CAPÍTULO XVI

La decadencia de la ley

El dogma de que el poder absoluto, en la hipótesis de su origen popular, sea tan legítimo como la libertad, comenzó… a oscurecer el ambiente.

LORD ACTON[1]

1. La decadencia de la ley

En capítulos anteriores hemos dedicado atención preferente al proceso evolutivo germánico no sólo porque en Alemania —si no en la práctica, al menos en la teoría— el Estado de Derecho alcanzó mayor madurez, sino por destacar cómo se inició también allí la reacción contra dicho ideal. Al igual que sucede con la mayor parte de las doctrinas socialistas, el pensamiento jurídico que iba a minar el imperio de la ley tuvo su origen en Alemania, extendiéndose desde allí al resto del mundo.

El intervalo entre la victoria del liberalismo y el cambio de dirección hacia el socialismo o hacia cierta clase de Estado benefactor fue en Alemania más corto que en cualquier otro país. Apenas perfeccionadas las instituciones destinadas a asegurar el imperio de la ley, se registró un cambio de opinión que impidió abogar por aquellos ideales que habían motivado su nacimiento. Una serie de circunstancias políticas, combinadas con factores puramente intelectuales, impulsaron el proceso que en otros países evolucionaba con mayor lentitud. La circunstancia de que la unificación del país se hubiese logrado mediante artificios estatales y no por gradual evolución, reforzó la creencia de que la sociedad debía ser organizada según patrones preconcebidos. Las ambiciones sociales y políticas que aquella situación favorecía cobraron mayor vigor a impulso de las tendencias filosóficas entonces reinantes en Alemania. La pretensión de que el poder público había de instaurar una justicia no meramente «formal», sino «sustantiva», es decir, «distributiva» o «social», venía acentuándose de manera ininterrumpida desde la época de la Revolución francesa. Hacia fines del siglo XIX tales ideas ya afectaban profundamente a la doctrina legal. En 1890, un teórico socialista de la ley expresó de la siguiente forma lo que de manera creciente llegó a ser doctrina dominante: «Al tratar exactamente igual a todos los ciudadanos, sin consideración a su calidad personal y posición económica, y al permitir una competencia ilimitada entre ellos resulta que la producción de bienes se incrementa sin límites, pero los pobres y débiles tienen sólo una pequeña participación en la riqueza creada. La nueva legislación social y económica, por lo tanto, intenta proteger al débil contra el fuerte y asegurarle una participación moderada en las cosas buenas de la vida. Hoy en día se entiende que no hay mayor injusticia que tratar como igual a lo que de hecho es desigual»[2]. Anatole France hizo mofa de la «mayestática igualdad de la ley que prohíbe tanto al pobre como al rico dormir bajo los puentes, mendigar en las calles y robar pan»[3]. Esta famosa frase ha sido repetida innumerables veces por gentes bienintencionadas pero poco dadas a meditar e incapaces de comprender que con su actitud minaban los cimientos de la verdadera justicia.

2. Escuelas opuestas a las limitaciones tradicionales

En favor de dichos criterios políticos militaron decisivamente diversas teorías aparecidas algún tiempo antes, las cuales, si bien resultaban entre sí contradictorias en muchos aspectos, coincidían en menospreciar cualquier limitación impuesta a la autoridad en aras de la ley y en propugnar a favor del Estado nuevas y mayores facultades que le permitieran conformar las relaciones humanas con cierto preestablecido ideal de justicia social. Los cuatro principales movimientos que operaron en esta dirección fueron, en orden de importancia decreciente, el positivismo jurídico, el historicismo, la escuela del «libre arbitrio» judicial y la doctrina del «interés jurídicamente protegido». Consideremos brevemente las tres últimas antes de analizar la primera, que requiere alguna atención mayor.

La tradición que sólo más tarde fue denominada «teoría del interés jurídicamente protegido» es una fórmula de acercamiento sociológico similar en cierta manera al «realismo legal» de la América contemporánea. Por lo menos en su concepción más radical, pretendía liberarse de esa suerte de construcción lógica que la decisión de las disputas entraña en virtud de la aplicación de reglas jurídicas estrictas, reemplazándolas por una personal ponderación de los intereses que se ventilan en el caso concreto[4]. La escuela del «libre arbitrio judicial», en cierta medida, fue un movimiento paralelo del anterior, pero centrado únicamente en la materia criminal. Pretendía liberar al juez, tanto como fuera posible, de su sujeción a normas preestablecidas, permitiéndole resolver con arreglo a su personal «sentido de justicia». Reiteradamente se ha destacado de qué manera tan eficaz esta doctrina abrió las puertas a la arbitrariedad del Estado totalitario[5].

El historicismo —que debe distinguirse de las grandes escuelas históricas que le precedieron en jurisprudencia y otras ramas del saber[6]— pretendía descubrir las leyes de la evolución histórica deduciendo las instituciones adecuadas a cada situación. Tal teoría condujo a un extremado relativismo; no somos producto de nuestro tiempo, no venimos en gran medida condicionados por opiniones e ideas heredadas; podemos superar tales limitaciones y, advirtiendo cómo nuestros puntos de vista vienen impuestos por las circunstancias, reorganizar las instituciones adaptándolas a nuestra época[7]. Tal criterio condujo naturalmente a rechazar cualquier norma que no apareciera racionalmente justificada o que no fuera dictada por el deseo de alcanzar objetivo específico. De tal suerte, el historicismo proclamó ya, como en su momento veremos, la tesis fundamental del positivismo jurídico[8].

3. El positivismo jurídico

El positivismo jurídico se ha opuesto a aquella tradición que, si bien nunca fue expresamente proclamada, constituyó durante dos mil años el marco para el estudio de los problemas fundamentales. Se trata del concepto de ley natural que todavía facilita a muchos la respuesta a sus más importantes interrogantes. Deliberadamente hemos evitado hasta ahora un análisis de nuestra temática referida a dicha concepción, porque las numerosas escuelas que funcionan bajo tal nombre mantienen teorías tan distintas que el intento de calibrarlas requeriría una aparte[9]. Sin embargo, al menos cabe reconocer aquí que las diferentes escuelas de derecho natural concuerdan en un punto: todas se enfocan hacia el mismo problema. Lo que realza el gran conflicto entre los defensores del derecho natural y el positivismo jurídico es que, mientras los primeros reconocen la existencia de ese problema, los últimos la niegan en absoluto o, por lo menos, rehúsan admitir que tenga un lugar legítimo dentro de los dominios de la jurisprudencia.

Todas las escuelas de derecho natural están de acuerdo en la existencia de normas que no son producto deliberado de ningún legislador. Asimismo están de acuerdo en que toda ley positiva deriva su validez de ciertos preceptos que, si bien no fueron elaborados por los hombres, pueden ser «descubiertos» por ellos; reglas a cuya luz debe ponderarse la ley positiva imponiendo, en su caso, al hombre el respeto a esta última. Tanto si las escuelas del derecho natural buscan la solución en la inspiración divina o a través de la razón humana, o en principios que no formando parte integrante de la misma, constituyen factores irracionales que gobiernan el funcionamiento del intelecto humano, o si conciben la ley natural con un contenido permanente e inmutable o temporal y variable, todas pretenden abordar cuestiones que el positivismo no se plantea. Para este, la ley no es más que el expreso mandato emanado de humana voluntad.

Por dicha razón, el positivismo jurídico, desde sus comienzos, no podía simpatizar ni ver la menor utilidad en aquellos principios metalegales que entrañan el ideal del imperio de la ley o del Rechtsstaat en el sentido originario de tales conceptos, ya que implicaban una limitación del poder legislativo. En ningún otro país ganó el positivismo tan indiscutible influencia como en la Alemania de la segunda mitad del pasado siglo, y, por consiguiente, en esta misma Alemania el ideal del imperio de la ley sufrió la primera mengua de su contenido real. La concepción sustantiva del Rechtsstaat que exigía que las reglas de derecho poseyesen propiedades definidas, fue desplazada por un concepto puramente formal que requería tan sólo que toda la acción del Estado estuviera autorizada por el legislador. Para abreviar, es «ley» todo lo que una cierta autoridad declare legal. El problema, por tanto, se convirtió en una cuestión de mera legalidad[10]. Al morir el siglo se había aceptado doctrinalmente que el ideal «individualista» del Rechtsstaat sustantivo pertenecía a un pasado «derrotado por los poderes creadores de las ideas nacionales y sociales»[11], o, como una eminente autoridad en derecho administrativo afirmó a propósito de la situación dominante poco antes del comienzo de la primera guerra mundial: «De tal forma hemos vuelto a los principios del Estado policía, reconociendo de nuevo el ideal del Kulturstaat. La única diferencia estriba en los medios. Sobre la base de las leyes, al Estado moderno todo le está permitido y, desde luego, mucho más de lo que se toleraba al Estado policía. Así, en el curso del siglo XIX se ha dado un nuevo significado al término Rechtsstaat. Entendemos por ello un Estado cuya actividad total tiene lugar sobre la base de leyes y en forma legal. En lo que respecta a los propósitos del Estado y a los límites de su competencia, el término Rechtsstaat actualmente no nos dice nada»[12].

Las doctrinas que comentamos tan sólo después de la primera guerra mundial, sin embargo, alcanzaron su forma más efectiva y comenzaron a ejercer una gran influencia, que se extendió más allá de las fronteras de Alemania. La nueva formulación conocida como «teoría pura del derecho», divulgada por el profesor H. Kelsen[13], señaló el eclipse definitivo de todas las tradiciones de gobierno limitado. Sus enseñanzas fueron ávidamente recibidas por cuantos reformadores habían encontrado en las limitaciones tradicionales un obstáculo irritante a sus ambiciones y que, por tanto, deseaban suprimir las restricciones opuestas al imperio de la mayoría. El mismo Kelsen había observado algún tiempo antes que «la libertad básica del individuo retrocede poco a poco para dar paso a la libertad de la colectividad que ocupa el primer puesto en el escenario»[14]; y que este cambio en el concepto de libertad significaba una «emancipación de lo democrático con respecto a lo liberal»[15], cambio al que Kelsen daba notoriamente la bienvenida. La concepción básica de su sistema es la identificación del Estado y el orden jurídico. De esta forma, el Rechtsstaat se convirtió en un concepto extremadamente formal y en atributo de todos los estados[16], incluso de los despóticos[17]. No hay límites posibles al poder del legislador[18] y no existen «las denominadas libertades fundamentales»[19]. Cualquier intento de negar el carácter de orden legal a un despotismo arbitrario representa «tan sólo la ingenuidad y la presunción del pensamiento del derecho natural»[20]. Se hacen toda clase de esfuerzos no sólo para oscurecer la distinción fundamental entre leyes verdaderas, en el sentido sustantivo de leyes abstractas y generales, y leyes en el mero sentido formal (incluidos los actos de la legislatura), sino para que no puedan distinguirse de tales leyes las órdenes de cualquier autoridad, sin importar las que sean, y a veces para incluir estas últimas dentro del término vago de «norma»[21]. Incluso la distinción entre actos jurisdiccionales y administrativos es prácticamente borrada. En definitiva, el contenido de la concepción tradicional del imperio de la ley se presenta como una superstición metafísica.

Esta versión del positivismo jurídico, la más coherente desde el punto de vista lógico, muestra las ideas que dominaron el pensamiento germánico hacia 1920 y se esparcieron rápidamente por el resto del mundo. Al final de la década habían conquistado tan completamente Alemania que «la adhesión a las teorías del derecho natural era reputada como una especie de desgracia intelectual»[22]. Las posibilidades que engendró tal estado de opinión para el advenimiento de las dictaduras ilimitadas ya fueron claramente calibradas por agudos observadores en los tiempos en que Hitler trataba de obtener el poder. En 1930, un docto jurista germano, en un detallado estudio sobre las repercusiones de los «esfuerzos para lograr el Estado socialista, opuesto al Rechtsstaat»[23], señaló que estos «procesos doctrinales han removido ya todos los obstáculos que se oponen a la desaparición del Rechtsstaat y abierto las puertas a la victoria de la, voluntad fascista y bolchevique del Estado»[24]. La creciente preocupación por un proceso que Hitler finalmente iba a completar halló eco en más de uno de los oradores del Congreso de Derecho Constitucional Alemán[25]. Pero era demasiado tarde. Las fuerzas que combatían contra la libertad habían aprendido a la perfección la doctrina positivista de que el Estado no debe estar limitado por la ley. En la Alemania hitleriana, en la Italia fascista y en Rusia se llegó a creer que bajo el imperio de la ley el Estado «carecía de libertad»[26], era «un prisionero de la ley»[27], y que para actuar «justamente debía liberarse de los grilletes de las reglas abstractas»[28]. El Estado «libre» no era otro que aquel que podía tratar a sus súbditos como le viniera en gana.

4. El destino del derecho bajo el comunismo

La inseparabilidad de la libertad personal del imperio de la ley se muestra con más claridad en la absoluta negación de dicha libertad, incluso teóricamente, que se registra en el país donde el despotismo moderno ha llegado a sus últimas consecuencias. La historia del desarrollo de la teoría jurídica en Rusia, durante las primeras etapas del comunismo, cuando los ideales socialistas todavía se tomaban en serio y se discutía ampliamente la parte que debía corresponder a la ley en tal sistema, es muy instructiva. Los argumentos nacidos de tales discusiones, con su despiadada lógica, muestran la naturaleza del problema más claramente de lo que lo hacen los socialistas occidentales, quienes comúnmente tratan de lograr lo mejor de los dos mundos.

Los teóricos rusos del derecho continuaron de modo deliberado por un camino que, como ellos mismos reconocían, había sido seguido hacía tiempo por la Europa Occidental. De acuerdo con las declaraciones de uno de ellos, la propia concepción de la ley desaparecía y «el centro de gravedad se desplazaba cada vez más del establecimiento de normas generales a decisiones individuales e instrucciones que regulan, asisten y coordinan las actividades de la administración»[29], o como alegó otro al mismo tiempo: «Puesto que es imposible distinguir entre leyes y reglamentos administrativos, tal contraste constituye una mera ficción de la teoría y práctica burguesas»[30]. La mejor descripción de estos procesos evolutivos la debemos a un estudioso ruso no comunista, quien observó que «lo que distingue al sistema soviético de los restantes gobiernos despóticos es que representa un intento para fundamentar el Estado en principios opuestos a los del imperio de la ley…, intento que ha dado origen a una teoría que exime a los gobernantes de toda suerte de obligaciones o limitaciones»[31]; o, como un teórico comunista manifestó, «el principio fundamental de nuestra legislación y nuestro derecho privado, que la teoría burguesa nunca reconocerá, radica en que se considera prohibido todo lo que no haya sido especialmente permitido»[32].

Finalmente, los ataques comunistas incidieron en el propio concepto de la ley. En 1927, el presidente del Tribunal Supremo soviético, en un manual oficial de derecho privado, decía: «El comunismo no significa la victoria de la ley socialista, sino la victoria del socialismo sobre la ley, pues, al abolirse las clases con intereses antagónicos, la ley desaparece igualmente»[33].

Las razones por las que el proceso evolutivo soviético alcanzó este grado de desarrollo fueron expuestas con más claridad por el teórico del derecho E. Pashukanis, cuya obra durante cierto tiempo atrajo mucho la atención dentro y fuera de Rusia, aunque posteriormente cayó en desgracia y desapareció de la circulación[34]. Pashukanis escribió: «A la dirección técnico-administrativa, siempre de acuerdo con el preestablecido plan general económico, corresponde ordenar, en un sentido tecnológicamente determinado, la configuración de programas para la producción y la distribución. La victoria gradual de esta tendencia significa la paulatina extinción de la ley como tal»[35]. Para abreviar: «Como en una comunidad socialista no hay posibilidad de relaciones privadas autónomas, sino que solamente existen aquellas reguladas de acuerdo con el interés de la comunidad, toda la ley se transforma en administración, todas las reglas en consideraciones discrecionales sobre la utilidad»[36].

5. Los abogados socialistas de Gran Bretaña

En Gran Bretaña los procesos evolutivos fuera del imperio de la ley se iniciaron tempranamente, pero durante largo tiempo quedaron confinados a la esfera de la práctica y recibieron poca atención teorética. Aunque en 1915 Dicey hizo observar que «la veneración antigua por el imperio de la ley ha sufrido en Inglaterra, durante los últimos treinta años, marcada decadencia»[37], la creciente infracción del principio despertó poco interés. En 1929 el presidente del Tribunal Supremo, Hewart, en una obra titulada The New Despotism[38], había señalado lo poco que el panorama jurídico de su tiempo estaba de acuerdo con el imperio de la ley, logrando un succes de scandale; sin embargo, obtuvo poco éxito en lo tocante a modificar la complaciente creencia de que las libertades de los ingleses estaban debidamente protegidas por dicha tradición. La obra fue tratada como un mero libelo reaccionario y se hace difícil entender el rencor con que la recibió la crítica[39], cuando, un cuarto de siglo más tarde, no solamente órganos liberales como The Economist[40], sino también autores socialistas[41], han comenzado a hablar de dicho peligro utilizando los mismos términos. El trabajo de Hewart tuvo como consecuencia el nombramiento de un organismo oficial denominado Committee on Ministers' Powers, cuyo informe[42], a la vez que confirmaba en tono moderado las doctrinas de Dicey, tendía, en suma, a minimizar los peligros. El principal efecto del informe en cuestión consistió en articular la oposición al imperio de la ley y provocar una abundante literatura opuesta a dicho ideal, que desde entonces ha sido aceptada por muchos además de los socialistas.

Tal movimiento fue dirigido por un grupo[43] de abogados socialistas y científicos políticos, reunidos en torno al difunto profesor H. J. Laski. El ataque lo dirigió el doctor Jennings, luego Sir Ivor Jennings, mediante el análisis del Report y de los Documents en que dicho informe se basaba[44]. Aceptando enteramente la doctrina positivista en boga, argumentó que «el concepto de imperio de la ley, en el sentido utilizado en el mencionado informe, es decir, significando igualdad ante la ley, la ley general del país, administrada por tribunales ordinarios…, tomado literalmente, no es otra cosa que un desatino»[45]. Tal regla de derecho —arguyó— «o es común a todas —las naciones o no existe»[46]. Aunque Jennings tenía que conceder que «la fijeza y certeza de la ley… han sido parte de la tradición inglesa durante siglos», lo hizo únicamente con evidente intolerancia, motivada por el hecho de que dicha tradición se rompiese tan sólo «de mala gana»[47]. Para la creencia, compartida por «la mayoría de los miembros del Comité y la mayoría de los testigos, de que existe una clara distinción entre la función del juez y la función del administrador»[48], el Dr. Jennings únicamente tuvo desprecio.

Posteriormente, el Dr. Jennings divulgó dichos puntos de vista en un libro de texto ampliamente utilizado, en el que expresamente negó que «el imperio de la ley y los poderes discrecionales sean contradictorios»[49] o que exista ninguna oposición «entre las leyes y los poderes administrativos»[50]. El principio, que Dicey interpretó en el sentido de que las autoridades no debían tener poderes discrecionales amplios, era «una regla de acción para los whigs que podía ser ignorada por los demás»[51]. Jennings reconoció que aunque «a un jurisconsulto constitucional de 1870 o incluso de 1880 pudiera parecerle que la Constitución británica se basaba esencialmente en el principio individualista del imperio de la ley y que el Estado británico era el Rechtsstaat de las teorías políticas y legales individualistas»[52], para él lo anterior significaba meramente que «la Constitución miraba con desagrado la facultad discrecional a menos que fuera usada por jueces. Cuando Dicey afirmó que los ingleses están gobernados por la ley y solamente por la ley, quería decir que los ingleses estaban gobernados por los jueces y solamente por los jueces. Ello hubiera sido una exageración, pero, en fin de cuentas, era individualismo del bueno»[53]. No advirtió el autor que, sólo por haber existido un ideal de libertad bajo la ley, únicamente expertos legales y no otros —entre los que precisamente hay que incluir funcionarios preocupados por cometidos específicos— podían recurrir a la coacción.

Debe añadirse que posteriores experiencias parecen haber llevado a Sir Ivor a modificar considerablemente sus puntos de vista. Sir Ivor comienza y concluye una obra reciente y popular[54] con párrafos de alabanza al imperio de la ley e incluso ofrece una pintura, en cierta manera idealizada, del grado de prevalecimiento de dicha regla en Gran Bretaña; sin embargo, este cambio de opinión llegó antes de que sus ataques hubiesen logrado un considerable efecto. Por ejemplo, en una obra popular titulada Vocabulary of Politics[55], que apareció en la misma serie editorial un año antes de que lo hiciese el mencionado libro, encontramos el siguiente argumento: «Es, por tanto, extraño que deba prevalecer el punto de vista de que el imperio de la ley supone algo que unos pueblos tienen y otros no, al igual que ocurre con los vehículos automóviles y los teléfonos. ¿Qué significa, por tanto, carecer del imperio de la ley? ¿Significa no tener ley en absoluto?». Me temo que este interrogante simbolice la postura de la mayoría de las generaciones más jóvenes, que han crecido bajo la influencia exclusiva de la enseñanza positivista.

En orden a los estudios relativos al imperio de la ley, tuvo también trascendencia suma y singular influencia un tratado de derecho administrativo ampliamente utilizado, escrito por otro miembro del mismo grupo, el profesor W. A. Robson. Los razonamientos empleados combinan un celo digno de elogio en cuanto atañe a la sistematización del control de la acción administrativa con una interpretación de la labor a realizar por los correspondientes tribunales que, de seguirse, los invalidaría en su calidad de amparadores de la libertad individual. Robson apunta de un modo explícito a acelerar «la ruptura con ese imperio de la ley que el difunto profesor A. V. Dicey reputaba rasgo característico del sistema constitucional inglés»[56]. Los razonamientos se inician con un ataque contra la «legendaria separación de poderes», «vieja y destartalada carroza»[57]. Cuanto hace referencia a distinguir entre ley y política es, en opinión de Robson, «enteramente falso»[58], y el supuesto de que los magistrados, desentendiéndose de los objetivos que persigue el poder público, tan sólo deben administrar justicia, es para él objeto de mofa. Incluso señala como una de las más destacadas ventajas de la jurisdicción administrativa el que pueda imponer determinada política, sin las ataduras del imperio de la ley y los precedentes judiciales… De cuantas facultades caracterizan y acompañan a dicha jurisdicción, ninguna tan importante como aquella que, si adecuadamente se pone al servicio del bien público, permite a los tribunales resolver los casos sujetos a su examen abonado por determinada política social, acomodando sus fallos a las exigencias de tal política[59]. Pocos planteamientos de este problema muestran tan claramente hasta qué extremo son «reaccionarias» muchas de las «progresistas» ideas de nuestro tiempo. No resulta, por tanto, demasiado sorprendente que puntos de vista como los del profesor Robson hayan encontrado el rápido favor de los conservadores y que un reciente folleto publicado por el partido conservador, a propósito del imperio de la ley, se haga eco de las doctrinas de Robson ensalzando a los tribunales administrativos por el hecho de que «flexibilidad y falta de limitación por reglas jurídicas o de procedimiento se haya traducido en una ayuda real al gobierno a la hora de ejecutar su política»[60]. Esta aceptación de la doctrina socialista por los conservadores es quizá el hecho más alarmante de nuestro tiempo, y ha ido tan lejos, que pudo afirmarse lo siguiente a propósito de una recopilación de comentarios conservadores sobre la libertad en el Estado moderno[61]: «Nos hemos alejado tanto de aquella concepción del ciudadano inglés protegido por tribunales contra la opresión de los gobernantes y sus funcionarios, que ni uno solo de los colaboradores (de la recopilación) considera hoy como posible volver a aquel ideal del siglo XIX»[62].

Las declaraciones indiscretas de algunos de los menos conocidos miembros del grupo de abogados socialistas a que antes aludíamos demuestran a dónde conducen esos puntos de vista. Uno de ellos inicia un ensayo sobre The Planned State and the Rule of Law haciendo una «reelaboración definitoria»[63] de dicho imperio legal y que concreta el autor con menosprecio: «es lo que cualquier asamblea parlamentaria, como supremo legislador, tenga a bien establecer»[64]. Tal definición permite al aludido crítico «declarar con confianza» que «la incompatibilidad entre planificación e imperio de la ley (sugerida primeramente por autores socialistas) es un mito que sólo el prejuicio y la ignorancia aceptan»[65]. Otro miembro del mismo grupo se pregunta si, en el caso de que Hitler hubiese alcanzado el poder de una manera constitucional, habría prevalecido el imperio de la ley en la Alemania nazi. «La respuesta es afirmativa. La mayoría hubiera tenido razón: el gobierno de la ley opera cuando la mayoría le da fuerza con sus votos. Cabría motejar a la mayoría de imprudente e incluso de perversa, pero el imperio de la ley prevalecería. En una democracia, en definitiva, es justo lo que la mayoría considera justo»[66]. He aquí la más fatal confusión de nuestro tiempo expresada en términos bien categóricos.

Se comprende, por tanto, que bajo la influencia de tales concepciones se haya registrado en Gran Bretaña, durante las dos o tres últimas décadas, un auge rápido y muy imperfectamente controlado de las facultades reconocidas a los órganos de la administración sobre la vida y la hacienda de los ciudadanos[67]. La nueva legislación social y económica ha conferido a dichos organismos poderes discrecionales cada vez mayores, e instaurado tan sólo, en cambio, remedios circunstanciales notoriamente ineficaces, dificultando la apelación a través de una confusa intervención de comités judiciales. En determinados casos extremos los organismos administrativos en cuestión se hallan facultados para declarar «los principios generales» a cuya luz han de valorarse las expropiaciones[68]; de tal suerte, el poder ejecutivo actúa sin que norma alguna le modere[69]. Sólo últimamente, y como consecuencia de un caso flagrante de despótica actuación por parte de los funcionarios, los persistentes esfuerzos de un hombre rico y lleno de celo público[70] han logrado llamar la atención general sobre tales procesos y extender la inquietud sentida por unos pocos observadores bien informados a círculos cada vez más amplios, con lo que han aparecido las primeras señales de una reacción a la que nos referiremos más tarde.

6. El proceso evolutivo norteamericano

Es más bien sorprendente comprobar que, en muchos aspectos, los procesos evolutivos norteamericanos, en la dirección que acabamos de señalar, hayan ido casi tan lejos. De hecho, en Estados Unidos, las tendencias modernas de la teoría jurídica y las concepciones sobre «el experto funcionario» carente de conocimientos jurídicos han tenido mayor influencia que en Gran Bretaña, y puede decirse que los juristas socialistas ingleses antes aludidos se han inspirado más a menudo en la filosofía del derecho americana que en la inglesa. Las circunstancias que han provocado tal estado de cosas no han sido debidamente estudiadas en Norteamérica y merecen mayor atención.

Los Estados Unidos han sido prácticamente el único país influido por la nueva orientación ideológica procedente del continente europeo y que muy pronto cristalizó en lo que se denominó, con claro significado, «movimiento en pro de la Administración Pública». Esta tendencia desempeñó un papel en cierta manera similar al del movimiento fabiano en Gran Bretaña[71] y al de los «socialistas de cátedra» en Alemania. Pretendían tales grupos, proclamando la necesidad de limpiar la administración, atraer al empresariado y con su apoyo conseguir objetivos típicamente socialistas. Los miembros de este movimiento, generalmente con la simpatía de los «progresistas», lanzaron sus más violentos ataques contra las garantías tradicionales de la libertad individual, o sea, contra el imperio de la ley, las limitaciones constitucionales, el derecho de revisión judicial y el concepto de «leyes fundamentales». Caracterizó a estos «expertos administrativos» su profunda animadversión contra el derecho y la economía, haciendo gala además, en general, de su inconmensurable ignorancia de tales disciplinas[72]. En sus esfuerzos por crear una «ciencia» de la administración, se guiaban por un concepto de los procedimientos «científicos» que podemos calificar de ingenuo, al propio tiempo que no ocultaban su total desprecio a la tradición y su adhesión a los principios que caracterizan al racionalismo extremista. Fueron ellos quienes popularizaron hasta el máximo la idea de que «el amor a la libertad por la libertad misma es una noción que notoriamente carece de sentido. La libertad ha de servir para hacer o disfrutar algo. Cuantos más ciudadanos compren automóviles y gocen de vacaciones más libertad hay»[73].

A sus esfuerzos debióse principalmente el que las concepciones europeas de los poderes administrativos se introdujeran en los Estados Unidos antes que en Inglaterra. Así, ya en 1921, uno de los más distinguidos estudiosos americanos de la jurisprudencia pudo hablar de «una tendencia a escapar de los tribunales y del derecho y a revertir a la justicia sin ley en forma de revitalización del ejecutivo e incluso a la justicia legislativa y a la confianza en los poderes arbitrarios gubernamentales»[74]. Pocos años más tarde, una obra de tipo general sobre derecho administrativo presentó como teoría corriente que «cada funcionario posee una cierta área de jurisdicción que le marca la ley. Dentro de los límites de tal ámbito puede actuar libremente de acuerdo con su personal discreción y los tribunales habrán de respetar sus definitivas resoluciones sin inquirir acerca de su equidad. Ahora bien, si el funcionario en cuestión sobrepasa aquellos límites, el tribunal intervendrá. De esta manera, el derecho de revisión judicial de los actos de los funcionarios se convierte simplemente en una rama de la ley ultra vires. La única cuestión que ha de decidirse ante los tribunales no afecta al poder discrecional de los funcionarios en la esfera de su competencia»[75].

De hecho, la reacción contra la tradición de estricto control de los tribunales, tanto sobre la acción administrativa como sobre la legislativa, se había iniciado antes de la primera guerra mundial. Como aplicación práctica en el campo político de tal ideario, el senador La Follete, en 1924, durante su campaña para la Presidencia de la República, por primera vez llamó especialmente la atención sobre la conveniencia en reprimir el poder de los tribunales[76]. A esta tradición establecida por el senador se debe que en los Estados Unidos, más que en otros lugares, los progresistas hayan llegado a ser los principales partidarios de reforzar el poder discrecional de los órganos de la administración. Al final del periodo que se extiende entre 1930 y 1939, tal propensión de los progresistas americanos había adquirido tanta fuerza, que incluso los socialistas europeos, «cuando por primera vez se enfrentaron con la disputa entre liberales y conservadores americanos a propósito de las cuestiones que plantea la ley y la discrecionalidad administrativas», se manifestaron inclinados, en principio, «a advertirles de los peligros inherentes al aumento de la discrecionalidad administrativa y a prevenirles que ellos (es decir, los socialistas europeos) podrían respaldar la posición de los conservadores americanos»[77]. Ahora bien, pronto modificaron su criterio al apreciar de qué manera la actitud de los progresistas facilitaba, suave e inadvertidamente, el deslizamiento del sistema americano hacia el socialismo.

El conflicto a que hemos aludido más arriba alcanzó su punto culminante durante la época de Roosevelt, si bien no cabe olvidar que las tendencias intelectuales de la década precedente habían preparado adecuadamente el camino. Durante el periodo que se extiende entre los años veinte y los primeros de los treinta se registró una auténtica inundación de literatura antiimperio de la ley, circunstancia que influyó considerablemente en el mencionado proceso. Tan sólo aludiremos aquí a dos ejemplos típicos. Entre quienes impulsaron la gran ofensiva contra la tradición americana del «gobierno de las leyes y no de los hombres» sobresale, por su actividad y eficacia, el profesor Charles G. Haines, puesto que no sólo motejó el ideal tradicional de pura fantasmagoría[78], sino que mantuvo seriamente que «el pueblo americano debería designar a sus gobernantes ateniéndose a la teoría de la confianza en los hombres que se ocupan de los negocios públicos»[79]. Para comprender cuán profundamente este criterio se enfrenta de modo violento con la concepción básica de la Constitución americana, es suficiente recordar las palabras de Jefferson cuando afirmaba que «el gobierno libre se basa en la desconfianza; es esta, y no la confianza, la que engendra constituciones que sujetan a quienes nos vemos en el caso de confiar el poder… Nuestra Constitución, en su consecuencia, nos advierte concretamente cuál es el límite de confianza que no se debe sobrepasar. Cuando se confiere poder político hay que olvidarse de la confianza e impedir que quien lo ostenta actúe dolosamente, sujetándole, al efecto, mediante las cadenas de la Constitución»[80].

La obra del juez Jerome Frank denominada Law and the Modern Mind refleja las tendencias que venimos examinando; cuando se publicó, en 1930, registró un éxito que el lector de hoy no puede comprender fácilmente. Law and the Modern Mind constituye un violento ataque contra la idea de la invariabilidad de la ley, que el autor ridiculiza como si el hombre fuera un niño «que busca la autoridad paterna»[81]. La obra de Frank, pretendiendo ampararse en la teoría psicoanalítica, quiso justificar el desprecio que por las normas tradicionales sentía una generación opuesta a cualquier limitación que pudiera impedir la libre actuación colectiva. Quienes comulgaban con este ideario se convirtieron fácilmente en dóciles instrumentos de la política paternalista del New Deal.

Hacia el final de los años treinta se registró una creciente inquietud derivada del constante desarrollo del nuevo ideario y que condujo a designar un comité de investigación —el U. S. Attorney General’s Committee on Administrative Procedure—, que actuó de forma análoga a como lo había hecho una década antes el Committee on Minister’s Powers creado en Gran Bretaña y aludido más arriba. El comité americano, en el informe que patrocinara la mayoría de sus componentes[82], insistió más que el británico en la inevitabilidad de unos acontecimientos que, por otro lado, reputaba inofensivos. El tono general del informe aludido lo destaca el Presidente Roscoe Pound cuando escribe: «Aunque sin pretenderlo, la mayoría parte del supuesto de que los órganos de la administración han de hallarse investido s de poderes omnímodos, concepto coincidente con el absolutismo que hoy está apoderándose del mundo. Ideas que proclaman el ocaso de la ley; la aparición de una sociedad sin leyes, o, mejor dicho, con una sola ley, la de que en lugar de leyes se aplicarán sólo órdenes administrativas; doctrinas que arguyen que el derecho es una pura entelequia y que la ley constituye simplemente la amenaza de que el Estado puede acudir al empleo de la fuerza; teorías con arreglo a las que las reglas y los principios generales son meras supersticiones y pías aspiraciones; enseñanzas que sostienen que la división de poderes no es otra cosa que una fórmula de pensamiento periclitada, producto de la mentalidad del siglo XVIII; prédicas que arguyen que la doctrina del derecho común en orden a la supremacía de la ley hállase ya anticuada, imperando en cambio una a manera de ley pública que cabría denominar “la ley de la subordinación” por cuanto subordina el interés del individuo al del funcionario y permite a este identificar con el interés público su propio criterio tantas veces como discrepa de aquel; que otorga al punto de vista del funcionario público máximo valor, menospreciando todos los demás aspectos; he aquí, en fin, una teoría que asevera que leyes toda disposición adoptada oficialmente, de tal suerte que cualquier cosa que oficialmente se lleva a cabo se convierte en ley, cuyo mandato queda por encima de la más leve crítica por parte de los jurisperitos. Tal es el marco dentro del cual han —de examinarse las conclusiones de la mayoría que ha autorizado el informe en cuestión»[83].

7. Síntomas del revivir de la ley

Afortunadamente, aparecen en numerosos países claros indicios de haberse iniciado una franca reacción contra el pensamiento elaborado por las dos últimas generaciones. Entre quienes más vehementemente han impulsado la nueva tendencia aparecen aquellos estudiosos que, por haber vivido la experiencia de los regímenes totalitarios, han advertido con mayor agudeza el peligro que encierra no limitar la actuación de los poderes públicos. Incluso entre aquellos teóricos del socialismo que no hace demasiados años calificaban de ridícula la preocupación por el mantenimiento de las habituales medidas protectoras de la libertad individual surgen figuras que opinan todo lo contrario. Pocos han expresado tan claramente este cambio de actitud como Gustav Radbruch, distinguido decano de la filosofía jurídica socialista, quien en una de sus últimas obras aseguró: «Si bien la democracia tiene indudable valor, el Rechtsstaat es como el pan de cada día, el agua que bebemos y el aire que respiramos; y el mayor mérito de la democracia estriba en que sólo ella permite mantener el Rechtsstaat»[84] Resulta, sin embargo, aventurado suponer que la democracia conduce al Estado de Derecho, a la vista de los acontecimientos que el propio Radbruch relata. Más cierto sería afirmar que la democracia sólo si mantiene el imperio de la ley puede pervivir. El notorio progreso que el principio de revisión judicial registró en Alemania después de la guerra y el renacido interés por las teorías de derecho natural que en dicho país se deja también sentir, constituyen claros indicios del fortalecimiento de las mencionadas tendencias[85]. En otros países del continente florecen movimientos similares. En Francia, Ripert ha aportado una contribución significativa con el estudio titulado «La decadencia del derecho», donde, con pleno acierto, concluye que «por encima de todo debemos censurar a los cultivadores de la ciencia jurídica en razón a que durante medio siglo debilitaron la concepción de los derechos individuales, sin darse cuenta de que entregaban tales derechos a la omnipotencia del poder público. Algunos de estos jurisperitos sólo querían presumir de progresistas, mientras otros pensaban que habían redescubierto la doctrina tradicional que el individualismo liberal del siglo XIX había olvidado. Con harta frecuencia ocurre que los estudiosos padecen una miopía que les impide advertir las consecuencias prácticas que otros deducirán de sus desinteresadas doctrinas»[86].

En Gran Bretaña no han faltado tampoco voces similares que anunciaran aquellos peligros[87], y una primera consecuencia de la creciente inquietud ha sido volver a propugnar —lo que ya ha consagrado la legislación— que sean los tribunales ordinarios los que digan la última palabra en las discrepancias que se susciten en el ámbito de la administración. En reciente informe oficial acerca de métodos de apelación distintos de los utilizados ante los tribunales ordinarios aparecen datos que inducen al optimismo[88].

El comité que ha emitido el mencionado informe, no solamente sugiere la manera de eliminar las numerosas anomalías y defectos del actual sistema, sino que reafirma con todo acierto la diferencia básica entre «lo judicial, cuya antítesis es lo administrativo, y la noción de lo que está de acuerdo con el imperio de la ley, cuya antítesis es la arbitrariedad». Asimismo el informe declara: «El imperio de la ley exige que las decisiones se hagan de acuerdo con principios o leyes conocidos. En general, es fácil adivinar cuál sea el alcance de aquellas decisiones, con lo que el ciudadano sabe perfectamente a qué atenerse»[89]. Ahora bien, todavía queda en Inglaterra un «considerable campo de acción administrativa para el que no se ha previsto tribunal especial o sistema de censura»[90] (problemas no abordados en el informe de referencia), ámbito en el que perduran las condiciones insatisfactorias de siempre, continuando, de hecho, el ciudadano todavía a merced de las decisiones arbitrarias de la administración. Si en verdad se desea que el proceso de erosión del imperio de la ley no prosiga, es ineludible que, sin nuevas demoras, se erija un tribunal independiente al que se pueda recurrir en todos estos casos, como se ha propuesto desde distintos sectores[91].

En la esfera internacional, por último, es oportuno no silenciar el esfuerzo que significa el «Acta de Atenas», que el Congreso de la Comisión Internacional de Juristas aprobó en su reunión de junio de 1958 y en la que se reiteró sin reservas la trascendencia del imperio del derecho[92].

Ahora bien, resultaría excesivo afirmar que la vehemente aspiración a infundir nueva vida a una vieja tradición vaya acompañada de un conocimiento exacto de los valores en juego[93] y suponer que las gentes estarán siempre dispuestas a mantener estos principios cuando los mismos dificulten la inmediata consecución de deseados objetivos. Tales principios, que hasta hace poco nos parecían conocimientos vulgares impropios de requerir la atención del estudioso, y que incluso hoy pudieran resultar más obvios para el lego en la materia que para el jurista profesional, han sido tan olvidados, que hemos creído imprescindible detenemos en el examen de sus rasgos característicos y en la narración de su evolución histórica. Tan sólo sobre estas bases podremos acometer, en la parte siguiente de esta obra, el estudio detallado de las diferentes maneras que permiten o no conseguir —en el marco de una sociedad libre— los actuales objetivos de la política social y económica.