CAPÍTULO XX

La redistribución de la riqueza y la política tributaria

De la propia naturaleza de las cosas deriva que los comienzos sean suaves; pero, a menos que se ponga gran cuidado, entran los procesos en vías de desarrollo acelerado, alcanzándose situaciones por nadie previstas.

F. GUICCIARDINI (circa 1538)[1]

1. Cuestión básica de la redistribución

Por muchas razones desearía poder omitir este capítulo. La dialéctica empleada contradice criterios tan extendidos, que por fuerza tiene que ofender a muchos. Incluso quienes me han seguido hasta aquí considerando razonable el conjunto de mi postura, probablemente pensarán que mis puntos de vista sobre el sistema tributario son claramente radicales, además de no ser posible llevarlos a la práctica. Muchos estarían dispuestos a instaurar la libertad por la que vengo abogando, con tal de que la injusticia que, en su opinión, origina quedara debidamente corregida implantando una adecuada política tributaría. Acudir a un sistema fiscal de tipo progresivo como el método más idóneo para conseguir la redistribución de la riqueza es conceptuado por la inmensa mayoría de la gente tan justo, que eludir el estudio analítico de este tema constituiría una hipocresía. Es más, equivaldría a dejar de lado lo que conceptúo no sólo la causa principal del actuar irresponsable de la democracia, sino la base misma del arco que ha de mantener la total configuración de la sociedad futura. Aun cuando el emanciparse de 10 que ha constituido hasta hoy dogma de fe en la materia requiere un considerable esfuerzo, una vez que se exponen con toda claridad las conclusiones se hace evidente cómo la política imperante en este orden de cosas se ha inspirado, más que cualquier otra, en la pura arbitrariedad.

Tras un largo período en el que de hecho todos aceptaban el principio de la tributación progresiva y sin que los estudiosos apenas si aportaran nada nuevo, el problema, recientemente, ha sido considerado desde distinto ángulo y sometido a análisis más riguroso[2]. Ahora bien, es absolutamente preciso profundizar en este estudio y someter a completa revisión el tema en su conjunto. Por desgracia, en este capítulo tan sólo podemos formular, resumidos, los razonamientos que sirven de base a nuestra tesis.

Comencemos por aclarar que el sistema progresivo que vamos a examinar, y que estimamos, a la larga, incompatible con una sociedad libre, es aquel que impone carácter progresivo a la carga fiscal en su conjunto, es decir, aquel que grava con tipos impositivos superiores a las mayores rentas. Determinadas contribuciones, y singularmente la de la renta, podrían hacerse progresivas sobre la base de que así se compensa la tendencia de muchos impuestos indirectos a gravar más onerosamente a quienes perciben menores ingresos. Este es el único argumento válido a favor de la progresión. Tiene vigencia, sin embargo, en lo atinente a ciertos impuestos, pero no se puede apelar al mismo para hacer progresivo todo el sistema impositivo considerado en su conjunto. Aludiremos de modo especial al impuesto sobre la renta, puesto que en la actualidad a él se ha acudido para transformar todo el sistema fiscal en un orden acentuadamente progresivo. Dejaremos de lado el problema atinente a la respectiva proporcionalidad de los diferentes impuestos dentro de un sistema determinado.

Tampoco deben ser objeto de examen separado las cuestiones que suscita el hecho de que, siendo hoy en día la imposición progresiva el principal instrumento de redistribución de rentas, no constituye el único medio para conseguirlo. Un sistema impositivo de carácter proporcional provoca igualmente los anhelados efectos distributivos. Basta para ello destinar una parte sustancial de los ingresos al pago de servicios que beneficien principalmente a un sector determinado o bien abonarle subsidios directamente. Uno se pregunta, sin embargo, hasta qué medida los que poseen rentas más bajas se hallarían dispuestos a ver reducida mediante los impuestos su libertad de disponer de sus ingresos a cambio de obtener determinados servicios gratuitos. También resulta difícil imaginar cómo aplicando este método iban a modificarse de manera sustancial las diferencias que acusan quienes disponen de rentas más altas. Cabría, sin duda, desplazar una parte considerable de los ingresos de los ricos como clase a favor de los pobres también como clase. Ahora bien, no se reduciría el vértice de la pirámide de los ingresos de la gente, objetivo principal de la imposición progresiva. Para las clases más acomodadas significaría, sin duda, que, a pesar de que todos verían sus rentas tasadas con arreglo a un único porcentaje, los servicios disfrutados serían sustancialmente los mismos en todo caso. Es entre dichas clases en las que mayor disminución proporcional de la renta se consigue con la fiscalidad progresiva. Las consecuencias de tal fiscalidad sobre el progreso técnico, asignación de recursos, incentivos, movilidad social, competencia e inversión se producen a través de cambios operados entre dichas clases acomodadas. Lo que conviene dejar bien claro es que, en la actualidad y prescindiendo de lo que en el futuro pudiera ocurrir, el sistema tributario de carácter progresivo constituye el método fundamental para provocar la redistribución de las rentas y que sin este objetivo la importancia de tal política tributaria disminuiría de modo notable.

2. El auge de los impuestos progresivos

Como ha ocurrido también con otras muchas medidas análogas, el mecanismo tributario de tipo progresivo ha asumido la categoría que hoy tiene por haber sido introducido de modo fraudulento invocando falsos pretextos. Cuando en la época de la Revolución francesa, y posteriormente durante la agitación socialista que precedió a las revoluciones de 1848, fue propugnado por vez primera como medio de redistribución de rentas, la medida fue rechazada de modo absoluto. «Se debería ejecutar al autor y no al proyecto», respondió indignado el liberal Turgot a las primeras proposiciones de este género[3]. Cuando, en 1830, tales propuestas fueron más ampliamente difundidas, J. R. McCulloch expuso su objeción principal y a menudo citada: «Igual que un navío en alta mar sin timón o sin brújula, nos encontramos nosotros tan pronto como hacemos caso omiso del principio fundamental de percibir de todos la misma proporción de sus rentas o patrimonio, en tal supuesto las injusticias que se pueden cometer son innumerables»[4]. En 1848, Karl Marx y Friedrich Engels propugnaron de modo franco y categórico la implantación de «un fuerte impuesto sobre la renta de tipo progresivo» como medida idónea para que, después de superada la primera etapa de la revolución, «el proletariado, haciendo uso de su poder, fuera despojando de modo gradual a la burguesía de la totalidad del capital, transfiriendo al Estado todos los instrumentos de producción». Estas medidas fueron calificadas por Marx y Engels como «medios de violenta incursión en el derecho de propiedad y en el ámbito del sistema de producción burgués…, medidas que…, desde el punto de vista económico, resultaban incompletas e ineficaces, pero que en el curso de la acción por sí mismas imponen nuevas disposiciones contrarias al antiguo orden social, resultando por ello inevitable recurrir a las mismas para revolucionar enteramente el mecanismo de producción»[5]. El sentir general, sin embargo, quedó perfectamente reflejado en la afirmación de A. Thiers: «La proporcionalidad es un principio; la progresividad, en cambio, resulta odiosa arbitrariedad»[6]. John Stuart Mill, por su parte, definía a esta última como «solapado hurto»[7].

Ahora bien, desbaratado el ataque inicial, la agitación en pro de la imposición fiscal progresiva tomó cuerpo bajo distinto disfraz. Los reformadores sociales, si bien en general rechazaban la pretensión de que la distribución de las rentas se alcanzaría a través del mecanismo fiscal, comenzaron a argüir que el conjunto de la carga impositiva total —cuya determinación, en su opinión, respondía a otras consideraciones— debería ser distribuida atendiendo a la «capacidad de pago», al objeto de alcanzar la «igualdad de sacrificio», lo que se conseguiría con una escala progresiva. Entre los muchos argumentos esgrimidos en apoyo de tal tesis, y que todavía sobreviven en los libros de texto de Hacienda Pública[8], se impuso en definitiva el que ofreció mayor apariencia científica a la fiscalidad de tipo progresivo. La base de tal dialéctica no es otra que la decreciente utilidad marginal de los sucesivos actos de consumo. A pesar o quizá a causa de su carácter abstracto, esta teoría ha adquirido mayor predicamento al respaldar científicamente[9] lo que hasta entonces venía siendo admitido sobre la base de postulados arbitrarios[10].

Los últimos avances en la esfera de la utilidad y del valor socavaron por entero los supuestos en que el argumento pretendía ampararse. Su poder dialéctico se ha debilitado por cuanto pocos creen hoy en la posibilidad de comparar la utilidad sentida por sujetos distintos[11], y, en parte, porque es muy dudoso que pueda aplicarse el concepto de la utilidad marginal decreciente al conjunto de la renta de una persona; es decir, si consideramos renta a la totalidad de beneficios que deriva del empleo de sus ingresos. Partiendo del criterio, hoy prácticamente por todos aceptado, de que el valor es un concepto puramente relativo (es decir, que tan sólo se puede afirmar que una cosa vale más, menos o igual que otra, careciendo de sentido hablar de la utilidad de la cosa en sí), resulta que sólo se puede aludir a la utilidad (y a la utilidad decreciente) de la renta en relación con otro específico bien; por ejemplo, el descanso (o la evitación del esfuerzo). Si seguimos hasta sus últimas consecuencias la suposición de que la utilidad de la renta decrece en relación con el esfuerzo exigido, llegamos a curiosas conclusiones. En efecto, habremos de admitir que, a medida que crece la renta de una persona, habría también de aumentarse el incentivo dinerario correspondiente a determinado esfuerzo marginal. Ello posiblemente nos llevara a abogar por una imposición regresiva, pero no ciertamente a favor de la progresiva. No vale la pena, en verdad, proseguir por estos cauces mentales. No existe ya la menor duda de que acudir al concepto del valor para el análisis de los métodos tributarios constituye un craso error (en el que incurrieron algunos de los más eminentes economistas de aquella época), y que cuanto antes lo abandonemos será mejor.

3. Cambios en su justificación

Los partidarios de los sistemas tributarios basados en tarifas crecientes, en su mayoría, aseguraban durante la última parte del siglo XIX, que tan sólo deseaban alcanzar la igualdad de sacrificio, pero en modo alguno que fuera su objetivo la redistribución de las rentas. Afirmaban también que propugnaban tarifas impositivas «moderadas», puesto que el empleo «excesivo» del sistema como ocurrió en el siglo XV en Florencia, donde las tarifas alcanzaron hasta un 50 por 100) era absolutamente recusable. A pesar de que fracasaron cuantas tentativas se hicieron para hallar índices objetivos que permitieran fijar la tasa progresiva, fracasaron, y que tampoco se replicó debidamente al argumento de que, una vez aceptado el principio, se carecería de freno para detener aquella progresión, el debate, sin embargo, se contrajo a examinar específicas cuotas contributivas de muy escaso influjo sobre la distribución de la renta. Cuanto se alegó en el sentido de que aquellos índices pronto serían rebasados, fue rechazado como argumentación maliciosa, reveladora de reprensible desconfianza en la sabiduría democrática.

Fue en Alemania, entonces a la cabeza de la «reforma social», donde los partidarios de los sistemas tributarios a base de escalas progresivas vencieron por primera vez la resistencia que se les oponía, iniciándose la moderna evolución de tal régimen impositivo. En 1891, Prusia estableció un impuesto progresivo sobre la renta, cuyas tarifas oscilaban entre el 0,67 por 100 y el 4 por 100. Rudolf von Heis, venerable dirigente del recién implantado partido del Rechtsstaat protestó en vano ante la Dieta, manteniendo que tal sistema tributario significaba el abandono del fundamental principio de la igualdad ante la ley, es decir, «del más sagrado principio de igualdad», puesto que constituye la única barrera que realmente protege la propiedad[12]. Era de tan escasa cuantía la carga que el nuevo sistema impositivo entrañaba, que todo intento de combatido por razones de principio estaba condenado al fracaso.

Aun cuando algunos otros países continentales pronto se adentraron por el camino que Prusia había marcado, fue necesario el transcurso de casi cuatro lustros para que la marea alcanzara a las grandes potencias anglosajonas. Sólo en 1910 y 1913 Gran Bretaña y los Estados Unidos establecieron impuestos sobre la renta a base de tarifas graduadas y fijaron los porcentajes, que entonces parecieron espectaculares, del 8,25 por 100 y 7 por 100, respectivamente. Tales tipos impositivos, sin embargo, en treinta años se han convertido en el 97 por 100 y 91 por 100.

Bastó, por tanto, una sola generación para que acaeciera lo que tercamente la mayoría de los partidarios de la fiscalidad a escala progresiva, durante cerca de medio siglo, habían asegurado no iba a suceder. Este cambio en las cifras absolutas de la escala transformó por completo la cuestión planteada, no sólo en cuanto al grado, sino en lo tocante a su propia naturaleza. En su consecuencia, cuantas alegaciones se habían formulado para justificar tales porcentajes impositivos invocando la capacidad de pago se abandonaron, y quienes venían abogando por el sistema volvieron al punto de partida y utilizaron en apoyo de su tesis la dialéctica que durante tanto tiempo se quiso eludir, ya que en verdad se buscaba provocar una más justa distribución de las rentas[13]. De esta suerte, una vez más ha sido aceptado por la generalidad que los regímenes fiscales basados en la existencia de escalas progresivas no tienen otra justificación que el deseo de modificar la distribución de la riqueza y que tal dialéctica carece de soportes de carácter científico, puesto que se basa en postulados innegablemente políticos; no se trata, por tanto, sino de un módulo para llevar a cabo aquella distribución de rentas que la mayoría fija de modo arbitrario.

4. La imposición progresiva

El gran incremento de los gastos públicos registrado en los últimos cuarenta años exigía introducir un régimen tributario basado en tarifas crecientes —se alega para justificar todo el proceso de que se ha hecho mérito—. De otra suerte —se añade—, una intolerable carga impositiva hubiera recaída sobre los pobres; y si se admite que constituye un deber acudir en ayuda de los económicamente débiles, resulta inevitable implantar, en mayor o menor medida, un régimen tributario basado en la progresión. Tal razonamiento, al ser analizado, se transforma en puro mito. Los ingresos que provienen de las elevadas tarifas aplicadas a las grandes rentas, no sólo resultan de escasa cuantía en comparación con la recaudación total, sin suponer alivio perceptible a la carga que soportan el resto de los contribuyentes, sino que, durante mucho tiempo después de haber sido introducida la progresión impositiva, no resultaron beneficiados los más pobres; el beneficio recayó sobre las clases trabajadoras mejor dotadas y los bajos estratos de las clases medias, que suministraban el mayor número de votantes. En cambio, es más probable que la principal razón de que los impuestos se hayan incrementado tan rápidamente haya sido la ilusión de que la fiscalidad progresiva desplazaría la carga tributaria sobre la espalda de los ricos, y, bajo la influencia de esta ilusión, las masas han aceptado, a su vez, soportar una presión fiscal mucho mayor de lo que habría ocurrido de producirse las cosas distintamente. En realidad, el único resultado tangible de esta política fiscal radica en la drástica limitación impuesta a los beneficios que pueden retirar quienes triunfan en la vida mercantil, lo cual satisface la envidia de los menos afortunados.

Los escasos ingresos que proporcionan los impuestos a escala progresiva en relación con la recaudación total (sobre todo, los derivados de las tarifas altamente punitivas aplicadas a las rentas de mayor volumen) se evidencia si procedemos a examinar unas pocas cifras correspondientes a Estados Unidos y Gran Bretaña. En lo que atañe a Norteamérica aparece (año fiscal de 1956) que «toda la superestructura progresiva produce sólo alrededor del 17 por 100 de los ingresos totales derivados del impuesto sobre las rentas» —aproximadamente, el 8,5 por 100 de todos los ingresos federales—, y que, del citado 17 por 100, «la mirad procede de individuos cuyas rentas oscilan entre 16 000 y 18 000 dólares, que integran el 50 por 100 del censo de contribuyentes, en tanto que la otra mitad proviene de ingresos y tarifas más altas»[14]. En cuanto a Gran Bretaña, con escala de progresión bastante más dura y carga fiscal proporcionalmente más elevada, aparece que «todo el recargo impositivo (surtax), tanto sobre los ingresos de trabajo como de capitales, sólo produce alrededor del 2,5 por 100 de los ingresos públicos, y que si investigásemos cada libra de renta sobre las 2000 anuales, únicamente encontraríamos netos un 1,5 por 100 extra de ingresos… Ciertamente, la contribución masiva al impuesto sobre la renta (en todas sus variantes) procede de contribuyentes entre 750 libras y 3000 libras por año; es decir, que la aportación proviene del sector que comienza con los capataces y termina con los directores o con los funcionarios que acaban de ingresar con aquellos otros que se hallan al final de su carrera»[15].

Hablando en términos generales, si se toman en conjunto los dos sistemas impositivos, resulta que lo percibido gracias a la progresión en ambos países oscila entre el 2,5 por 100 y 8,5 por 100 de la exacción fiscal o entre el 0,5 por 100 y el 2 por 100 de la renta nacional. Estas cifras demuestran claramente que no es forzoso recurrir a la imposición progresiva para alcanzar elevados ingresos fiscales. Parece probable (aunque nadie pueda asegurarlo) que, bajo tal sistema, los ingresos que se obtienen son menores que la reducción de renta real que origina.

Evidenciada la ilusoria condición de la creencia según la cual las elevadas cuotas percibidas de los ricos contribuyen en alto grado al ingreso fiscal total, no resulta menos erróneo el supuesto de que la progresión ha servido decisivamente para aliviar la carga de las clases más débiles, según atestigua lo acontecido en los países democráticos desde la instauración de tal régimen fiscal. Diferentes estudios efectuados en los Estados Unidos, Gran Bretaña, Francia y Prusia concuerdan en que, por lo general, los contribuyentes de rentas medias, que proporcionan el mayor número de votantes, fueron los menos castigados; mientras que las rentas mínimas, a la par que los de rentas máximas, soportaban una carga total proporcionalmente mucho más pesada. Esta situación —que parece haber sido la prevalente en todas partes hasta la última guerra— refleja el caso de Gran Bretaña, donde en 1936-37, la carga impositiva total de las familias con dos hijos era el 18 por 100 para aquellos cuyas rentas anuales se cifraban en 100 libras, y disminuía gradualmente hasta un mínimo del 11 por 100 tan sólo con las 1000 libras[16]. Estas cifras (y los datos similares de otros países) muestran claramente que, una vez abandonado el sistema proporcional, no son los más necesitados quienes salen beneficiados, sino las clases que constituyen mayoría a la hora de votar; y también que todo lo que se obtuvo mediante la progresión pudo haberse logrado presionando fiscalmente a los perceptores de rentas medias tan intensamente como se hace con los grupos más pobres.

Es indudable que, desde la última guerra, en Gran Bretaña y en todas partes, han aumentado las tarifas, haciendo progresiva en todos los casos la carga fiscal, y que, subsidiando determinados servicios, la renta de los estamentos más débiles se ha incrementado hasta un 22 por 100[17]. (Adviértase que lo anterior es cierto en aquel aspecto que se puede cifrar, pues lo que en tales casos se maneja es el costo, no el valor del servicio correspondiente). Pero los ingresos fiscales guardan escasa relación con el carácter progresivo de la imposición, procediendo, en cambio, de las cargas impuestas a quienes obtienen ingresos medios o poco superiores a los normales.

5. Impuestos progresivos y democracia

La razón por la cual fallaron cuantas seguridades daban los partidarios de la progresión, en el sentido de que resultaría siempre moderada, estaba en que los argumentos aducidos en favor de una progresión moderada son igualmente aplicables cualquiera que sea el tipo establecido; así, el proceso de desarrollo de la misma ha ido más allá de lo que preveían los pronósticos más pesimistas de sus opositores[18]. Los defensores de la progresión tal vez adviertan que, rebasado cierto límite, los daños que se originan al sistema económico son tales, que vedan todo ulterior incremento. Sin embargo, el argumento que se ampara en la supuesta justicia del orden progresivo no autoriza límite alguno a su imposición, según han reconocido una y otra vez los partidarios del mismo, mientras no queden íntegramente confiscadas las rentas superiores a una cierta cantidad y sin carga tributaria los ingresos inferiores a dicha suma. En contraste con el sistema fiscal proporcional, el progresivo no nos ofrece módulo alguno que permita determinar cuál deba ser la carga fiscal de cada uno. Supone adoptar medidas discriminatorias contra los ricos, sin criterio objetivo que permita determinar la onerosidad de las correspondientes normas. Porque «no existe fórmula que nos indique cuál sea la tasa progresiva ideal»[19]; puede afirmarse que sólo la novedad del sistema ha impedido que desde un principio se aplicara a base de tarifas punitivas. Ninguna razón se opone a que la exacción de «un poco más» deje de considerarse justa y razonable. No entraña menosprecio de la democracia, ni desconfiar del buen criterio de los electores, el afirmar que, una vez establecido el sistema, será llevado a límites más graves de los en un principio deseados. Ni decimos que «las instituciones libres y representativas hayan fracasado»[20] ni que «desconfiamos totalmente del sistema democrático»[21]: lo que proclamamos es que las democracias, si quieren ser justas, todavía habrán de aprender la necesidad de atemperar sus acciones a principios generales. Lo que acontece a los individuos acontece también a las colectividades, con la diferencia de que, tratándose de una mayoría, seguramente todavía será más incapaz que la persona individual a los efectos que a la larga han de producir; resultando, por tanto, a aquella más importante que a esta el guiarse por principios de índole general. En el caso de la imposición progresiva, el principio en que se basa implica una abierta invitación a la discriminación, y, lo que es peor, a que la mayoría discrimine contra la minoría, con lo que el supuesto deseo justicialista se traduce en pura arbitrariedad.

Lo que más se precisa es una regla que, dejando abierta la posibilidad de que la mayoría se imponga tributos a sí misma para ayudar a la minoría, no permita en cambio que la mayoría cargue sobre la minoría cualquier gravamen que estime conveniente. El que la mayoría, por el simple hecho de serlo, se considere facultada para imponer a la minoría sacrificios que ella rechaza supone violar un principio de mayor trascendencia que el propio principio democrático, pues implica ir contra la justificación misma de la democracia. Hemos visto antes (caps. X y XIV) que si las clasificaciones utilizadas por la ley no han de implicar privilegios ni discriminaciones, de ben ampararse en diferencias que tanto los comprendidos en el correspondiente grupo como los excluidos consideren importantes.

El gran mérito de la imposición proporcional consiste en que nos ofrece normas aceptables tanto para quienes contribuyen con mayores sumas, como para quienes soportan menores cargas tributarias; normas estas que, además, no exigen establecer singularizadas reglamentaciones aplicables sólo a la minoría. Aun cuando el sistema progresivo no precisa nominatim sobre quiénes han 4e recaer las tarifas más elevadas, resulta discriminatorio, por cuanto permite desplazar el gravamen tributario de aquellos que lo fijan hacia terceros. En ningún sentido puede considerarse una escala progresiva como norma que afecte igualmente a todos los en ella comprendidos. No es posible afirmar que un impuesto del 20 por 100 sobre cierta renta supone igual carga que una cuota del 75 por 100 sobre otra superior. La progresión no ofrece criterio alguno que permita distinguir lo justo o injusto. No establece hito alguno para detenerse. Ese «buen juicio» de la gente, al que aluden los partidarios del sistema como única defensa[22], no es sino mero estado transitorio de opinión, formado por los últimos acontecimientos.

Las tarifas progresivas han sido incrementadas a ritmo tan rápido como consecuencia de otro fenómeno prevalente durante los últimos cuarenta años: la inflación. Nadie ignora hoy que el aumento de las rentas nominales, aunque las reales permanezcan invariadas, supone intensificar la carga tributaria. Por este camino, los componentes de aquellas mayorías que impusieron las tarifas discriminatorias se han visto, una y otra vez, víctimas de las mismas, pese a que en su día jamás creyeron pudieran afectarles. Este efecto se considera por alguien como un mérito del sistema progresivo, ya que tiende a que se autocorrijan los efectos tanto de la inflación como de la deflación. Si el déficit presupuestario provoca inflación, los ingresos fiscales tenderán a aumentar, con lo que aquel se corregirá; por el contrario, si se registra superávit deflacionario, la situación de las cargas fiscales igualmente acabará suprimiéndolo. Ahora bien, es muy dudoso que, dadas las tendencias inflacionarias hoy en boga, haya de estimarse ventajoso semejante fenómeno. Las necesidades fiscales han constituido siempre la causa principal de la actividad inflacionaria; sólo la conciencia de lo difícil que es detener la inflación una vez puesta en marcha ha hecho en cierta medida cautelosos a los gobernantes. Pero con un sistema fiscal bajo el cual la inflación proporciona al erario unos ingresos más que proporcionalmente aumentados —mediante un disimulado incremento de las tasas contributivas que no precisa la anuencia de los cuerpos legislativos—, la presión inflacionista ha de resultar irresistible.

6. Proporcionalidad tributaria antes que progresividad

A veces se arguye que la imposición proporcional es tan arbitraria como la imposición progresiva, y que, si se deja a un lado lo que parece mayor claridad matemática de la proporcionalidad, queda poco a favor del sistema. Sin embargo, en pro de la proporcionalidad militan argumentos de peso, con independencia de aquel al que acabamos de aludir, es decir, el de brindar una regla fija que resulta aceptable tanto para los que pagan más como para los que pagan menos. Todavía es muy cierto el viejo argumento según el cual, beneficiándose de los servicios públicos prácticamente todas las actividades económicas, el costo de tales servicios forma parte de cuanto consumimos y disfrutamos; de tal suerte que quienes poseen mayor cúmulo de bienes se aprovechan en mayor medida de los servicios estatales. Mayor importancia aún tiene el advertir que el impuesto proporcional no altera la relativa importancia de diferentes remuneraciones laborales. Tal afirmación no supone coincidencia plena con la antigua máxima que dice: «Ningún impuesto es bueno a menos que deje a los individuos en la misma posición relativa en que los encontró»[23]. No aludimos ahora a la respectiva importancia de las diferentes rentas individuales, sino a la relación entre las percepciones por servicios específicos, siendo tal aspecto de la cuestión de trascendencia económica. A diferencia de lo que puede decirse del mencionado aforismo, que para algunos incurre en petición de principio, el sistema proporcional no incide en el mismo vicio. Pueden existir diferencias de opinión en lo tocante a si la relación entre dos rentas permanece igual cuando se disminuyen en la misma suma o en la misma proporción. Pero no hay duda de que si las remuneraciones netas por dos servicios eran iguales o distintas antes de la imposición, siguen guardando la misma relación una vez que los impuestos han sido deducidos. Y es aquí donde los efectos de la imposición progresiva son notablemente diferentes de los de la imposición proporcional. El uso que se haga de determinados bienes depende de la recompensa neta por los correspondientes servicios; y siendo ello así, para que tales bienes se exploten de modo eficiente, conviene que la remuneración de los correspondientes servicios quede proporcionalmente invariada de como el mercado la determinó. La imposición progresiva altera sustancialmente esta relación al hacer que la remuneración por un servicio particular dependa —durante cierto período de tiempo, que habitualmente abarca un año— de las restantes ganancias del individuo. Si antes de la exacción fiscal un cirujano gana por una operación tanto como un arquitecto por hacer los planos de una casa, o un comerciante obtiene por la venta de diez coches tanto como un fotógrafo por hacer cuarenta retratos, la relación se mantiene idéntica siempre que los ingresos de los mencionados sujetos queden gravados mediante tributación de signo proporcional. Ahora bien, la imposición progresiva altera fundamentalmente tal estado de cosas. No sólo los servicios que antes de la exacción fiscal recibían la misma remuneración obtienen recompensas harto distintas, sino que, además, quien obtiene una alta retribución por determinados servicios puede, en definitiva, quedar con un ingreso real menor que quien originariamente obtuvo mucho menos por su intervención.

Lo anterior supone que la tributación progresiva desconoce el único principio de justicia económica universalmente admitido: «A igual trabajo, igual retribución». Por un mismo asunto dos abogados obtienen diferentes honorarios líquidos, según sea la cuantía del resto de sus ingresos; es decir, que los profesionales en cuestión obtendrán ganancias dispares por un esfuerzo similar. Quien haya trabajado mucho, o aquel cuyos servicios se hallen altamente demandados, puede, en definitiva, percibir remuneración harto más menguada, por una actuación específica, que quien se ha dedicado al ocio o a prestar servicios no tan apreciados por los demás. Resulta, por ello, que, cuanto más valoran los consumidores las actuaciones de cierta persona, menos interés tiene esta en ampliar sus actividades.

Este efecto sobre el incentivo —en el sentido vulgar del término—, aunque importante y frecuentemente subrayado, no es lo más dañoso de la imposición progresiva. La objeción estriba no tanto en que la gente trabajaría menos de lo que en otro caso hubieran trabajado, sino que, al alterarse la remuneración neta de las distintas actividades, desviaría sus energías hacia actividades de menor utilidad social. La circunstancia de que el impuesto progresivo hace variar las retribuciones de cualquier servicio según sea la duración del período en que la renta se percibe, no sólo es fuente de injusticia, sino que además supone un torpe aprovechamiento de los factores de producción disponibles.

No necesitamos detenemos en el análisis de las conocidas e insolubles dificultades que la tributación progresiva crea siempre que el esfuerzo (o la inversión) y la recompensa no coinciden, como, por ejemplo, ocurre cuando aquel se lleva a cabo con la esperanza de obtener logros distantes o inciertos; o sea, en resumen, cuantas veces la acción se concentra en una inversión arriesgada y a largo plazo. No es posible en la práctica promediar rentas, haciendo así justicia al autor, inventor, artista o actor que tras décadas de penosa labor cosecha los frutos en un período limitado[24]. Tampoco es necesario examinar más a fondo los dañinos efectos de una dura fiscalidad progresiva en el clima apropiado para la realización de arriesgadas inversiones de capital. Es obvio que tal sistema tributario impide acometer audaces especulaciones que sólo merecen la pena porque en caso de éxito proporcionarán beneficios suficientes que compensen el peligro extraordinario de pérdida total. Es harto probable que, cuándo con razón lamentamos «que se están agotando las oportunidades para acometer nuevas inversiones, ello se deba, en gran parte, a la política fiscal que elimina numerosas actividades que el capital privado pudiera emprender provechosamente»[25].

No profundizamos en el examen de las nocivas consecuencias que la tributación progresiva provoca en el incentivo y la inversión, a pesar de la importancia del tema, por cuanto, en su conjunto, sus repercusiones son bien conocidas. Hemos de dedicar nuestro limitado espacio al estudio de otras derivaciones que, aunque la gente entiende menos, son también de gran trascendencia. Entre ellas vale la pena destacar la que dificulta o impide la división del trabajo. Aparece sobre todo allí donde la actividad profesional no está organizada en plan de negocio, y muchos de los desembolsos que, de hecho, tienden a incrementar la productividad humana no cuentan como parte del costo. La tendencia al «hágalo usted mismo» provoca los más absurdos resultados cuando, por ejemplo, cualquiera dedicado a actividades más productivas tiene que ganar veinte o incluso cuarenta veces más para poder remunerar a un tercero cuyo tiempo, por hora de servicio, es menos valioso que el suyo[26].

También podemos aludir, brevemente, a la perniciosa influencia de la fiscalidad progresiva en la creación del ahorro. Aun cuando, hace veinticinco años, gozó de cierto predicamento la alegación de que se ahorraba en exceso, pocas personas con sentido de responsabilidad dudarán hoy que, si deseamos alcanzar, siquiera sea en parte, los objetivos que la gente persigue, es preciso disponer del mayor volumen de ahorro posible. La réplica del socialismo a quienes se preocupan de la repercusión de la tributación progresiva sobre la acumulación del ahorro no consiste ya en negar su necesidad, sino en argüir que tal acumulación incumbe a la comunidad, arbitrando los fondos necesarios mediante la exacción fiscal. El argumento, sin embargo, tan sólo sería válido si lo que se pretende es, a la larga, implantar el socialismo tradicional, es decir, la propiedad estatal de los medios de producción.

7. La renta específica como única recompensa

Una de las principales razones de que la imposición progresiva haya llegado a aceptarse tan ampliamente es que la gran mayoría cree que unos ingresos adecuados constituyen la única forma justa y social de retribuir el esfuerzo de los individuos. No se suele relacionar el valor de los servicios prestados con la cuantía de los ingresos percibidos; se entiende que estos deben ser suficientes para que el interesado pueda mantener un determinado nivel social. Refleja bien tal manera de pensar aquel argumento alegado en favor de la fiscalidad progresiva, según el cual «nadie vale 10 000 libras esterlinas anuales, y, en nuestro actual estado de pobreza, cuando la mayoría de la gente no llega a ganar seis libras a la semana, sólo un puñado de personas realmente excepcionales merecen unos ingresos anuales superiores a las 2000 libras esterlinas»[27]. Resulta obvio que dicha pretensión carece de todo fundamento y se ampara tan sólo en la emoción y el perjuicio, pues la tesis equivale a proclamar que ninguna actuación a llevar a cabo en un año —lo que a estos efectos es lo mismo en una hora— puede valer para la comunidad más de 10 000 libras esterlinas. No cabe duda de que muchas actuaciones valen eso y mucho más. No existe la menor relación entre el tiempo consumido por la acción y su utilidad social.

La tesis que considera innecesarias y socialmente indeseables las grandes ganancias brota de la mentalidad de gente habituada a enajenar parte de su tiempo por un salario y que, en consecuencia, consideran normal percibir una remuneración fija por unidad de tiempo[28]. No obstante, aunque tal forma de retribuir se haya impuesto en creciente número de actividades, la misma sólo es aplicable cuando se trata de personas que ceden su tiempo bajo dirección ajena o, al menos, actúan por y para un tercero. El sistema resulta inaplicable cuando de lo que se trata es de retribuir a quienes manejan recursos propios por su cuenta y riesgo, aspirando fundamentalmente a incrementar dichas riquezas a través de sus propias ganancias. Para tales personas la acumulación de bienes productivos es la base que les permite ejercitar su vocación, de la misma forma que la adquisición de cierta técnica y habilidad o determinados conocimientos constituye análogo presupuesto para el ejercicio de las profesiones. Mediante las pérdidas y ganancias, principalmente, se logra redistribuir el capital entre tales sujetos, siendo sólo secundaria la función de atender a su consumo personal. El creer que los ingresos personales se destinan al consumo ordinario —si bien es lo natural para el asalariado— resulta totalmente ajeno a quien pretenda crear una empresa. Incluso el concepto de ganancia en tales casos no es frecuentemente más que una mera abstracción estructurada a efectos puramente fiscales. Nos hallamos ante una mera previsión de cuánto, dados sus planes, podrá consumir sin reducir su capacidad comercial. No creo que una sociedad compuesta principalmente por individuos «que trabajan por su cuenta» hubiera considerado los ingresos personales como una cosa tan automáticamente debida a cada ser humano, según nuestros contemporáneos lo entienden, y menos aún hubiera admitido la posibilidad de gravar las rentas por específicos servicios obtenidos con arreglo al lapso temporal en que las mismas se devengaron.

Es harto dudoso que una sociedad que no admite retribuciones superiores a aquellas que la mayoría considera justas y que vilipendia la adquisición de fortunas en un corto lapso de tiempo pueda, a la larga, mantener el sistema de empresa privada. Difícilmente sería posible distribuir la propiedad de grandes empresas bien acreditadas entre gran número de pequeños accionistas, poniendo al frente de las mismas a directivos que desempeñarían una función intermedia entre el auténtico empresario y el mero empleado; pero la creación de nuevas entidades es y, sin duda, siempre será tarea que sólo podrán realizar individuos con importantes capitales propios. Todo progreso, por lo general, tiene que ser patrocinado por unas pocas personas peritas en la materia de que se trate; no interesa que todo futuro progreso haya de conseguirse sólo por medio de entidades industriales y financieras ya establecidas.

La cuestión examinada guarda íntima relación con los efectos que la tributación progresiva provoca sobre un aspecto de la acumulación de capital distinto de los ya analizados y que se concreta en dilucidar a quién incumbe la misión de formar los nuevos capitales. Una de las ventajas del sistema de competencia consiste en que cualquier nueva operación arriesgada coronada por el éxito origina, por lo general, en un corto lapso de tiempo, grandes beneficios, que se convierten en los nuevos capitales indispensables para proseguir el proceso mercantil gracias a la actividad de quienes se hallan mejor situados para utilizarlos adecuadamente. Las cuantiosas ganancias del innovador que triunfaba ayer suponían que, evidenciada su capacidad para provocar progreso, pronto podría el sujeto disponer de amplios medios para respaldar sus iniciativas. La acumulación de nuevo capital por ciertos empresarios, habida cuenta de las pérdidas que otros registran, ha de reputarse, con criterio realista, como manifestación de la continua redistribución del capital entre los empresarios. Gravar tales ganancias con cargas más o menos confiscatorias supone obstaculizar seriamente la trasferencia de capital, fuerza impulsara de una sociedad dinámica.

El dificultar la acumulación de capitales individuales impidiendo que se aprovechen las oportunidades de grandes ganancias tiene como consecuencia restringir gravemente la competencia. La fiscalidad progresiva, en general, favorece a las sociedades mercantiles, en detrimento del ahorro individual, y, sobre todo, fortalece la posición de las empresas ya existentes, en perjuicio de los nuevos competidores. De tal suerte, este sistema impositivo da origen a situaciones casi monopolísticas. Como quiera que, en la actualidad, «las cargas fiscales absorben la mayor parte de los beneficios excesivos obtenidos por el nuevo empresario, la presión tributaria le impide acumular capital y desarrollar convenientemente sus negocios; jamás podrá convertirse en un gran comerciante o industrial y luchar denodadamente contra la rutina y los viejos hábitos. Los antiguos empresarios no tienen que temer su competencia; la mecánica fiscal les cubre con su manto protector. Pueden, así, abandonarse a la rutina, fosilizarse en su conservadurismo, desafiar impunemente los deseos de los consumidores. Cierto que la presión tributaria les impide también acumular nuevos capitales. Pero lo importante para los hombres de negocios ya situados es que se impida al peligroso recién llegado disponer de mayores recursos. En realidad, el mecanismo tributario les emplaza en posición privilegiada. De esta suerte, la imposición progresiva obstaculiza el progreso económico, fomentando la rigidez y el inmovilismo»[29].

La tributación progresiva provoca otra repercusión paradójica y que socialmente resulta más perniciosa, al perpetuar las desigualdades entre los humanos —no obstante su pretensión de combatirlas— y al eliminar la fundamental compensación que dicha desigualdad, ineludible dentro de una sociedad libre, tiene. Lo que enaltecía a las sociedades de mercado inadulterado era que los ricos no constituían castas cerradas e inaccesibles, puesto que, en un lapso de tiempo relativamente corto, quienes tenían éxito en el tráfico mercantil podían acumular grandes riquezas[30]. Hoy, en cambio, las posibilidades de progresar socialmente en determinados países, como Gran Bretaña, son menores que en ningún otro momento desde que comenzó la Era Moderna. Consecuencia de ello es que la administración de una proporción cada vez mayor del capital mundial va pasando a manos de gentes que, si bien disfrutan de cuantiosos ingresos y de las correspondientes comodidades, nunca han regido por su cuenta y riesgo importantes capitales propios. Es harto dudoso que esto constituya una ventaja.

También es cierto que cuanto más difícil resulta enriquecerse, más carentes de justificación aparecen las fortunas ajenas. Planteadas así las cosas, la acción política ha de tender naturalmente a sustraer tales fortunas de manos de los particulares, bien sea por el lento pero inexorable proceso de una fuerte contribución sobre las transmisiones hereditarias o por la pura confiscación. El sistema basado en la propiedad privada y en el control individual de los medios de producción implica que cuantos triunfan pueden adquirir bienes y patrimonio. En otro caso, incluso aquellos que hubieran llegado a ser los grandes capitalistas de su época se revuelven airados contra los ricos del momento.

8. La moral y los principios de acción política

En aquellos países en los que el régimen impositivo sobre los ingresos ha introducido tipos más elevados, el afán igualitario toma cuerpo impidiendo que nadie pueda tener ingresos superiores a un cierto límite. (En Gran Bretaña, durante la última guerra, la renta neta máxima, detraída la carga fiscal, se fijó en 5000 libras esterlinas aproximadamente, si bien dicho límite quedó atenuado al no reputar cargas imponibles los incrementos patrimoniales). Dado que la tributación progresiva sobre las rentas muy elevadas apenas si influye en el total de los ingresos públicos, tal tipo de exacción tan sólo se justifica si se parte del supuesto de que nadie ha de disfrutar de grandes ingresos. Ahora bien, considerar grande o pequeña una renta depende de cuál sea el criterio de cada comunidad y, en última instancia, de la riqueza media de sus componentes. Cuanto más pobre sea un país, más bajas serán las rentas máximas permitidas y más difícil resultará a sus habitantes alcanzar ingresos que en países más ricos todo el mundo consideraría moderados. Una reciente propuesta formulada por la Comisión de Planificación de la India y rechazada por escasa mayoría evidencia hasta qué extremos se puede llegar en estas materias. Fijaba un techo de 6300 dólares al año para las rentas integradas por toda clase de ingresos, y otro de 4300 dólares para las denominadas rentas de trabajo[31]. Las consecuencias del sistema son fácilmente previsibles de aplicarse en las diferentes regiones de un mismo país o en todo el mundo. Se comprueba así la ausencia de toda justificación moral en la pretensión de que la mayoría fije los ingresos máximos posibles y el error en que inciden quienes creen estar así beneficiando a las masas. ¿Puede nadie dudar que los países pobres, impidiendo la aparición de gentes ricas, no hacen sino retrasar y dificultar la elevación del nivel general de vida? Si tal principio se aplica en los países subdesarrollados, ¿qué razón hay para que no opere en los denominados países ricos?

En última instancia, el problema que plantea la imposición progresiva es de tipo ético. En un régimen democrático, lo que interesa dilucidar es si la opinión pública continuaría apoyando este sistema fiscal una vez que la gente se percatara de su real contenido. No hay duda que tal sistema busca justificación en argumentos que todos rechazarían si fueran objetivamente expuestos. Es injusto pretender que a la mayoría le está permitido transferir, mediante discriminación, las cargas fiscales a la minoría; que un mismo servicio pueda retribuirse de forma diferente según quien lo preste; y que todo un estamento, simplemente por tener unos ingresos distintos a sus semejantes, se vea privado de los incentivos y compensaciones que proporciona el actuar de otros. Es más: si tomamos en consideración el despilfarro de energía que supone su mantenimiento, resulta difícil creer en la imposibilidad de convencer a la gente razonable de la conveniencia de su supresión[32]. En este orden de cosas, sin embargo, la experiencia pone de manifiesto con qué rapidez el hábito embota el sentido de justicia y eleva a principio lo que en realidad no tiene más fundamento que la envidia.

Si se desea implantar un régimen fiscal razonable, es obligado respetar la norma siguiente: la propia mayoría que fijó el importe total de las cargas fiscales ha de soportar, a su vez, el porcentaje máximo impositivo. No hay razón alguna, en cambio, que se oponga a que la mayoría aludida pueda mejorar la suerte de la minoría económicamente más débil rebajándole proporcionalmente su cuota contributiva. El evitar que la progresividad fiscal se imponga con carácter regresivo resulta difícil por cuanto, según veíamos, cierta progresividad en los impuestos sobre la renta tal vez estuviera justificada al objeto de compensar los efectos provocados por la tributación indirecta. ¿Existe algún mecanismo con probabilidades de ser bien acogido por la opinión pública capaz de contener aquella tendencia inherente al sistema progresivo de rebasar todos los límites una vez establecido? En mi opinión, tal propósito no se alcanzará fijando un tope máximo a las tarifas inicialmente decretadas. Cualquier porcentaje es tan arbitrario como el principio mismo de la progresión, y sería alterado, sin la menor dificultad, tan pronto como apareciera la necesidad de obtener mayores ingresos fiscales.

Lo indispensable es establecer un principio que marque un límite máximo de los impuestos directos en relación con la carga fiscal en su conjunto. La mejor norma sería aquella que fijara un porcentaje máximo (marginal) de impuestos directos igual al porcentaje de la renta nacional que el Estado absorbe con sus gastos. Es decir, que si la fiscalidad detrae el 25 por 100 de la renta nacional, los impuestos directos no deben superar el 25 por 100 de la renta individual. Cuando por razones de seguridad nacional surja la necesidad de aumentar tal porcentaje, en igual medida se aumentará la proporción asignada a tales impuestos, y habrá de reducirse igualmente cuando la carga impositiva total disminuya. El método indicado todavía daría lugar a cierta progresividad en la mecánica tributaria, pues quienes pagaran las tasas impositivas máximas no habrían dejado de abonar ciertos impuestos indirectos, con lo cual su total contribución resultaría superior a la media nacional. Tendría además la ventaja de que cada presupuesto supondría la previa fijación del porcentaje de la renta nacional que el gobierno se propone absorber con sus gastos. Tal porcentaje nos daría el tipo general de la contribución sobre las rentas, tipo que para los de menores ingresos sería reducido proporcionalmente a los impuestos indirectos por ellos abonados. Ello daría lugar a una ligera progresividad, a cuyo amparo, sin embargo, la tasa impositiva marginal aplicada a las mayores rentas no superaría a la tasa media impositiva más que en las sumas pagadas por impuestos indirectos.