CAPÍTULO XV

La política económica y el Estado de Derecho

La Cámara de Representantes… no debe aprobar ley alguna que no sujete a sus mandatos tanto a los propios parlamentarios y sus partidarios como al resto de la gente. Tal proceder fue siempre un poderoso ingrediente para aglutinar al pueblo y legisladores en compacto bloque. Entre unos y otros crea aquella comunión de intereses, afectos y sentimientos de la que pocos gobiernos suministraron ejemplo, pero sin la cual todos los gobernantes degeneran en tiranos.

JAMES MADISON[1]

1. La libertad individual prohíbe recurrir a ciertos métodos

El clásico argumento en favor de que la libertad señoree la vida mercantil descansa sobre el tácito supuesto de que el imperio de la ley ha de regir aquella y cualesquiera otras actividades. Difícilmente nos percataremos del auténtico significado de la oposición que hicieron al «intervencionismo estatal» hombres como Adam Smith o John Stuart Mill si no la examinamos desde el indicado ángulo. La actitud que tales pensadores adoptaron ha sido, a menudo, torpemente interpretada por quienes no se hallaban familiarizados con dicha concepción básica; y la confusión surgió tanto en Inglaterra como en América en cuanto el concepto de Estado de Derecho ya no se dio por supuesto. La libertad en el ámbito mercantil ha significado libertad amparada por la ley, pero no que los poderes públicos se abstengan de actuar. La «interferencia» o «intervención» estatales —que por razones de principios aquellos tratadistas condenaban— tan sólo significaban transgredir la esfera de la acción privada, actividad que precisamente la soberanía de la ley intentaba proteger. Los escritores en cuestión no pretendieron que los poderes públicos hubieran de desentenderse totalmente de los asuntos económicos; afirmaron que existen actuaciones estatales que por principio han de prohibirse, no pudiendo ser justificadas por razones de conveniencia.

Ni Adam Smith ni sus continuadores inmediatos hubieran calificado de interferencia estatal la obligatoriedad de acatar las normas ordinarias de la common law; ni tampoco hubieran aplicado, de manera habitual, dicho calificativo a la modificación de las aludidas normas ni a la adopción por el parlamento de nuevas regulaciones que afectaran a todos los ciudadanos por igual y que se pretendiera aplicar indefinidamente. Aun cuando de una manera explícita quizá nunca lo afirmaran, es lo cierto que, en su opinión, la censurable intromisión del gobernante equivalía a poner en marcha el poder coactivo del Estado con el propósito de conseguir determinadas realizaciones, pero al margen de la regular obligatoriedad de las leyes generales[2]. Lo trascendente, sin embargo, no fue el fin perseguido, sino el método empleado. Es posible que aquellos escritores no hubieran considerado ilegítimo ningún fin tratándose de algo querido por el pueblo; sin embargo, excluyeron, como inadmisible en toda sociedad libre, el método de las órdenes y las prohibiciones específicas. Sólo indirectamente —desposeyendo al gobierno de ciertos medios a cuyo amparo puede alcanzar determinados objetivos— es posible impedir a los políticos la realización de tales actividades.

Se puede imputar a posteriores economistas no poca responsabilidad por el confusionismo imperante en estas materias[3]. También es verdad que hay buenas razones para creer que cuantas inquietudes experimenta el gobernante de intervenir en el ámbito económico son sospechosas y que, sobre todo, existe una fuerte prevención contra la directa participación estatal en la actividad mercantil. Ahora bien, tales razones en absoluto difieren de las generales a favor de la libertad y se apoyan en el hecho de que una buena parte de las medidas que propugna el poder público en este campo son de hecho ineficientes, bien porque se traducen en un fracaso o porque su coste sobrepasa a los beneficios logrados. Ello quiere decir que, en tanto en cuanto tales disposiciones sean compatibles con el Estado de Derecho, no han de rechazarse por principio, sino que deben ser analizadas, en cada caso, a la luz de la conveniencia. La invocación habitual del principio de la no interferencia en la lucha contra las providencias que se consideran dañosas o equivocadas ha conducido a oscurecer la distinción fundamental entre las medidas compatibles con una economía de mercado y las que no lo son. Circunstancia, por otra parte, aprovechada fácilmente por los adversarios del sistema de libre empresa para todavía aumentar la confusión insistiendo en que la deseabilidad o indeseabilidad de determinada providencia jamás puede ser una cuestión de principio y sí de conveniencia.

En otras palabras: más bien que la dimensión de la acción estatal, lo que importa es la dirección que se le imprima. La economía de mercado presupone la adopción de ciertas medidas por el poder público; tal actuación entraña en ciertos aspectos facilitar el funcionamiento de dicho sistema; se puede igualmente tolerar ciertas actividades estatales en tanto no sean incompatibles con el funcionamiento del mercado. Ahora bien, existen una serie de actuaciones contrarias al propio principio sobre el que descansa el sistema y, por lo tanto, deben en absoluto quedar excluidas si en verdad se desea que el mecanismo del mercado funcione. En consecuencia, un gobierno cuya acción comparativamente sea menor, pero proyectada en direcciones equivocadas, provoca un mayor desmantelamiento de las fuerzas de la economía de mercado que otro que, actuando más intensamente en el ámbito mercantil, limita su proceder a facilitar el desenvolvimiento de las fuerzas que espontáneamente actúan en dicha esfera.

La finalidad que persigue este capítulo se centra en el propósito de demostrar cómo el imperio de la ley nos facilita el módulo para distinguir qué medidas son conformes y cuáles disconformes con un sistema de economía libre. Cabe someterlas más tarde a un nuevo examen con arreglo al criterio de si son útiles o nocivas. Muchas, naturalmente, podrán reputarse indeseables o incluso dañosas. Ahora bien, las incompatibilidades con el sistema forzosamente habremos de rechazarlas aun cuando las reputemos eficientes e incluso si las consideramos el medio idóneo para alcanzar algún objetivo apetecible. Más adelante veremos cómo el mantenimiento del Estado de Derecho constituye condición indispensable, aunque por sí sola no bastante, para el adecuado funcionamiento de la economía libre. Ahora bien, lo fundamental estriba en que la acción coactiva del Estado se halle inequívocamente predeterminada por un ordenamiento legal permanente a cuyo amparo pueda el particular planear su actividad con las suficientes seguridades que reduzcan en lo posible la típica incertidumbre de los asuntos humanos.

2. Delimitación de la esfera estatal

Consideremos primeramente la distinción entre medidas de tipo coactivo y aquellas actividades del poder público meramente de servicio en las que la compulsión no interviene o, si lo hace, es tan sólo en razón a que precisan ser financiadas mediante las exacciones fiscales[4]. Desde el momento en que los poderes públicos asumen la misión de prestar servicios que de otra forma no existirían —en razón, casi siempre, a que no sería posible que las ventajas que tales servicios comportan las disfrutaran tan sólo quienes se hallan en condiciones de abonar su importe—, la cuestión se reduce a determinar si los beneficios compensan el costo. De reservarse el Estado en exclusividad el derecho a prestar tales servicios, dejarían, naturalmente, de ser de índole no coactiva. Resulta obvio, en términos generales, que la sociedad libre no sólo presupone que el Estado ha de retener para sí el monopolio de la fuerza, sino que ese monopolio debe contraerse exclusivamente al empleo de la fuerza, procediendo en todos los demás aspectos como cualquier otra persona. Numerosas actividades en la esfera aludida emprendidas por los poderes públicos en todos los países y que quedan sujetas a las limitaciones señaladas pertenecen a esa categoría que facilita la adquisición de conocimientos ciertos acerca de hechos de interés general[5]. La más importante función, dentro de tal orden de actividades, es el mantenimiento de un sistema monetario eficiente y seguro. Otras funciones de una significación escasamente menor son el establecimiento de pesas y medidas, el suministro de información en materia catastral, los registros de la propiedad, las estadísticas, etc., y la financiación y también la organización de cierto grado de instrucción pública.

Todas esas actividades de los poderes públicos forman parte de su esfuerzo para facilitar un marco favorable a las decisiones individuales, puesto que proporcionan medios que los particulares pueden utilizar para sus propios propósitos. Muchos otros servicios de tipo más materia caen dentro de la misma categoría. Aunque el gobierno no debe utilizar su poder de coacción para reservarse actividades que nada tienen que ver con el mantenimiento del imperio de la ley, no se viola el principio si las lleva a cabo en los mismos términos que los ciudadanos. Si en lo que respecta a la mayoría de los campos no concurren sólidas razones para que actúe así, existen otras esferas donde la deseabilidad de la acción gubernamental sería difícilmente discutible.

A esta última clase pertenecen aquellos servicios francamente apetecibles que las empresas privadas no proporcionarían por resultar difícil o imposible obtener el correspondiente precio de los usuarios. De esta condición son la mayor parte de los servicios de sanidad e higiene; frecuentemente, la construcción y conservación de carreteras y muchas de las facilidades proporcionadas por los municipios a los habitantes de las ciudades. También se puede incluir las actividades que Adam Smith describió como «trabajos públicos que, aunque resulten ventajosos hasta el máximo grado en una gran sociedad, son, sin embargo, de tal naturaleza que ningún individuo o pequeño grupo de individuos lograría que los gastos fueran compensados por los ingresos»[6]. Existen muchas otras actividades que el Estado puede legítimamente emprender con vistas quizá a mantener el secreto de sus preparativos militares o a alimentar el progreso del saber humano en ciertos sectores[7]. Ahora bien, aunque los poderes públicos se hallen inicialmente mejor cualificados para tomar la delantera en tales esferas, ello no implica que sea así siempre ni que deba asumir la responsabilidad exclusiva. En la mayoría de los casos, por lo demás, es completamente innecesario que los gobernantes se arroguen la efectiva administración de tales actividades. Dichos servicios, por lo general, quedarán mejor atendidos si los poderes públicos se limitan a soportar total o parcialmente su costo encomendando su gestión a entidades privadas que hasta cierto punto compitan entre sí.

La desconfianza con que se mira la manera como son administradas todas las empresas estatales se halla sobradamente justificada. Es muy difícil asegurar que tales entidades serán gobernadas como lo son las privadas: solamente cuando tal condición se cumpla, la estatificación, en principio, puede dejar de ser discutida. En el momento en que el gobernante utiliza cualquiera de sus poderes coactivos, y particularmente las exacciones fiscales, con vistas a ayudar a las empresas públicas, la estatificación se convierte en un auténtico monopolio. Para neutralizado sería necesario que todas las ventajas especiales, incluidos los subsidios a las empresas públicas, fueran también otorgadas a las entidades privadas en competencia. Es ocioso subrayar cuán difícil resulta a la administración satisfacer las condiciones mencionadas y cómo, por tanto, la general malevolencia contra las empresas estatificadas resulta considerablemente incrementada. Pero todo ello no quiere decir que en una economía libre no pueda operar tal tipo de empresas. Habrían de mantenerse dentro de límites estrechos, puesto que someter al control directo del poder público un sector excesivamente extenso de la actividad mercantil puede significar un peligro real para la libertad. Ahora bien, no nos oponemos en este lugar a la socialización de empresas, sino al monopolio estatal.

3. Ámbito de la actuación administrativa

El sistema de libertad no excluye en principio aquellas regulaciones de la vida mercantil encuadradas en normas generales y que especifiquen las condiciones a que hayan de sujetarse cuantos ejerzan determinadas actividades. Aludimos en especial a las ordenaciones relativas a las técnicas de producción. Prescindimos de si tales normas son las atinentes, lo que probablemente ocurrirá tan sólo en casos excepcionales. Las disposiciones mencionadas siempre dificultan los necesarios ensayos y experimentos, con lo que obstruyen las vías que conducen a útiles progresos. Por lo general, encarecen la producción o, lo que es igual, reducen la productividad total. Ahora bien, se puede especular muy poco acerca de si hay que menospreciar aquellos efectos o si, por el contrario, merece la pena soportar cierto costo a cambio del logro de determinado objetivo[8]. Los economistas desconfían de tales actividades, pues están convencidos de que, por lo general, los costos serán minimizados, existiendo un grave inconveniente además, cual es el obstaculizar el progreso. Si, por ejemplo, la producción y venta de cerillas fabricadas a base de fósforo se prohíbe con carácter general por razones sanitarias o su empleo sólo se autoriza bajo ciertos presupuestos, o si el trabajo nocturno se prohíbe también con carácter de generalidad, la oportunidad de tales medidas ha de ser apreciada comparando el costo con la ganancia; pero no puede llegarse a una conclusión definitiva mediante la invocación de principios generales. Lo propio ocurre con la mayoría de las regulaciones introducidas en el vasto campo que se designa bajo el nombre de «legislación industrial».

En la actualidad se sostiene con frecuencia que las mencionadas tareas y otras similares, generalmente consideradas como funciones propias del Estado, no podrían llevarse a cabo adecuadamente si las autoridades administrativas no contaran con amplias facultades discrecionales y la coacción estuviese limitada por el Estado de Derecho. Este temor hállase poco fundado. Si la ley no puede enumerar siempre las medidas concretas que las autoridades han de adoptar en una situación determinada, sí que es posible un encuadramiento que facilite a un tribunal imparcial la decisión sobre si las disposiciones adoptadas son idóneas para lograr los objetivos perseguidos. Aunque la variedad de circunstancias que han de considerar las autoridades no puede preverse, la manera de actuar, una vez que surja una determinada situación, es predecible en un alto grado. La destrucción del rebaño de un ganadero a fin de evitar se propague una enfermedad contagiosa, la demolición de casas para contener un incendio, la prohibición de utilizar un pozo infeccioso, la exigencia de medidas protectoras en el transporte de energía por cables de alta tensión o la obligatoriedad de acatar regulaciones de seguridad en materia de construcción; todo ello, sin duda, exige que las autoridades se hallen investidas de ciertas facultades discrecionales al aplicar reglas de carácter general. Ahora bien, no es preciso que tal facultad deje de quedar limitada por las normas generales o sea de tal naturaleza que no pueda quedar sometida a revisión judicial.

Estamos tan acostumbrados a que se haga referencia a las aludidas disposiciones poniendo en evidencia la necesidad de conferir poderes discrecionales, que casi no sorprende que, en época tan reciente como treinta años atrás, un eminente estudioso del derecho administrativo pudiera todavía señalar que «los estatutos referentes a la sanidad y a la seguridad, hablando en términos generales, no son en absoluto propios para el uso del poder discrecional, sino todo lo contrario. En la mayoría de esas legislaciones, tales poderes están visiblemente ausentes… Así, la legislación industrial inglesa considera posible el confiar prácticamente en reglas generales (aunque enmarcadas en gran medida por una ordenación administrativa)… Muchas reglamentaciones en materia de edificación se encuadran dentro de un mínimo de discreción administrativa, a la vez que se limitan a requisitos capaces de normalización. En todos estos casos, las consideraciones de flexibilidad ceden en favor de una mayor valoración de la certeza del derecho privado, sin ningún aparente sacrificio del interés público»[9].

En los ejemplos mencionados, las decisiones derivan de reglas generales y no de referencias particulares que guíen a la autoridad en ese instante, ni del criterio que mantengan sobre la forma de tratar a determinadas personas. La fuerza del Estado debe perseguir objetivos generales y permanentes, nunca fines particulares. No ha de distinguirse entre unos y otros súbditos. La discrecionalidad de las autoridades es limitada por cuanto el funcionario debe ejercerla a tenor del espíritu de la norma general. La humana imperfección hace que en esta materia siempre se adolezca de cierta ambigüedad. Pero lo fundamental es aplicar una norma, lo que se logra cuando un juez independiente —ajeno por completo a los deseos o valoraciones del gobierno o de una transitoria mayoría— puede fallar no sólo si la autoridad era incompetente, sino también si procedía la promulgación de tal ley.

Lo que aquí se ventila nada tiene que ver con la cuestión de si las ordenaciones que justifican el actuar de los poderes públicos son uniformes para todo el país o si fueron establecidas por una asamblea elegida democráticamente. Hay una evidente necesidad de que ciertas regulaciones sean aprobadas mediante ordenanzas locales, e incluso muchas de ellas, como los reglamentos en materia de edificación, tienen que ser producto de decisiones mayoritarias, solamente en cuanto a la forma, nunca en cuanto a la sustancia. La cuestión decisiva se refiere una vez más a los límites de los poderes conferidos y no al origen de tales poderes. Las regulaciones que establezca la propia autoridad administrativa, debidamente publicadas con anterioridad y a las que tal autoridad ha de sujetarse estrictamente, se conformarán más con el imperio de la ley que los vagos poderes discrecionales conferidos a los órganos administrativos por la acción legislativa.

Aunque en el campo de la conveniencia administrativa se ha alegado que tales límites estrictos deberían ampliarse, no se trata de un requisito necesario para el logro de los objetivos que venimos contemplando. Las consideraciones de eficiencia administrativa comenzaron a pesar más que el principio del imperio de la ley únicamente cuando tal principio se desconoció en gracia a otros objetivos.

4. Medidas excluidas por razones de principio

Debemos fijar nuestra atención en las clases de medidas de gobierno que el Estado de Derecho excluye por razones de principio al no derivar su obligatoriedad del cumplimiento de las normas generales y entrañar discriminaciones arbitrarias. Entre ellas destacan las decisiones sobre permisibilidad de prestación de distintos servicios o suministro de determinados artículos e incluso el precio y la cantidad de estos últimos. En otras palabras: se trata de medidas ideadas para controlar el acceso a diferentes tráficos y ocupaciones, las condiciones de venta y las cantidades que han de ser producidas o vendidas.

En lo que respecta a las ocupaciones regidas por el sistema del numerus clausus, el régimen de derecho no excluye necesariamente la posible conveniencia de que en ciertos casos obtengan el permiso de ejercicio únicamente aquellos que estén en posesión de ciertas calificaciones. La restricción de la coacción presupuesta para el cumplimiento de las normas generales requiere, sin embargo, que cualquiera que se halle en posesión de tales calificaciones obtenga la autorización; que su concesión dependa solamente de que la persona satisfaga las condiciones establecidas como norma general, sin que se deba a circunstancias particulares (tales como «necesidades locales»), determinadas a su arbitrio por la autoridad que concede la licencia. Incluso cabría la posibilidad de eliminar tales controles, en la mayoría de los casos, impidiendo que los ciudadanos pretendiesen calificaciones que no poseen; esto es, aplicando los preceptos generales contra el fraude y el engaño. A este respecto, la protección deducida de ciertos nombramientos o títulos que expresan tales calificaciones pudiera muy bien resultar suficiente. (De ningún modo puede afirmarse que, incluso tratándose de la profesión médica, el requisito de la licencia para practicar sea preferible a lo que proponemos). No obstante, en algunos casos, tales como el comercio de sustancias venenosas o de armas de fuego, es deseable e indiscutible que solamente se permita el ejercicio de la actividad a personas que satisfagan ciertos requisitos morales e intelectuales. Siempre que toda persona poseedora de las necesarias calificaciones tenga el derecho de ejercer su profesión y, si necesario fuera, pueda lograr que su pretensión sea examinada y apoyada por un tribunal independiente, el principio básico del imperio de la ley queda satisfecho[10].

Existen numerosas razones para afirmar que la intervención estatal de los precios es inconciliable con el funcionamiento del sistema de libertad, tanto si aquellos son realmente fijados por el poder público como si resultan de reglas preestablecidas. En primer lugar, es imposible señalar precios de acuerdo con reglas a largo plazo que efectivamente sirvan de guía a la producción. Los precios apropiados dependen de circunstancias que están constantemente cambiando y deben ajustarse continuamente a ellas. Por otra parte, los precios que no se fijan directamente, sino mediante determinadas reglas —por ejemplo, cuando se dice que han de mantener una cierta relación con el costo—, nunca son los mismos para todos los vendedores y, por tanto, impiden el funcionamiento del mercado. Una consideración todavía más importante es que, con precios distintos de los que se formarían en un mercado libre, la demanda y la oferta no son iguales, y si el control de precios ha de ser efectivo, tiene que hallarse algún método para decidir a quién se le permite comprar o vender. El método en cuestión necesariamente habrá de servirse de la discrecionalidad y consistirá en decisiones ad hoc que discriminarán entre personas, apoyándose en fundamentos esencialmente arbitrarios. Como la experiencia ha confirmado ampliamente, los controles de precios resultan efectivos únicamente cuando son cuantitativos, cuando consisten en decisiones de la autoridad sobre el grado en que personas o firmas determinadas están autorizadas para comprar o vender. El ejercicio de todos los controles de cantidad es obligadamente discrecional; no se determina mediante reglas, sino a través de un juicio de la autoridad que hace referencia a la importancia relativa de fines específicos.

No suponemos que los intereses económicos afectados por tales medidas sean de importancia superior, por lo que consideramos obligado excluir de todo sistema en verdad libre el control de precios y de cuantías; tal exigencia deriva de que dichos controles jamás pueden manejarse con arreglo a normas preestablecidas, siendo, por el contrario, de índole discrecional y arbitraria. Dichas facultades implican permitir al gobernante decida por sí y ante sí qué deba producirse, por quién y para quién.

5. El contenido del derecho privado

Estrictamente hablando, existen, por tanto, dos razones por las que todos los controles de precios y cantidades son incompatibles con un sistema de libertad: la primera, que todos ellos son arbitrarios, y la segunda, que resulta imposible ejercerlos de una manera tal que permita el adecuado funcionamiento del mercado. El sistema de libertad puede adaptarse a casi todas las realidades del momento e incluso a casi todas las prohibiciones o regulaciones generales, siempre y cuando el propio mecanismo de ajuste se mantenga en funcionamiento. Y he aquí que las variaciones de precios son las que principalmente acarrean los necesarios ajustes. Esto significa que por el hecho de que el mecanismo de ajuste funcione correctamente no es suficiente que las reglas jurídicas bajo las cuales opera sean generales, sino que lo ordenado por estas permita un funcionamiento del mercado tolerablemente bueno. Los razonamientos a favor de un sistema libre no estriban en que el conjunto funcionará satisfactoriamente siempre que la coacción esté limitada por reglas generales, sino en que dentro del sistema esas reglas tengan una conformación tal que facilite su funcionamiento. Para que en el mercado haya un eficiente ajuste de las diferentes actividades, es menester contar con ciertos requerimientos mínimos. Los más importantes entre estos últimos, como ya hemos visto, son la prevención de la violencia y el fraude, la protección de la propiedad, la obligatoriedad de ejecución de los contratos y el reconocimiento de iguales derechos a todos los individuos para producir las cantidades de mercancías que quieran y venderlas a los precios que deseen. Si no se satisfacen tales condiciones, el gobierno tendrá que lograr mediante órdenes directas lo que las decisiones individuales, guiadas por el movimiento de los precios, obtienen.

La relación entre el carácter del orden legal y el funcionamiento del sistema de mercado ha sido objeto de pocos estudios; la mayoría del trabajo en este campo ha sido realizado por hombres que mantenían una postura crítica respecto al sistema competitivo[11] y no por sus partidarios. Estos, por lo general, se han contentado con estipular el mínimo de requisitos para el funcionamiento del mercado, requisitos que acabamos de mencionar. Una declaración general que verse sobre tales condiciones sugiere casi tantos interrogantes como respuestas suministra. El grado de bondad en el funcionamiento del mercado dependerá del carácter de las reglas concretas. La decisión de apoyarse en los contratos voluntarios como instrumentos principales para organizar las relaciones entre individuos no determina cuál debiera ser el contenido específico del derecho contractual, como el reconocimiento del derecho de propiedad privada tampoco determina cuál ha de ser el contenido exacto de este derecho para que el mecanismo del mercado funcione tan efectiva y beneficiosamente como sea posible. Aunque el principio de la propiedad privada sugiere, comparativamente, pocos problemas en lo que respecta a los bienes muebles, cuando se refiere a la propiedad de bienes raíces es el origen de dificultades extremas. Las consecuencias que la utilización de una parcela de tierra tiene a menudo para los terrenos colindantes hacen indeseable que el propietario asuma un poder ilimitado para usar o abusar de lo suyo a su gusto y sazón.

Ahora bien, aunque deploremos que en general los economistas hayan contribuido poco al esclarecimiento de estos problemas, no faltan razones que justifican su actitud. La especulación general sobre las características de un orden social apenas si da origen a algo más que declaraciones de principios igualmente generales a que debe ajustarse el orden legal. La aplicación en detalle de esos principios generales ha de dejarse, sobre todo, a la experiencia y a la evolución gradual. Presupone el preocuparse de casos concretos, misión más propia del jurisperito que del economista. La tarea de enmendar gradualmente nuestro sistema legal con el fin de que conduzca mejor al suave funcionamiento de la competencia es un proceso tan lento que, a fin de cuentas, quizá sea la causa de que haya tenido tan poco interés para aquellos que buscan una salida a su imaginación creadora y se muestran impacientes por construir las matrices de ulteriores desarrollos.

6. La política económica y el Estado de Derecho

Hay todavía otro punto que debemos analizar con mayor cuidado. Desde los tiempos de Herbert Spencer[12] ha llegado a ser habitual discutir muchos aspectos de nuestro problema bajo el encabezamiento de «libertad de contratación» e incluso durante cierto tiempo tal punto de vista jugó un papel importante en la jurisdicción americana[13]. En cierto sentido, la libertad de contratación es parte importante de la libertad individual; sin embargo, la frase también da origen a concepciones erróneas. En primer lugar, la cuestión no consiste en saber qué contratos individuales se permitirán, sino más bien cuáles son los contratos que el Estado obligará a cumplir. Ningún Estado moderno ha pretendido exigir el cumplimiento de todos los convenios, ni siquiera es deseable que esto ocurra. Los convenios con propósitos criminales o inmorales, los contratos de juego, los pactos sobre restricciones comerciales, los que entrañan la prestación de servicios de por vida o incluso algunos convenios para actuaciones específicas carecen de obligatoriedad,

La libertad de contratación, como la libertad en los restantes campos, significa que la permisibilidad de un acto particular depende únicamente de normas generales y no de aprobación específica por una autoridad. La libertad de contratar significa que la voluntad y obligatoriedad de un pacto ha de depender únicamente de esas normas conocidas, generales, iguales, por los que todos los restantes derechos que la ley ampara se hallan determinados, y no de la aprobación del particular contenido del convenio establecido por una agencia del gobierno. Esto no excluye la posibilidad de leyes que reconozcan únicamente los contratos que satisfagan ciertas condiciones generales o el establecimiento de reglas habituales para su interpretación que venga a suplementar las cláusulas explícitamente pactadas. La existencia de tales fórmulas reconocidas de contratación, que en tanto no se hayan estipulado términos en contrario se presupone que forman parte del acuerdo, facilita grandemente los tratos privados.

Una cuestión mucho más difícil de dilucidar es si la ley debería proveer en materia de obligaciones que se deducen de un contrato y son contrarias a las intenciones de ambas partes, como por ejemplo, en el caso de responsabilidad por accidentes del trabajo, independientemente de la existencia de negligencia. Sin embargo, incluso en dicho caso nos enfrentaremos con una cuestión más bien de conveniencia que de principio. La obligatoriedad de los contratos es un instrumento que nos proporciona la ley, quedando para esta determinar los efectos derivados de la conclusión de cualquier pacto. Mientras tales consecuencias puedan ser predecibles de acuerdo con una norma de carácter general y el individuo tenga libertad de utilizar para sus personales propósitos los tipos de contrato de que dispone dentro del ordenamiento jurídico, las condiciones esenciales del imperio de la ley quedan satisfechas.

7. Imperio de la ley y justicia distributiva

El alcance y variedad de la acción estatal, reconciliable en principio con el sistema de libertad, es, por tanto, considerable. La vieja fórmula del laissez faire o de no intervención no nos suministra criterio adecuado para distinguir entre lo que es admisible en un sistema libre y lo que no lo es. Hay un amplio campo para la experimentación y la mejoría dentro de este marco legal permanente que posibilita el funcionamiento de la sociedad libre dentro de la máxima eficiencia. En ningún caso podemos estar seguros de haber hallado ya las mejores soluciones e instituciones que permiten un funcionamiento tan beneficioso como sea posible de la economía de mercado. Verdad es que, una vez que se han establecido las condiciones esenciales del sistema de libertad, las mejorías institucionales posteriores han de ser, forzosamente, lentas y graduales. Ahora bien, el continuo acrecentamiento de la riqueza y progreso del conocimiento técnico que tal sistema hace posible sugerirá de modo constante nuevas maneras de rendir servicios a los ciudadanos por parte del Estado y de sacar a la luz posibilidades dentro del nivel de lo practicable.

Así pues, ¿por qué ha existido una presión tan persistente para desembarazarse de las limitaciones impuestas a los poderes públicos precisamente con vistas a la protección de la libertad individual? Si en el Estado de Derecho hay tantas posibilidades de mejoría, ¿por qué los reformadores se han esforzado constantemente en debilitarlo y minarlo? La respuesta es que durante las últimas generaciones han surgido algunos nuevos objetivos políticos que ciertamente no pueden lograrse dentro de los límites del imperio de la ley. Un Estado al que está vedado acudir a la compulsión —salvo cuando se trata de exigir el acatamiento de las normas generales— carece de poder para lograr objetivos que requieren medios distintos de los otorgados de un modo expreso, y concretamente no le es dable señalar la posición material a disfrutar por determinados individuos, ni obligar al cumplimiento de la justicia distributiva o «social». Con vistas a lograr tales fines se ha visto en el caso de acudir a ciertos métodos que, dada la ambigüedad de la palabra planificación, mejor se describen empleando el vocablo francés dirigisme; es decir, aquella política que señala qué medios hay que utilizar para alcanzar determinados fines.

He aquí precisamente lo que un gobernante que ve limitado su actuar por normas legales preestablecidas no puede en modo alguno llevar a cabo. Cuando se considera misión de los poderes públicos fijar las condiciones de vida de determinados sectores de población, es ineludible que al propio tiempo se señale la dirección que debe imprimirse a los esfuerzos individuales. Parece innecesario reiterar ahora las razones que evidencian cómo si el jerarca trata igualmente a diferentes individuos, los resultados serán desiguales, o si permite que los ciudadanos utilicen con arreglo a su albedrío sus capacidades y los medios de que disponen, las consecuencias serán impredecibles. Las restricciones que el imperio de la ley impone a quienes ejercen autoridad excluyen, por tanto, cualquier medida tendente a asegurar que las gentes sean recompensadas de acuerdo con el concepto que otro tenga del mérito, en vez de premiarles con arreglo al valor que asignen a los servicios prestados el resto de los conciudadanos; o, lo que es lo mismo el Estado de Derecho hace, en realidad, imposible alcanzar la justicia distributiva en tanto que opuesta a la conmutativa. La justicia distributiva exige que la totalidad de los recursos queden sometidos a las decisiones de una autoridad central; requiere que se ordene a las gentes lo que han de hacer y se les señale las metas a alcanzar. Donde la justicia distributiva constituye un objetivo exclusivo no es posible inferir de normas generales lo que deben hacer los individuos; por el contrario, las decisiones a adoptar responden a los conocimientos y objetivos gratos a la autoridad planificadora. Como dijimos anteriormente, cuando la comunidad decide lo que un sector de la sociedad debe recibir, es necesario que sea la propia autoridad la que fije lo que los individuos han de realizar.

Este conflicto entre el ideal de libertad y la aspiración de «corregir» la distribución de las rentas con el fin de hacerla más «justa» no aparece, por lo general, constatado con claridad. Ahora bien, en la vida real acontece que cuantos ansían ver implantada la justicia distributiva han de enfrentarse con los obstáculos que el imperio de la ley forzosamente ha de oponer; tal circunstancia les induce a dar un mayor impulso a toda acción discriminatoria y a otorgar facultades discrecionales a los funcionarios, medidas que concuerdan de modo perfecto con la finalidad por ellos perseguida. Como, por lo general, se hallan lejos de percatarse de que sus objetivos y el Estado de Derecho son, por su propia naturaleza, incompatibles, inicialmente se ven obligados a no tomar en consideración o a soslayar la circunstancia de que en los casos concretos sea menospreciado un ideal que a menudo desean ver mantenido con carácter general. Es obvio que el resultado final al que inexorablemente conducen los esfuerzos de quienes así piensan implica la desaparición del mecanismo del mercado y su sustitución por un sistema totalmente distinto: la economía dirigida.

No es cierto que el orden de planificación centralizada sea más eficiente que el mercado inadulterado, pero sí lo es, en cambio, que únicamente el sistema planificador puede intentar la implantación de un mecanismo que asegure que la gente ha de recibir aquello que, desde un punto de vista moral, piensa un tercero que merecen. En el ámbito que el Estado de Derecho tiene preestablecido se puede hacer muchísimo para conseguir que el mercado funcione del modo más suave y efectivo; pero, en cambio, dentro de sus límites, lo que hoy se considera justicia distributiva no puede lograrse jamás. Es obligado que más adelante examinemos la realidad que ofrecen algunos de los más importantes sectores de la política contemporánea, como consecuencia del ansia de ver implantada la justicia distributiva. Antes, sin embargo, debemos estudiar los movimientos intelectuales que tan eficazmente han contribuido, durante las últimas dos o tres generaciones, al desprestigio del imperio de la ley, debilitando seriamente —con el descrédito de tal ideal— las fuerzas que se oponen a la reinstauración de los gobiernos tiránicos.