Central Land Board se reservaba explícitamente el derecho a separarse de aquellas instrucciones siempre que «por razones especiales sus normas no fueran de aplicación» y asimismo «cuando juzgara conveniente modificar sus directrices». Por último, declaró que interpretaría con criterio restrictivo «las disposiciones de carácter general» cuando así conviniera en cada caso concreto[15].

No es sorprendente que se descubriese la imposibilidad de poner en práctica una ley de tales características; y así, tras siete años de vigencia, tuvo que ser derogada, sin que se abonara ninguna de las compensaciones previstas por la percepción de la «plusvalía originada por los nuevos procesos de desarrollo» de la propiedad. De toda la ordenación, lo único que ha quedado vigente es la necesidad de solicitar el permiso de la autoridad planificadora para cualquier proceso económico, autorización que se presume obtenible si el proyecto no es contrario al plan general previamente publicado. El propietario individual, por tanto, de nuevo tiene interés en dar a sus bienes inmuebles el uso más adecuado. La realidad que examinamos podría calificarse de episodio curioso y que pone en evidencia los desatinos a que da lugar una impremeditada legislación si no se tratara de las consecuencias que lleva consigo la ideología hoy tan extendida. Todos los esfuerzos para eliminar el mecanismo del mercado en lo que respecta a la propiedad urbana y reemplazarlo por una dirección centralizada conducen a un sistema que deja al arbitrio del jerarca la completa dirección de los procesos de desarrollo. La fracasada experiencia inglesa pasó inadvertida, por cuanto, durante la vigencia de la ley, el mecanismo burocrático indispensable para su aplicación no llegó nunca a operar por completo. La ley y el aparato requerido para su aplicación eran tan complejos, que nadie, salvo los escasos contribuyentes que, por su desgracia, quedaron prendidos en sus mallas, llegó a comprender de qué se trataba.

7. Reglamentación en materia de edificación

Las ordenanzas municipales relativas a la edificación urbana plantean problemas, en muchos aspectos, similares a los de la planificación de las ciudades. Aun cuando no susciten importantes cuestiones de principio, es obligado proceder brevemente a su examen. Dos razones aconsejan que las edificaciones en la ciudad se sometan a regulación. En primer lugar, porque, como es harto sabido, pueden crear situaciones de insalubridad o riesgo de incendio, con daño para otros inmuebles. Las condiciones que en la actualidad se exigen en materia de construcción atañen no sólo a la seguridad de los colindantes y usuarios, sino también de los clientes y personas relacionadas con los ocupantes. En segundo término, someter la construcción de los nuevos inmuebles a normas obligatorias constituye, probablemente, la única manera de impedir el fraude y el engaño, toda vez que las fórmulas contenidas en las ordenanzas de la edificación sirven para interpretar las cláusulas convenidas en orden a la adecuada construcción y aseguran la utilización de los materiales y técnica adecuados y comúnmente admitidos, salvo que se desee aplicar otros, pero en tal caso todo ello debe ser consignado de manera explícita en el contrato.

Aunque no puede negarse la conveniencia de la reglamentación, pocas materias se prestan tanto como esta a las intromisiones abusivas de la autoridad, habiendo sido utilizada con harta frecuencia para imponer trabas absurdas o dañosas al progreso de las poblaciones o bien para proteger situaciones prácticamente monopolísticas de los industriales de la localidad. Cuando tales instrumentos rebasan una ordenación mínima, y, de modo especial, cuando tienden a que los nuevos procedimientos técnicos permitidos sean los de general aplicación en un momento dado, existe el riesgo de que dificulten gravemente el deseado progreso económico. Si impiden la aplicación de nuevos métodos y amparan los monopolios locales de trabajadores y empresarios, las regulaciones provocan el alza en los costos de la construcción y de modo indirecto son causa de la escasez de viviendas y del hacinamiento que se registra en los inmuebles ya existentes. Ello es rigurosamente exacto cuando las ordenanzas, en lugar de limitarse a prescribir que las nuevas edificaciones queden sometidas a ciertas condiciones y pruebas, requieren la aplicación de determinadas técnicas. Interesa advertir que las «ordenanzas de inspección» imponen menos restricciones que las «ordenanzas técnicas», siendo, por lo tanto, aquellas preferibles. Estas, aparentemente, concuerdan más con nuestros principios, toda vez que limitan las facultades discrecionales de la autoridad; pero la discrecionalidad conferida por las «ordenanzas técnicas» no puede ser censurada. El que determinado procedimiento sea idóneo para ejecutar una obra puede ser objeto de dictamen por peritos en la materia, y las discrepancias, sometidas a ulterior decisión de los tribunales.

Dilucidar si la facultad de dictar las ordenaciones en materia de edificaciones urbanas incumbe al Estado o a las corporaciones locales suscita nuevos temas de indudable importancia y complejidad. Es, sin duda, posible que las ordenanzas emanadas de las autoridades comarcales tiendan a proteger las prácticas monopolísticas y que contengan, en otros aspectos, normas más restrictivas. Cabe aducir también razones de peso a favor de que se publique un modelo o formulario general minuciosamente elaborado y que los regidores de cada localidad adaptarían a sus necesidades peculiares introduciendo las modificaciones del caso. Pero, en general, las ordenanzas de ámbito local provocan una competencia entre las distintas corporaciones interesadas, que suprime obstáculos y restricciones carentes de base, con bastante mayor rapidez y eficacia que unas ordenanzas generales de aplicación a todo el país o a extensas regiones del mismo.

8. Control de emplazamientos industriales

En el conjunto de cuestiones que suscita la ordenación urbana, las relacionadas con el emplazamiento de las industrias de rango nacional asumirá, sin duda, gran importancia en el futuro. La atención de los partidarios de la planificación se concentra cada vez más en tales problemas y es precisamente en esta materia donde, con reiteración, se afirma que los logros de la libre competencia son, sin duda, irracionales y nocivos. Ahora bien, ¿dónde se descubre la supuesta irracionalidad de los actuales emplazamientos de las zonas industriales y la pretendida posibilidad de mejorarlos acudiendo a la dirección centralizada? Claro está que, si la gente pudiera prever con la necesaria anticipación y en todos sus detalles el alcance de los procesos de desarrollo, gran parte de las decisiones en su día adoptadas habrían sido diferentes, y, en tal sentido, lo que entonces aconteció se nos antojara, a posteriori, inadecuado. Ello no quiere decir, sin embargo, que, partiendo de los datos de que entonces se dispuso, hubiérase procedido de manera distinta, o bien que los logros hubieran sido más satisfactorios de haber dirigido los procesos de desarrollo una autoridad nacional. Aun cuando de nuevo nos movamos en una esfera en la que el mecanismo de los precios opera sólo imperfectamente, sin tener en cuenta muchos factores que desearíamos ver ponderados, resulta más que dudoso que un planificador central fuera capaz de regir tales procesos con tanto acierto como el mercado. Debemos subrayar los sorprendentes éxitos que en este orden de cosas logra el mercado cuando obliga a la gente a considerar realidades que directamente no captan pero que los precios hacen tangibles. El análisis crítico más difundido en relación con la materia que nos ocupa dio pie a que A. L6sch sentara el siguiente aserto: «La consecuencia, sin duda, más importante que se deduce de la lectura de este libro es haber evidenciado, de manera sorprendente, hasta qué punto las fuerzas del mercado libre pueden operar de modo altamente beneficioso». A renglón seguido añade que el mercado «respeta los deseos apenas intuidos de la gente, tanto si son beneficiosos como perjudiciales», y que su mecanismo «actúa —aunque con excepciones— por el bien común bastante más de lo que generalmente suponemos»[16].