El poder creador de la civilización libre
La civilización progresa al aumentar el número de cosas importantes que podemos ejecutar sin pensar en ellas. Las operaciones del pensamiento son como las cargas de caballería en una batalla; están estrictamente limitadas en número; requieren caballos de refresco y deben darse únicamente en los momentos decisivos.
A. N. WHITEHEAD[1]
1. La civilización y el desarrollo del poder
La sentencia socrática de que el reconocimiento de la ignorancia es el comienzo de la sabiduría tiene profunda significación para nuestra comprensión de la sociedad. El primer requisito en relación con esto último es que nos percatemos de lo mucho que la necesaria ignorancia del hombre le ayuda en la consecución de sus fines. La mayoría de las ventajas de la vida social, especialmente en las formas más avanzadas que denominamos «civilización», descansa en el hecho de que el individuo se beneficia de más conocimientos de los que posee. Cabría decir que la civilización comienza cuando en la persecución de sus fines el individuo puede sobrepasar los límites de su ignorancia aprovechándose de conocimientos que no poseía. Los filósofos y estudiosos de la sociedad la han glosado generalmente considerando tal ignorancia como imperfección menor que puede ser más o menos descuidada. Pero aunque el examen de los problemas sociales o morales basados en la presunción del perfecto conocimiento pueda ser útil ocasionalmente como ejercicio preliminar de lógica, resulta de poca utilidad para el intento de explicar el mundo real. Los problemas están dominados por la «dificultad práctica» de que, de hecho, nuestro conocimiento se halla muy lejos de la perfección. Quizá sea natural que los científicos tiendan a cargar el acento en lo que conocemos; sin embargo, en el campo de lo social, donde lo que no conocemos es a menudo tanto más importante, las consecuencias de dicha tendencia pueden llevamos al extravío. Muchas de las construcciones utópicas carecen de valor, porque siguen la dirección de los teorizantes que dan por descontada la posesión de un conocimiento perfecto.
Debe admitirse, sin embargo, que nuestra ignorancia constituye una materia peculiarmente difícil de analizar. Por definición, de buenas a primeras, pudiera parecer imposible razonar acerca de ella. Ciertamente, no podemos especular inteligentemente de algo acerca de lo cual nada sabemos, pero al menos hemos de ser capaces de plantear los interrogantes, aunque no conozcamos las respuestas. Ello requiere cierto genuino conocimiento de la clase de mundo que estamos considerando. Para entender de qué forma funciona la sociedad hay que intentar definir la naturaleza general y el grado de nuestra ignorancia respecto a aquella. Aunque no podamos ver en la oscuridad, habremos de ser capaces de trazar los límites de las áreas oscuras.
Las engañosas consecuencias de la manera usual de acercarse a estos problemas aparecen claramente al examinar el significado de la siguiente afirmación: el hombre ha creado su civilización y, por lo tanto, también puede cambiar sus instituciones como guste
Dicha afirmación estaría justificada únicamente si el hombre hubiese creado la civilización deliberadamente, con completo conocimiento de lo que estaba haciendo, o si tal hombre, por lo menos, conociese claramente la manera de mantenerla. En cierto sentido es verdad que el hombre ha creado su civilización y que esta constituye una producción de las acciones humanas, o más bien de las acciones de unos pocos centenares de generaciones; sin embargo, ello no significa que la civilización sea el resultado de los designios humanos o que incluso los hombres sepan de qué depende su funcionamiento y continuada existencia[2].
La idea de que el hombre está dotado de una mente capaz de concebir y crear civilización es fundamentalmente falsa. El hombre no impone simplemente sobre el mundo que le rodea un patrón creado por su mente. La mente humana es en sí misma un sistema que cambia constantemente como resultado de sus esfuerzos para adaptarse al ambiente que le rodea. Sería erróneo creer que para conseguir una civilización mejor no hay más que poner en marcha las ideas que ahora nos guían. Para progresar tenemos que permitir una continua revisión de nuestros ideales y concepciones presentes, precisos para experiencias posteriores. Somos tan poco capaces de concebir lo que la civilización será o podrá ser de aquí a cien años, o incluso de aquí a veinticinco años, como nuestros antepasados medievales o incluso nuestros abuelos lo fueron para prever nuestra forma de vivir hoy[3].
La concepción del hombre que construye deliberadamente su civilización brota de un erróneo intelectualismo para el que la razón humana es independiente de la naturaleza y posee conocimientos y capacidad de razonar independientes de la experiencia. Sin embargo, el desarrollo de la mente humana es parte del desarrollo de la civilización. El estado de la civilización en un momento dado determina el alcance y las posibilidades de los fines y valores humanos. La mente humana no puede nunca prever sus propios progresos. Aunque debamos esforzarnos siempre en el logro de nuestros objetivos presentes, también hay que tener en cuenta las nuevas experiencias y los futuros sucesos a fin de decidir cuál de tales objetivos se conseguirá.
Resulta exagerado declarar, como lo ha hecho un moderno antropólogo, que «no es el hombre quien controla la cultura, sino todo lo contrario»; pero conviene recordar con tal autor que «únicamente nuestra profunda y amplia ignorancia de la naturaleza de la cultura hace posible la creencia de que la dirigimos y gobernamos»[4]. Esta última afirmación sugiere al menos una corrección importante de la concepción intelectualista, y su recuerdo nos ayudará a lograr una imagen más verdadera de la incesante relación entre los esfuerzos conscientes en pro de lo que nuestro intelecto describe como alcanzable y el funcionamiento de las instituciones, tradiciones y costumbres, que, unidas, producen a menudo resultados muy diferentes de aquellos que pretendíamos.
En dos importantes respectos el conocimiento consciente que guía las acciones individuales constituye parte de las condiciones que facilitan al individuo el logro de sus fines. En primer lugar, tenemos el hecho de que la mente humana es en sí misma un producto de la civilización dentro de la cual el hombre ha crecido y que desconoce mucho de la experiencia que la ha formado, experiencia que la auxilia encarnada en los hábitos, convenciones, lenguajes y creencias morales que entran en su composición. En segundo lugar, el conocimiento que cualquier mente individual manipula conscientemente es sólo una pequeña parte del conocimiento que en cualquier momento contribuye al éxito de sus acciones. Cuando pensamos en las sumas de conocimiento poseído por otros individuos que constituyen condición esencial para la prosecución con éxito de nuestros objetivos individuales, la magnitud de la ignorancia de las circunstancias que fundamentan el resultado de nuestra acción se nos aparece con caracteres de vértigo. El conocimiento existe únicamente como conocimiento individual. Hablar del conocimiento de la sociedad como un todo no es otra cosa que una metáfora. Jamás existe como total general la suma de conocimientos de todos los individuos. El gran problema estriba en la manera de aprovecharse de este conocimiento, que existe solamente disperso como partes diferentes y separadas y a veces como creencias en conflicto de todos los hombres.
En otras palabras: como miembro de una sociedad civilizada, el hombre puede perseguir sus fines individuales con mucho más éxito del que obtendría actuando como francotirador, porque la civilización nos facilita constantemente el aprovechamiento del conocimiento que individualmente no poseemos y porque cada individuo, al utilizar su particular conocimiento, ayuda a otros individuos desconocidos. Sabemos poco de los singulares hechos a que continuamente se ajusta toda la actividad social para proporcionar lo que hemos aprendido a esperar. Pero aún sabemos menos de las fuerzas que operan este ajuste mediante una coordinación apropiada de las actividades individuales. Nuestra actitud cuando descubrimos nuestro limitado conocimiento de lo que nos hace cooperar es, en conjunto, una actitud de resentimiento más que de admiración o de curiosidad. Mucho de nuestro impetuoso y ocasional deseo de destrozar la total e intrincada maquinaria de la civilización se debe a esa incapacidad del hombre para comprender lo que está haciendo.
2. Manera de utilizar la experiencia
Identificar el desarrollo de la civilización con el desarrollo del conocimiento sería, sin embargo, equivocado si por este último significásemos tan sólo el conocimiento explícito y consciente de los individuos, el conocimiento que nos facilita expresar que esto o aquello es de esta forma o de la otra[5]. Menos aún se puede limitar al conocimiento científico. Para entender más tarde nuestra argumentación es importante recordar que, contrariamente a una opinión de moda[6], el conocimiento científico no agota en absoluto todo el conocimiento explícito y consciente de que la sociedad hace constante uso. Los métodos científicos de investigación del conocimiento no son capaces de satisfacer todas las necesidades de conocimiento explícito de la sociedad. No todo el conocimiento de los siempre mudables hechos especiales que el hombre continuamente utiliza se presta a una organización o exposición sistemática: gran parte del mismo existe únicamente disperso entre innumerables individuos. Lo mismo cabe aplicar a esta parte importante del conocimiento experto que no es conocimiento sustantivo, sino mero conocimiento de dónde y cómo se encuentra la información necesaria[7]. Sin embargo, para nuestro actual propósito, esta distinción entre diferentes clases de conocimiento racional no es la más importante, y así cuando hablemos de conocimiento explícito agruparemos dichas clases distintas.
El desarrollo del conocimiento y el desarrollo de la civilización son lo mismo únicamente cuando por tal conocimiento significamos algo que incluye todas las adaptaciones humanas al medio que nos rodea y al que han sido incorporadas las experiencias pasadas. En este sentido, ni todo el conocimiento es parte de nuestro intelecto ni nuestro intelecto la totalidad de nuestro conocimiento. Todas nuestras costumbres, conocimientos prácticos, actitudes emocionales, instrumentos e instituciones son, en este sentido, adaptaciones a experiencias pasadas que se han desarrollado por eliminación selectiva de las conductas menos convenientes y que constituyen con mucho la indispensable base del éxito en la acción, de la misma forma que lo es nuestro conocimiento consciente. No todos los factores no racionales que refuerzan nuestra acción conducen siempre al éxito. Algunos de ellos pueden conservarse largo tiempo sobreviviendo a su utilidad, e incluso cuando han llegado a ser un obstáculo más que una ayuda. Sin embargo, no podemos actuar sin ellos, e incluso la utilización con éxito de nuestro intelecto se apoya en su constante uso.
El hombre se enorgullece del aumento de su conocimiento; no obstante, como resultado de lo que él mismo ha creado, se han acrecentado constantemente las limitaciones de su conocimiento constante y, por lo tanto, el grado de su significante ignorancia para la acción consciente. Desde los comienzos de la ciencia moderna, incluso las mentes más privilegiadas han constatado que «el grado de reconocida ignorancia crecerá con los avances de la ciencia»[8]. Desgraciadamente, la consecuencia más popular de tal progreso científico ha sido la creencia, aparentemente compartida por muchos científicos, de que el grado de nuestra ignorancia disminuye fuertemente y, por lo tanto, podemos pretender un más amplio y deliberado control de todas las actividades humanas. A esto último se debe que los intoxicados con el progreso del conocimiento se conviertan tan a menudo en enemigos de la libertad. A la vez que el desarrollo de nuestro conocimiento de la naturaleza descubre constantemente nuevos reinos de ignorancia, la creciente complejidad de la civilización que tal conocimiento permite construir entraña nuevos obstáculos para la comprensión intelectual del mundo que nos rodea. Cuanto mayor es el conocimiento que los hombres poseen, menor es la parte del mismo que la mente humana puede absorber. Cuanto más civilizados somos, más ignorancia acusamos de las realidades en que se basa el funcionamiento de la civilización. La misma división del conocimiento aumenta la necesaria ignorancia del individuo sobre la mayor parte de tal conocimiento.
3. Transmisión de la experiencia
Cuando hablamos de transmisión y comunicación del conocimiento nos referimos a dos aspectos del proceso de la civilización que ya hemos distinguido: la transmisión en el tiempo de nuestra acumulación de conocimiento y la comunicación entre los contemporáneos de información sobre la cual puedan basar su acción. Estos dos aspectos no pueden separarse con mucha precisión, puesto que los medios de comunicación entre contemporáneos son parte de la herencia cultural que constantemente utiliza el hombre en la persecución de sus fines.
En el campo de la ciencia estamos más familiarizados con el proceso de acumulación y transmisión del conocimiento, en tanto que ambos aspectos muestran las leyes generales de la naturaleza y los hechos concretos del mundo en que vivimos. Pero aunque se trata de la parte más sobresaliente de nuestra acumulación de conocimiento heredado y a la vez de la única parte que necesariamente conocemos, en el sentido ordinario del «conocer», todavía sigue siendo tan sólo una parte. En adición a ella tenemos a nuestra disposición muchos instrumentos —en el más amplio sentido de tal palabra— perfeccionados por los humanos, que nos facilitan la utilización del medio que nos rodea. Tales instrumentos son el resultado de experiencias de sucesivas generaciones que nos han precedido, y una vez que cualquiera de ellos está a nuestro alcance, se usa sin conocer por qué es mejoro incluso qué sustitutivos tiene.
El acervo de «instrumentos» ideados por el hombre y que constituye parte importante de su adaptación al mundo que le rodea comprende mucho más que herramientas materiales. En gran medida está integrado por formas de conducta que habitualmente seguimos sin saber por qué, las denominadas tradiciones e instituciones que utilizamos porque están a nuestro alcance como producto de un crecimiento acumulativo y sin que jamás hayan sido ideadas por una sola inteligencia. Generalmente, el hombre no sólo ignora por qué usa los instrumentos a su disposición de una forma o de otra, sino también hasta qué grado depende de que sus acciones tomen una determinada forma en vez de otra distinta. De ordinario desconoce hasta qué punto el éxito de sus esfuerzos viene determinado por su conformidad con hábitos de los que ni siquiera es sabedor. Esto último, probablemente, es tan verdad en el caso del hombre civilizado como en el del hombre primitivo. Concurriendo con el crecimiento del conocimiento consciente, tiene lugar siempre una acumulación de instrumentos igualmente importante, en el amplio sentido ya señalado de formas ensayadas y generalmente adoptadas de hacer las cosas.
En este momento no nos preocupa tanto el conocimiento que se nos ha facilitado o la creación de nuevos instrumentos que se emplearían en el futuro como la forma en que la experiencia corriente se utiliza para ayudar a aquellos que directamente no han contribuido a su logro. Tamo como nos sea posible dejaremos el progreso en el tiempo para el próximo capítulo y nos limitaremos aquí a la forma en que ese conocimiento disperso y los diferentes conocimientos prácticos, las variadas costumbres y oportunidades de los individuos miembros de la sociedad contribuyen a lograr el ajuste de sus actividades a las circunstancias siempre cambiantes.
Cada cambio en las conclusiones hará necesaria alguna mutación del uso de los recursos, de la dirección y clase de las actividades humanas, de las costumbres y las prácticas. Y cada cambio en las acciones de los afectados en primera instancia requerirá posteriores ajustes que se extenderán gradualmente a toda la sociedad. De esta manera, cada cambio, en cierto sentido, le crea un «problema» a la sociedad, incluso aunque ningún individuo lo perciba así. La «solución» de este problema tiene lugar mediante la puesta en marcha de un reajuste total. Aquellos que participan en el proceso tienen poca idea de por qué hacen lo que hacen; y no disponemos de forma alguna de predecir quién será el que en cada etapa tomará las primeras disposiciones apropiadas, o qué especiales combinaciones de conocimiento y habilidad, aptitudes personales y circunstancias sugerirán a algún hombre la solución conveniente, o por qué cauce su ejemplo será transmitido a otros que le seguirán por el camino emprendido. Es difícil concebir todas las combinaciones de conocimiento y destreza que de esta manera entran en acción y de las que brota el descubrimiento de prácticas o artificios apropiados que, una vez encontrados, pueden aceptarse generalmente. Sin embargo, del infinito número de humildes disposiciones tomadas por personas anónimas para la realización de cosas familiares en diversas circunstancias brotan los ejemplos que prevalecen. Son tan importantes como las principales innovaciones intelectuales que explícitamente se reconocen y comunican como tales.
Es tan difícil predecir quién probará estar en posesión de la justa como binación de aptitudes y oportunidades para encontrar el mejor camino como la manera o el proceso mediante el cual diferentes clases de conocimiento y habilidad se combinarán para lograr la solución del problema[9]. La combinación de conocimiento y aptitud que lleva al éxito no es fruto de una deliberación común de gentes que buscan una solución a su problema mediante un esfuerzo conjunto[10]; es el producto de individualidades que imitan a aquellos que han logrado más éxito en su existencia al guiarse por signos o símbolos tales como los precios obtenidos por sus productos o por expresiones de estima moral o estética al observar determinadas normas de conducta. Para abreviar, el proceso consiste en utilizar los resultados de la experiencia de otros. Es esencial que a cada individuo se le permita actuar de acuerdo con su especial conocimiento —siempre único, al menos en cuanto se refiere a alguna especial circunstancia— y al propio tiempo usar sus oportunidades y habilidades individuales dentro de los límites por él conocidos y para su propio e individual interés.
4. Razones en favor de la libertad
Hemos alcanzado el punto en que los razonamientos principales de este capítulo serán fácilmente inteligibles. Los argumentos favorables a la libertad individual descansan principalmente en el reconocimiento de nuestra inevitable ignorancia de muchos de los factores que fundamentan el logro de nuestros fines y bienestar[11].
Si fuéramos conscientes, si pudiéramos conocer no sólo todo lo que afecta a la consecución de nuestros deseos presentes, sino también lo concerniente a nuestras necesidades y deseos futuros, existirían pocos argumentos en favor de la libertad. Y viceversa, la libertad del individuo hace imposible la completa presciencia. La libertad es esencial para dar cabida a lo imprevisible e impronosticable: la necesitamos, porque hemos aprendido a esperar de ella la oportunidad de llevar a cabo muchos de nuestros objetivos. Puesto que cada individuo conoce tan poco y, en particular, dado que rara vez sabemos quién de nosotros conoce lo mejor, confiamos en los esfuerzos independientes y competitivos de muchos para hacer frente a las necesidades que nos salen al paso.
Aunque ello sea humillar la soberbia humana, debemos reconocer que el desarrollo e incluso la conservación de la civilización dependen en gran medida de la oportunidad de que ocurran casualidades[12]. Tales casualidades tienen lugar en virtud de la combinación de conocimientos y actitudes, habilidades y hábitos adquiridos por los individuos y también cuando hombres cualificados se enfrentan con especiales circunstancias para las que están preparados. Nuestra necesaria ignorancia de tantas cosas significa que hemos de correr albures y hacer frente a riesgos abundantes.
Desde luego es evidente que, tanto en la vida social como en la individual, no suelen producirse los eventos favorables. Es preciso facilitar su aparición[13]. Sin embargo, aun así continúan siendo posibilidades sin traducirse en certeza. Implican riesgos deliberadamente aceptados, la posible desgracia de individuos y grupos que son tan meritorios como otros que prosperan, la alternativa de graves fracasos o retrocesos incluso para la mayoría y tan sólo una lejana probabilidad de ganancia neta como contrapartida. Todo lo que podemos hacer es aumentar las posibilidades de que alguna especial pléyade de circunstancias y dotes individuales se traduzcan en la creación de algún instrumento nuevo o en la mejora de uno viejo, e incrementar las posibilidades de que tales innovaciones lleguen a ser rápidamente conocidas por los que puedan obtener ventajas de ellas.
Todas las teorías políticas dan por sentado que la mayoría de los individuos son muy ignorantes. Aquellos que propugnan la libertad difieren del resto en que se incluyen a sí mismos entre los ignorantes e incluyen también a los más sabios. El conocimiento que el individuo más ignorante puede deliberadamente utilizar y el que usa el hombre más sabio, comparados con la totalidad del conocimiento que constantemente se utiliza en la evolución de la civilización dinámica, son insignificantes.
El clásico argumento en favor de la tolerancia formulado por John Milton y John Locke y expuesto de nuevo por John Stuart Mill y Walter Bagehot se apoya, desde luego, en el reconocimiento de nuestra ignorancia. Es una aplicación especial de consideraciones generales a las que abre camino una percepción no racionalista del funcionamiento de nuestra mente. A lo largo de esta obra encontramos que, aunque normalmente no nos demos cuenta de ello, todas las instituciones de la libertad son adaptaciones a este fundamental hecho de la ignorancia para enfrentarse con posibilidades y probabilidades, no con certezas. La certeza no se puede lograr en los negocios humanos, y en razón a ello, para mejorar el conocimiento que poseemos, debemos adherirnos a reglas que la experiencia ha sancionado como de mejor servicio en general, aunque no sepamos cuáles serán las consecuencias de obedecerlas en cada caso particular[14].
5. La libertad como oportunidad
El hombre aprende con el desengaño de sus expectativas. Es innecesario decir que no debemos aumentar la impredicción de los sucesos mediante disparatadas instituciones humanas. Hasta donde sea posible, nuestro objetivo debería consistir en manejar las instituciones humanas con vistas a acrecer las posibilidades de correcta previsión. Sin embargo, por encima de todo, tendríamos que proporcionar el máximo de oportunidades a cualquier clase de individuos a fin de que aprendiesen hechos que nosotros todavía desconocemos y de que hiciesen uso de este conocimiento en sus actos.
A través de los esfuerzos mutuamente ajustados de muchos individuos se utiliza más conocimiento del que cualquier persona posee o es posible que sintetice intelectualmente. A través de la unificación del conocimiento disperso se obtienen logros más elevados que los que cualquier inteligencia única pudiera prever y disponer. Debido a que la libertad significa la renuncia al control directo de los esfuerzos individuales, la sociedad libre puede hacer uso de mucho más conocimiento del que la mente del más sabio de los legisladores pudiera abarcar.
De este principio sustentador de las razones en favor de la libertad se deduce que, si limitamos la libertad a casos especiales en que nos consta que será beneficiosa, tal libertad no logrará sus fines. La libertad concedida tan sólo cuando se sabe de antemano que sus efectos serán beneficiosos no es libertad. Si supiéramos cuándo debería utilizarse la libertad, desaparecerían en gran medida las razones a favor de la misma. Si no se concediese la libertad incluso cuando el uso que algunos hacen de ella no nos parece deseable, nunca lograríamos los beneficios de ser libres; nunca obtendríamos esos imprevisibles nuevos desarrollos cuya oportunidad la libertad nos brinda. Por lo tanto, no es una razón en contra de la libertad individual el que frecuentemente se abuse de ella. La libertad necesariamente significa que se harán muchas cosas que no nos gustan. Nuestra fe en la libertad no descansa en los resultados previsibles en circunstancias especiales, sino en la creencia de que, a fin de cuentas, dejará libres para el bien más fuerzas que para el mal.
De lo expuesto se deduce asimismo que la importancia de que seamos libres para nacer algo determinado nada tiene que ver con la cuestión de si nosotros o la mayoría tendremos alguna vez la probabilidad de hacer uso de tal particular posibilidad.
No conceder más libertad que la que pueda ejercitarse sería equivocar su función por completo. La libertad que se usa por un hombre solo dentro de un millón de hombres puede ser más importante para la sociedad y más beneficiosa a la mayoría que cualquier libertad que usemos todos[15].
Puede decirse asimismo que cuanto menor sea la oportunidad de utilizar la libertad para hacer una cosa específica, más preciosa será para la sociedad en conjunto. Cuanto menos probable sea la oportunidad, más importante resultará perderla cuando se presente, pues la experiencia que ofrece será casi única. Probablemente, también es verdad que las más de las gentes no están directamente interesadas en la mayoría de las cosas importantes como cualquiera que, de ser libre, lo estaría. Precisamente la libertad es tan importante, porque no sabemos cómo la utilizarán los individuos. Si fuera de otra forma, los resultados de la libertad podrían alcanzarse por la mayoría a base de decidir lo que deberían hacer los individuos. Pero la acción de la mayoría, por necesidad, está confinada a lo que ya ha sido probado y verificado: a objetivos en los que el acuerdo ha sido ya logrado mediante ese proceso de discusión que debe ir precedido de diferentes experiencias y acciones por parte de los distintos individuos.
Los beneficios que yo deduzco de la libertad son de esta forma y principalmente el resultado de la utilización de la libertad por otros y la mayoría de aquellos usos de la libertad que yo no podría aprovechar por mí mismo; por lo tanto, no es necesariamente la libertad que yo pueda ejercer por mí mismo la más importante para mí. Ciertamente, la posibilidad de ensayo de algo por alguien es más importante que la posibilidad de todos para hacer las mismas cosas. No hemos reclamado la libertad porque deseemos la capacidad para hacer cosas específicas, ni porque consideremos una especial libertad como esencial para nuestra felicidad. El instinto que nos induce a rebelamos contra cualquier privación física, aunque resulta un aliado de gran utilidad, no es siempre una guía segura para justificar o delimitar la libertad. Lo que importa no es la libertad que yo personalmente desearía ejercitar, sino la libertad que puede necesitar una persona con vistas a hacer cosas beneficiosas para la sociedad. Solamente podemos asegurar esta libertad a las personas desconocidas dándosela a todos.
Los beneficios de la libertad no están limitados, por tanto, a los libres, o, al menos, el hombre no se beneficia en exclusiva de esos aspectos de la libertad de los que deriva ventajas. No existe duda de que históricamente las mayorías que no son libres se han beneficiado de la existencia de minorías libres, y que hoy en día sociedades que no son libres se benefician de lo que obtienen y aprenden de la sociedad libre. Desde luego, los beneficios que se obtienen de la libertad de los otros se hacen más grandes cuando aumenta el número de aquellos que pueden ejercitar la libertad. Los argumentos para la libertad de algunos, por lo tanto, se aplican a la libertad de todos; pero todavía sigue siendo mejor para todos que algunos sean libres en vez de que no lo sea ninguno, como también que muchos disfruten de total libertad en vez de que todos tengan una libertad restringida. El punto significativo es que la importancia de la libertad para hacer una determinada cosa nada tiene que ver con el número de individuos que quieran hacerla. Consecuencia de ello es que la sociedad puede desjarretarse a fuerza de controles sin que la gran mayoría se dé cuenta de que su libertad ha sido significativamente disminuida. Si admitimos la presunción de que sólo es importante el ejercicio de la libertad que la mayoría practica, ciertamente crearemos una sociedad estancada, con todas las características de la falta de libertad.
6. Libertad de pensamiento y de acción
Las innovaciones que maquinal y constantemente surgen en el proceso de adaptación consistirán primeramente en nuevas ordenaciones o patronos en los que los esfuerzos de los diferentes individuos estarán coordinados y en nuevos sistemas en el uso de los recursos, que serán, en cuanto a su naturaleza, tan temporales como las especiales condiciones que los han creado. En segundo lugar, existirán modificaciones de instrumentos e instituciones adaptadas a las nuevas circunstancias. Algunas de estas serán también meras adaptaciones temporales a las condiciones del momento, mientras que otras constituirán mejorías que incrementarán la mutabilidad de los instrumentos y la manera de usar los ya existentes, siendo por lo tanto conservadas. Estas últimas no constituirán meramente una mejor adaptación a las particulares circunstancias de tiempo y lugar, sino a alguna realidad permanente del mundo que nos rodea. En tales «formaciones» espontáneas[16] se encarna una percepción de las leyes generales que gobiernan a la naturaleza. Mediante esta encarnación acumulativa de experiencias en instrumentos y formas de acción surgirá un crecimiento del conocimiento explícito, de las reglas genéricas formuladas que pueden transmitirse mediante el lenguaje de persona a persona. Este proceso en virtud del cual surge lo nuevo se comprende mejor en la esfera intelectual cuando sus resultados constituyen las nuevas ideas. Precisamente en este campo, la mayoría conocemos, al menos, algunos de los progresos individuales del proceso; necesariamente sabemos lo que está ocurriendo y, por tanto, reconocemos, generalmente, la necesidad de la libertad. La mayoría de los científicos se dan cuenta de que los progresos del conocimiento no se pueden planificar; de que en el viaje hacia lo desconocido, que no otra cosa es la investigación, dependemos en gran medida de las circunstancias y de los antojos del genio individual, y de que el progreso científico, como idea nueva que surge en una' mente única, es el resultado de una combinación de conceptos; hábitos y circunstancias brindados a una persona por la sociedad. En síntesis: el resultado tanto de esfuerzos sistemáticos como de afortunados accidentes.
Estamos más enterados de que nuestros progresos en la esfera intelectual surgen a menudo de lo imprevisible e involuntario y por ello tendemos a supervalorar la trascendencia de la libertad en dicho campo y a ignorar su importancia a la hora de llevar a cabo otras cosas. Sin embargo, la libertad de investigación y de creencias y la de palabra y discusión, cuya importancia es ampliamente comprendida, son significativas sólo en la última etapa del proceso, cuando las nuevas verdades se descubren. Exaltar el valor de la libertad intelectual a expensas del valor de la libertad para hacer otras cosas es igual que considerar la coronación de una construcción como todo el edificio. Tenemos nuevas ideas para discutir, diferentes puntos de vista que revisar, porque tales ideas y puntos de vista surgen de los esfuerzos de individuos en circunstancias siempre nuevas, que se aprovechan, en sus tareas concretas, de los nuevos instrumentos y formas de acción que han aprendido.
La parte no intelectual de este proceso, la formación del cambiante entorno material de donde lo nuevo surge, requiere para su comprensión y apreciación un esfuerzo de imaginación más grande que el de los factores que subraya el punto de vista intelectualista. Aunque a veces somos capaces de trazar el proceso intelectual que ha conducido a una nueva idea, escasamente podemos reconstruir siempre la secuencia y combinación de aquellos aportes que no han contribuido a la adquisición de conocimiento explícito. Ni siquiera podemos siempre reconstruir las costumbres y conocimientos prácticos favorables, las facilidades y oportunidades utilizadas y el especial medio ambiente de los principales actores que han favorecido el resultado. Nuestros esfuerzos hacia el entendimiento de esta parte del proceso sólo pueden ir poco más allá de mostrar sobre modelos simplificados la clase de fuerzas en acción y apuntar a los principios generales más bien que al carácter específico de las influencias que operan[17]. Los hombres se preocupan solamente de lo que conocen. Por lo tanto, esos aspectos que, mientras el proceso está en marcha, no se entienden conscientemente por todos son comúnmente despreciados y a veces no pueden investigarse con detalle.
De hecho, estos aspectos inconscientes no sólo se desprecian en general, sino que a menudo se tratan como si constituyeran una cortapisa más bien que una ayuda o una condición esencial. Dado que no son «racionales» en el sentido de entrar explícitamente dentro de nuestro razonamiento, a menudo se tratan como irracionales, en el sentido de ser contrarios a la acción inteligente. Sin embargo, aunque mucho de lo no racional que afecta a nuestras acciones pueda ser irracional en este sentido, aparte de los «meros hábitos» e «instituciones sin significado» que utilizamos y presuponemos en nuestras acciones, son condiciones esenciales para lo que obtenemos; son adaptaciones afortunadas de la sociedad que se mejoran constantemente y de las que depende el alcance de lo que podamos obtener. Aunque es importante descubrir sus defectos, no podríamos operar un solo momento sin confiar constantemente en ellas.
La forma en que hemos aprendido a distribuir nuestra vida diaria, a vestirnos, a comer y a arreglar nuestras cosas, a hablar y a escribir, a usar los innumerables instrumentos y herramientas de la civilización, no menos que la forma de producir o comerciar, nos suministran constantemente las bases sobre las que deben sustentarse nuestras contribuciones al proceso de la civilización. En esta moderna utilización y aprovechamiento de cualesquiera facilidades que la civilización nos ofrece surgen nuevas ideas que son finalmente manejadas en la esfera intelectual. Aunque la manipulación consciente del pensamiento abstracto, una vez que se ha puesto en marcha, tiene en cierta medida vida propia, no continuaría ni se desarrollaría sin la constante competición derivada de la habilidad de las gentes para actuar de una forma nueva, para intentar nuevas maneras de hacer las cosas y alterar la total estructura de la civilización mediante adaptaciones a los cambios. El proceso intelectual es, efectivamente, sólo un proceso de elaboración, solución y eliminación de ideas ya formadas. En gran medida, el afluir proviene de la esfera en donde la acción, a menudo acción no irracional, y los sucesos materiales chocan la una con los otros. Tal proceso se agotaría si la libertad se limitara a la esfera intelectual.
La importancia de la libertad, por lo tanto, no depende del elevado carácter de las actividades que hace posible. Incluso la libertad de acción para las cosas humildes es tan importante como la libertad de pensamiento. Constituye una práctica común disminuir la libertad de acción llamándola «libertad económica»[18]. Sin embargo, el concepto de libertad de acción es mucho más amplio que el concepto de libertad económica, que a su vez incluye. Más importante aún: es muy discutible si existe acción alguna que pueda denominarse sólo acción económica y si cualesquiera restricciones de la libertad pueden limitarse a las que meramente se llaman «aspectos económicos». Las consideraciones económicas son pura y simplemente aquellas mediante las cuales reconciliamos y ajustamos nuestros diferentes propósitos, ninguno de los cuales, en última instancia, es económico (exceptuando los relativos a la miseria o al hombre para el que hacer dinero ha llegado a ser un fin en sí mismo)[19].
7. Libertad y cambios en la escala de valores
La mayor parte de lo que hemos dicho no sólo se aplica a los medios empleados por el hombre para alcanzar sus fines, sino también a los fines mismos. Una de las características de la sociedad libre es que los fines del hombre sean abiertos[20], que puedan surgir nuevos fines, producto de esfuerzos conscientes, debidos al principio a unos pocos individuos y que con el tiempo llegarán a ser los fines de la mayoría. Debemos reconocer que incluso lo que consideramos bueno o bello cambia, si no de alguna manera reconocible que justifique la adopción de una postura relativista, por lo menos en el sentido de que en muchos aspectos no sabemos lo que aparecerá como bueno o bello a otra generación. Tampoco sabemos por qué consideramos esto o aquello como bueno o quién tiene la razón cuando las gentes difieren en si algo es bueno o no. El hombre es una criatura de la civilización no solamente en cuanto a su conocimiento, sino también respecto a sus fines y valores. En última instancia, la relevancia de esos deseos individuales para la perpetuación del grupo o especie determinará si han de persistir o cambiar. Es, desde luego, una equivocación creer que podemos sacar conclusiones acerca de lo que deberían ser nuestros valores simplemente porque nos demos cuenta de que son producto de la evolución. Sin embargo, no podemos razonablemente dudar que esos valores son creados y alterados por las mismas fuerzas evolucionistas que han producido nuestra inteligencia. Todo lo que podemos saber es que la última decisión acerca de lo bueno o lo malo no será hecha por un discernimiento humano individual, sino por la decadencia de los grupos que se hayan adherido a las creencias «equivocadas».
Todos los inventos de la civilización se ponen a prueba en la persecución de los objetivos humanos del momento: los inventos inefectivos serán rechazados y los efectivos mantenidos. Ahora bien, en ello hay algo más que el hecho de que los nuevos fines surgen constantemente con la satisfacción de viejas necesidades y con la aparición de nuevas oportunidades. La selección de individuos y grupos que lograrán el éxito y continuarán existiendo depende tanto de los fines que persigan y los valores que gobiernen sus acciones como de los instrumentos y actitudes de que dispongan. El que un grupo prospere o se extinga depende tanto del código ético al que obedece o de los ideales de belleza o bienestar que le guían como del grado en que ha aprendido o no a satisfacer sus necesidades materiales. Dentro de una determinada sociedad, grupos particulares pueden prosperar o decaer de acuerdo con los fines que persigan y el tipo de conducta que observen. Y asimismo los fines de los grupos que hayan tenido éxito tenderán a ser los de todos los miembros de la sociedad.
A lo más, entendemos tan sólo parcialmente por qué los valores que mantenemos o las reglas éticas que observamos contribuyen a conservar la existencia de nuestra sociedad, pero no podemos contar con la seguridad de que en condiciones constantemente mudables todas las reglas que han demostrado su capacidad para conducir a la consecución de ciertos fines continuarán siendo efectivas. Aunque existe la presunción de que cualquier patrón social establecido contribuye de alguna manera a la preservación de la civilización, nuestro único camino para confirmarlo es asegurarnos de si supera la prueba en competencia con otros patrones observados por otros individuos o grupos.
8. Organización y competencia
La competencia, sobre la que descansa el proceso de selección, debe entenderse en el más amplio sentido e incluye tanto la que existe entre grupos organizados y desorganizados como la que se da entre individuos. Pensar en dicha competencia en contraste con cooperación u organización será equivocar su naturaleza. El empeño para alcanzar ciertos resultados mediante la cooperación y la organización constituye una parte integrante de la competencia igual que lo son los esfuerzos individuales. Asimismo las relaciones de grupos afortunados prueban su efectividad en competencia entre grupos organizados de diferentes formas. La distinción relevante no está entre acción individual y acción de grupo, sino, por una parte, entre condiciones de acuerdo con las cuales pueden intentarse modos de obrar alternativos basados en diferentes puntos de vista o prácticas, y condiciones, por otra parte, según las cuales una organización tiene el derecho exclusivo de actuar y el poder de impedir a otros que actúen. Sólo cuando tales derechos exclusivos son conferidos bajo la presunción de un conocimiento superior de los individuos o grupos particulares el proceso deja de ser experimental y las creencias que prevalecen en un tiempo dado llegan a constituir un obstáculo al progreso del conocimiento.
El argumento en favor de la libertad no es un argumento contra la organización, uno de los más poderosos medios que la razón humana puede utilizar, sino contra todas las organizaciones exclusivas, privilegiadas y monopolísticas, contra el uso de la coacción para impedir a otros que traten de hacerlo mejor. Toda organización está basada en un conocimiento dado y significa adscripción a un fin concreto y a métodos especiales. Pero incluso las organizaciones ideadas para incrementar el conocimiento resultarán efectivas únicamente si son verdad el conocimiento y creencias sobre las que descansa la idea fundacional. La contradicción entre cualesquiera hechos y las creencias sobre las que reposa la estructura de la organización se percibirá por el fracaso de tal organización y la sustitución por un tipo diferente. Por lo tanto, es probable que la organización sea beneficiosa y efectiva mientras entrañe voluntariedad y se encarne en una esfera libre, y o bien se ajustará a las circunstancias que no se tomaron en consideración en el momento de su constitución o fracasará. Cambiar la sociedad en bloque en una organización centralizada dirigida de acuerdo con un plan único equivaldría a la extinción de las mismas fuerzas que modelaron las inteligencias individuales humanas que lo planearon.
Vale la pena examinar por un momento lo que sucedería si únicamente aquel que se considerara como el mejor de los conocimientos disponibles se utilizara en todas las acciones. Si fueran prohibidos todos los intentos que parecieran desdeñables a la luz del conocimiento generalmente aceptado y solamente se plantearan interrogantes o se hicieran experimentos que parecieran importantes a la luz de la opinión reinante, la humanidad podría muy bien alcanzar un punto en el que su conocimiento le facilitara la predicción de las consecuencias de todas las acciones convencionales y la evitación de todos los fracasos y desilusiones. Parecería entonces que el hombre había supeditado las circunstancias que le rodean a su razón, pues intentaría sólo aquellas cosas que fueran totalmente predecibles en cuanto a sus resultados. Entonces podríamos concebir que una civilización se estancara no porque las posibilidades de un mayor crecimiento hubiesen sido agotadas, sino porque el hombre habría conseguido subordinar completamente todas sus acciones y el medio que le rodea al estado existente de conocimiento, y por lo tanto faltaría la ocasión de que apareciesen nuevos conocimientos.
9. Racionalismo y límites de la razón
El racionalista que desea subordinar todo a la razón humana se enfrenta, por lo tanto, con un dilema real. El uso de la razón apunta al control y a la predicción. Sin embargo, los procesos del progreso de la razón descansan en la libertad y en la impredicción de las acciones humanas. Cuantos magnifican los poderes de la razón humana sólo suelen ver una cara de aquella interacción del pensamiento y la conducta humana en donde la razón es al mismo tiempo formada y utilizada. No ven que para tener lugar el proceso social del cual surge el desarrollo de la razón este tiene que permanecer libre de su control.
No hay duda de que el hombre debe algunos de sus mayores éxitos en el pasado al hecho de que no ha sido capaz de controlar la vida social. Su continuo progreso puede muy bien depender de la deliberada abstención de ejercer controles que hoy están dentro de su poder. En el pasado, las espontáneas fuerzas del crecimiento, por muy restringidas que estuviesen normalmente, pudieron sin embargo defenderse contra la coacción organizada del Estado. Con las técnicas de control de que hoy disponen los gobiernos no es seguro que tal afirmación sea posible y hasta puede decirse que pronto será imposible. No estamos lejos del momento en que las fuerzas deliberadamente organizadas de la sociedad destruyan aquellas fuerzas espontáneas que hicieron posible el progreso.