CAPÍTULO XVII

El ocaso del socialismo y la aparición del Estado-providencia

La experiencia debería enseñamos la oportunidad de extremar las medidas que protegen la libertad, precisamente cuando los gobiernos abrigan propósitos benefactores. El auténtico partidario de la libertad se halla, naturalmente, en guardia para rechazar los ataques a la libertad procedentes de gobernantes perversos. Pero la amenaza preñada de mayores peligros anida en el insidioso actuar de hombres bienintencionados y de probado celo, pero de inteligencia obtusa.

L. BRANDEIS[1]

El fin del siglo socialista

Los denodados esfuerzos llevados a cabo, durante casi una centuria, en pro de la reforma social —incluso en los países donde, como acontece en los Estados Unidos, nunca existió un poderoso partido socialista— recibieron su principal impulso del socialismo. El socialismo, en el curso de ese centenar de años, había sometido a su hechizo a gran parte de los líderes intelectuales, y muchos le consideraron la meta definitiva a que fatalmente se dirigía la sociedad. El proceso alcanzó su momento culminante cuando, terminada la Segunda Guerra Mundial, Gran Bretaña puso en marcha el experimento socialista. Este acontecimiento parece haber marcado el punto culminante del avance socialista. Los futuros historiadores considerarán, probablemente, el período comprendido entre la revolución de 1848 y el año 1948 como el siglo del socialismo europeo.

Durante este período el socialismo ofreció un significado bastante preciso y un programa definido. El objetivo común de todos los movimientos socialistas consistía en nacionalizar los «medios de producción, distribución y cambio», de tal suerte, que la actividad económica, como un todo y con sujeción a un plan general, se proyectara alcanzar un cierto ideal de justicia social. Las diferentes escuelas socialistas se distinguían principalmente por los métodos políticos aplicables a la reestructuración de la sociedad. La diferencia entre marxistas y fabianos radicaba en ser aquellos revolucionarios y estos evolucionistas; pero el concepto que merecía a unos y otros la nueva sociedad a instaurar, en sus líneas básicas, venía a ser el mismo. El socialismo significó la colectivización de los medios de producción, de forma que su empleo había de orientarse teniendo en cuenta «no la obtención de beneficios, sino la utilidad de los productos elaborados».

El trascendental hecho registrado durante la última década se centra en que el socialismo, como método peculiar para alcanzar la justicia social, ha fracasado. No es sólo que se haya desvanecido su atractivo intelectual, sino el ostensible abandono de las masas, que ha obligado a los partidos socialistas de todas las latitudes a buscar con ansiedad nuevos programas que les aseguren el concurso activo de sus afiliados[2] No ha abandonado su meta definitiva, su ideal de justicia social. Pero ha prescindido de los métodos que venía aplicando para lograrlo y bajo cuyo amparo se acuñó el nombre de «socialismo». Es probable que este nombre sea utilizado en cualquier nuevo programa que los partidos socialistas existentes elaboren. Sin embargo, en nuestro mundo occidental, el socialismo, en su antiguo y auténtico sentido, ha muerto.

Aun cuando tan categórica afirmación puede causar sorpresa, el examen de la copiosa y desilusionada literatura debida a plumas socialistas y procedente de todos los países; así como las polémicas que prevalecen en el seno de los partidos socialistas, confirman ampliamente la tesis[3]. Quienes se hallan atentos tan sólo a lo que ocurre en un concreto país quizá consideren que la decadencia del socialismo no es más que un retroceso pasajero, consecuencia de una derrota política. Ahora bien, la analogía que la indicada tendencia ofrece en los más variados países y su unísono carácter internacional no dejan la menor duda de que se trata de algo más que de la repercusión de una derrota electoral. Si, quince años atrás, el dogma socialista constituía el principal peligro contra la libertad, esgrimir ahora nuevos razonamientos contra él equivaldría a embestir molinos de viento lanza en ristre. Muchas de las razones expuestas en contra del propio socialismo son utilizadas por sus partidarios, en el seno del movimiento socialista, para argumentar en favor de una modificación de su programa actual.

2. Razones de la decadencia del socialismo

Son varias las causas que han dado lugar a tal evolución. Las consecuencias derivadas del «experimento social más importante de nuestro tiempo fueron decisivas para la doctrina socialista, que en su momento dispuso del mayor poder suasorio». En el mundo occidental puede decirse que lo sucedido en Rusia ha herido de muerte al marxismo. Ello no obstante, durante un tiempo comparativamente largo, fueron bien escasos los intelectuales que se percataron de que lo acontecido en la URSS era la inevitable y lógica consecuencia de la aplicación sistemática del programa tradicional del socialismo. Hoy en día, sin embargo, incluso en el seno de los partidos, todavía hace efecto el argumento contenido en el interrogante siguiente: «Si a lo que se aspira es a implantar el 100 por 100 del socialismo, ¿en qué estriba el error de la Unión Soviética?»[4] Ahora bien, la experiencia soviética, en general, ha desacreditado únicamente a la rama marxista del socialismo; la gran decepción que los métodos básicos del socialismo han provocado deriva de experiencias más cercanas.

Los principales factores que han contribuido a semejante desilusión son, sin duda, los tres siguientes: la creciente evidencia de que el mecanismo de producción de bienes opera con menos eficacia bajo un orden socialista que bajo el régimen de libre empresa; el convencimiento, casi unánime, de que el socialismo —lejos de conducir a lo que había sido concebido como la plenitud de la justicia social— implica la implantación de un orden jerárquico arbitrario y mucho más infranqueable en lo referente al acceso de un escalón a otro; y la constatación a que se ha llegado de que el socialismo, en lugar de la mayor libertad prometida, origina un nuevo despotismo.

Los primeros en no ocultar su decepción fueron aquellas asociaciones obreras que advirtieron cómo su poder se debilitaba extraordinariamente al tratar no con los empresarios privados, sino con el Estado. El ciudadano advirtió también muy pronto que enfrentarse por doquier con la autoridad del Estado en modo alguno significaba mejora con respecto a la posición disfrutada en una sociedad competitiva. Todo ello aconteció al propio tiempo que la elevación general del nivel de vida del sector laboral, y especialmente de los trabajadores manuales, destruyó el supuesto de que existiera una definida clase proletaria y, consecuentemente, la conciencia de clase de los trabajadores, con lo que se provocó en casi todos los países de Europa una situación similar a la que en los Estados Unidos ha impedido siempre el desarrollo de un movimiento socialista organizado[5]. En los países que han vivido una experiencia política totalitaria, las generaciones más jóvenes acusan una fuerte reacción individualista que los hace escépticos en grado sumo en cuanto a los resultados de toda actividad colectiva y desconfiados en grado no menor del proceder de la autoridad[6].

Quizá el factor más importante de la desilusión de los intelectuales socialistas haya sido la creciente constatación de que el socialismo significa la desaparición de la libertad individual. Aunque el argumento de que el socialismo y la libertad individual se excluyen mutuamente fue rechazado con indignación por aquellos intelectuales cuando lo esgrimieron sus oponentes[7], al ser utilizado por uno de sus propios ideó logos y arropado con brillante estilo literario, produjo poderoso impacto[8]. Últimamente la situación ha sido descrita con gran sinceridad por uno de los más destacados intelectuales del partido laborista británico. R. H. S. Crossman, en un folleto titulado Socialism and the New Despotism, nos recuerda cómo «cada vez más quienes meditan profundamente han sometido a revisión aquellos juicios que en otros tiempos emitieron proclamando lo que entonces se les antojaba las obvias ventajas de la planificación central y del incremento de la propiedad pública de los instrumentos de producción»[9]; añade que «el socialismo implantado por los laboristas al asumir el poder permitió descubrir que implicaba el establecimiento de enormes organismos burocráticos»[10] «una vasta burocracia centralizada que constituye una grave amenaza potencial para la democracia»[11], provocándose así una situación que impone a «los socialistas de hoy, como misión primordial, convencer a la nación de que sus libertades se encuentran amenazadas por este nuevo feudalismo»[12].

3. Consecuencias de la época socialista

Ahora bien, si es cierto que en Occidente los métodos característicos del colectivismo socialista tienen escasos partidarios, no lo es menos que sus objetivos finales mantienen su poder de atracción. Aun cuando los socialistas ya no poseen un claro programa en cuanto a las metas a alcanzar, todavía desean manipular la economía de tal suerte que la distribución de rentas coincida con su peculiar concepto de la justicia social. Sin embargo, la victoria más importante conseguida durante la época socialista consiste en haber logrado aniquilar las tradicionales limitaciones que moderaban el poder estatal. El socialismo, en tanto aspiraba a la completa reestructuración de la sociedad sobre bases nuevas, forzosamente había de considerar los pilares del sistema existente como meros estorbos que debían ser destruidos. Ahora bien, al carecer hoy de principios propios, es incapaz de explicar cuáles son los medios más idóneos para alcanzar sus nuevos objetivos. En consecuencia, nos acercamos a las nuevas tareas propuestas por la ambición del hombre moderno, cuando su carencia de principios, en el sentido original de la palabra, es mayor que nunca.

Resulta aleccionador en alto grado considerar que, en el momento en que pocos consideran ya al socialismo como un ideal digno de que la gente se esfuerce, de manera deliberada, por ver implantado, pudiera, en cambio, ocurrir que, sin deseado, nos encontráramos inmersos en una sociedad organizada bajo su signo. Cuantos ansiando introducir reformas en el orden social se limitan a utilizar cualesquiera de los medios a su alcance, siempre que los consideran de la mayor eficacia para alcanzar los objetivos que persiguen, y, en cambio, no se preocupan lo más mínimo de que el mecanismo del mercado se mantenga funcionando con eficacia, se ven constreñidos a instaurar nuevas medidas de control sobre las decisiones económicas (aunque la propiedad privada se mantenga en apariencia), hasta darse de bruces con aquel auténtico sistema de planificación central que en la actualidad pocos desean realmente ver instaurado. Todavía más, constituyen legión los antiguos socialistas que han llegado a advertir que nos hemos deslizado tanto en la dirección del Estado redistribuidor, que resulta más sencillo, en la actualidad, presionar en tal sentido que actuar denodadamente al objeto de que sea adoptada cualquier desacreditada fórmula de socialización de los medios de producción. Parecen confesar que con la proliferación de las intromisiones de los poderes públicos en la vida de unas empresas que sólo formalmente pueden ya considerarse privadas es como mejor se conseguirá la ansiada redistribución de rentas; a fin de cuentas, lo que de verdad pretende aquella otra más espectacular política basada en la expropiación.

Con frecuencia se ha motejado de injusto —presentándose como prejuicio propio de la ceguera conservadora— el criticar a aquellos socialistas que de manera tan sincera se apartan de las soluciones más obviamente totalitarias del socialismo «extremado» y adoptan un socialismo «templado», cuyas consecuencias, sin embargo, apenas si discrepan de las del primero. El peligro no se desvanecerá, a pesar de todo, a menos que seamos capaces de distinguir entre las realizaciones que pueden lograrse en el seno de la sociedad libre y aquellas otras que para su consecución exigen acudir a los métodos del colectivismo totalitario.

4. Significado del Estado-providencia

A diferencia del socialismo, el concepto de Estado benefactor[13] carece de significado preciso. La frase se utiliza a veces para describir un Estado que «se interese» de cualquier manera por problemas distintos de los referentes al mantenimiento de la ley y el orden. Ahora bien, aunque son escasos los teóricos que pretenden reducir la acción de los poderes públicos al mantenimiento de la ley y el orden, tal postura no puede ampararse en el principio de la libertad. Tan sólo el poder coactivo del Estado ha de ser objeto de rigurosa limitación. Como antes se dijo (cap. XV), existe un innegable y amplio campo reservado a las actividades no coactivas del gobernante, y cuya financiación exige, indudablemente, acudir a la exacción fiscal.

Es innegable, por otra parte, que, en nuestra época, nunca el Estado redujo su actuación a aquel «mínimo individualista» a que hemos aludido[14], ni menos todavía los economistas clásicos «ortodoxos»[15] propugnaron tal limitación del poder público. Todos los gobiernos modernos han adoptado medidas protectoras de los indigentes, los desafortunados y los imposibilitados, y han prestado atención a las cuestiones sanitarias y a los problemas de la enseñanza. No hay razones para suponer que con el incremento de la riqueza no aumenten también tales actividades de puro servicio. Existen necesidades comunes que sólo pueden satisfacerse mediante la acción colectiva y que, por lo tanto, han de ser atendidas en dicha forma, sin que ello implique restringir la libertad individual. No se puede negar que, a medida que la riqueza aumenta, ha de incrementarse de modo gradual aquel mínimo —que puede ser suministrado fuera del mercado— y que la comunidad ha facilitado siempre a los que no son capaces de proveer a su propio sustento, o bien que el Estado contribuirá a tales cometidos, asumiendo incluso su dirección, sin producir ningún daño. Poco puede oponerse a que el poder público intervenga e incluso tome la iniciativa en áreas tales como la seguridad social y la educación o a que subvencione temporalmente determinadas experiencias. El problema no lo suscitan tanto los fines perseguidos como los métodos empleados por la autoridad.

En muchas ocasiones se hace alusión a estos modestos e inocentes objetivos que propugna la acción del gobernante, para evidenciar cuán absurdo resulta oponerse al Estado-providencia. Ahora bien, tan pronto como aquella rígida actitud que presupone negar en absoluto a los poderes públicos el menor derecho a interferir en tales materias —actitud que puede defenderse, pero que, en todo caso, la defensa de la libertad no lo exige—, los partidarios de la libertad, por lo común, descubren que los planes del Estado benefactor contienen actividades que rebasan bastante lo que se considera legítimo e indiscutible. Si, por ejemplo, se admite que se puede objetar a las leyes que se limitan a proteger la pureza de los productos alimenticios, de ello se infiere que no es razonable oponerse a ninguna medida estatal que tienda a alcanzar una finalidad apetecible. Quienes aspiran a precisar cuáles sean las funciones propias de los poderes públicos ateniéndose a los objetivos más bien que a los métodos aplicados, se ven en el caso de combatir determinadas medidas estatales que tan sólo parece se traducirán en consecuencias deseables, o han de admitir que carecen de normas en que basar sus objeciones a dichas medidas, que, si bien eficaces en cuanto a la consecución de propósitos determinados, en conjunto entraña n la destrucción de la sociedad libre. Aun cuando el criterio de que la actuación de los poderes públicos ha de limitarse al mantenimiento de la ley y el orden es perfectamente defendible si se considera tan sólo el Estado como instrumento de coacción, es forzoso reconocer también que como agencia de servicios puede facilitar —sin producir daño a la gente— la consecución de objetivos deseables que de otra forma quizá no se alcanzaran. Muchas de las nuevas actividades benefactoras del gobierno constituyen una amenaza para la libertad porque realmente son un ejercicio de los poderes coactivos del mismo, y, aunque se presenten como meras actividades de servicio, se apoyan en la exigencia de derechos exclusivos en determinados sectores.

5. La nueva tarea de los defensores de la libertad

La situación en que se encuentran hoy las cosas obliga al auténtico defensor de la libertad a variar su modo de actuar, al propio tiempo que hace más penosa su tarea. En tanto que el peligro que implicaba el socialismo radicaba en hallarse identificado con las soluciones de tipo colectivista, se podía argüir que el dogma en que se apoyaba es falso, que el socialismo nunca alcanzaría los objetivos que sus partidarios persiguen y que provocaría consecuencias que ni ellos mismos desean. Tal dialéctica es inoperante frente al Estado-providencia cuando advertimos que este carece de objetivo definido. La mercancía oculta bajo su pabellón un conglomerado de elementos tan diversos e incluso contradictorios, que, mientras algunos hacen más atractiva la sociedad libre, otros son incompatibles con ella o, en última instancia, constituyen una amenaza potencial a su pervivencia.

Es fácil demostrar que algunos de los objetivos del Estado-providencia pueden lograrse sin detrimento de la libertad individual, aunque para ello no se utilicen necesariamente los métodos que parecen más obvios y son, por lo tanto, más populares. Otros pueden conseguirse de manera similar, pero sólo hasta un cierto grado y a precio muy superior al que la gente imagina y se halla dispuesta a pagar; precio que únicamente tal vez podría soportar a medida que fuera aumentando la riqueza general. Finalmente, algunos —especial y entrañablemente estimados por los socialistas— no pueden ser alcanzados en una sociedad que desee salvaguardar la libertad del individuo.

Existen numerosos servicios públicos que a todos benefician y que sólo mediante el esfuerzo común pueden conseguirse; tal ocurre con parques, museos, teatros, campos de deporte, etc. Abundan las razones a favor de que dichas prestaciones se realicen por las autoridades locales más bien que por las nacionales. A continuación viene el importante aspecto de la seguridad, de la protección contra riesgos comunes a todos nosotros. La actitud del gobierno puede consistir tanto en reducir tales riesgos como en ayudar al pueblo para que se defienda contra los mismos. De cualquier manera, se impone la distinción entre dos conceptos de seguridad: la seguridad limitada, que puede lograrse para todos y que, por lo tanto, no constituye privilegio, y la seguridad absoluta. Esta última, dentro de una sociedad libre, no puede nunca existir para todos. La primera es la seguridad contra las privaciones físicas severas, la seguridad de un mínimo determinado de sustento para todos. La segunda es la seguridad de un determinado nivel de vida, fijado mediante la comparación de los niveles de que disfruta una persona con los que disfrutan otras. La distinción, por tanto, se establece entre la seguridad de un mínimo de renta igual para todos y la seguridad de la renta particular que se estima que merece una persona[16]. La seguridad absoluta está íntimamente relacionada con la tercera y principal ambición que inspira al Estado-providencia: el deseo de usar los poderes del gobierno para asegurar una más igualo más justa distribución de la riqueza. Siempre que los poderes coactivos se utilicen para asegurar que determinados individuos obtengan determinados bienes, se requiere cierta clase de discriminación entre los diferentes individuos y su desigual tratamiento, lo que resulta inconciliable con la sociedad libre. De esta manera, toda clase de Estado providencia que aspira a la «justicia social» se convierte «primariamente en un redistribuidor de rentas»[17]. Tal Estado no tiene más remedio que retroceder hacia el socialismo, adoptando sus métodos coactivos, esencialmente arbitrarios.

6. La tendencia expansionista de la Administración

Aunque algunos de los fines del Estado-providencia solamente se logran utilizando métodos hostiles a la libertad, todos sus fines pueden perseguirse mediante tales métodos. Hoy en día, el peligro consiste en que, tan pronto es aceptado como legítimo un fin de gobierno, se presume que incluso los medios contrarios a los principios de la libertad pueden emplearse legítimamente. Lamentablemente, en la mayoría de los campos, la manera más efectiva, cierta y veloz de alcanzar un fin dado es, según parece, dirigir todos los recursos disponibles hacia la solución visible. Para el reformador impaciente y ambicioso, colmado de indignación ante un mal determinado, nada que no sea su completa eliminación por los medios más directos y rápidos le parece adecuado. Si todas las personas que sufren de falta de trabajo, enfermedad o previsión inadecuada para su vejez hubieran de ser liberadas inmediatamente de su tribulación, ni siquiera un sistema obligatorio total sería suficiente. Siempre que, en nuestra impaciencia por resolver tales problemas, concedamos al gobierno poderes exclusivos y monopolísticos, descubriremos que no veíamos más allá de nuestras narices. Si el camino más corto para una solución, tal y como en el presente se vislumbra, se convierte en el único permisible, despreciando toda experimentación alternativa, y si lo que ahora parece ser el mejor método de satisfacer una necesidad adquiere categoría de único punto de partida para todos los futuros procesos, quizá alcancemos nuestro objetivo presente más pronto; pero, a la par, probablemente, impediremos que surjan soluciones más convenientes. A menudo, quienes acusan mayor ansiedad por utilizar hasta el máximo nuestro conocimiento y fuerza actual, en razón a los métodos que ponen en práctica, son los que más obstaculizan todo futuro desarrollo. Los procesos evolutivos controlados de tipo exclusivista, que la impaciencia y la conveniencia administrativa han movido al reformador a adoptar y que, especialmente en el campo de la seguridad social, han llegado a ser una característica del moderno Estado-providencia, pueden muy bien convertirse en la mayor dificultad para futuras mejoras.

Si el Estado no pretende tan sólo facilitar que un determinado sector de la población alcance cierto nivel de vida, sino que aspira a que todos lo consigan, únicamente verá convertido en realidad su deseo si priva a los interesados de las posibilidades de elección. De esta manera, el Estado benefactor se convierte en un Estado-hogareño, donde un poder paternalista gobierna la mayoría de los ingresos de la comunidad y los distribuye en la forma y cantidades que, según el criterio de la autoridad, los individuos necesitan o merecen.

Son muchos los sectores en que pueden aducirse razonamientos persuasivos basados en consideraciones de eficiencia y economía propugnando la exclusiva para el poder público en la prestación de un determinado servicio; ahora bien, cuando se llega a la práctica, el resultado ordinario es que esas ventajas resultan pronto ilusorias y el carácter de los servicios es enteramente diferente del que tendrían si hubieran sido prestados por las empresas competitivas. Si en vez de administrar los recursos limitados puestos bajo su control para un servicio específico el jerarca utiliza sus poderes coactivos para asegurar que se les dé a los hombres que entre sí compiten lo que ciertos expertos creen que necesitan; si el pueblo, por tanto, ya no puede decidir en algunos de los más importantes aspectos de su vida —como, por ejemplo, la sanidad, el empleo, la vivienda y la previsión—, sino que se ve obligado a acatar las resoluciones que la autoridad dicta con arreglo a sus propios juicios valorativos; si los poderes públicos que ejercen de modo exclusivo determinadas funcione y profesiones, tales como la medicina, la instrucción pública y los seguros, quedan organizados como jerarquía unitaria burocrática, las decisiones de la gente no responderán a fenómenos competitivos, sino que serán impuestas sin apelación por los jerarcas[18].

Los propios razonamientos que, por lo general inducen al impaciente y ambicioso reformador a organizar aquellos servidos bajo la forma de monopolios gubernamentales, le inducen también a creer que las autoridades que han de regirlos han de hallarse investidas de amplios poderes discrecionales sobre el individuo. Si el objetivo consistiera únicamente en mejorar las oportunidades de todos, prestándoles servicios específicos de acuerdo con una regla, tal mejoría podría lograrse siguiendo esencialmente una línea similar a la del mundo de los negocios. Ahora bien, nunca tendríamos la seguridad de que los resultados obtenidos fueran precisamente los deseados para todos los individuos. Nada que no sea el tratamiento individualizado y paternalista por parte de una autoridad discrecional, con poderes de discriminación entre la gente, puede lograr que cada hombre resulte afectado en un determinado aspecto de su vida.

Es pura ilusión pensar que, cuando ciertas necesidades del ciudadano se han convertido en la preocupación exclusiva de una máquina burocrática, el control democrático de tal máquina pueda preservar efectivamente la libertad. En lo referente al mantenimiento de la libertad personal, la división de funciones entre una asamblea que tan sólo indica que debe hacerse esto o aquello[19] y un aparato administrativo a quien se le da el poder exclusivo de ejecutar dichas instrucciones es la solución más peligrosa posible. Todas las experiencias confirman lo que está «suficientemente claro tanto en el caso inglés como en el americano: que el celo de los órganos de la administración para lograr y asumir que las limitaciones constitucionales y las garantías a los derechos individuales deben ceder ante sus tenaces esfuerzos para lograr lo que consideran propósito superior de gobierno»[20].

No es exagerado afirmar que el mayor peligro para la libertad proviene, hoy en día, de aquellas personas más indispensables y poderosas en el gobierno moderno, es decir, de los eficientes y expertos administradores, preocupados exclusivamente por lo que consideran el bien público. Aunque los teóricos pueden seguir hablando del control democrático de dichas actividades, todos los que han tenido experiencia directa en la materia se hallan conformes en que —como señaló recientemente un escritor inglés— «si el control del ministro… se ha convertido en un mito, el control del Parlamento es y ha sido siempre el más perfecto cuento de hadas»[21]. Es inevitable que tal clase de administración del bienestar del pueblo se convierta en un aparato incontrolable y dotado de propia voluntad, frente al cual el individuo está desamparado; un aparato que se inviste de manera creciente con toda la mística autoridad soberana: el Hoheitsverwaltung o Herrschaftsstaat de la tradición alemana, tan poco familiar para los anglosajones, que tuvo que acuñarse el extraño término de «hegemónico»[22] para otorgarle significado.

7. La política interna

El contenido de los siguientes capítulos no consiste en formular un programa completo de política económica a aplicar en una sociedad libre. La principal finalidad de nuestro estudio atañe a aquellas aspiraciones relativamente nuevas cuya consecución en la sociedad libre es todavía incierta, con respecto a las cuales nuestros varios criterios todavía oscilan entre extremos, siendo de máxima urgencia establecer principios que nos ayuden a separar lo bueno de lo malo. Los temas seleccionados son aquellos que consideramos de mayor trascendencia para evitar el descrédito que los acompañaría de incluirlos en su plan general el Estado-providencia.

Existen numerosos aspectos de la actividad gubernamental que ofrecen la máxima importancia para la conservación de la sociedad libre, pero que no podemos analizar ahora con el rigor necesario. En primer lugar, hay que prescindir del complejo de cuestiones que derivan de las relaciones internacionales, no sólo porque cualquier intento serio de consideradas acrecería en forma desusada el volumen de esta obra, sino también porque un tratamiento adecuado requeriría basamentos filosóficos diferentes de los que hemos sido capaces de establecer. La solución satisfactoria a estos problemas, sin duda, no ha de encontrarse en tanto que las últimas unidades del orden internacional sean las entidades históricamente dadas y conocidas como naciones soberanas. El problema de a qué grupo deberían confiarse las distintas funciones estatales si tuviéramos poder de elección al efecto implica un interrogante demasiado difícil para darle una breve respuesta. Los fundamentos morales del imperio de la ley a escala internacional parecen faltar por completo todavía, y probablemente perderíamos cuantas ventajas tal imperio comporta dentro de la nación, si confiáramos algunos de estos nuevos poderes de gobierno a organismos supranacionales. Tan sólo cabe añadir que las únicas soluciones provisionales a los problemas que suscita el orden internacional surgirán tan pronto como aprendamos a limitar, efectivamente, los poderes de todos los gobiernos soberanos distribuyéndolos en grados de autoridad. Debería señalarse también que la presente evolución de la política nacional ha complicado bastante más que en el siglo XIX las cuestiones internacionales[23]. Deseo añadir aquí una opinión personal. En tanto la protección de la libertad individual no se halle mucho más firmemente asegurada de lo que lo está hoy, la creación de un Estado mundial sería, sin duda, más peligrosa para el futuro de la civilización que la misma guerra[24].

El problema de la centralización y descentralización de las funciones de gobierno apenas si ofrece menor importancia que los temas internacionales; no obstante la tradicional conexión que mantiene con la mayoría de las cuestiones objeto de nuestro estudio, no podemos abordarlo de modo sistemático. El propugnar la máxima concentración de poderes fue siempre característica de los partidarios del aumento del poder estatal, mientras que la descentralización ha sido patrocinada, generalmente, por quienes se preocupan principalmente de la libertad del individuo. Hay razones de peso para sostener que, siempre que la prestación de ciertos servicios no pueda confiarse a la iniciativa privada y, por tanto, se precise cierta clase de acción colectiva, la actuación de las autoridades locales constituye generalmente la mejor solución, pues se tienen muchas de las ventajas de la empresa privada y pocos de los peligros que comporta la acción coactiva del gobierno. La competencia entre autoridades locales o entre unidades mayores dentro de un área donde existe libertad de movimiento proporciona en gran medida la oportunidad de experimentar métodos alternativos que aseguran la mayor parte de las ventajas del libre desarrollo. Aunque puede ocurrir que la mayoría de los individuos no desee jamás enfrentarse con un cambio de residencia, habrá gente suficiente, especialmente entre los jóvenes y más emprendedores, que haga necesaria la prestación, por la autoridad local, de servicios tan buenos y a un coste tan razonable como sus competidores[25]. De ordinario, el planificador autoritario, en interés de la uniformidad, la eficacia gubernamental y la conveniencia administrativa, presta su apoyo a las tendencias centralistas, para lo cual es fuertemente apoyado por las mayorías más pobres, que desean participar en los recursos de las regiones más ricas.

8. El monopolio y otros problemas menores

Existen numerosos e importantes problemas de política económica que podemos mencionar sólo de pasada. Nadie negará que la estabilidad económica y la prevención de las grandes depresiones dependen en parte de la acción estatal. Analizaremos estas materias al tratar las cuestiones que hacen referencia al empleo y a la política monetaria. Ahora bien, su examen sistemático nos llevaría a terrenos de alta especialización y de gran controversia; la posición que habría yo de adoptar en tales cuestiones vendría dictada por mis estudios profesionales y poca relación guardaría con los temas ahora examinados. Análogamente, la concesión de subsidios a determinadas actividades, mediante fondos procedentes de la imposición fiscal, tema que habremos de considerar al tratar de la vivienda, la agricultura y la enseñanza, suscita cuestiones de índole general. No se pueden hoy abordar estos temas sosteniendo simplemente que jamás debe el gobierno subsidiar actividad alguna, pues hay actuaciones de tipo estatal, tales como las atinentes a la defensa nacional, en las que, por lo general, la concesión de tales subsidios es el sistema mejor y menos peligroso para promover determinadas empresas, resultando ello preferible a que el gobierno, de modo exclusivo, realice las indicadas misiones. Quizá el único principio general en materia de subsidios sea el de que nunca pueden justificarse invocando el interés del inmediato beneficiario (ya se trate de quien presta el servicio subsidiado o del receptor), sino el interés de la colectividad, o sea el bienestar general en su verdadero sentido. Los subsidios constituyen legítimo instrumento de gobierno; pero no como medio de redistribución de la renta, sino como mecanismo a cuyo amparo el mercado hace que se presten servicios que son disputados fuera de la órbita de aquellos que cada uno directamente paga.

El fallo más notorio en cuanto vamos a exponer a continuación consiste, sin duda, en la omisión del análisis sistemático de las cuestiones que suscita el monopolio empresarial. El tema fue excluido después, de cuidadosa reflexión y en razón a que fundamentalmente carece de la importancia que por lo común se le atribuye[26]. La política antimonopolística ha constituido, por lo general, para los liberales, la meta más importante a que apuntara su celo reformador. Creo que yo mismo he utilizado en el pasado el argumento táctico de no ser justa la aspiración a debilitar el poder coactivo de los sindicatos sin, al propio tiempo, combatir el monopolio empresarial. He adquirido, sin embargo, el convencimiento de que es equivocado presentar como idénticos los monopolios enquistados en el campo del trabajo y los que florecen en el empresarial. Lo cual no quiere decir que comparta el criterio de ciertos investigadores[27] cuando aseguran que, en algunos aspectos, el segundo es beneficioso y deseable. Pienso, como hace quince años[28], que no es bueno convertir al monopolista en la cabeza de turco económica y reconozco que la legislación de los Estados Unidos ha logrado crear un clima de opinión desfavorable a tales prácticas. Siempre que la acción antimonopolística sea moderada por el imperio de reglas generales (tales como las de no discriminación), tal actuación no resulta dañosa. Pero en esta materia lo mejor es actuar gradualmente, mejorando la regulación de sociedades, de patentes y de impuestos, cuestiones sobre las que muy poco puede hacerse de modo breve y conciso. Mi escepticismo aumenta en lo que atañe a las supuestas ventajas que derivan de las discrecionales medidas adoptadas por los poderes públicos contra concretos monopolios, y me siento, al propio tiempo, hondamente alarmado por la naturaleza arbitraria de la tendencia a limitar el tamaño de las empresas individuales. Cuando las normas políticas provocan una situación que —como ocurre con algunas empresas de Estados Unidos— impide a grandes firmas competir bajando los precios, por el fundado temor a caer en las redes de la legislación antitrust, tal política es un absurdo.

La opinión corriente se resiste a proclamar que el monopolio o el gigantismo de una empresa son dañosos per se; lo dañoso es el prohibir el acceso a determinados ámbitos mercantiles y similares prácticas monopolísticas. El monopolio es, ciertamente, indeseable; pero lo es tan sólo en el mismo sentido que la escasez; no se puede evitar ninguno de dichos fenómenos[29]. Tan triste es el que determinadas habilidades (así como ciertas privilegiadas situaciones o tradiciones empresariales) no puedan ser emprendidas, como lamentable el que determinados bienes escaseen. No tiene sentido pretender pasar esto por alto y aspirar a crear situaciones «como si» en tales casos pudiera existir la competencia. La ley no puede desconocer esta realidad. Lo único que puede es vedar específicas actuaciones. Tan sólo es de desear que donde haya posibilidad de competencia, a nadie se impida plantearla. Siempre que el monopolio se base en limitaciones introducidas por el hombre con el fin de impedir el acceso a un mercado, existen numerosas razones que abogan por la remoción de tales trabas. Existen también argumentos de peso que se oponen a la discriminación mediante el precio, que debe ser limitada todo lo posible recurriendo a normas generales. Sin embargo, la actuación estatal en este orden de cosas es tan deplorable, que en verdad resulta sorprendente que se crea que las cosas puedan mejorarse concediendo poderes discrecionales al gobierno. La experiencia histórica enseña que tales facultades sólo sirven al gobernante para distinguir entre monopolios «buenos» y «malos»; terminando la autoridad por proteger aquellos que considera buenos y prohibir sólo los que considera malos. Dudo que haya ninguna clase de monopolios «buenos» merecedores de protección. Existirán siempre, sin embargo, monopolios inevitables cuyo carácter transitorio y temporal se hace permanente gracias a la intervención del poder público.

Aun cuando poco puede hacer el gobierno para remediar los monopolios empresariales, la situación cambia cuando es el gobernante quien crea deliberadamente las instituciones monopolísticas y descuida su primer deber —el impedir la acción coactiva mediante la concesión de inmunidades contra el imperio del derecho—, como viene haciendo desde hace tiempo en el terreno laboral. En un régimen democrático es de lamentar que —tras un período en el que fueron populares las medidas a favor de determinado grupo— la dialéctica contra los privilegios se transformara en argumentación contra aquellos estamentos que hasta tiempos recientes habían gozado del favor especial del público por considerarse que precisaban y merecían tal amparo. No hay duda de que en los últimos tiempos jamás fue tan generalmente violado, con graves consecuencias, el fundamental principio del imperio de la ley como en el caso de las asociaciones obreras. Cuál sea la política a adoptar en relación con los sindicatos constituye el primer grave problema que hemos de abordar.