CAPÍTULO XI

La cuestión monetaria

Ningún medio más seguro y artero para trastocar la base de una sociedad que el de envilecer su signo monetario. Entran en juego, al servicio de la destrucción, todas las leyes económicas, y, lo que es más, ni una sola persona de cada millón tiene capacidad bastante para diagnosticar el mal.

J. M. KEYNES[1]

1. La actividad del poder público en relación con la moneda

Lo ocurrido en los últimos cincuenta años ha enseñado a la mayoría cuán importante es un sistema monetario estable. Este período, si se le compara con la anterior centuria, ha sido una de las épocas que mayores perturbaciones monetarias ha registrado. Los gobernantes desempeñan hoy un papel mucho más activo en el control de la moneda, y a tal injerencia, en gran parte, se debe la actual inestabilidad monetaria. Es lógico, por tanto, que haya quienes crean que lo mejor sería impedir a los poderes públicos manipular el dinero. ¿Por qué —se preguntan— no dejar que actúen, en el orden monetario, las fuerzas espontáneas del mercado, al igual que se hace en otras esferas mercantiles?

Es de suma importancia dejar bien sentado, desde ahora, que tal pretensión no sólo resulta, en la actualidad, políticamente impracticable, sino que, aunque fuera posible, tal vez no sería aconsejable. Si los gobernantes nunca hubieran intervenido, quizá se habría desarrollado un sistema monetario que no requiriera el control estatal; si no se hubiera impuesto ampliamente el uso de los instrumentos de crédito y demás sustitutos monetarios, tal vez cabría confiar en la autorregulación del mercado monetario[2]. Hoy, sin embargo, nada de ello es posible. No podemos ya prescindir del dinero crediticio, base en la que se asienta en gran parte la moderna vida mercantil. La evolución histórica ha creado una situación que exige cierto control de los mutuamente influyentes sistemas dinerario y crediticio. Concurren además otros factores que no desaparecerían por la mera modificación del sistema monetario, factores que, hoy por hoy, obligan a que los poderes públicos intervengan en esta materia[3].

Tal situación se debe fundamentalmente a tres causas de trascendencia y vigencia desiguales. La primera de ellas influye sobre todo sistema monetario en todo tiempo; la variación de las disponibilidades monetarias de un mercado provoca perturbaciones de mucho mayor peso que las originadas por cualquier otro de los cambios que afectan a la producción y a los precios. La segunda influye sobre todos aquellos sistemas monetarios como lo son los nuestros actuales en que la cuantía de las disponibilidades dinerarias depende en gran medida de las facilidades crediticias concedidas. La tercera alude al enorme volumen que en la actualidad han alcanzado los gastos públicos; esta circunstancia podría eventualmente variar; de momento, sin embargo, no puede ser pasada por alto al tratar de temas dinerarios.

La primera de estas circunstancias da lugar a que la moneda se nos presente como una especie de rueda loca dentro del mecanismo del mercado, mecanismo que en todos los demás aspectos se autorregula por sí solo; tal realidad viene a perturbar a veces la autocorrección del sistema, perturbando las actividades productoras, a no ser que, previa y consecuentemente, hayan sido adoptadas las oportunas contramedidas. Esa peculiar condición del dinero se debe a que, a diferencia de lo que acontece con los demás bienes, la utilidad de la moneda no resulta de consumida, sino de cederla a un tercero. Sucede, por ello, que las variaciones de la oferta o la demanda de dinero, por sí solas, no conducen a un nuevo equilibrio. Las mutaciones de índole monetaria, además, empiezan produciendo efectos de un determinado signo, para después adoptar el contrario; son «autorreversibles». Si, por ejemplo, cierta suma dineraria de nueva creación comienza por invertirse en un determinado bien o servicio, ello no sólo provoca un incremento, desde luego temporal y pasajero, de la correspondiente demanda, sino que, además, desencadena una serie de fenómenos que más tarde invierten los efectos de aquel primer incremento de la demanda. Quienes primero reciben ese dinero adicional lo gastan seguidamente adquiriendo otras cosas. Como acontece con las ondas que origina un guijarro lanzado en medio de un estanque, los efectos del incremento de la demanda repercuten a través de todo el sistema económico, alterando temporalmente en cada etapa los precios correspondientes, en el sentido de que persiste mientras sigan incrementándose las disponibilidades dinerarias, pero que se invierte tan pronto como se paraliza la creación de nuevos medios de pago. Mutatis mutandis, lo mismo sucede cuando se destruye una cierta cantidad de dinero o cuando la gente tiende a incrementar sus tesorerías; todas estas mutaciones provocan una sucesión de cambios en las correspondientes demandas, cambios ajenos por completo a la variación de los verdaderos factores subyacentes, lo cual trastoca los precios y la producción, así como el equilibrio entre la demanda y la oferta[4].

Si, por tal razón, resulta tan perturbadora la variación de las disponibilidades monetarias, viene aún a agravar las cosas el hecho de que, como es sabido, puede ser manipulada de modo pernicioso la cuantía de aquellas. Lo que importa es que la velocidad de circulación de la moneda no cambie desordenadamente. Pero ello exigiría que cuando la gente desea variar su tenencia de efectivo (o, como dicen los economistas, cuando buscan ampliar o reducir su liquidez), las disponibilidades monetarias variaran en consonancia. Defínase como se quiera el término «efectivo», lo cierto es que resulta distinta, tanto a la corta como a la larga, la cantidad del mismo que la gente desea mantener a la vista, existiendo además sustituciones espontáneamente aparecidas (tales como, por ejemplo, las cartas de crédito y los cheques de viaje) que pueden ejercer profundo influjo sobre las decisiones de los interesados. Es difícil suponer que haya un sistema de regulación automática de la oferta dineraria que permita efectuar las oportunas acomodaciones antes de que tales cambios en la demanda o en la oferta de moneda hayan provocado dañosos efectos tanto en los precios como en el empleo.

Todavía peor, bajo los modernos sistemas monetarios acontece que no sólo las disponibilidades dinerarias no se acomodan, por sí solas, a tales cambios de la demanda de numerario, sino que, además, la cuantía de aquellas tiende a moverse en dirección opuesta. En cualquier economía en que el crédito se emplea como sustituto del dinero —y difícil es impedirlo— la oferta de tales sustitutos monetarios tiende a ser «nocivamente elástica»[5]. Ello es natural, pues las mismas consideraciones que inducen a la gente a incrementar la tenencia de numerario impelen a quienes mediante el crédito crean tales sustitutivos a restringir su concesión y viceversa. El hecho de que cuando todos buscan una «situación de mayor liquidez», los bancos también la desean, induciéndoles tal circunstancia a reducir sus operaciones crediticias, constituye un ejemplo de la tendencia general que se aprecia en la mayoría de las formas del crédito.

Esa libre variabilidad de las disponibilidades monetarias sólo puede evitarse otorgando a una determinada institución la necesaria capacidad para que pueda actuar deliberadamente en sentido opuesto incrementando o disminuyendo la cuantía de los medios de pago generalmente aceptados. Tal función ha sido encomendada, por lo general, a un ente de ámbito nacional e, históricamente, a los bancos centrales o de emisión. Incluso países como Estados Unidos, que durante largo tiempo se resistieron a admitir tales instituciones, al fin comprendieron que, para evitar pánicos periódicos, todo sistema en el que se haga amplio uso del crédito bancario tiene que apoyarse en tal organismo central, con capacidad para, en todo momento, producir el efecto necesario; gracias a esta función monetaria viene dicha institución, en definitiva, a controlar las facilidades crediticias totales.

Existen poderosas razones para que estas instituciones disfruten en su política financiera de la máxima independencia posible con respecto al poder público y llegamos así al tercero de los factores mencionados, el que se refiere a la actual realidad histórica, realidad que posiblemente en el futuro varíe, pero que hoy por hoy debemos aceptar como un hecho. La política monetaria sólo puede independizarse de las necesidades del fisco si los gastos públicos son de escasa cuantía comparativamente al conjunto de pagos de la nación y, especialmente, si la deuda estatal —sobre todo la deuda a corto plazo— absorbe un porcentaje reducido del mercado crediticio[6]. Tales circunstancias no se dan en nuestro mundo. La política monetaria, por tanto, queda subordinada a la voluntad del gobernante. Esta situación implica que, por independientes que en apariencia puedan seguir siendo las autoridades monetarias, en la práctica han de obedecer las directrices que el poder público traza. El Estado, lo queramos o no, es quien en nuestros días dicta la política monetaria.

Hay quienes ven con buenos ojos ese mayor control que el gobernante ejerce sobre el mercado dinerario. Más adelante examinaremos si efectivamente tal control permite o no desarrollar una política monetaria acertada. Interesa ahora tan sólo destacar que, mientras los gastos públicos absorban una porción tan importante de la renta nacional como hoy ocurre en todas partes, el gobierno dominará siempre el mundo monetario. Tan sólo reduciendo drásticamente los gastos públicos cabría alterar tal realidad.

2. El Estado-providencia y la inflación

Así las cosas, álzase ante nosotros la inflación como la más terrible de las amenazas. Siempre y por doquier ha sido el Estado el responsable máximo de la depreciación monetaria. Aunque a veces el valor de los metales nobles ha sufrido descensos más o menos prolongados, históricamente las grandes inflaciones han sido en todo tiempo provocadas por los gobernantes, reduciendo el contenido metálico del dinero o emitiendo papel moneda. Nuestra generación posiblemente esté más en guardia contra esas fórmulas inflacionarias tan toscas, merced a las cuales el Estado otrora financiaba sus gastos. Pero el mismo objetivo puede alcanzado hoy el gobernante recurriendo a sistemas más insidiosos y arteros, de cuyas consecuencias es difícil percatarse.

Al estudiar las actividades del Estado-providencia advertíamos cómo todas ellas abogan por la inflación. La continua elevación de los salarios, que los sindicatos propugnan, unida a la política de empleo total, hoy imperante, veíamos tenía forzosamente que desembocar en medidas inflacionarias, militando en el mismo sentido el deseo de aligerar, mediante la reducción del valor de la moneda, la tremenda carga que los seguros sociales suponen al erario. Conviene agregar, aunque tal vez la afirmación no guarde relación directa con el tema, que los poderes públicos, al parecer, recurren invariablemente a la inflación cuando sus gastos superan el 25 por 100 de la renta nacional, buscando así una reducción arbitraria de los compromisos adquiridos[7]. También vimos cómo, bajo un sistema tributario progresivo que incremente más los ingresos fiscales al aumentar las rentas nominales, la tentación inflacionaria le resulta al gobernante muy difícil de resistir.

Verdad es que el Estado-providencia, por su propia naturaleza, tiende hacia la inflación; pero todavía más cierto resulta que fueron anteriores inflaciones las que indujeron a la gente a reclamar los mencionados seguros y protecciones. Ello es cierto no sólo de las medidas ya examinadas, sino también de las que más tarde analizaremos e incluso de otras que sólo de pasada podemos citar, tales como la congelación de los alquileres, los subsidios a determinados artículos alimenticios y, en general, todos los controles de precios y adquisiciones. No es preciso insistir demasiado, dada su notoriedad, hasta qué extremos la inflación y sus efectos han proporcionado los argumentos de mayor fuerza esgrimidos para justificar la actual creciente intervención estatal en la vida mercantil. Pocos, sin embargo, se han percatado de la enorme influencia que el gigantesco proceso inflacionario de los últimos cuarenta años ha ejercido sobre la evolución del mundo entero. Semejante situación tal vez resulte más patente si examinamos someramente las repercusiones de la inflación sobre el esfuerzo realizado por aquellos individuos cuya vida de trabajo cubren dichos cuarenta años, para tener asegurada una vejez libre de agobias económicos.

Los resultados de un estudio estadístico sobre el tema nos permiten apreciar el impacto de la inflación sobre el ahorro practicado en su día por esa generación que está hoya punto de jubilarse[8]. Mediante dicho estudio simplemente se pretendía determinar cuál sería, en un cierto número de países, el valor actual del capital acumulado por una persona que durante un período de cuarenta y cinco años —de 1913 a 1958— hubiese ahorrado anualmente una cierta suma de igual poder adquisitivo, invirtiéndola al 4 por 100. Tal es aproximadamente la renta que en Occidente una persona modesta podía obtener en aquellas operaciones a ella accesibles, tales como cuentas de ahorro, papel del Estado o seguros de vida. Representamos por 100 la suma que el interesado hubiera recibido al final del período en cuestión, de haber permanecido invariable el poder adquisitivo de la moneda. ¿Qué porcentaje de dicha cantidad percibiría efectivamente el sujeto en 1958?

A la vista de estos datos, existe un país en el mundo, Suiza, donde el correspondiente importe alcanza la cifra del 70 por 100. En los Estados Unidos y Canadá, nuestro hombre todavía habría salido bien librado, pues percibiría alrededor de un 58 por 100. A la mayoría de los países de la Comunidad Británica y del área de la libra les corresponde una cifra del orden del 50 por 100, y aun en Alemania, pese a la total pérdida de todo el ahorro anterior a 1924, todavía obtendría un 37 por 100. Tales inversionistas podrían considerarse muy afortunados en comparación con los de Francia o Italia, quienes hubiesen recibido tan sólo entre un 11 y un 12 por 100 del valor que sus ahorros debieran haber tenido en 1958[9].

Son muchos quienes quisieran minimizar la trascendencia del largo período de inflación mundial al que nos referimos, afirmando que las cosas han sido siempre así y que la historia del mundo, en definitiva, no es más que la historia de la inflación. Tal afirmación, que pudiera ser cierta tomando la evolución humana en su conjunto, resulta, por el contrario, a todas luces inexacta en relación con aquella etapa en que se desarrolló nuestro moderno sistema económico, que ha incrementado la riqueza y las rentas de la gente hasta niveles jamás soñados. A lo largo de los dos siglos anteriores a 1914, estando Gran Bretaña adherida al patrón oro, el índice de los precios, por lo que sabemos, fluctuó en torno a unas cifras muy constantes, teniendo al final de dicho período un valor muy similar al de sus comienzos. Las oscilaciones muy raramente fueron superiores a un 33 por 100 por encima o por debajo del nivel general (excepto durante el período de las guerras napoleónicas, en que se abandonó el patrón oro)[10]. Análogamente, en Estados Unidos, entre 1749 y 1939, no se registra ninguna decisiva tendencia alcista de los precios[11]. Frente a tales precedentes, el alza de estos últimos durante los veinticinco años que acaban de transcurrir, tanto en esos como en otros países, ha sido impresionante.

3. Inflación y deflación

Son pocos quienes de un modo franco y abierto abogan por la constante alza de los precios; ello no obstante, la actual filosofía inflacionista se ampara fundamentalmente en la extendida creencia de que la deflación —o sea, lo opuesto a la inflación— es aún más nociva que esta; de tal suerte que, para estar del lado de lo 5eguro, mejor es pecar de inflacionista que de deflacionista. Tal actitud, en la práctica, provoca una inflación continua y creciente, pues lo cierto es que no conocemos mecanismo alguno que permita mantener totalmente estables los precios, siendo necesario, para conservar en lo posible esa deseada estabilidad, corregir toda leve oscilación en uno u otro sentido. La inflación y la deflación, por una parte, constituyen a menudo meros fenómenos locales o comarcales, necesarios para distribuir mejor la actividad mercantil en el país; siendo ello así, el deseo de suprimir tales deflaciones obliga a provocar inflaciones de ámbito nacional.

No está, sin embargo, nada claro eso de que, a la larga, la deflación sea más dañosa que la inflación. La inflación, en cierto aspecto, resulta infinitamente más peligrosa que la deflación, siendo preciso combatirla con la mayor decisión. De los dos males es, sin duda, la inflación el que más nos avasalla. Ello resulta así por cuanto, en términos generales, una inflación moderada, en sus primeros estadios, agrada a la gente, en tanto que la deflación, desde su inicio, es molesta y dolorosa[12]. Ciertamente no es necesario precaverse contra una práctica cuyos penosos efectos se sienten intensa e inmediatamente; hay, en cambio, que adoptar drásticas medidas en evitación de actuaciones que, si bien al principio son gratas y permiten soslayar momentáneamente ciertas dificultades, entrañan daños y perjuicios mucho más graves, de cuya realidad, sin embargo, sólo más tarde nos percataremos. El símil, tantas veces empleado, entre la inflación y la adhesión a las drogas encierra más de una verdad.

La inflación y la deflación provocan sus típicos efectos dando lugar a súbitas e imprevistas mutaciones de los precios; tanto la una como la otra perjudican doblemente, defraudando las esperanzas. La primera es cuando, de pronto, los precios resultan más altos o más bajos de lo que se esperaba; y la segunda —que siempre, más pronto o más tarde, se produce— cuando tal alza o baja deja de tener virtualidad práctica al ser ya prevista por los interesados. La diferencia entre inflación y deflación estriba tan sólo en que, con la primera, la grata sorpresa antecede a la desagradable reacción que inexorablemente se produce. En caso de deflación, por el contrario, de inmediato hace su aparición la depresión mercantil y sólo después viene la reacción. Tanto en uno como en otro caso, los efectos que al principio son de cierto signo, después son de signo contrario. Las fuerzas que ambos procesos mueven a lo largo de un cierto período se autoimpulsan; durante tal época, que puede prolongarse, los precios suben o bajan más de lo que la gente prevé. Ahora bien, salvo que se insista en la misma política con energía y velocidad constantemente aceleradas, el mercado prevé y descuenta los correspondientes movimientos de los precios. Tan pronto como esto ocurre, el proceso cambia de signo.

La inflación comienza por producir un ambiente en el que un mayor número que el corriente de personas obtienen ganancias, siendo los beneficios, por lo general, también superiores a los habituales. Se triunfa por doquier; prácticamente, no existen fracasos. El que constantemente se obtengan mayores ganancias de las previstas y el inusitado número de aventuras que terminan bien crean una atmósfera que induce a la gente a afrontar todo género de riesgos. Incluso aquellos que, de no ser por el afortunado e inesperado auge de los precios, habrían fracasado, quedando desplazados del tráfico mercantil, prosiguen sus negocios, manteniendo a sus empleados en la esperanza de que también ellos pronto participarán en la prosperidad general. Esta situación, sin embargo, perdura tan sólo hasta el momento en que la gente advierte va a persistir el curso ascensional de los precios. Tan pronto como quienes actúan en el mercado comienzan a prever que los precios, en determinado período, serán superiores en tal porcentaje a los actuales, sin proponérselo, hacen subir el precio de los factores de producción y los costos en general hasta alcanzar el nivel correspondiente a los futuros precios previstos. Si, llegado ese momento, los precios no se elevan más de lo esperado, los beneficios retornan a la normalidad, reduciéndose el número de los que ganan. Como, bajo la égida de los beneficios extraordinarios, muchos, poniendo en el futuro sus esperanzas, mantenían actividades mercantiles que en otras circunstancias no hubieran tenido más remedio que modificar o suprimir, son más numerosos que en épocas normales quienes sufren pérdidas.

La inflación tiene, pues, efectos estimulantes sólo cuando se produce de modo inesperado; tan pronto como la gente se acostumbra al alza, sólo incrementando continuamente la creación de nuevos medios de pago se puede mantener la aparente prosperidad. Si en cualquier momento de la inflación los precios aumentan menos de lo esperado, de inmediato se produce una situación igual a la de una deflación. Es más: aun alcanzando los precios el nivel previsto, si no lo superan, desaparece el típico estímulo inflacionario, produciéndose aquel reajuste del mercado que se había venido posponiendo mientras el aludido estímulo perduraba. Para que la inflación mantenga su inicial tonicidad, debe progresar a un ritmo superior siempre al previsto.

No podemos ahora examinar las razones por las que no es posible prever con exactitud una variación de precios que se ve subir por el horizonte, resultando especialmente difícil cohonestar las presiones a corto y a largo plazo; tampoco podemos entrar en el estudio de los efectos que la inflación ejerce sobre la producción y la inversión, pese a que constituyen temas de extraordinaria importancia para la mejor comprensión de los ciclos económicos. Basta a nuestro propósito destacar que los efectos estimulantes de la inflación se desvanecen en cuanto no se la hace progresar a un ritmo constantemente acelerado, así como que, mientras aquella perdura, determinadas consecuencias, derivadas de la imposibilidad de que toda la economía se acomode al alza de los precios, se hace cada vez más perniciosas. En este último orden de ideas, es de resaltar que las operaciones contables que respaldan todas las decisiones adoptadas en el mundo de los negocios tan sólo conservan virtualidad y eficacia si el valor de la moneda se mantiene sustancialmente estable. Tan pronto como los precios inician su acelerada carrera, la contabilización de capitales y costos, sin la cual resulta imposible planear y ordenar racionalmente el mundo económico, resulta falsa y desconcertante. Normalmente, es imposible cifrar tanto los quebrantos como los beneficios reales, y, por si ello fuera poco, los sistemas tributarios hoy imperantes vienen a detraer a las empresas, a título de beneficios, cantidades que en realidad no lo son y que, en buenos principios, debieran haberse reinvertido, so pena de proceder al consumo y disminución del capital existente.

La inflación, por todo ello, nunca puede considerarse más que como un estimulante momentáneo y artificial. Y, es más, ese único aspecto beneficioso de la misma sólo aparece mientras haya víctimas engañadas y gentes innecesariamente defraudadas. Estimula precisamente porque induce al error. No es posible, además, eludir los perniciosos efectos secundarios que toda inflación, aunque sea moderada, origina, más que recurriendo a mayores dosis inflacionarias. Cuando el proceso se ha proseguido durante cierto tiempo, el solo intento de moderar su aceleración —raro en verdad— equivaldrá a desatar la deflación. La simultánea paralización de actividades montadas sobre bases inflacionarias puede bien desencadenar ese tan justamente temido círculo vicioso en el que la disminución de ciertas rentas provoca la reducción de otras y así sucesivamente. Nuestros conocimientos actuales parecen indicar que se habrían evitado las grandes depresiones históricas si se hubieran impedido las inflaciones que invariablemente las precedieron; en cambio, nada sabemos hoy acerca de cómo curar una depresión ya aparecida. Lo malo es que el único momento hábil para remediar los males de la depresión, por lo general, transcurre sin que nada se haga, pues nadie, a la sazón, piensa tan siquiera en la posibilidad de una crisis.

El estudio del proceso inflacionario nos hace ver por qué resulta tan difícil combatirlo hoy en día, al advertirnos que los gobernantes se interesan más por los casos concretos que por la nación en su conjunto y que les preocupan mucho más los problemas a corto plazo que aquellas otras realidades, por graves que sean, pero que sólo a largo plazo se presentarán. Para tales políticos, la inflación constituye la fórmula más sencilla de eludir las dificultades del momento, tanto en la esfera pública como en el ámbito de la actividad privada; representa la línea de menor resistencia; constituye frecuentemente la única vía que permite a la economía superar los obstáculos de todo orden que los poderes públicos ponen en su camino[13]. La inflación es la inseparable compañera de una filosofía política que aconseja manipular las disponibilidades monetarias al objeto de disimular en lo posible los daños provocados por las múltiples injerencias estatales. Tal política, a la larga, convierte al gobernante en esclavo de sus anteriores decisiones, obligándole a adoptar medidas cuyo carácter pernicioso bien le consta. No es mera casualidad el que precisamente el autor cuyos escritos, tal vez equivocadamente interpretados, más han contribuido a imponer por doquier las doctrinas inflacionarias sea también quien haya acuñado la más antiliberal de las frases: «A la larga, todos muertos»[14]. La actual prevalencia de las ideas inflacionistas se debe, en gran parte, a que la gente cree que sólo les interesan los efectos a corto plazo de sus actos, por lo difícil que a veces resulta descubrir cuáles forzosamente han de ser las posteriores consecuencias de determinadas medidas y por la tendencia de los hombres prácticos, particularmente de los políticos, a ocuparse tan sólo de los problemas más inmediatos y de los objetivos más visibles.

Dado que la inflación, tanto por razones psicológicas como políticas, es mucho más difícil de prevenir que la deflación, resultando esta, por otra parte, harto más fácil de combatir desde un punto de vista técnico, los economistas deberían resaltar el peligro inflacionista. La deflación, en cuanto aparece, aunque a menudo sea sólo un proceso local y necesario que no debiera combatirse, pone en marcha por doquier medidas defensivas de todo género. Más peligros encierra el infundado temor a la deflación que la posible dejación en adoptar los oportunos remedios en cuanto aquella verdaderamente surja. No hay riesgo de que se tome la prosperidad real y efectiva de cierta comarca por una prosperidad meramente inflacionaria; en cambio, tan pronto como los negocios de determinada región —por fortísimas razones económicas totalmente ajenas a los temas dinerarios— decaen, los interesados comienzan a reclamar medidas monetarias que sólo pueden provocar perniciosos efectos.

Lo expuesto parece sugerir que la promulgación de normas fijas, oportunas para alcanzar los objetivos deseados a largo plazo, que impidan a las autoridades actuar con la vista sólo puesta en los objetivos más inmediatos, ha de permitir la implantación de un orden monetario mejor que el que resultaría de otorgar amplia discrecionalidad a unos gobernantes siempre sometidos a graves presiones políticas e invariablemente dispuestos a sobrevalorar la urgencia del momento. El tema, sin embargo, suscita cuestiones que conviene abordar con mayor detalle.

4. Facultades regladas frente a discrecionalidad

El dilema entre facultades regladas o discrecionalidad administrativa en política monetaria fue concienzudamente analizado por Henry Simons en un ensayo bien conocido[15]. Los argumentos que atestiguan la conveniencia de establecer un régimen basado en reglas fijas encierran tal fuerza que, actualmente, el debate ya sólo gira en torno al grado en que en la práctica es posible limitar la discrecionalidad de las autoridades monetarias mediante normas preestablecidas. Si estuviéramos todos de acuerdo sobre qué objetivos debería perseguir la política monetaria, seguramente lo mejor sería establecer una autoridad monetaria independiente, bien amparada y protegida contra la presión política, que con plena libertad aplicaría los medios que considerara más adecuados para conseguir aquellos fines que se habría prefijado. Los viejos argumentos a favor de la existencia de un banco central independiente del poder público todavía encierran gran peso. Hoy en día, sin embargo, cuando la política monetaria se halla fundamentalmente ordenada por servicios que dependen sólo del gobierno, cobra especial interés el limitar todo lo posible la discrecionalidad, permitiéndose a la gente saber de antemano cuáles serán en cada caso las decisiones que adoptan las autoridades monetarias.

Tal vez convenga dejar bien sentado que las razones que militan contra la discrecionalidad en materia monetaria no son del todo las mismas que se oponen a la discrecionalidad en el uso de la fuerza y la intimidación por parte del gobierno. Aun en el caso de hallarse monopolizados por una sola institución los poderes monetarios, no tendría necesariamente que ejercerse coacción sobre los particulares[16]. Repudiamos la discrecionalidad en lo atinente al dinero sólo por entender que la política monetaria y sus efectos deben ser previsibles en el mayor grado posible. Lo que interesa determinar es si existe algún mecanismo automático que permita variar las disponibilidades dinerarias en forma más predecible o menos perturbadora que como mediante decisiones discrecionales se haría en la práctica. La incógnita no es fácil de aclarar. No conocemos ningún mecanismo automático que modifique, como en cada caso podamos desear, la cuantía de las existencias monetarias totales; lo más que en favor de tales instituciones automáticas (o en favor de actuaciones predeterminadas por reglas rígidas) podemos decir es que resulta dudoso si en la práctica serían mejores los efectos derivados de un orden discrecional. Tal duda se funda, por un lado, en que las autoridades monetarias suelen carecer de suficiente independencia política para poder tomar en cuenta y ponderar los efectos a largo plazo que sus decisiones van a provocar, y, por otro, en que, no sabiendo nadie con exactitud qué debe hacerse concretamente en determinados casos, ha de ser mayor la incertidumbre de la gente acerca de lo que efectivamente vaya a acontecer bajo un sistema discrecional que bajo un orden de facultades regladas.

El problema que nos ocupa se ha agudizado desde la destrucción del patrón oro como consecuencia de las medidas adoptadas en los años veinte y treinta[17]. Es, pues, comprensible que algunos consideren la reimplantación de aquel bien probado sistema como la única solución viable en la práctica. Son hoy seguramente muchos los pensadores ya convencidos no sólo de que fueron enormemente exagerados los defectos del patrón oro, sino de que además ningún beneficio neto se consiguió suprimiéndolo. Ahora bien, pese a las expuestas realidades, lo cierto es que, actualmente, restaurar el patrón oro no parece, en la práctica, posible.

Conviene, a este respecto, ante todo, tener presente que ningún país podría reimplantarlo de modo efectivo actuando por sí solo. La virtualidad del sistema venía dada por tratarse de un patrón de carácter internacional; si los Estados Unidos, por ejemplo, retornaran al oro, ello, en la práctica, supondría que la política estadounidense determinaría el valor del oro, en vez de ser el oro el que determinara el valor del dólar.

Por otra parte, y esto también tiene su importancia, el funcionamiento del oro como patrón internacional se hallaba respaldado por ciertas creencias y actitudes que hoy probablemente carecen de vigencia. La virtualidad del sistema se amparaba en gran medida en la opinión general de que el tener que abandonarlo implicaba vergüenza y calamidad nacional. Es más: ni siquiera en tiempos «normales» parece aplicable cuando resulta notorio que en ninguna parte se halla la gente dispuesta a sacrificarse por mantenerlo. Tal vez esté equivocado al afirmar que la mística del oro ha desaparecido para siempre; pero en tanto no se demuestre lo contrario, sigo convencido de que cualquier intento de restaurar el patrón oro sólo tendría éxito transitoriamente[18].

En favor del patrón oro, en términos generales, militan los mismos argumentos que abogan en pro de un patrón internacional frente a patrones nacionales independientes. Dadas las limitaciones que nos hemos impuesto en la presente obra, no podemos examinar este problema con mayor extensión. Sólo diremos que, si lo que buscamos es un patrón inmune en alto grado a la discrecionalidad política y que pueda ser internacionalmente empleado, en nuestra opinión, lo mejor sería un sistema respaldado por mercancías. Tal mecanismo, que ha merecido la atención de algunos estudiosos, brinda las ventajas del patrón oro sin participar de sus inconvenientes[19], Dicho patrón —que, desde luego, convendría fuera estudiado con mayor interés—, sin embargo, no constituye, hoy por hoy, en la práctica, solución aplicable. Y aunque se implantara, pocas esperanzas hay de que fuera rectamente utilizado, o sea, empleado para estabilizar el precio conjunto de una amplia selección de mercancías, en vez del precio individual de cada una de las mercancías seleccionadas.

5. Los objetivos de la política monetaria

Lejos está de mí el deseo de debilitar la posición de quienes buscan fórmulas que impidan a los poderes públicos actuar torpemente. La oportunidad y conveniencia de tales medidas se incrementa ante el peligro, cada día mayor, de que la política monetaria se ponga al servicio del fisco. Pero, antes que fortalecerse, se quebrantaría nuestra dialéctica si por tales cauces pretendiéramos alcanzar más de lo que en la práctica puede conseguirse. Si bien cabe limitar la discrecionalidad administrativa en el campo monetario, nunca podemos eliminarla del todo. De ahí que importe mucho fijar cuál deba ser concretamente el ámbito de tal discrecionalidad. Y hasta es posible que, sólo si queda previamente aclarada la cuestión, permitan los poderes públicos la implantación de los oportunos controles.

El problema fundamental que plantean los bancos centrales es el referente a que la política monetaria entraña siempre un amplio margen de discrecionalidad. El banco central tan sólo ejerce un control indirecto y, por tanto, limitado sobre la cuantía de los medios de pago existentes. Su fuerza principal estriba en la amenaza de no facilitar aquel efectivo que pueda serie pedido. Ello no obstante, nadie, al propio tiempo, estimaría correcto que se negara a proporcionar cuanto dinero pudiera precisarse en las condiciones financieras oportunamente preestablecidas. He aquí el problema que a diario preocupa a quien dirige el banco de emisión, mucho más que los efectos de su política sobre los precios y el valor de la moneda. Ello le obliga a prever, y muchas veces a contrarrestar, los movimientos de diferente signo que continuamente se producen en el mundo crediticio, sin que pueda recurrir a normas claras e invariables[20].

Lo mismo puede afirmarse de aquellas políticas monetarias con las que se pretende influir en los precios y el empleo. Más que a corregir situaciones ya producidas, dichas medidas han de adoptarse antes de que los correspondientes fenómenos aparezcan. Si el banco central tuviera que demorar su actuación hasta un momento normativamente prefijado, las fluctuaciones resultarían mucho mayores de lo que en otro caso acontecería. Y si, en el ámbito de su discrecionalidad, quien dirige el banco central provoca efectos de signo contrario a los que las normas reguladoras más tarde le exigirán, es lo más probable que, llegado el momento, la correspondiente regla sea desatendida. Por eso, en última instancia, aun cuando la discrecionalidad de las autoridades monetarias se restrinja fuertemente, pueden dichas autoridades, sin salirse de su esfera de libre actuación, influir decisivamente en el mundo dinerario.

De todo ello se infiere que, dadas las circunstancias hoy prevalentes, para fiscalizar en lo posible la acción estatal es preciso fijar claramente qué objetivos deseamos alcanzar, desentendiéndonos de las medidas específicas que en cada caso deban adoptarse. Todo el problema monetario gira hoy en torno al dilema de si debe mantenerse cierto nivel de empleo o, por el contrario, conviene más estabilizar los precios. La realidad es que ambos objetivos no son entre sí contradictorios, siempre que sean interpretados razonablemente —con aquella indispensable elasticidad que permita pequeñas fluctuaciones en torno a un cierto nivel— y siempre también que se haga al final prevalecer la estabilidad monetaria, exigencia a la que habrá de acomodarse toda la restante política económica. Pero este conflicto resulta insoluble cuando el «pleno empleo» se convierte en objetivo principal y se desea alcanzar en todo momento aquel máximo de ocupación que puede imponerse a corto plazo mediante manipulaciones monetarias. Tal camino conduce inexorablemente a la inflación galopante.

Un alto y estable nivel de ocupación puede conseguirse razonablemente y compaginarse con una estabilidad media del nivel de precios, siempre que para sacar dicha media se tome una amplia selección de mercancías. Sin entrar en detalles a este respecto, sólo conviene aclarar que los precios ponderados no han de referirse exclusivamente a productos finales (pues en épocas de rápido avance tecnológico ello podría desatar fuerte impulso inflacionario), debiendo preferirse en lo posible los precios internacionales a los locales. Si tal política fuera adoptada al tiempo por dos o tres de las naciones más importantes, daría también lugar a una gran estabilidad en la cotización internacional de sus divisas. Lo importante en esta materia es que existan unos límites fijos y bien conocidos a los que los precios, como consecuencia del actuar de las autoridades monetarias, en ningún caso deben acercarse, ni menos superar, evitándose así el tener que imponer después drásticas medidas de signo contrario.

6. Las ilusiones que provoca la inflación

Aun cuando hay quienes franca y explícitamente recomiendan la inflación continua, no se cae en ella porque la mayoría la desee. Es más: menos personas aún se mostrarían partidarias de la inflación en cuanto se les hiciera ver que incluso un incremento aparentemente moderado, como es un 3 por 100 anual, significa que los precios se doblan cada veintitrés años y medio y casi se cuadruplican durante el plazo normal de vida activa del hombre. Sufrimos el azote de la inflación no tanto por el poder de quienes abogan deliberadamente por ella, sino más bien por la debilidad de quienes a ella se oponen. Para impedir la inflación es necesario que el pueblo se entere de cómo la misma es engendrada y cuáles son sus efectos. Coinciden los enterados en que las dificultades que impiden yugular la inflación no son de índole económica, sino política. La gente, sin embargo, habla como si las autoridades nada pudieran hacer para acabar con ella, y, aun quienes admiten lo contrario, piensan que los gobernantes, en la práctica, no se han de atrever jamás a suprimirla. La mayor credulidad acerca de los supuestos milagros que, a corto plazo, puede hacer la política monetaria viene acompañada del fatalismo más absoluto sobre lo que, a la larga, provocarán quienes rigen el dinero.

Hay dos circunstancias sobre las que no nos cansaremos de insistir. En primer término, sólo suprimiendo la inflación se puede pensar en poner coto efectivo a esa progresiva estatificación del mundo económico que hoy se observa por todas partes. En segundo lugar, conviene advertir la peligrosidad de toda alza inflacionaria de los precios, pues, provocada, ya sólo cabe una de estas dos soluciones: o proseguir por el camino inflacionario a ritmo cada vez más acelerado o purgar con crisis y depresión los anteriores pecados monetarios. Hasta la inflación más moderada resulta nociva, al inducir a los gobernantes a resolver los problemas que sucesivamente se les plantean administrando nuevas dosis inflacionarias cada vez mayores.

La falta de espacio nos impide evidenciar cumplidamente por qué todas esas fórmulas con que la gente procura protegerse (como, por ejemplo, los precios revisables según la depreciación monetaria), no sólo imprimen un proceso de autoaceleración, sino que además exigen redoblar la presión inflacionaria necesaria para mantener su efecto estimulante. Limitémonos, pues, a destacar que la inflación hace cada vez más difícil que las personas de ingresos moderados provean por sí mismas a las necesidades de su vejez; disuade el ahorro; induce a la gente a endeudarse, y, al destruir la clase media, crea esa dramática y preñada de amenazas desigualdad entre ricos y pobres, tan típica de todas aquellas sociedades que han sufrido inflaciones prolongadas. Más perniciosos aún tal vez sean los efectos psicológicos de la inflación, difundiendo por doquier esa filosofía que preconiza cerrar los ojos a los efectos a largo plazo, concentrando la atención sólo en las consecuencias inmediatas.

Es lógico que quienes desean ampliar la injerencia estatal en el mundo económico aboguen por la inflación (aunque también hay, por desgracia, quienes la recomiendan pese a ser contrarios a tal intervencionismo). Es claro que esa dependencia del individuo respecto del Estado y la intensificación de la interferencia de los poderes públicos que provoca la inflación tienen que resultar particularmente gratas al socialista. Pero los amantes de la libertad deberían percatarse de que la inflación es seguramente el fenómeno que con más facilidad desata ese círculo vicioso en que una primera intervención estatal impone una actuación pública ulterior y así sucesivamente. Quienes de verdad desean evitar la estatificación de nuestro mundo deben concentrar, por tanto, su atención en las cuestiones monetarias. Quizá hoy lo más triste y descorazonador sea contemplar a tantos individuos inteligentes y preparados que, pese a ser decididos defensores de la libertad, son deslumbrados por los momentáneos beneficios que produce la inflación, hasta el extremo de propugnar la implantación de medidas expansionistas que acaban siempre por destruir las sociedades libres.