CAPÍTULO XVIII

El trabajo y los sindicatos obreros

El gobierno, durante largo tiempo hostil a otros monopolios, repentinamente patrocinó y promovió gigantescos monopolios laborales que la democracia no puede tolerar ni tampoco controlar sin destruirlos, y acaso no puede destruirlos sin destruirse a sí misma.

HENRY C. SIMONS[1]

1. Libertad de asociación

Durante algo más de un siglo la política sindical se ha movido entre dos polos opuestos. De una situación en la que los sindicatos podían hacer bien poco dentro del ámbito de la legalidad, si es que no les estaba prohibida cualquier actuación, hemos llegado a una situación en que las asociaciones obreras se han convertido en instituciones privilegiadas a las que no se aplican las reglas generales del derecho. Constituyen el único e importante fracaso de los gobiernos en lo que respecta a su más fundamental función: la prevención de la coacción y la violencia.

Este proceso evolutivo se robusteció en gran medida por cuanto, en sus comienzos, los sindicatos se ampararon en los principios generales de la libertad[2], captando así el apoyo de los liberales, ayuda que retuvieron bastante tiempo después de haber cesado toda discriminación que les perjudicara, disfrutando, en cambio, de excepcionales privilegios. En varios aspectos se muestran los progresistas tan poco propensos a considerar la racionalidad de cualquier medida sobre el particular, como no sea a la luz de inquirir si «favorece o perjudica a los sindicatos o, como generalmente se dice, si está en pro o en contra del trabajador»[3]. Ahora bien, una rápida ojeada a la historia de los sindicatos pondría de relieve que la posición razonable debe encontrarse en algún punto intermedio de los extremos que marcan su evolución.

La mayoría de la gente, sin embargó, tiene una idea tan elemental de lo ocurrido, que todavía apoyan las aspiraciones de los sindicatos en la creencia de estar luchando por la «libertad de asociación», cuando, en realidad, la frase ha perdido su significado y el verdadero problema ha pasado a ser el de la libertad del individuo para afiliarse o no a un sindicato. La confusión existente se debe en parte a la rapidez con que se ha transformado el problema. En muchos países, apenas las asociaciones voluntarias de trabajadores habían quedado legalizadas, cuando empezaron a coaccionar a los trabajadores reacios a la afiliación y apartando a los no sindicados de las oportunidades de empleo. La mayoría de la gente, probablemente, sigue creyendo que un «conflicto laboral» significa, normalmente, un desacuerdo sobre la remuneración y las condiciones de trabajo, cuando, en la mayoría de los casos, por no decir siempre, la única causa son las maniobras, por parte de los sindicatos, para obligar a los obreros a afiliarse.

En ningún lugar ha sido tan ostensible la posición de privilegio de los sindicatos como en Inglaterra, donde la Ley de Conflictos Laborales (Trade Dispute Act), de 1906, eximió «a los sindicatos y a sus servidores de toda responsabilidad civil, inclusive por la comisión de las faltas más graves, otorgando, en suma, a cualquier sindicato un privilegio y protección no poseído por ninguna otra persona o grupo de personas físicas o jurídicas»[4].

Medidas legislativas igualmente benévolas favorecieron a los sindicatos en los Estados Unidos; en primer lugar, la Clayton Act de 1914, que los exceptuó de las cláusulas antimonopolísticas de la ley Sherman; la Norris-Laguardia Act, de 1932, «ahondó la misma tendencia, hasta establecer prácticamente la completa inmunidad de las organizaciones sindicales por sus actos delictivos»[5]; y, finalmente, el Tribunal Supremo, en fallo crucial, sostuvo «el derecho de un sindicato a negar la participación de un patrono en el mundo económico»[6].

Parecida situación se presentó de modo gradual en la mayoría de los países europeos durante la década de los años veinte, «no tanto por autorización legislativa expresa como por la tolerancia de las autoridades y tribunales»[7]. Por doquier la legalización de los sindicatos fue interpretada como una legalización del propósito principal que les animaba y como un reconocimiento de su derecho a hacer cuanto consideraran necesario para alcanzar su propósito —o sea el monopolio—. Cada vez los sindicatos llegaron a ser tratados no como un grupo que perseguía una finalidad egoísta legítima y que, como cualquier otra, debía contrarrestarse por el juego de los demás intereses competitivos con iguales derechos, sino como un grupo cuya finalidad última —la organización exhaustiva e integral del conjunto de la mano de obra— debía ser apoyada en beneficio de la comunidad[8].

Aunque los flagrantes abusos de poder por parte de los sindicatos han irritado con frecuencia a la opinión pública en época reciente y aunque el sentimiento prosindical más bien declina, el público, hasta ahora, no se ha dado cuenta de que la tesis legal vigente es básicamente errónea y que el fundamento entero de nuestra sociedad libre se halla gravemente amenazado por los poderes que los sindicatos se han arrogado. No nos ocuparemos aquí de los abusos de poder de los sindicatos que constituyen prácticas delictivas y que tanta atención han suscitado últimamente en los Estados Unidos, aun cuando no dejan de guardar relación con los privilegios de que gozan por mandato de la ley. Sólo nos ocuparemos de aquellos poderes que, en general, poseen actualmente, ya sea por expresa autorización de la ley o, por lo menos, con la tolerancia tácita de las autoridades encargadas de hacerla cumplir. Nuestra argumentación no estará dirigida contra los sindicatos como tales, ni se limitará tampoco a las prácticas que en la actualidad se consideran por doquier como abusos. Enfocaremos nuestra atención directamente sobre algunos de sus poderes que hoy se aceptan generalmente como legítimos, cuando no se les considera como «derechos sacrosantos». Nuestro alegato contra esos «derechos» se halla robustecido, más bien que debilitado, por el hecho de que los sindicatos han demostrado mucha cautela en su ejercicio. No debemos permitir que la presente situación continúe. En las condiciones legales actuales, los sindicatos podrían hacer infinitamente más daño del que hacen y si la situación no empeora se debe a la moderación y buen sentido mostrados por muchos de los dirigentes sindicales[9].

2. Coacción sindical y salarios

Nunca insistiremos bastante en el hecho de que la coacción que los sindicatos se han permitido utilizar, contra todos los principios de libertad bajo la ley, es, de modo singular, coacción ejercida sobre los compañeros de trabajo. Cualquier poder coactivo auténtico utilizado por los sindicatos contra el sector empresarial deriva del aludido poder primordial de coaccionar a otros obreros; la coacción sobre los empresarios perdería su carácter objetable si los sindicatos se vieran privados del poder de lograr apoyo aun en contra de la voluntad del que lo presta. Ni el derecho de asociación voluntaria entre obreros, ni siquiera el de dejar de prestar los servicios pactados, son discutibles. Puede decirse, sin embargo, que este último —el derecho a la huelga—, aun siendo un derecho normal, difícilmente puede considerarse como un derecho inalienable. Existen buenas razones para afirmar que, en ciertos casos, debería estipularse dentro de las cláusulas del convenio la renuncia a tal derecho; por ejemplo, hay empleos que implican obligaciones a largo plazo por parte de los obreros, y cualquier intento de quebrantar aquella renuncia debería considerarse ilegal.

Es indudable que cualquier sindicato que efectivamente controle toda la fuerza de trabajo en potencia de una empresa o industria puede ejercer una presión casi ilimitada sobre el empresario, y que, particularmente en los casos en que se haya invertido una gran suma de capital en equipo especializado, el sindicato puede expropiar prácticamente al propietario y casi obligarle a renunciar a las utilidades del negocio[10]. Lo importante, sin embargo, estriba en que tal proceder nunca será de interés para todos los trabajadores —excepto en el caso improbable de que cuanto se gane sea equitativamente repartido entre ellos, se hallen o no trabajando—, y, por lo tanto, sólo lo puede lograr el sindicato coaccionando a algunos obreros para que, desatendiendo su interés, apoyen tal gestión concertada. Esto se debe a que los obreros pueden elevar los salarios reales por encima del nivel que prevalecería en un mercado libre, solamente mediante la limitación en la oferta, retirando parte de la mano de obra. En consecuencia, el interés de quienes consiguen un empleo remunerado con mayor salario se hallará siempre en pugna con el de aquellos otros que sólo encontraron empleo en ocupaciones menos remuneradas o de los que no lo encontraron en modo alguno.

El hecho de que, por lo general, los sindicatos obliguen primeramente al empresario a pagar determinado salario y a continuación se preocupen de que nadie acepte una remuneración inferior supone poca diferencia. La fijación de salarios es un medio casi tan eficaz como otro cualquiera para eliminar aquellos que sólo podrían emplearse a un salario más bajo. Lo esencial es que el empresario aceptará el salario que se le propone únicamente si sabe que el sindicato tiene poder suficiente para impedir el empleo de otros trabajadores[11]. Como regla general, la fijación de salarios (bien sea por los sindicatos o por la autoridad) los elevará sobre el nivel del mercado solamente si son también superiores a la remuneración a que estarían dispuestos a emplearse los obreros deseosos de trabajar.

Aunque a menudo los sindicatos actúen en desacuerdo con su propio

ideario, no cabe duda de que, a la larga, no son capaces de lograr aumentos de los salarios reales —de todos los que desean trabajar— por encima del nivel que establecería un mercado libre, si bien tienen la posibilidad de elevar el salario nominal, con las consecuencias que nos ocuparán más adelante. La elevación de los salarios reales por encima del mencionado nivel, si ha de ser algo más que temporal, solamente puede beneficiar a un grupo específico a expensas de los restantes. Tales alzas en la remuneración laboral, aunque se consigan con la ayuda de todos, benefician únicamente a un determinado sector. Esto significa que los sindicatos, como asociaciones estrictamente voluntarias, no podrían contar por largo tiempo con el respaldo de todos los trabajadores, por cuanto su política salarial nunca se hace en interés de la generalidad. Si los sindicatos no poseyeran fuerza bastante para coaccionar a los obreros no afiliados, no podrían impulsar el alza de los salarios por encima del nivel al cual quienes buscan trabajo podrían emplearse, es decir, al nivel que, en general, se establecería por sí mismo para la mano de obra en un verdadero mercado libre.

Ahora bien, aunque los salarios reales de todos los trabajadores sólo pueden elevarse por la acción sindical a costa de los desocupados, los sindicatos, en determinadas industrias o manufacturas, pueden elevar los salarios de sus afiliados forzando a otros obreros y empleados a permanecer en ocupaciones peor pagadas. Es muy difícil precisar el grado de perturbación que este hecho causa en la estructura de los salarios. Si se tiene presente, sin embargo, que algunos sindicatos no vacilan en acudir a la violencia para impedir la entrada de nuevos trabajadores y que algunos otros imponen elevadas cuotas de admisión (o incluso reservan las vacantes para los hijos de los afiliados actuales), poca duda puede caber de que la distorsión en el mercado del trabajo es considerable. Importa subrayar que la política en cuestión sólo puede utilizarse con pleno éxito en el caso de empleos altamente remunerados en empresas prósperas, y que, por lo tanto, se traduce en la explotación de los relativamente pobres por unos cuantos privilegiados. Por mucho que dentro del radio de su acción un sindicato tienda a reducir las diferencias de remuneración, resulta indudable que, por lo que respecta a salarios relativos en las principales industrias o negocios, la acción sindical, en la actualidad, es en gran parte responsable de una desigualdad que no tiene función ni sentido y que es, por completo, el resultado del privilegio[12]. Esto significa que las actividades sindicales reducen forzosamente, en términos generales, la productividad de la mano de obra y, por consiguiente, también el nivel general de los salarios reales. Ello es así por cuanto, si la acción sindical logra reducir el número de trabajadores en los empleos mejor remunerados y al mismo tiempo aumentar el número de quienes se ven forzados a permanecer en los puestos peor pagados, el resultado será, generalmente, un nivel de salarios más bajo. Es, en efecto, más que probable que en los países en que los sindicatos son poderosos el nivel general de los salarios reales se halle más bajo de lo que de otra forma ocurriría[13]. Tal sucede en la mayoría de los países europeos, donde la fuerza sindical se ve robustecida por generalizadas prácticas restrictivas tendentes, en apariencia, a «crear empleos».

Aun cuando muchos todavía aceptan como hecho obvio e innegable que el rápido auge del nivel general de salarios se debe a los esfuerzos sindicales, es porque prescinden no sólo de las conclusiones inequívocas que ha sentado el análisis teórico, sino también del cúmulo de pruebas que evidencian lo contrario. Los salarios reales, a menudo, se elevaron mucho más rápidamente donde los sindicatos eran débiles; más aún: incluso el alza registrada en determinados negocios o industrias donde los trabajadores no se hallaban organizados ha sido, con frecuencia, mucho más rápida que en otras industrias igualmente prósperas y con sindicación obrera completa[14]. La impresión que tiene el común de las gentes, si bien es contraria, se debe en parte al hecho de que, en la actualidad, la mayoría de las mejoras de salarios se obtienen mediante la negociación sindical[15]. Ello también es debido, como más adelante quedará demostrado, a la circunstancia de que la acción sindical provoca, en efecto, una continua alza del salario nominal que excede al incremento del salario real. Tal incremento del salario nominal resulta posible sin que dé origen a un paro masivo por cuanto aquel aumento, por lo regular, queda desvirtuado por la inflación que fatalmente surgirá si se desea mantener la política del pleno empleo.

3. Poder sindical en materia de salarios

Aun cuando es notorio que los sindicatos, con su política de salarios, han logrado mucho menos de lo que se cree, la acción sindical en dicho campo es, sin embargo, perniciosa en extremo desde el punto de vista económico y altamente peligrosa desde el político. Las asociaciones obreras utilizan su poder de tal suerte que conduce al aniquilamiento del mercado y a que la actividad económica quede bajo su control. Control que sin duda entraña grave peligro ejercitado por el Estado, pero que resulta intolerable en manos de un grupo particular. Para alcanzar su finalidad, los sindicatos influyen sobre los salarios relativos de los diferentes grupos de trabajadores y mediante ininterrumpida presión alcista actúan también sobre el nivel de los salarios nominales, con sus inevitables consecuencias inflacionarias.

El efecto sobre los salarios relativos se traduce, por lo común, en una mayor uniformidad y rigidez de las remuneraciones dentro de cualquier grupo sindicalmente controlado y en diferencias mayores y también funcionales en los salarios entre diferentes grupos. Todo ello va acompañado de restricciones en la movilidad del trabajo, de la cual el primer caso es o bien un efecto o una causa. No necesitamos insistir en el hecho de que aquellas medidas pueden beneficiar a grupos particulares, si bien, en términos generales, provocarán una baja en la productividad y, por consiguiente, en la remuneración de los trabajadores. Tampoco necesitamos subrayar que la mayor estabilidad de los salarios en beneficio de ciertos grupos particulares, impuesta por la política sindical, probablemente entraña una menor estabilidad en el empleo. Lo importante es que las diferencias accidentales de poder sindical sobre las distintas actividades y empresas no sólo dan lugar a grandes desigualdades de remuneración —lo que resulta económicamente imposible de justificar—, sino que provocan disparidades antieconómicas en el desarrollo de distintas industrias. Ciertas ramas de actividad socialmente importantes, como por ejemplo la construcción, resultarán considerablemente obstaculizadas en su desarrollo y se verán, sin duda, en la imposibilidad de satisfacer necesidades urgentes, simplemente porque la peculiaridad de tales empresas ofrece a los sindicatos una especial oportunidad para poner en práctica medidas coercitivas de índole monopolística[16]. Como los sindicatos son más poderosos donde las inversiones de capital son más fuertes, tienden a convertirse en obstáculo a la inversión; freno y obstáculo que tan sólo cede el primer puesto a la imposición fiscal. Finalmente, el monopolio sindical en colusión con la empresa se convierte, con frecuencia, en uno de los principales fundamentos del control monopolístico de las industrias donde opera.

El actual desarrollo del sindicalismo comporta el peligro de que —estableciendo monopolios efectivos en la oferta de diferentes tipos de mano de obra— se impida a la competencia actuar como regulador eficaz en la asignación de todos los recursos. Ahora bien, cuando se impide a la competencia desempeñar tal papel, es forzoso arbitrar un sustitutivo. La única alternativa del mercado es, sin embargo, la dirección autoritaria impuesta por los poderes públicos. Tal dirección, evidentemente, no puede dejarse en manos de sindicatos determinados interesados en concretos sectores de la actividad económica, ni puede desempeñarse adecuadamente por una organización unificada de toda la masa laboral, no sólo por cuanto se convertiría en el más fuerte de todos los poderes del Estado, sino en un poder que controlaría al Estado de un modo absoluto. El sindicalismo, sin embargo, tal como en la actualidad se halla estructurado, tiende a instaurar ese mismo sistema de planificación central socialista que en realidad pocos sindicatos desean ver implantado y que, en efecto, por instinto de conservación, deberían evitar.

4. Métodos de coacción sindical

Los sindicatos no pueden lograr sus principales objetivos a menos que obtengan el control absoluto en la oferta del tipo de mano de obra relacionado con su específica actividad; y puesto que a todos los trabajadores no les conviene someterse a tal control, algunos han de verse inducidos a actuar contra sus propios intereses. Ello puede conseguirse con cierta amplitud mediante presiones puramente psicológicas y morales fomentando la errónea creencia de que los sindicatos benefician a todos los trabajadores. Cuando logran crear una opinión favorable a la idea de que cada obrero debe, por interés hacia su propia clase, apoyar la acción sindical, la coacción acaba por ser aceptada como un medio legítimo de obligar a los recalcitrantes a cumplir con su deber. Para alcanzar esta finalidad, los sindicatos han dispuesto de un instrumento de gran eficacia; a saber: el mito de que el nivel de vida de la clase trabajadora se ha elevado tan rápidamente debido a la presión sindical y que sólo mediante su acción permanente continuarán elevándose los salarios —un mito que los sindicatos continúan explotando, contando para ello incluso con la colaboración de sus oponentes—. El abandono de este punto de vista sólo puede conseguirse si se tiene una percepción más clara y real de los hechos; pero que el cambio tenga lugar depende de que los economistas realicen efectivamente su tarea de instruir a la opinión pública.

Aunque la presión moral ejercida por los sindicatos llegue a ser muy poderosa, difícilmente bastará para darles la fuerza necesaria para causar un daño efectivo. Los líderes sindicales parece que se hallan de acuerdo con los estudiosos de este aspecto del sindicalismo en que es preciso recurrir a formas más extremas de coacción para que los sindicatos logren alcanzar sus metas. Al objeto de hacer efectiva la obligatoriedad de afiliación, los sindicatos han desarrollado técnicas de coacción que denominan «actividades organizadoras» (o, en los Estados Unidos, bajo el curioso eufemismo de «defensa sindical»). Y que les dan efectivo poder. Como la fuerza de los sindicatos auténticamente voluntarios quedaría restringida a lo que son intereses comunes de todos los trabajadores, los sindicatos han encaminado sus principales esfuerzos a lograr que los disidentes se plieguen a su autoridad.

En esta aspiración habrían fracasado sin el concurso de una opinión pública inducida al error y sin el decidido apoyo estatal. Por desgracia, han logrado persuadir al público, en gran medida, de que agrupar en sindicatos a toda la masa laboral no sólo es legítimo, sino importante para la política general. Decir que los trabajadores tienen derecho a sindicarse no significa, sin embargo, que los sindicatos tengan derecho a existir prescindiendo de la voluntad de los propios interesados. Lejos de suponer una calamidad pública, sería deseable que los trabajadores no creyeran conveniente formar asociaciones profesionales. Sin embargo, el hecho de que los sindicatos tengan por fin atraerse a todos los obreros viene interpretándose en el sentido de que tienen derecho a hacer cuanto estimen necesario para alcanzar esta meta. Análogamente, el hecho de que traten, legítimamente, de conseguir salarios más altos ha sido interpretado en el sentido de que les esté permitido todo cuanto consideren del caso para realizar ese objetivo en forma satisfactoria. En particular, y puesto que la huelga ha sido aceptada como arma sindical legítima, se ha llegado a creer que pueden poner en práctica cuanto se les antoje para el éxito de la huelga. En general, la legalización de los sindicatos ha venido a significar que serán también legales cualesquiera métodos que utilicen para conseguir sus fines.

El actual poder de coacción de los sindicatos descansa, por tanto, principalmente, en el uso de métodos que no se tolerarían para cualquier otro propósito y que se oponen al principio de protección de la esfera individual privada. En primer lugar, utilizan —en una proporción mayor de lo que comúnmente se reconoce— brigadas de choque como instrumento de intimidación. Aun en el caso de los denominados piquetes pacíficos se trata de una medida altamente coercitiva, y tolerarla significa conceder un privilegio. Privilegio otorgado en razón al legítimo fin presumido, como lo demuestra el hecho de que puede ser y es utilizado por quienes no son obreros, con objeto de forzarles a afiliarse a un sindicato que precisamente aquellos controlarán. También puede usarse con fines meramente políticos o para alimentar la animosidad contra una persona impopular. El aura de legitimidad que se ha dado a la medida, en razón a que suele estar de acuerdo con los fines que persigue, no transforma su carácter de presión sobre otras personas ejercida por una entidad privada, lo que una sociedad libre en modo alguno debería permitir.

Aparte de que a los sindicatos se les tolera utilizar brigadas de choque, concurre otro factor que les permite coaccionar a los obreros imponiendo la sindicación obligatoria, principio amparado por la legislación y los tribunales. Los correspondientes pactos laborales constituyen medidas restrictivas y únicamente por cuanto no les son aplicables las normas legales ordinarias han podido los sindicatos dedicarles tan preferente atención. La legislación ha ido con frecuencia tan lejos, que no sólo requiere que el contrato concluido por los representantes de los obreros de una fábrica o industria pueda beneficiar a cualquier trabajador que así lo desee, sino que exige se aplique a todos los empleados en la negociación, aunque individualmente deseen y estén en situación de obtener condiciones distintas[17]. También debemos considerar como métodos inadmisibles de coacción todas las huelgas y boicots secundarios que se utilicen no ya como instrumentos en la negociación colectiva de salarios, sino exclusivamente como medio de obligar a otros trabajadores a doblegarse a la política sindical.

Los sindicatos pueden acudir a tales métodos tan sólo porque la ley les exime de la responsabilidad ordinaria establecida por los códigos permitiéndoles no someterse tampoco a las leyes especiales de asociaciones. No consideramos necesario examinar por separado otros varios aspectos de la actividad sindical, tales como los convenios colectivos de ámbito nacional comprensivos de toda una rama industrial. Estos vicios son posibles gracias a los manejos a que se ha aludido y evidentemente desaparecerían si se eliminase el poder coactivo de los sindicatos[18].

5. Funciones legitimas de los sindicatos

Difícilmente puede negarse que el alza de los salarios mediante el uso de la coacción constituye en la actualidad el objetivo principal perseguido por los sindicatos. Pero aunque fuera su única razón de existir, no por ello estaría justificado impedir su actuación. En una sociedad libre han de tolerarse muchas cosas que son indeseables, si no se las puede evitar más que acudiendo a una legislación discriminatoria. Ahora bien, la política de salarios no constituye, en modo alguno, la única función de las asociaciones obreras; y, sin duda, pueden prestar servicios que en modo alguno deben combatirse, sino que son manifiestamente provechosos. Si su única finalidad fuera forzar el alza de los salarios mediante la coacción, sin duda desaparecerían en cuanto se les despojara de la fuerza coactiva. Los sindicatos tienen, sin embargo, otras útiles funciones que realizar; y aunque sería contrario a todos nuestros principios considerar siquiera la posibilidad de prohibir su existencia legal, es conveniente evidenciar de modo inequívoco que no existe razón económica de peso que lo justifique, y cómo, en cuanto asociaciones auténticamente voluntarias y no coercitivas, pueden rendir importantes servicios. En efecto, es más que probable que los sindicatos pudieran mostrar plenamente su utilidad potencial si se les apartara de sus actuales objetivos antisociales, impidiendo de forma efectiva que pudieran hacer uso de la coacción[19].

Pero aun en el supuesto de que los sindicatos carecieran de todo poder coactivo continuarían desempeñando una función útil y provechosa en el proceso de fijación de salarios. En primer término, cabe siempre la posibilidad de elegir entre incrementos de salarios, por una parte, y, por la otra, beneficios alternativos que el empresario puede proporcionar al mismo costo, si bien tan sólo en el supuesto de que todos o la mayoría de los trabajadores se mostrasen dispuestos a aceptarlos con preferencia a una paga adicional. Existe también el hecho de que la posición relativa del individuo en la escala de salarios es, con frecuencia, casi tan importante para él como su posición absoluta. En cualquier organización de tipo jerárquico es muy conveniente que las diferencias de remuneración entre los distintos empleos, así como las reglas de ascenso, sean consideradas justas por la mayoría[20]. El modo más efectivo de asegurar tal consentimiento consiste, sin duda, en que sea aprobado aquel esquema general mediante negociaciones colectivas, en las cuales tengan representación los distintos intereses. Incluso desde el punto de vista del empresario sería difícil concebir otro procedimiento de conciliar todos los intereses que en una organización de gran escala se han de tener en cuenta para llegar a una satisfactoria estructura de salarios. Las organizaciones en gran escala necesitan, al parecer, de ciertas cláusulas genéricas, asequibles a todos cuantos deseen beneficiarse de ellas, aunque no excluyan la posibilidad de que sean concertados acuerdos especiales para casos individuales.

Otro tanto puede afirmarse, y todavía con más decisión, respecto a los problemas generales que guardan relación con las condiciones de trabaio distintos de los atinentes al salario; problemas estos que efectivamente, importan a todos los empleados y que, en interés mutuo de obreros y patronos, deben regularse de tal forma que, en lo posible, se tengan en cuenta los deseos de todos. Una gran organización se rige, en gran medida, por normas preestablecidas, y, si se quiere que estas operen del modo más efectivo, deben ser aprobadas con la participación de los trabajadores[21]. Los contratos entre empresarios y empleados no sólo regulan las relaciones entre ellos, sino también las que surgen entre los varios grupos laborales, por lo que es conveniente, en muchos casos, darles el carácter de convenios multilaterales y procurar dotarles en algunos aspectos —como en lo que atañe al procedimiento de resolución de agravios— de un cierto grado de autonomía. Debe mencionarse, por último, la más antigua y benéfica función de los sindicatos, cuando como «montepíos y mutualidades» procuran asistir a sus miembros en los riesgos peculiares de sus respectivas actividades. Es esta una función que en todos sus aspectos ha de considerarse como una forma muy recomendable de autoayuda, aunque, de modo gradual, va siendo asumida cada vez más por el Estado-providencia. No entraremos, sin embargo, en el asunto referente a si las anteriores cuestiones justifican o no la existencia de asociaciones laborales que comprendan gentes ajenas a específica planta o compañía.

Un tema totalmente distinto, y que en esta ocasión sólo podemos mencionar de pasada, es la pretensión de los sindicatos de participar en el gobierno de los negocios. Bajo el nombre de «democracia industrial», y más recientemente bajo el de «cogestión», ha adquirido considerable popularidad, especialmente en Alemania y, en menor grado, en Gran Bretaña. En realidad, representa una curiosa resurrección de las ideas de la rama sindicalista del socialismo decimonónico, es decir, la forma más insensata e impracticable de la doctrina. Aunque estas ideas tienen un cierto atractivo superficial, examinadas con el rigor indispensable revelan sus intrínsecas contradicciones. Una factoría o planta industrial no puede ser regida de acuerdo con las conveniencias de quienes en ella trabajan, si ha de servir al mismo tiempo a los intereses de los consumidores. Más todavía: la participación efectiva en la dirección de una empresa constituye tarea que exige ocupación completa, y cualquier persona que a ello se dedique deja pronto de tener la perspectiva y los intereses de un simple empleado. La pretensión, por otra parte, no solamente debe rechazarse desde el punto de vista de los patronos; existen sólidas razones por las que los dirigentes sindicales norteamericanos se han negado enfáticamente a asumir cualquier género de responsabilidades en la gerencia de los negocios. Para un examen más completo de este problema debemos, sin embargo, remitir al lector a los cuidadosos estudios que sobre todas las implicaciones del caso se han publicado hasta la fecha[22].

6. Restricción de la coacción

Aunque tal vez resulte imposible proteger al individuo contra las coacciones sindicales, en tanto que la opinión general las considere legítimas, la mayoría de quienes se han ocupado de este tema están de acuerdo en que

bastarían pocos cambios, y —como a primera vista aparece— cambios de importancia mínima, en el orden legislativo y jurisdiccional, para producir transformaciones probablemente decisivas y de gran alcance en la situación que prevalece[23]. La mera eliminación de los privilegios especiales explícitamente otorgados a los sindicatos o que ellos mismos se han arrogado con la tolerancia de los tribunales bastaría para privarles de los poderes coercitivos más importantes que ahora ejercen y para canalizar sus legítimos y egoístas intereses de tal modo que pudieran beneficiar a la sociedad.

Es requisito esencial que se garantice la verdadera libertad de asociación y se declare ilícita la coacción, tanto si se emplea a favor como en contra de la organización y bien sea por los patronos o por los obreros. Debería aplicarse estrictamente el principio de que el fin no justifica los medios y también el de que los objetivos sindicales no justifican que se les exceptúe del cumplimiento de la ley. Ello significa actualmente que deberían prohibirse las brigadas de choque, puesto que no solamente son la causa principalísima de la violencia, sino que representan la amenaza de coacción. Por otra parte, no se debería permitir a los sindicatos que prohíban ocupar puestos de trabajo a quienes no son sus afiliados. Esto significa que los contratos restrictivos (en los que se incluyen ciertas prácticas tales como «el mantenimiento de la condición de asociado» y las cláusulas «de derecho preferencial de ingreso») deben considerarse limitativas de las actividades económicas, negándoseles, por tanto, la protección de la ley. En nada difieren de «los contratos amarillos» (the yellow-dog contract) que vedan a un trabajador individual adscribirse a un sindicato y que comúnmente son prohibidos por la ley.

La invalidación de todos estos contratos, al suprimir los principales objetivos de las huelgas y boicots secundarios, harían ineficaces, en alto grado, estas y otras formas de presión. Sería necesario asimismo revocar también los preceptos legales que hacen obligatorios para todos los obreros los contratos firmados con los representantes de la mayoría de los trabajadores de una empresa o sector industrial, así como los que dan derecho a los grupos organizados para concertar convenios que obligan a quienes no han otorgado voluntariamente su consentimiento[24]. Finalmente, la responsabilidad por toda acción organizada y concertada en pugna con las obligaciones contractuales o con la ley general debe corresponder, de modo categórico, a aquellos en cuyas manos descansa la decisión, independientemente de la forma particular de acción que se adopte.

Carece de validez objetar que cualquier legislación que invalide determinados pactos o tipos de convenio sería contraria al principio de libertad contractual. Vimos anteriormente (cap. XV) que este principio no puede significar nunca que todos los contratos obliguen legalmente y pueda pedirse su forzosa ejecución. El principio de libertad contractual significa tan sólo que todos los convenios han de examinarse de acuerdo con las mismas reglas generales y que a ninguna autoridad debe concedérsele poder discrecional para permitir o impedir los pactos concertados por los particulares. Entre los contratos a los que la ley debería negar validez se encuentran aquellos que significan restricciones al comercio. Los contratos en virtud de los cuales el trabajador o empleado tiene que pertenecer a un sindicato determinado (closed and union-shop contracts) caen claramente dentro de esta categoría. Si la legislación, la jurisdicción y la tolerancia de los órganos ejecutivos no hubiese creado privilegios a favor de los sindicatos, la necesidad de una legislación especial de tipo laboral no hubiera surgido en los países de derecho consuetudinario. Es de lamentar que exista una necesidad de tal naturaleza y que quienes creen en la libertad miren con recelo cualquier medida legislativa de este tipo. Ahora bien, dado que los privilegios especiales se han convertido en parte de la ley, únicamente pueden ser derogados mediante una legislación especial. Aunque no debiera haber necesidad de «leyes especiales protectoras del derecho a trabajar», es difícil negar que la situación creada en los Estados Unidos por la legislación y por las decisiones del Tribunal Supremo hagan necesarias las disposiciones especiales como único sistema viable para restaurar los principios de la libertad[25].

Las medidas particulares que un país determinado requiera para reinstaurar los principios de libertad de asociación en el ámbito laboral dependerán de la situación creada por su peculiar proceso evolutivo. La situación en los Estados Unidos ofrece particular interés, por cuanto allí la legislación y las decisiones del Tribunal Supremo han ido, probablemente, más lejos que en ningún otro lugar[26] al legalizar la coacción sindical y más todavía al conferir a las autoridades administrativas poderes discrecionales y, en lo sustancial, irresponsables. Para mayores detalles hemos de remitir al lector al importante estudio del profesor Petro The Labor Policy of the Free Society[27], donde se describen totalmente las reformas requeridas.

Aunque los cambios necesarios para restringir los perniciosos poderes de los sindicatos tan sólo implican su sometimiento a los mismos principios generales de la ley aplicados al resto de los ciudadanos, es indudable que se opondrán a ello con todas sus fuerzas. No ignoran que la consecución de lo que actualmente persiguen depende precisamente de ese mismo poder coactivo, que habrá de ser restringido si queremos conservar una sociedad libre. Pero la situación no es desesperada. Hállanse en marcha ciertos procesos evolutivos que más tarde o más temprano harán evidente que el presente estado de cosas no puede perdurar. Los sindicatos se percatarán de que, de cuantas posibilidades alternativas se les abren, es preferible la de someterse al principio general que impide acudir a la coacción, pues, a la larga, persistir en su actual política les conduciría ineludiblemente a consecuencias desgraciadas.

7. Misión de la política monetaria

Mientras resulta inconcuso que los sindicatos, a la larga, no pueden elevar de modo tangible el nivel de los salarios reales de la totalidad de la masa laboral —y en realidad lo más probable es que los reduzcan—, no ocurre ciertamente lo mismo con el nivel nominal de los salarios. En cuanto a los salarios nominales, el efecto de la acción sindical dependerá de los principios que gobiernen la política monetaria. Con las doctrinas que ahora gozan de general aceptación y con la política que cabe esperar de las autoridades monetarias, es evidente que la acción sindical debe conducir a una inflación continua y progresiva. La principal razón de ello estriba en que la denominada tesis del «pleno empleo» hoy imperante releva expresamente a los sindicatos de toda responsabilidad en relación con el paro y, en cambio, asigna a las autoridades monetarias y fiscales el deber de mantener la ocupación total. Ahora bien, el único procedimiento a que pueden acudir para impedir que la política de las asociaciones obreras genere paro es contrarrestar mediante la inflación cualquier excesiva alza de los salarios reales que los sindicatos pretendan provocar.

Para comprender la situación en que nos hallamos es necesario examinar brevemente las fuentes intelectuales de la política de pleno empleo de tipo «keynesiano». El desarrollo de las teorías de Lord Keynes parte de una apreciación correcta: la causa normal de un amplio paro estriba en el nivel excesivamente alto de los salarios reales. Afirmó Keynes, a renglón seguido, que una reducción directa de los salarios nominales sólo podría lograrse mediante una lucha tan penosa y prolongada, que hay que desecharla de antemano. Por esta razón concluyó que los salarios reales deben rebajarse mediante el proceso de reducir el valor de la moneda. Tal es, en realidad, la argumentación subyacente en la teoría del «pleno empleo», tan ampliamente aceptada en la actualidad[28]. Cuando los trabajadores imponen salarios superiores a los del mercado, con lo que imposibilitan que el «pleno empleo» sea una realidad, es preciso incrementar la cuantía de los medios

de pago al objeto de elevar el nivel de los precios hasta conseguir que los salarios reales no superen la productividad de los obreros que buscan trabajo. En la práctica, esto significa que cada sindicato por separado, en su deseo de acomodar los salarios al alza de los precios, provoca forzosamente masivos incrementos de las retribuciones nominales, de tal suerte que el efecto acumulativo de tales actividades no puede menos de engendrar inflaciones cada vez mayores. Esto mismo ocurriría incluso si los sindicatos se limitaran a evitar cualquier reducción de los salarios nominales de un determinado grupo. Cuando hacen impracticables tales reducciones, «congelando hacia abajo» los salarios, como dicen los economistas, cualquier mutación relativa de salarios, continuamente impuesta por la variabilidad de las circunstancias económicas, debe producirse mediante la elevación de todos los salarios nominales, con excepción tan sólo de aquellas retribuciones que en otro caso debían haberse reducido. Más aún: esa aludida alza general de los salarios nominales y la consiguiente elevación del costo de la vida inducirán, por lo general, a imponer el alza de sus propias retribuciones, de tal suerte que no una, sino reiteradas elevaciones generales de salarios, sean precisas antes de dejar ordenados los respectivos salarios conforme a su relativo valor de mercado. Como, por fuerza, la relativa cuantía de los salarios ha de estar siempre variando, basta el mecanismo indicado para desencadenar la conocida espiral de precios y salarios registrada por doquier después de la segunda guerra mundial, es decir, desde el momento en que fue general la aceptación del dogma del pleno empleo[29].

En algunas ocasiones se describe este proceso como si los incrementos de salarios generasen directamente la inflación. Esto no es correcto. Si no se aumentara la oferta de moneda y crédito, los incrementos de salarios provocarían rápidamente el paro. Ahora bien, bajo la influencia de una doctrina que considera misión de las autoridades monetarias crear la moneda necesaria para asegurar el pleno empleo a un determinado nivel de los salarios, es políticamente inevitable que cada aumento en las remuneraciones laborales ha de provocar mayor inflación[30]. Todo ello es así hasta que la elevación de los precios resulta lo suficientemente precisa y prolongada como para causar en la gente una profunda alarma. En tal supuesto se harán todos los esfuerzos necesarios para frenar la expansión monetaria. Ahora bien, como en tal momento la economía se habrá habituado a la expectativa de una ulterior inflación y gran parte de los empleos existentes dependerán de la prosecución de la expansión monetaria, el intento de detenerla origina rápidamente un paro masivo. Tal circunstancia provoca de nuevo una irresistible —y de mayor intensidad— presión inflacionaria. Así, con dosis cada vez mayores de inflación será posible impedir, durante un lapso de tiempo bastante largo, el paro que, de otro modo, resultaría generado por la presión de los salarios. La mayoría de la gente considera la inflación progresiva como repercusión directa de la política sindical de salarios, más bien que un intento de curar sus consecuencias.

Aunque la carrera entre salarios e inflación, probablemente, proseguirá durante cierto tiempo, no puede hacerlo indefinidamente sin que la gente llegue a percatarse de que en alguna forma habrá que ponerle coto. Una política monetaria que quebrante la fuerza coactiva sindical a base de dar origen a un paro masivo y prolongado habría de ser excluida, porque tal método sería política y socialmente fatal. Ahora bien, si fracasamos en la tarea de dominar la fuerza de las asociaciones obreras en su propio origen, dichas instituciones pronto se enfrentarán con ciertas medidas mucho más inaceptables para los mismos trabajadores —cuando no para los propios líderes sindicales— que su sometimiento al imperio de la ley: pronto el clamor de la gente exigirá, o bien que los poderes públicos determinen la cuantía de los salarios, o bien que pura y simplemente decreten la abolición de las asociaciones obreras.

8. Previsiones a largo plazo

En el campo laboral, como en cualquier otro, la eliminación del mercado como mecanismo rector implicaría su sustitución por un sistema de dirección estatal. Para aproximarse, siquiera remotamente, a la función ordenadora del mercado, tal dirección tendría que coordinar la economía entera y, por lo tanto, en última instancia, tendría que proceder de una autoridad central única. Y aunque semejante autoridad se limitara en un principio a fijar las remuneraciones de la mano de obra, su política conduciría necesariamente a la transformación del conjunto de la sociedad en un sistema de planificación centralizada con todas sus consecuencias económicas y políticas.

En aquellos países en que las tendencias inflacionistas han operado por algún tiempo, podemos observar, en forma creciente y constante, peticiones a favor de una «política global de salarios». En los países en que el fenómeno se ha hecho más ostensible, especialmente en la Gran Bretaña, parece haberse convertido en doctrina, aceptada por los intelectuales de izquierda, el principio de que los salarios deben ser determinados por una «política unificada», lo qúe en última instancia significa que los poderes públicos se convierten en el factor predominante[31]. Si, en consecuencia, el mercado se viese así irremisiblemente despojado de su función, no existiría un medio eficiente de distribuir la mano de obra entre las industrias, empresas y comarcas distinto de aquel en que los salarios son establecidos por la autoridad. Paso a paso, y mediante un mecanismo de conciliación y arbitraje con fuerza de obligar y recurriendo a la creación de oficinas para determinación de las retribuciones laborales, derivaríamos hacia una situación en la que los salarios quedarían fijados por la decisión arbitraria de la autoridad.

Todo ello no es sino el inevitable resultado de la actual política sindical, impulsada por d deseo de que los salarios sean fijados según un cierto concepto de «justicia» y no por las fuerzas del mercado. Ahora bien, ningún sistema viable puede permitir que un grupo de gente logre imponer por la vía de la amenaza y la violencia lo que se cree con derecho a obtener y cuando no solamente unos pocos grupos privilegiados, sino la mayoría de los sectores laborales más importantes, se han organizado para la acción coactiva, permitir que cada uno opere independientemente provoca la injusticia y el caos económico. Si se renuncia a que el mercado, de modo impersonal, determine la cuantía de los salarios, el único método para retener y conservar un sistema económico viable es acudir a su fijación autoritaria por los poderes públicos. Tal determinación forzosamente ha de ser arbitraria, pues no existen criterios objetivos de justicia a aplicar[32]. Como ocurre con todos los precios, ya sean de mercancías o de servicios, aquel nivel de salarios que permite trabajar a quienquiera que busque ocupación no depende de méritos personales ni se ajusta a ninguna norma objetiva de justicia, quedando determinado por circunstancias que nadie puede controlar.

En cuanto el Estado asumiera la tarea de determinar la estructura entera de los salarios, viniendo en consecuencia obligado a controlar empleos y producción, el actual poder de las asociaciones obreras quedaría mucho más quebrantado que si se sometieran al imperio de la ley.

Bajo semejante sistema, los sindicatos se verían en trance de optar entre su propio aniquilamiento y destrucción o su conversión en dóciles instrumentos de la autoridad, incorporados a la mecánica estatal. El segundo término del dilema sería preferido, sin duda, en razón a que permitiría a la actual burocracia sindical mantener sus posiciones e incluso parte de su poder personal. Ahora bien, para los trabajadores significaría, en cambio, quedar por completo sujetos a la autoridad de un Estado corporativo. En la mayoría de los países, la situación a que se ha llegado plantea la alternativa siguiente: o se modifica radicalmente la dirección emprendida o se registrarán los aludidos efectos. Desde luego, la posición alcanzada en nuestra época por los sindicatos no puede perdurar, por cuanto tan sólo son capaces de operar en el ámbito del mercado; y, sin embargo, muestran tal hostilidad contra dicho orden económico, que trabajan con todas sus fuerzas por abatido.

9. Ante una elección

Las cuestiones que suscitan las asociaciones obreras constituyen una excelente prueba de lo acertado de nuestros principios y, a la vez, instructiva ilustración acerca de las consecuencias que han de aflorar si son infringidos. Tras fracasar en su empeño de evitar la coacción privada, los gobernantes, con ánimo de corregir los resultados de ese fracaso, se ven impulsados, por doquier, a rebasar su función propia y, en su consecuencia, empujados a asumir átribuciones que sólo pueden cumplir siendo tan arbitrarios como los sindicatos mismos. En tanto que sean considerados como inexpugnables los poderes que se les ha permitido asumir, no existe otro medio de corregir su dañosa autoridad que investir al Estado con un poder de coacción mayor y todavía más arbitrario. Estamos, en efecto, asistiendo a una pronunciada decadencia del régimen de derecho en el campo laboral[33]. Sin embargo, todo lo que realmente se necesita para remediar la situación es reinstaurar los principios en que se basa el imperio de la ley, para que de modo constante los apliquen tanto los parlamentos como los gobiernos.

Este camino se encuentra todavía bloqueado por el más incoherente de los argumentos de moda: «las manecillas del reloj no pueden retroceder». Es sorprendente que quienes con tanta frecuencia invocan el mencionado eslogan no se percaten, al hacerlo, de que se hallan expresando el falso supuesto de que no se puede deducir lección alguna de nuestros propios errores; lo que significa dar por buena la humillante suposición de que el género humano es incapaz de pensar. Dudo mucho que cuantos tengan visión del futuro puedan imaginar que existe otra solución más idónea y —tan pronto como la gente llegue a darse cuenta de a dónde nos conducen los actuales acontecimientos— capaz de contar con el respaldo de la mayoría de la pública opinión. Los más clarividentes líderes sindicales han comenzado a proclamar abiertamente que o bien hay que resignarse a asistir al lento pero seguro colapso de la libertad, o hemos de decidimos a invertir el proceso reinstaurando el imperio del derecho; y que, además, para salvar lo que merezca ser salvado de su dogma sindical, hay que olvidar las viejas ilusiones que fueron durante tanto tiempo su luz y su guía[34].

Tan sólo con un cambio en el rumbo que sigue la política que hoy impera, es decir, mediante la vuelta a principios abandonados, podremos conjurar la grave amenaza que gravita sobre la libertad. Es imperativo un cambio total de filosofía, pues, en otro caso, las medidas transitorias tendentes a servir las inmediatas necesidades de los gobiernos, de emergencia en emergencia, acabarían hundiéndonos en el más despótico sistema de controles arbitrarios. Los efectos acumulativos de tales medidas de signo oportunista, impuestas por el hecho de perseguirse objetivos íntimamente contradictorios, acabarán por resultar fatales. Como ocurre en todas las cuestiones de índole económica, el problema sindical no puede quedar definitivamente resuelto adoptando medidas específicas en casos concretos, sino que ha de zanjarse imponiendo normas generales válidas en cualquier supuesto. Una de tales normas, sin cuyo cumplimiento la sociedad libre no puede pervivir, es aquella que prohibe recurrir a la fuerza salvo cuando se trate de hacer respetar preceptos generales y abstractos obligatorios para todos.