La previsión social
La doctrina que propugna la instalación de una red de seguridad que permita recoger a quienes caen ha sido sustituida por el dogma de que es obligado facilitar una justa participación a todos, incluso a los que son plenamente capaces de permanecer en pie.
THE ECONOMIST[1]
1. Asistencia pública y seguro obligatorio
Siempre, en el mundo occidental, ha constituido un deber de la comunidad el arbitrar medidas de seguridad a favor de quienes —como consecuencia de eventos que escapan de su control— se ven amenazados por el hambre o la extrema indigencia. Las instituciones de tipo local que inicialmente atendieran tales situaciones resultaron inadecuadas cuando el desarrollo de las grandes ciudades y la creciente movilidad de la gente quebrantó los viejos lazos de vecindad, de tal forma que —allí donde las autoridades locales no obstaculizaron dichos movimientos migratorios— los servicios se estructuraron sobre base nacional, montándose especiales organismos que cuidaban de llevar a cabo las oportunas prestaciones. Lo que hoy se conoce como asistencia pública o caridad —y que con arreglo a distintos modelos se halla organizada en todos los países— no es otra cosa sino la vieja «ley de indigentes» adaptada a las condiciones modernas. En una sociedad industrializada resulta obvia la necesidad de una organización asistencial, en interés incluso de aquellas personas que han de ser protegidas contra los actos de desesperación de quienes carecen de lo indispensable.
Es probable, y quizá inevitable, que la mencionada asistencia no se limite a los incapaces de atender sus propias necesidades —los «pobres de solemnidad» habitualmente así denominados—, como también que en una sociedad comparativamente rica, cual es la actual, el volumen de ayuda rebase lo estrictamente indispensable para mantener vivos y en estado de salud a los recipiendarios. Es igualmente cierto que la esperanza de alcanzar aquellos beneficios asistenciales pueda inducir a determinados individuos a despreocuparse de adoptar ciertas previsiones para hacer frente a estados de emergencia que, sin duda, hubieran podido afrontar personalmente. Parece natural, por tanto, que a cuantos pretenden ser ayudados en situaciones que podían y debían haber previsto se les replique que es misión suya hacer frente a tal acontecer. Si de modo general se proclama el derecho a quedar protegidos contra las extremas adversidades —vejez, paro, enfermedad, etcétera—, prescindiendo de si los interesados podían y debían haber adoptado las medidas previsoras oportunas, y, sobre todo, si la asistencia adquiere tales proporciones que reduce al mínimo el esfuerzo individual, parece obvio que todo el mundo ha de venir obligado a asegurarse —o bien a adoptar las previsoras medidas de la clase que convenga— contra los habituales azares que comporta la vida. En este caso la justificación no se basa en que deba coaccionarse a la gente para que realice algo que redunda en su interés, sino más bien en la circunstancia de que los imprevisores pueden convertirse en una carga pública. Análogamente se exige a los conductores de vehículos que cubran el riesgo de ocasionar daños a terceros, no en su interés, sino en el de quienes pueden padecerlos por el actuar de los primeros.
Finalmente, es indudable que si el Estado exige que todo el mundo adopte determinadas medidas de previsión —de las que tan sólo antes algunos se cuidaba—, parece lógico que ese mismo. Estado coadyuve a la creación de instituciones apropiadas al caso. En razón a que la acción estatal ha impulsado un proceso que sin su intervención se hubiera producido más lentamente, el costo de los estudios y el desarrollo de las nuevas instituciones idóneas resultan incumbencia de la colectividad, de igual manera que acontece con la investigación científica y la enseñanza y también con otras materias de interés público. La ayuda así concedida y sufragada por el erario ha de ser, por su propia naturaleza, temporal, por tratarse de un subsidio con la misión de acelerar el desarrollo de un servicio que tiene su origen en una decisión pública; subsidio que ha de abonarse durante un período transicional que terminará cuando la institución haya crecido y adquirido vigor bastante para poder atender las nuevas demandas.
No rebasando estas limitaciones, el montaje de un completo mecanismo de «seguridad social» puede parecer justificado incluso a los más conspicuos partidarios de la libertad. Aun cuando muchos piensen que no es acertado ir tan lejos, no cabe sostener que el esquema expuesto se halle en conflicto con los principios que defendemos. El programa, tal como se ha descrito, entrañaría alguna coacción, destinada únicamente a impedir otra mayor que sufriría el individuo en interés de terceros. La razón de ello descansa tanto en el deseo individual de protegerse contra las consecuencias de la extrema miseria del prójimo, como en el de forzarle a proveer de un modo más eficaz a sus propias necesidades.
2. Últimas tendencias
Tan sólo cuando los partidarios de la «seguridad social» avanzan un paso más, surge el problema crucial. Incluso al iniciarse la política de «los seguros sociales» en Alemania, alrededor de 1880, no se invitó meramente a la gente a que hiciera previsiones frente a aquellos riesgos que, quisiéranlo o no, el Estado cubriría, sino que fue obligada a obtener tal protección a través de una organización centralizada y gobernada por los poderes públicos. Aunque la inspiración de los nuevos métodos procediese de instituciones creadas por los trabajadores, principalmente en Gran Bretaña, como consecuencia de su propia iniciativa individual, y aunque tales instituciones también habían aparecido en Alemania —sobre todo en el campo del seguro de enfermedad—, y se les permitiese continuar subsistiendo, se decidió que siempre que se quisiera atender nuevos sectores, como son las previsiones de vejez, accidentes de trabajo, cargas familiares y paro, corriesen a cargo de un organismo centralizado que prestaría aquellos servicios con carácter exclusivo y al que, por tanto, todos los necesitados de asistencia deberían estar afiliados.
«Seguridad social», en consecuencia, desde su inicio, no sólo significó seguridad obligatoria, sino afiliación obligatoria en una organización única controlada por el Estado. La principal justificación del sistema —impugnado en su día desde todos los ángulos, aunque hoy se acepte, por lo general, como incontrovertible— radica en el supuesto de su mayor eficacia y de resultar, en el orden burocrático, más económico. Con reiteración se afirma que sólo de tal suerte cabe amparar de una vez para siempre a cuantos precisan de tal protección.
El argumento así expuesto contiene una parte de verdad, pero dista mucho de dejar resueltos todos los aspectos del problema. Es posible que, en determinadas circunstancias y en un momento dado, una organización actualizada y montada por los técnicos más preparados en la materia, designados por la autoridad, proceda con la mayor eficacia. Ahora bien, lo que no parece probable es que siga siendo ya la mejor organización a lo largo del tiempo, si todo progreso debe llevarse a cabo por su cauce y si quienes fueron designados rectores en el período inicial se erigen en jueces únicos para decidir sobre las indispensables modificaciones. Es un error creer que, a la larga, la mejor y más barata manera de alcanzar cualquier objetivo consiste en someterse a un plan previo en lugar de utilizar en cada momento los medios disponibles más idóneos. El principio de que los monopolios estatales se corrompen con el transcurso del tiempo es de tanta aplicación a este caso como a cualquier otro. Es innegable que, si en un determinado momento se quiere tener la certeza de lograr tan rápidamente como se pueda todo lo que de una manera positiva se presupone deseable, la mejor manera de dar cima al propósito es la deliberada organización de cuantos recursos hayan de ser dedicados a dicho fin. Dentro del campo de la seguridad social, confiar en la evolución gradual de instituciones convenientes significaría, sin duda alguna, que las necesidades de ciertos individuos que una organización centralizada hubiera tomado inmediatamente bajo su cargo recibirían por algún tiempo una atención inadecuada. Para el reformador impaciente a quien tan sólo sosiega la inmediata supresión de todos los males evitables, la creación de un solo organismo con poder total de acción, dentro de los límites de lo posible, aparece como el único sistema idóneo. A la larga, sin embargo, el precio que hay que pagar, incluso si se descuentan los éxitos conseguidos en un determinado sector, puede ser muy alto. El limitarse a un solo y amplio organismo porque la cobertura inmediata que brinda es más grande, puede muy bien impedir la evolución de otras organizaciones cuyas eventuales contribuciones a la beneficencia tal vez hubieran sido mayores[2].
Aunque, inicialmente, en pro de la existencia de un organismo único y de filiación obligatoria se invocara sobre todo la eficacia, en la mente de los partidarios de tal exclusivismo había otras consideraciones que no acertaban a ocultar. En realidad, existen dos objetivos distintos, aunque conexos, que una organización estatal con poderes coactivos puede lograr y quedan fuera del alcance de cualquier organismo de tipo privado. Este último puede ofrecer tan sólo servicios concretos basados en contratos, es decir, puede satisfacer específica necesidad surgida con independencia de la deliberada acción del beneficiario y comprobable mediante la utilización de criterios objetivos. Satisface exclusivamente necesidades previsibles. Por muy amplio que sea un seguro, el beneficiario nunca obtendrá más que la satisfacción de una pretensión contractual y sin que cuanto se estima necesario con arreglo a sus personales circunstancias quede amparado. En cambio, un organismo monopolístico estatal puede inspirarse en el principio de conceder beneficios según la necesidad que surja, independientemente de lo contractualmente convenido. Únicamente un organismo del mencionado tipo, con poderes discrecionales, estará en situación de dar a los individuos lo que deben tener u obligarles a que hagan lo necesario con el fin de lograr un «nivel social» uniforme. Asimismo, y he aquí el segundo punto importante, podrá redistribuir las rentas percibidas entre determinadas personas y grupos según estime más deseable. Aunque todos los seguros entrañan una comunidad de intereses para reabsorber el riesgo, las empresas aseguradoras de tipo privado jamás pueden llevar a cabo una deliberada transferencia de renta de un grupo de individuos previamente designado a otro[3].
La redistribución que comentamos se ha convertido hoy en el principal propósito de lo que todavía se denomina «seguridad social», con designación errónea incluso en el albor de tal sistema. Cuando en 1935 los Estados Unidos lo introdujeron, se conservó el término seguridad —gracias a un «golpe de ingenio de los promotores»—[4], simplemente para hacerlo más aceptable. Desde el comienzo, el término tenía poco que ver con el campo del seguro y en lo sucesivo perdió cualquier parecido que pudiera tener con este. Lo mismo puede decirse hoy de la mayoría de los países que originariamente partieron de algo más íntimamente emparentado con el seguro.
Aunque la redistribución de la renta no fue nunca el propósito inicial confesado del aparato de seguridad social, en la actualidad constituye el objetivo real admitido en todas partes[5]. Ningún sistema de seguro obligatorio monopolístico ha dejado de transformarse en algo completamente distinto; siempre se ha convertido en un mecanismo destinado a la obligatoria redistribución de la renta. La ética de tal sistema, según el cual no son los donantes quienes determinan lo que deba darse a los pocos desafortunados, sino la mayoría de receptores quienes deciden lo que tomarán de una minoría más rica, será objeto de examen en el próximo capítulo. Por el momento, nos limitaremos al estudio del proceso que, con carácter general, convierte un sistema originalmente concebido para aliviar la pobreza en instrumento de redistribución igualitaria. Se trata de un medio de socializar la renta, de crear una especie de Estado paternalístico que distribuye beneficios monetarios o en especie a aquellos que, en su opinión, los merecen más. El Estado-providencia se ha trocado para muchos en el sustituto del periclitado socialismo. Visto como alternativa del ya desacreditado método de dirigir la producción, la técnica del Estado-providencia, que intenta conseguir una «más justa distribución», mediante el manejo de la renta en la forma y proporciones que le parecen oportunas, no es otra cosa que un nuevo método de perseguir los viejos objetivos del socialismo. La razón por la que disfruta de mayor aceptación que el viejo socialismo estriba en que primeramente fue presentado como si únicamente se tratase de un método eficiente de satisfacer a los especialmente necesitados. Sin embargo, la aceptación de tal propuesta de organización benefactora, que parecía razonable, se interpretó como un compromiso para algo muy diferente. La transformación tuvo lugar principalmente mediante decisiones que a la mayoría de la gente se le antojaban meros detalles técnicos y en las que a menudo se oscurecían deliberadamente las graves mutaciones utilizando una insistente y habilidosa propaganda. Es fundamental que conozcamos claramente la línea que distingue una situación en la que la comunidad acepta el deber de prevenir la necesidad y de proveer a un nivel mínimo de beneficencia de aquella otra en que asume el poder de determinar la «justa» posición de cada cual y conceder a cada uno lo que cree que merece. La libertad resulta seriamente amenazada cuando se confieren al gobernante poderes exclusivos para prestar ciertos servicios; poderes que, si han de alcanzar los deseados objetivos, forzosamente suponen coactivas imposiciones sobre los individuos arbitrariamente acordadas por la autoridad[6].
3. Los expertos y el régimen democrático
La gran complejidad y la dificultad de comprender la mecánica del sistema de seguridad social crea a la democracia un serio problema. No es exagerado decir que, aunque el desarrollo del inmenso aparato de seguridad ha sido el factor principal en la transformación de nuestra economía, también ha sido el menos comprendido por la gente. Ello se comprueba no sólo en la persistente creencia[7] de que el beneficiario individual tiene una pretensión moral con respecto a los servicios puesto que ha pagado por ellos, sino también en el hecho curioso de que las más importantes leyes de seguridad social se presentan a la legislatura de una forma tal, que a esta no le queda otra alternativa que aceptarlas o rechazarlas en su conjunto sin posibilidad de modificación[8]. Así, se da la paradoja de que la misma mayoría cuya presumible inhabilidad para escoger por sí misma de manera correcta constituye el pretexto para administrarle una gran parte de sus ingresos es invocada desde el punto de vista de su capacidad colectiva para determinar la forma en que han de gastarse las rentas individuales[9].
No sólo a los profanos, sin embargo, les resulta un gran misterio lo intrincado del sistema de seguridad social. El economista, sociólogo o jurisperito medio prácticamente ignoran también los detalles de tan complejo y siempre cambiante sistema, y es en definitiva el experto en estas materias, como en tantas otras, quien dice la última palabra. La nueva clase de expertos, que igualmente actúan en campos tales como el del trabajo, la agricultura, la vivienda y la educación, son gente perita en determinada organización. Las instituciones creadas en dichos sectores se han desarrollado de una forma tan compleja, que se consume prácticamente toda una vida para llegar a dominarlas. El experto no es, por definición, persona que pueda valorar la correspondiente institución; la realidad es que sólo él conoce de verdad su organización, resultando, por tanto, imprescindible su concurso. Las razones por las que dicha persona se ha interesado en la vida de la institución, llegando a amarla, poco tienen que ver, por lo general, con principios técnicos. Estos nuevos expertos se asemejan todos en hallarse totalmente identificados con los organismos en que prestan sus servicios. Tal identificación proviene no sólo de que únicamente quien apruebe los fines de la institución tiene paciencia e interés bastante como para dominar la materia, sino además porque tal esfuerzo a cualquier otro parecería excesivo; de ahí que los puntos de vista de quienes no admiten los principios en que se basan tales instituciones son menospreciados, sin que nadie los tome en consideración[10].
Importa mucho señalar que, como resultado del proceso evolutivo que comentamos, aumentan los sectores en que prácticamente todos los «expertos» reconocidos son casi por definición personas identificadas con los principios que entraña la política. Ciertamente, este es uno de los factores que tienden a convertir en autoacelerantes tantos procesos contemporáneos. El político que cuando recomienda determinada medida asegura que «todos los expertos la respaldan» puede estar expresándose de completa buena fe, pues sólo aquellas personas que deseen su implantación habrán devenido expertos en el sentido que nos ocupa, denegándose tal consideración al economista o al jurisperito independiente y objetivo. Una vez establecido el sistema, su desarrollo futuro vendrá condicionado por lo que las personas escogidas para servirlo consideren necesario[11].
4. Desarrollo o planificación
Resulta paradójico que el Estado pretenda justificar la planificación centralizada en una esfera en que tal vez con más claridad que en ninguna otra se advierte que las nuevas instituciones no fueron fruto de un plan preestablecido, sino el resultado de un proceso gradual y evolutivo. Nuestro moderno concepto de prevención de los riesgos mediante el seguro no es creación de alguien que de modo consciente y tras encararse con la necesidad haya ideado una solución racional. Estamos tan familiarizados con la mecánica de los seguros, que parece natural pensar que cualquier hombre inteligente, tras una pequeña reflexión, descubriría pronto sus principios. El desarrollo histórico de los seguros sociales proclama cuán erróneo es pretender que su ulterior progreso haya de realizarse exclusivamente por el cauce estatal. Se ha dicho con acierto que «nadie montó los seguros marítimos en la forma que posteriormente se crearon los seguros sociales» y que la actual técnica actuarial se debe a «múltiples aportaciones de personas, unas anónimas y otras conocidas, que poco a poco elaboraron un sistema de tal perfección, que resulta enormemente superior a las más perspicaces creaciones de cualquier mente individual»[12].
¿Creemos acaso haber llegado a la cima de la sabiduría de tal suerte que, para alcanzar rápidamente ciertos objetivos hoy deseados, osemos prescindir de anteriores y no planificadas conquistas, así como de la gradual adaptación de los tradicionales sistemas a los nuevos objetivos? Resulta especialmente aleccionador que los dos principales sectores que el Estado aspira a monopolizar —el seguro de vejez y el de enfermedad— ofrezcan, cuando todavía no se ha impuesto el completo control estatal, progresos rápidos y espontáneos. Nos enfrentamos con una variedad de experimentos que quizá proporcionen nuevas soluciones a necesidades de cada día, soluciones que ninguna actividad planificadora hubiera podido entrever[13]. ¿Es, pues, en definitiva, admisible suponer que a la larga, sea lo más conveniente el monopolio estatal? La mejor manera de estancar el progreso consiste en imponer coactiva mente incluso los mejores procedimientos en cada momento disponibles.
5. Expansionismo del aparato de seguridad social
La práctica de atender con cargo al erario público a quienes se hallan en extrema necesidad, imponiendo a la gente al propio tiempo la obligación de precaverse contra cualquier riesgo al objeto de no llegar a ser una carga para los demás, ha producido en la mayoría de los países un tercer sistema, a cuyo amparo el individuo, en ciertos casos —tales como la enfermedad y la vejez—, es atendido independientemente de que lo necesite y de que efectivamente se halla asegurado[14]. Bajo tal sistema, todos quedan a salvo y en condiciones de disfrutar aquel grado de bienestar que se piensa deben gozar, prescindiendo de que necesiten tal ayuda, así como de las efectivas aportaciones que hayan realizado o que aún pudieran en el futuro realizar. La implantación de este sistema se efectuó primero suplementando con fondos públicos lo que los interesados habían obtenido mediante el seguro obligatorio, y después, concediendo beneficios a los individuos, como si por derecho les correspondieran, cuyo costo sólo en parte habían satisfecho. Claro está que convertir en derechos una transferencia de renta no altera la circunstancia de que la única justificación de dichos seguros es la existencia de un verdadero estado de necesidad, de tal suerte que dichas entregas son siempre de índole caritativa. Dicha condición se encubre, por lo general, concediendo a todos o a casi todos el correspondiente beneficio, tomando después de los mejor dotados un múltiplo de lo que reciben. La alegada aversión de la mayoría a recibir nada que no haya ganado y que solamente se da en consideración a la necesidad en que uno se encuentra, juntamente con su protesta de que «se investigue los medios económicos de que dispone», han servido de pretexto para disfrazar un sistema por el que el individuo no puede saber cuánto es lo efectivamente pagado y cuánto lo dejado de abonar[15]. Mediante tal actuar se desea inducir a la gente, utilizando el engaño, a aceptar un nuevo sistema redistributivo, cuyos gestores, al parecer, desde un principio, consideraron como fórmula tan sólo transitoria que debía evolucionar hasta convertirse en un sistema exclusivamente orientado hacia la redistribución de las rentas y patrimonios[16]. Este proceso sólo se puede detener estableciendo una clara separación entre los beneficios íntegramente pagados por el interesado, a los que tiene pleno derecho moral y legal, de aquellos otros que derivan de la necesidad en que se encuentra y que, por tanto, exigen la prueba de que tal necesidad realmente concurre.
En relación con lo anterior, todavía conviene aludir a otra peculiaridad de la máquina de seguridad social centralizada: su derecho a utilizar cantidades obtenidas coactivamente para hacer propaganda en favor del sistema obligatorio. Resulta obvio el absurdo fundamental en que incurre la mayoría contribuyendo económicamente a mantener una organización propagandística cuyo fin es persuadir a la propia mayoría para que vaya más lejos de lo que está dispuesta a ir. Aunque en Estados Unidos la utilización, por los organismos oficiales, de técnicas propagandísticas tipo public relations consideradas legítimas en el ámbito de los negocios privados ha llegado a aceptarse ampliamente, la existencia en una democracia de tales organismos que gastan los fondos obtenidos de la gente para publicidad a favor de la extensión de sus actividades, es cuestión discutible. En ningún otro sector, dentro de la escala nacional o internacional, ha llegado a ser tan general el fenómeno que apuntamos como en el de la seguridad social. Supone nada menos que la existencia de un grupo de especialistas interesados en un proceso determinado y a quienes se les permite utilizar los fondos del erario con el propósito de manipular la opinión pública a su favor. El resultado es que tanto los votantes como los legisladores reciben su información casi exclusivamente de aquellos cuyas actividades deberían dirigir. No se exagera al estimar el impulso que este factor ha prestado a la aceleración de un proceso evolutivo que ha llegado más allá de lo que, de otra forma, la gente hubiera consentido. Tal propaganda subvencionada, dirigida por una organización exclusivista, nutrida con ingresos obtenidos a través de la presión fiscal, no admite comparación con la publicidad competitiva y confiere un poder sobre las mentes similar al que ejerce el Estado totalitario al monopolizar la propaganda[17].
Aunque, en sentido formal, el sistema de seguridad social hoy existente ha sido creado por decisiones democráticas, cabe poner en duda si la mayoría de los beneficiarios lo aprobarían si conocieran todo lo que implica. La carga que los afiliados aceptan al permitir la detracción de una parte de sus ingresos, para ser destinada a fines y objetivos que el Estado decide por sí mismo, resulta especialmente gravosa en los países relativamente pobres, donde lo que más urge y se precisa es un incremento en la producción de bienes. ¿Puede nadie razonablemente pensar que el obrero medio italiano, relativamente especializado, disfrute de alguna ventaja cuando, de la total remuneración que por su trabajo le abona el empresario, el 44 por 100 es entregado al Estado; o, utilizando cifras concretas, que de los 49 céntimos que su patrón le paga por una hora de trabajo reciba sólo 27 céntimos, mientras los 22 restantes los gasta el Estado en favor del propio trabajador?[18] Si el trabajador se percatase en verdad de lo que ocurre y pudiera elegir entre la seguridad social o doblar sus ingresos para disponer de ellos a su antojo, ¿escogería la seguridad? En Francia, las cifras para todos los asegurados suponen alrededor del tercio del costo total del trabajo[19], y cabe preguntar: Dicha suma ¿no es más de lo que los trabajadores pagarían de buen grado por los servicios que el Estado les ofrece a cambio? En Alemania, alrededor del 20 por 100 de toda la renta nacional va a parar a manos de la Administración de Seguridad Social[20]. ¿No se trata de una asignación obligatoria en cuantía mayor de la que el pueblo alemán desearía si libremente expusiera su auténtico modo de pensar? ¿Puede negarse seriamente que la mayoría de esos pueblos disfrutaría de superiores ventajas y de más seguridad si el dinero fuese manejado por los propios interesados con libertad de asegurarse en empresas privadas?[21]
6. Previsiones para la vejez
En este lugar tan sólo podemos considerar específicamente las principales ramas de la previsión social, es decir: los seguros contra la vejez; la incapacidad permanente para el trabajo debida a causa distinta de la edad; la muerte del cabeza de familia que proporcionaba el sustento; la enfermedad, y el paro. Otros muchos servicios asistenciales que se prestan en varios países, bien formando parte de los ya indicados, bien separadamente, como por ejemplo ocurre con el seguro de maternidad y la protección a la infancia, sugieren problemas precisos en cuanto se conciben como parte de la denominada «política demográfica», aspecto de la política moderna que no consideraremos.
La previsión para la vejez y las consecuencias que se derivan de la misma constituye el sector donde la mayoría de los países han contraído responsabilidades más importantes y el que probablemente ha de crear los más serios problemas. (Quizá pueda hacerse la salvedad de Gran Bretaña, donde el establecimiento de un servicio nacional de sanidad gratuito ha originado problemas de magnitud similar). La cuestión de los incapaces para el trabajo por razón de la edad reviste características particularmente serias. Los gobernantes de la mayoría de los países del mundo occidental son en la actualidad culpables de que los trabajadores ancianos se vean privados de los medios de ayuda que se habían esforzado en procurarse. Al perder la fe en una moneda estable y al abandonar el deber de mantener el signo monetario nacional, los poderes públicos han creado una situación en que a la generación que alcanzó la edad del retiro en los últimos años le han robado una gran parte de lo que habían reservado para los días de su jubilación. Sin merecer tales consecuencias, y a pesar de los constantes esfuerzos que desde antiguo hicieron en evitación de que llegara ese día, se encaran con la pobreza muchos más individuos de los que se hubieran visto obligados a ello de haber ocurrido las cosas en forma distinta. No puede sostenerse, como se hace a menudo, que la inflación es un desastre natural inevitable. La inflación es siempre el resultado de la debilidad o de la ignorancia de aquellos que tienen a su cargo la política monetaria, aunque la responsabilidad se diluya y divida tanto que resulte imposible censurar a nadie. Las autoridades podían haber analizado los fines que trataban de lograr con arreglo a un criterio que hubiera impedido aparecer el peor de todos los males: la inflación. La inflación es siempre la consecuencia fatal e ineludible de las medidas adoptadas por quienes gobiernan.
Al enfrentarnos con el problema del seguro para la vejez, y conscientes de la especial responsabilidad contraída por los gobernantes, no podemos menos de preguntarnos si el daño infligido a una generación —la cual no deja de ser en parte también culpable de lo acaecido— puede justificar la implantación de un sistema a cuyo amparo, alcanzada determinada edad, los ingresos percibidos dependen de consideraciones políticas y provienen de la exacción fiscal. La totalidad del mundo occidental, sin embargo, camina hacia dicho sistema de previsión, que forzosamente ha de provocar problemas que afectarán a la política futura en términos tales que la mayoría de la gente ni siquiera es capaz de imaginar. En nuestros esfuerzos para remediar el mal, muy bien pudiéramos descargar sobre las espaldas de las futuras generaciones un peso mayor del que estarán dispuestas a soportar, y, por lo tanto, atándole las manos de tal forma que, después de muchos esfuerzos para liberarse, terminarán desentendiéndose de sus obligaciones en mayor grado aún de lo que nosotros hemos hecho.
El problema surge en forma grave tan pronto como el gobierno acomete la tarea de garantizar no sólo el mínimo, sino la previsión «adecuada» para todos los ancianos, prescindiendo de las necesidades individuales o de las aportaciones llevadas a cabo por los beneficiarios. Hay dos pasos críticos que se dan tan pronto como el Estado asume el monopolio de dicha previsión: el primero consiste en que la protección se conceda no sólo a quienes mediante sus aportaciones se la han ganado, sino también a otros que aún no la merecen; y el segundo estriba en que las pensiones no proceden de un fondo a tal fin acumulado, es decir, de la supletoria renta debida al esfuerzo capitalizador de los beneficiarios, sino de haberse detraído a quienes a la sazón trabajan una parte de lo producido por ellos. Esto es igualmente cierto tanto si el Estado crea nominalmente un fondo y lo «invierte» en valores públicos (es decir, que se lo presta a sí mismo para gastarlo, por lo general, en mero consumo), como si atiende sus obligaciones acudiendo a las exacciones tributarias[22], (La posible alternativa —nunca, sin embargo, aplicada— de invertir tales fondos en negocios productivos, daría pronto al Estado el absoluto control de la vida mercantil). Estos dos efectos, que normalmente provocan los seguros de vejez estatificados, constituyen precisamente las razones por las cuales suele implantarse el sistema.
Es fácil comprender que el completo abandono del carácter actuarial del sistema, al reconocerse el derecho a una renta «adecuada» a favor de cuantos alcanzan cierta edad (y de todos los que se hallan necesitados o incapacitados), renta que viene determinada corrientemente por la mayoría (de la cual los beneficiarios forman una parte sustancial), transforma la total organización en arma política que juega a favor de los demagogos cazadores de votos. Es vano creer que cierto baremo objetivo de justicia pondrá límites a la pretensión de aquellos que hayan alcanzado la edad privilegiada (aunque se hallen capacitados para continuar trabajando), a recibir «adecuada» manutención de los que todavía trabajan, quienes, en cambio, encontrarían consolación únicamente en el pensamiento de que, en cierta fecha futura, cuando sean proporcionalmente más numerosos y posean una fuerza electoral mayor, se hallarán en mejor situación de lograr que quienes a la sazón sigan trabajando provean a sus necesidades.
La asidua propaganda oficial ha ocultado el hecho de que este esquema de pensiones para todos significa que muchos que han alcanzado, al fin, la largamente esperada edad del retiro, y que pueden jubilarse y vivir de sus ahorros, reciban una gratuidad a expensas de los que no la han alcanzado todavía, buen número de los cuales se retirarían inmediatamente si se les asegurase la misma renta[23]. Y que en una sociedad rica y no devastada por la inflación sea normal que una gran proporción de los jubilados disfrute de más bienestar que los que todavía trabajan. La opinión pública ha sido deliberadamente mantenida en el error hasta un grado tal, que resulta aleccionadora la afirmación, a menudo citada (y aceptada por el Tribunal Supremo de los Estados Unidos), de que en 1935, en Norteamérica «aproximadamente tres personas de cada cuatro con sesenta y cinco años de edad y aún más ancianas dependían en todo o en parte de otras para su manutención», según resultaba de estadísticas en las cuales se suponía que todas las mujeres «dependían» de ingresos ajenos, por cuanto la propiedad de los bienes matrimoniales era oficialmente atribuida al marido[24].
Resultado inevitable de esta situación —que constituye el panorama político normal en otros países además de Estados Unidos— es que al iniciarse cada período electoral se especula sobre el punto que alcanzará la nueva elevación de las ventajas que la previsión social otorga[25]. La imposibilidad de tasar una demanda que presiona a favor de tales alzas aparece con la máxima claridad en una reciente declaración del partido laborista británico, presuponiendo que una pensión realmente adecuada «significa el derecho a continuar viviendo en la misma vecindad, a disfrutar de los mismos pasatiempos y diversiones y a relacionarse con el mismo círculo de amigos»[26]. Probablemente, no ha de transcurrir demasiado tiempo sin que se arguya que, puesto que los retirados disponen de mayor ocio para gastar dinero, deben percibir más que quienes todavía trabajan. Con la era de redistribución que se aproxima, no hay razón para que la mayoría de las personas por encima de los cuarenta no intente que los más jóvenes trabajen para ellos. Llegados a este extremo, pudiera ocurrir que los físicamente más fuertes se rebelen y priven a los viejos tanto de sus derechos políticos como de sus pretensiones legales a recibir manutención.
El documento del partido laborista británico que acabamos de mencionar es significativo también porque, además de tener como motivación el anhelo de ayudar a los ancianos, descubre muy claramente el deseo de incapacitarlos para valerse por sí mismos y hacerlos depender exclusivamente de la ayuda estatal. Dicho documento está penetrado de animosidad hacia todos los sistemas de pensión privada o cualquier arreglo similar y, lo que incluso es más digno de notar, contiene la fría presunción —subrayando las cifras del plan propuesto— de que los precios doblarán entre 1960 y 1980[27]. Si tal supone el grado de inflación planificada por adelantado, la consecuencia real ha de ser que la mayoría de aquellos que se retiren al final del siglo dependerán de la caridad de la generación más joven. Finalmente, no será la moral, sino el hecho de que los jóvenes nutren los cuadros de la policía y el ejército, lo que decida la solución: campos de concentración para los ancianos incapaces de mantenerse por sí mismos. Tal pudiera ser la suerte de una generación vieja cuyas rentas dependen de que las mismas, coactivamente, se obtengan de la juventud.
7. El seguro de enfermedad y la medicina libre
El seguro de enfermedad suscita prácticamente todas las cuestiones ya analizadas, más otras nuevas derivadas de su peculiar naturaleza y de la circunstancia de que el problema de la «necesidad» no puede ser enjuiciado de modo análogo al de aquellos otros casos que responden a determinados criterios objetivos, como ocurre con la edad. Cada supuesto de necesidad sugiere problemas de urgencia e importancia que han de ser comparados con el coste de su satisfacción, cuestiones a decidir bien por el propio beneficiario o por otra persona que en su calidad lo sustituya.
No sería razonable negar que el desenvolvimiento del seguro de enfermedad constituye un proceso deseable y que quizá existan argumentos a favor de su obligatoriedad si se desea evitar que muchos que podrían proveer al futuro no lo hagan y, en definitiva, se conviertan en una carga pública. Ahora bien, existen poderosas razones en contra del monopolio estatal en esta esfera de previsión y argumentos abrumadores que se oponen a la asistencia sanitaria total y gratuita. Es probable que todas estas consideraciones hagan evidente la improcedencia del sistema en los países que lo practican, aunque las circunstancias políticas tal vez impidan su supresión una vez implantado. El más poderoso de los argumentos en contra de su establecimiento radica precisamente en la circunstancia de que, una vez organizado, se convierte en una de aquellas medidas de tipo político irrevocables, que han de mantenerse tanto si se evidencia el error que implican como si acontece lo contrario.
La dialéctica a favor del servicio médico gratuito contiene normalmente dos graves y fundamentales errores. En primer término, se basa en el supuesto de que la necesidad de la asistencia médica puede contratarse de modo objetivo y que puede y debe ser atendida en cada caso prescindiendo de toda consideración económica; y en segundo lugar, que dicha cobertura es, en el aspecto financiero, posible, habida cuenta que un completo servicio médico se traduce normalmente en una restauración de la eficacia laboral o capacidad productiva de los trabajadores beneficiarios, por lo que es indudable que se autofinancia[28]. Esta doble consideración, en realidad, altera la naturaleza misma del problema referente al mantenimiento de la salud y la vida. No hay baremo objetivo para juzgar el cuidado y esfuerzo requerido en cada caso particular. Asimismo, a medida que la medicina progresa se pone de manifiesto, más y más, que no existen límites para la cifra que pudiera resultar provechoso gastar con vistas a hacer cuanto objetivamente sea posible[29]. Tampoco es verdad que en nuestra valoración individual todo lo que pueda hacerse para asegurar la salud y la vida tenga prioridad absoluta sobre otras necesidades. Como cuando de otras decisiones se trata, también en este caso ponderamos no realidades invariables, sino posibilidades y probabilidades. Partiendo de consideraciones económicas, aceptamos constantemente riesgos y decidimos si determinada previsión es o no rentable, es decir, ponderamos si es mejor cubrir el riesgo o atender otras necesidades. Ni el hombre más rico, normalmente, atiende cuantas exigencias el saber médico señala en favor de la salud, pues otros cometidos absorben su tiempo y energías. Alguien debe decidir siempre si merece la pena un esfuerzo adicional, un despliegue supletorio de recursos. La cuestión esencial se centra en el hecho de si el sujeto afectado es quien debe resolver y si se halla o no capacitado para, mediante un sacrificio adicional, recibir mayor atención o si tal decisión debe ser adoptada en su nombre por un tercero. Aunque a todos nos disgusta contrapesar valores inmateriales, tales como la salud y la vida, con ventajas materiales, y desearíamos no vemos en la necesidad de elegir, ello es ineludible, puesto que nadie puede alterar tal realidad.
El supuesto de que existe un cómputo de prestaciones médicas que es posible precisar de manera objetiva y que pueden y deben ser facilitadas a todos —supuesto sobre el que se basa el sistema Beveridge y el British National Health Service— no guarda la menor conexión con la realidad[30]. En un campo como el de la medicina actual, que se halla en trance de constante mutación, lo más que puede hacerse es prestar a todos un igual pero deficiente servicio médico de tipo medio[31]: sin embargo, puesto que en toda esfera donde quepan la superación y el progreso la determinación de qué debe darse a la totalidad de la gente depende de lo que ya unos pocos han recibido, resulta que el encarecer los servicios, para que todos obtengan una atención superior a la media, pronto ocasiona el que la dicha media sea inferior a la que en otro caso se hubiera conseguido.
El problema que plantea el servicio médico gratuito se complica todavía más cuando se advierte que el objetivo que persigue la medicina en su progresiva evolución no es sólo restaurar la capacidad de trabajo, sino también el alivio de los sufrimientos y la prolongación de la vida; como es lógico, no se puede justificar este progreso alegando razones de tipo económico, sino consideraciones humanitarias. Sin embargo, mientras la tarea de combatir las enfermedades graves que sobrevienen e incapacitan a algunos en la edad viril se mueve en una esfera relativamente limitada, la de retardar los procesos crónicos que conducen al ser humano a la muerte no conoce límites. Esta última labor entraña un problema que bajo ningún concepto puede suponerse que la inagotable provisión de facilidades médicas resuelva. Implica una elección penosa entre objetivos inconciliables. Bajo una organización estatal de los servicios médicos, la autoridad resuelve y decide, y el individuo sólo puede acatar resolución ajena. Es posible que la medida parezca incluso cruel, pero beneficiaría al conjunto del género humano si, dentro del sistema de gratuidad, los seres de mayor capacidad productiva fueran atendidos con preferencia, dejándose de lado a los ancianos incurables. En el sistema estatificado suele suceder que quienes pronto podrían reintegrarse a sus actividades se vean imposibilitados por tener que esperar largo tiempo a causa de hallarse abarrotadas las instalaciones médicas por personas que ya nunca podrán trabajar[32].
Son tantos los graves problemas que entraña la socialización de la medicina, que no podemos aludir siquiera a los más importantes. Hay uno, sin embargo, cuya gravedad pocos han advertido. Es el de que los médicos, bajo tal sistema, inevitablemente dejan de ser profesionales libres responsables ante el paciente, para convertirse en gentes pagadas por el Estado, funcionarios sometidos a las normas dictadas por la autoridad, hasta quedar exonerados del secreto profesional. El aspecto más peligroso de este nuevo proceso puede muy bien ser que, en momentos en que el creciente conocimiento médico tiende a conferir más y más poder sobre la mente de los hombres, dichos facultativos dependan de una organización centralizada, bajo dirección única y sometidos a las mismas razones de Estado que gobiernan generalmente la política. Un sistema que convierte en instrumento del Estado al encargado del cuidado de la salud del individuo y que, conociendo los secretos más íntimos del paciente, se ve compelido a revelarlos a los jerarcas, que lo utilizan para lograr sus propósitos, entraña perspectivas que nos sobrecogen. La manera como en Rusia los servicios médicos estatales se han convertido en instrumento de disciplina industrial[33] ofrece un anticipo de lo que tal sistema puede engendrar.
8. La previsión contra el paro
La rama de la seguridad que en el período anterior a la última guerra pareció de la máxima trascendencia —es decir, la previsión contra el paro ha quedado en los últimos años relativamente minimizada—. Aunque es indiscutible que prevenir la aparición en gran escala del desempleo entraña mayor importancia que el proveer a las necesidades de los parados, no poseemos la certeza de haber resuelto permanentemente el primer problema ni de que el último no asuma de nuevo mayor alcance. Asimismo nos asalta la duda de si cuantas provisiones adoptamos en orden a combatir el paro no se conviertan en uno de los más importantes factores determinantes de su extensión.
A efectos dialécticos, admitimos la posibilidad de encontrar un sistema que asegure una cierta asistencia mínima en todo caso de verdadera necesidad, lográndose así que nadie carezca de alimentación y abrigo. Pero el seguro de paro nos presenta el problema de determinar qué supletoria asistencia debe otorgarse al trabajador con cargo a sus ingresos y especialmente si ello exige proceder a una redistribución de rentas con arreglo a específicas normas de justicia.
El argumento básico en favor de una asistencia superior a aquel mínimo aludido presupone que la demanda de trabajo varía de modo imprevisible. No se puede negar su fuerza dialéctica a la tesis tratándose de ese paro masivo que en casos de gran depresión suele aparecer. Ahora bien, hay muchos tipos de paro. Regístrase un paro intermitente y previsible en la mayoría de las actividades estacionales. Conviene al interés general que la oferta de trabajo en estos sectores sea tasada de tal forma, que la correspondiente retribución estacional permita al trabajador atender a sus necesidades durante el año, o bien que la afluencia de mano de obra fluya y refluya periódicamente de una actividad a otra. También existe el paro provocado por resultar excesivas las retribuciones en determinada rama industrial, bien por haber sido estas artificiosamente elevadas mediante la presión sindical, bien a causa del declinar de la industria afectada. En ambos casos, para suprimir el desempleo es forzoso instaurar una determinada flexibilidad salarial y no dificultar la movilidad de los trabajadores: sin embargo, esta doble posibilidad se esteriliza si se concede a todo parado un cierto porcentaje de los salarios anteriormente percibidos.
Indudablemente, existen argumentos a favor de la implantación de un verdadero seguro contra el paro siempre que ello sea posible. Las correspondientes primas actuariales se establecerán en función de los diversos riesgos cubiertos. Cuando una actividad industrial, a causa de su peculiar inestabilidad, presuponga la existencia de parados durante largos períodos, es de desear que, mediante la aparición de los oportunos salarios de cuantía elevada, se induzca a un número suficiente de trabajadores a aceptar el riesgo en cuestión. Por varias razones, tal sistema de seguro no parece practicable en ciertas ocupaciones (tales como la agricultura y el servicio doméstico), y a ello se debe en gran medida la adopción de los planes estatales de «seguro»[34], planes que suponen subsidiar a ciertos grupos con fondos obtenidos de otros trabajadores o de los contribuyentes en general. Cuando, sin embargo, el riesgo de paro peculiar en determinada actividad no se cubre con ingresos propios, sino con aportaciones de terceros, la oferta de trabajo en el sector que percibe el subsidio tiende a expandirse más allá del punto económicamente deseable.
Lo más significativo del amplio sistema de compensación del paro adoptado en todos los países occidentales es que opera en un mercado del trabajo dominado por la acción coactiva sindical y que fue ideado bajo una fuerte influencia de las asociaciones obreras con la finalidad de servir su política de salarios. Un sistema que parte del supuesto de que el trabajador es incapaz de encontrar empleo y que, por lo tanto, le asiste el derecho a beneficiarse de que los trabajadores de la empresa o industria en la que busca ocupación estén en huelga, necesariamente se transforma en el más firme soporte de la presión sindical en materia de salarios. El hecho de que se libere a los sindicatos de la responsabilidad que contraen al provocar desempleo con su política salarial, imponiendo al Estado la obligación no sólo de mantener a dichos parados, sino de, además, proporcionarles cuanto exijan, a la larga no puede sino agudizar el problema del desempleo[35].
La razonable solución de tales cuestiones en una sociedad libre consiste en que el Estado provea solamente un mínimo uniforme a todos los incapaces de mantenerse por sí mismos; se esfuerce por reducir el paro cíclico tanto como le sea posible, mediante una apropiada política monetaria, y deje a los esfuerzos voluntarios competitivos la misión de articular cualesquiera otras medidas de previsión tendentes a mantener los habituales niveles de vida. En este sentido, los sindicatos, una vez privados de su poder coactivo, es posible que aporten interesantes contribuciones. No debe olvidarse que desempeñaban perfectamente la misión de paliar las consecuencias del desempleo, cuando el Estado vino a relevarles en gran parte de la tarea[36]. Ahora bien, el sistema obligatorio denominado seguro contra el paro tenderá fatalmente a «corregir» las remuneraciones de cada sector, a subsidiar las actividades de menor estabilidad a costa de las más estables y a imponer salarios incompatibles con un elevado nivel de empleo. A la larga, lo más probable es que se agrave el mal que pretende curar.
9. Crisis de la Seguridad Social
La circunstancia de que un sistema como el de la previsión social, dedicado a aliviar la pobreza, haya sido transformado en un mecanismo cuyo objetivo se centra en la redistribución de las rentas —redistribución que se supone basada en principios de justicia social que en realidad no concurren y que obedecen a decisiones puramente arbitrarias— ha dado origen al cúmulo de dificultades que por doquier avasallan al mismo sistema y a que se mantenga en primer plano la discusión en torno a la llamada «crisis de los seguros sociales». Claro está que incluso la provisión de un mínimo uniforme para cuantos son incapaces de atender a sus propias necesidades supone cierta redistribución de la renta. Ahora bien, existe notable diferencia entre la provisión de dicho mínimo a favor de los que no ganan lo suficiente en un mercado que funciona normalmente y una redistribución con miras a la «justa» remuneración de cualquier actividad laboral, es decir, entre una redistribución donde la inmensa mayoría que gana su vida conviene en facilitar a quienes son incapaces de subvenir a sus necesidades y aquel otro tipo distributivo en el que los más deciden tomar de una minoría una parte de su riqueza sencillamente por ser superior a la suya. La primera conserva el método impersonal de reajuste bajo el cual la gente escoge su propio trabajo, mientras que la segunda nos sumerge, cada vez más, en aquel régimen bajo cuyo signo el jerarca ordena a cada uno qué es lo que debe hacer.
Parece como si los sistemas centralizados de previsión social forzosamente han de transformarse en armas destinadas a determinar los ingresos de la inmensa mayoría regulando aun el funcionamiento de toda la economía[37]. El Plan Beveridge, que su autor en modo alguno concibió como mecanismo redistribuidor de rentas y que, sin embargo, en eso precisamente fue pronto transformado por los políticos, constituye el más conocido ejemplo entre muchos que cabría citar. Aunque en una sociedad libre se puede facilitar a todos un mínimo de bienestar, dicha sociedad resulta incompatible con la redistribución de rentas según preconcebidas normas de supuesta justicia. Asegurar a cuantos lo necesiten un cierto mínimo, presupone la prueba de tal necesidad, no dándose nada, salvo que lo pague el propio interesado, sin atestiguarse aquella. La irracional oposición a la comprobación de los medios con que se cuenta, tratándose de servicios cuya prestación ha de basarse en la necesidad, ha llevado a conceder protección universal para que no sientan complejo de inferioridad quienes de verdad precisen de tal asistencia. Este sistema incluso ha dado lugar a que se asista caritativamente al necesitado, dándole, sin embargo, la impresión de que cuanto obtiene se lo ha ganado por su esfuerzo o mérito[38].
Aunque la tradicional repugnancia liberal frente a las facultades discrecionales de la administración haya posiblemente coadyuvado a tal proceso, conviene notar que semejante postura no basta a justificar que se otorgue a nadie derecho a asistencia total e incluso a decidir la cuantía de esta. En una sociedad libre no existe principio alguno de justicia que confiera derecho o una ayuda no «discrecional» e «indiscutida», salvo prueba de efectiva necesidad. Aunque tales concesiones hayan sido adoptadas invocando la «seguridad social» y se mantengan mediante engaño de la gente —engaño que, sin embargo, enorgullece a quienes lo provocan—[39], nada tiene que ver con el principio de igualdad ante la ley.
Los liberales expresan, en ocasiones, la esperanza de que «todo el mecanismo del Estado-benefactor debe considerarse como un fenómeno transitorio»[40], es decir, como una especie de fase provisional evolutiva que el aumento general de la riqueza hará muy pronto innecesaria. No está, sin embargo, claro, en modo alguno, que dentro de tal proceso evolutivo exista un solo momento en que tales instituciones monopolísticas sean beneficiosas y menos aún que puedan ser desmontadas una vez creadas. En los países pobres, esta carga, siempre en aumento, dificulta en extremo la creación de riqueza (independientemente de provocar un crecimiento artificial de la población), retrasándose indefinidamente el momento en que pudiera considerarse superfluo el sistema, y en los países ricos impide la aparición de instituciones que puedan suplantar la acción estatal.
Quizá no existan obstáculos insuperables para la gradual transformación de los llamados seguros de enfermedad y de paro en un sistema de auténtico seguro, bajo el cual los individuos abonen sus cuotas a entidades competidoras en relación con los beneficios por estas proporcionados. En cambio, resulta difícil desmontar el actual seguro de vejez, siendo así que cada generación, al pagar por las necesidades de la anterior, parece que adquiere derecho a que la subsiguiente, a su vez, le ayude. Supone que, una vez introducido, el sistema haya de continuar indefinidamente o provocar un colapso. Por tanto, instaurarlo equivale a ahogar el progreso y a colocar sobre las espaldas de la sociedad una carga de crecimiento, de la que con toda probabilidad intentará librarse una y otra vez desencadenando procesos inflacionarios. Pero ni esta válvula de escape ni tampoco el deliberado incumplimiento de las obligaciones anteriormente contraídas[41] permiten fundamentar una sociedad digna. Antes de que aparezca como posible la razonable solución de estos problemas, la democracia tendrá que comprender que cada generación ha de soportar sus errores y no transferir a las siguientes los resultados de sus propias locuras.
Se ha dicho con razón que hubo una época en que sufríamos los males sociales y que ahora padecemos sus remedios[42]. La diferencia consiste en que así como en épocas pasadas aquellos iban paulatinamente desapareciendo a medida que aumentaba la riqueza, los remedios aplicados amenazan ya con interrumpir la acumulación de bienes de capital de que depende toda la mejora. En vez de los «cinco gigantes» que el Estado-benefactor o el «Informe Beveridge» pretendían combatir, hemos provocado la aparición de otros nuevos, que incluso pueden resultar mayores obstáculos a una vida digna. Aun cuando es posible que se haya ganado terreno en la batalla contra la necesidad, la enfermedad, la ignorancia, la suciedad y la ociosidad, pudiera ser que en el futuro tuviéramos que luchar en peores condiciones contra los peligros que engendran la inflación, las exacciones fiscales que in movilizan el tráfico mercantil, los sindicatos laborales montados sobre la base de la violencia y la coacción, la constante intromisión de los poderes públicos en cuanto atañe a la educación, y la burocracia que tiene a su cargo los servicios sociales investida de un arbitrario poder que se proyecta a larga distancia; peligros todos que el individuo no puede conjurar por sí mismo y que la actual proliferación de la maquinaria estatal, sin duda, más bien incrementa que mitiga.