CAPÍTULO XIV

Las garantías de la libertad individual

Con el tiempo, por esta pequeña brecha podría escapar la libertad del individuo.

JOHN SELDON[1]

1. El imperio de la ley

Ha llegado el momento de intentar tejer los distintos hilos históricos y definir sistemáticamente las condiciones esenciales de la libertad bajo la ley. La humanidad ha aprendido mediante largas y penosas experiencias que la ley de la libertad debe poseer ciertos atributos[2]. ¿Cuáles son estos?

En primer lugar, subrayaremos que, puesto que el Estado de Derecho significa que el gobierno no debe ejercer nunca coacción sobre el individuo excepto para hacer cumplir una ley conocida[3], ello constituye una limitación de los poderes de todos los gobiernos, sin excluir los de las asambleas legislativas. Se trata de una doctrina referente a lo que la ley debe ser y que afecta a los atributos generales que han de poseer las leyes particulares y tiene importancia porque, hoy en día, el concepto del Estado de Derecho se confunde a veces con el requisito de la mera legalidad en todos los actos de gobierno. El imperio de la ley presupone, desde luego, completa legalidad, pero sin que ello sea suficiente. Si una ley concede al gobierno poder ilimitado para actuar a su gusto y capricho, todas sus acciones serán legales, pero no encajarán ciertamente dentro del Estado de Derecho. El Estado de Derecho, por tanto, es también más que el constitucionalismo y requiere que todas las leyes se conformen con ciertos principios.

De la circunstancia de que el imperio de la ley implique una limitación sobre toda la legislación se deduce que dicho imperio, por sí mismo, no constituye ley en igual sentido que lo son las leyes promulgadas por el legislador. Las previsiones constitucionales pueden hacer que las infracciones del Estado de Derecho sean más difíciles y puedan ayudar a impedir violaciones inadvertidas por la rutina legislativa[4]; sin embargo, el legislador último no puede nunca limitar sus propios poderes mediante ley, debido a que siempre puede derogar cualquier ley que haya promulgado[5]. El imperio de la ley, por tanto, no es una regla legal, sino una regla referente a lo que la ley debe ser, una doctrina metalegal o un ideal político[6]. El imperio de la ley será efectivo sólo en tanto en cuanto el legislador se sienta ligado por él. En una democracia esto significa que el Estado de Derecho no prevalecerá a menos que la moral tradicional de la comunidad esté constituida por un ideal común e incuestionablemente aceptado por la mayoría[7].

Lo que acabamos de señalar hace especialmente ominoso el persistente ataque al principio del Estado de Derecho. El peligro se agranda aún más porque muchas de las aplicaciones del Estado de Derecho son asimismo ideales a los que nos aproximamos, pero que nunca podemos realizar por completo. Si el ideal del imperio de la ley constituye elemento firme de la opinión pública, la legislación y la jurisdicción tenderán a aproximarse más y más íntimamente a él. Ahora bien, si dicho ideal se presenta como impracticable e incluso indeseable y los ciudadanos dejan de esforzarse en verlo implantado, rápidamente desaparecerá y tal sociedad caerá velozmente en un estado de arbitraria tiranía. No otra cosa ha ocurrido en todo el mundo occidental durante las dos o tres generaciones últimas.

Es también importante recordar que el Estado de Derecho frena al gobierno tan sólo en sus actividades coactivas[8], actividades que nunca deben ser las únicas funciones de los poderes públicos. Incluso para hacer cumplir la ley, el gobierno requiere un aparato de recursos personales y materiales que debe administrar y existen campos enteros de actividades propias del Estado, como, por ejemplo, en el ámbito de la política exterior, donde normalmente el problema de la compulsión sobre los ciudadanos no se registra. En su momento volveremos sobre esta distinción entre actividades coactivas y no coactivas del gobierno. Por ahora, lo más importante es lo que se refiere a la relación del Estado de Derecho con las funciones coercitivas.

El principal medio de coacción a disposición del poder público es el castigo. Bajo el imperio de la ley, le es lícito, mediante los métodos punitivos, invadir la esfera privada que protege a determinada persona, si esta ha quebrantado una regla general promulgada debidamente. El principio nullum crimen nulla poena sine lege[9] es, por tanto, la consecuencia más importante del Estado de Derecho. Ahora bien, por mucho que, a primera vista, la anterior declaración pueda parecer clara y definida, origina una legión de dificultades si preguntamos lo que exactamente se entiende por «ley». Ciertamente que no se satisfaría el principio si la ley dijera meramente que quienquiera que desobedeciese las órdenes de alguna autoridad sería castigado de una manera específica. Incluso en los países más libres, la ley, a menudo, provee a tales actos de coacción. Probablemente no existe ningún país en que una persona, en determinadas ocasiones —por ejemplo, cuando desobedece a un policía—, no esté sujeta a castigo por «actos realizados en perjuicio público» o por «perturbar el orden público» o «por resistencia a los agentes de la autoridad». Por tanto, no llegaremos a entender por completo ni siquiera este aspecto crucial de la doctrina, sin detenernos a analizar el conjunto de principios que, reunidos, hacen posible el imperio de la ley.

2. Requisitos de la auténtica ley

Hemos visto anteriormente que el ideal del Estado de Derecho presupone una concepción muy definida de lo que se entiende por ley y que no todos los actos que emanan de la autoridad legislativa son leyes en tal sentido[10]. En la práctica corriente, todo lo que promulga de manera apropiada la autoridad legislativa se denomina ley. Ahora bien, en el sentido formal de la palabra[11], tan sólo una pequeña proporción de las leyes existentes es sustantiva (o «material») y regula las relaciones entre personas privadas o entre tales personas y el Estado. La gran mayoría de las denominadas leyes son más bien instrucciones que proceden del Estado y se dirigen a sus funcionarios determinando la forma en que dichos servidores han de regir el aparato del gobierno y los medios que se hallan a su disposición. Hoy en día, en todas partes, la tarea de administrar el uso de dichos medios y de establecer las reglas que el ciudadano debe observar competen a la propia legislatura. Tal sistema de negocios públicos, aunque sea el establecido, no tiene por qué ser el necesario. No podemos dejar de preguntamos si sería deseable impedir que los dos tipos de decisiones se confundieran[12], confiando la tarea de establecer reglas generales y la de dar órdenes tanto a la Administración como a organismos representativos distintos y sometiendo sus decisiones a una revisión judicial independiente de forma tal que nadie pudiera traspasar los debidos límites. Aunque deseemos que ambas clases de decisiones estén sujetas a control democrático, ello no significa que este último pertenezca a la misma asamblea[13].

Los sistemas actuales contribuyen a oscurecer el hecho de que, aunque el gobierno tenga que administrar los medios puestos a su alcance (incluyendo los servicios de todos aquellos contratados para nevar a cabo sus instrucciones), ello no significa que deba administrar de manera similar los esfuerzos de los ciudadanos privados. Lo que distingue a una sociedad libre de otra carente de libertad es que en la primera el individuo tiene una esfera de acción privada claramente reconocida y diferente de la esfera pública; que asimismo, no puede recibir cualesquiera clase de órdenes, y que solamente puede esperarse de él que obedezca las reglas que son igualmente aplicables a todos los ciudadanos. De lo que el hombre libre puede presumir es de que, mientras se mantenga dentro de los límites fijados por las leyes, no tiene necesidad de solicitar permiso de nadie ni de obedecer orden alguna. Dudo que ninguno de nosotros pueda pretender esto en la actualidad.

Las normas generales y abstractas que constituyen las leyes en sentido sustantivo son, esencialmente, como hemos visto, medidas a largo plazo referentes a casos todavía desconocidos y carentes de referencias a personas, lugares u objetos particulares. Tales leyes deben aludir a efectos venideros y no tener jamás carácter retroactivo. Se trata de un principio casi universalmente aceptado, pero no siempre llevado a la práctica y constituye un buen ejemplo de esas reglas metalegales que deben observarse para que el Estado de Derecho sea efectivo.

3. Las garantías de la libertad individual

El segundo atributo principal requerido por las verdaderas leyes es que sean conocidas y ciertas[14]. Difícilmente puede exagerarse la importancia que la certeza de la ley tiene para el funcionamiento suave y eficiente de la sociedad libre. Probablemente, no existe otro factor que haya contribuido más a la prosperidad de Occidente que el prevalecimiento de la certeza de la ley[15]. Nada altera el que la completa certeza de la ley sea un ideal al que tratemos de acercarnos aunque nunca lo logremos perfectamente. Está de moda conceder escasa importancia al alcance logrado de hecho por tal certeza y hay razones comprensibles por las que los jurisperitos, preocupados principalmente por la materia procesal, se muestran poco propicios a aceptar tal atributo. Normalmente, tales profesionales se ocupan de casos cuyos resultados son inciertos. Ahora bien, el grado de certeza de la ley debe ser enjuiciado tomando en consideración las disputas que no acaban en litigios, puesto que los resultados son prácticamente ciertos tan pronto como se examina la postura legal. Son los casos que nunca se ventilan ante los tribunales, y no los que estos últimos resuelven, los que dan la medida de la certeza de la ley. La tendencia moderna a exagerar la falta de certeza forma parte de la campaña contra el imperio de la ley, que examinaremos más adelante[16].

El punto esencial es la posibilidad de predecir las decisiones de los tribunales y no que todas las reglas que las determinan se puedan manifestar mediante palabras. Reiterar que las acciones de los tribunales estén de acuerdo con reglas preexistentes, no es insistir en que todas esas reglas sean explícitas; en que hayan sido escritas de antemano utilizando tales o cuales palabras. Hacer hincapié en esto último supondría ciertamente luchar por un ideal inalcanzable. Hay «reglas» a las que nunca puede darse una forma explícita. Muchas de esas reglas se reconocerán solamente porque conducen a decisiones coherentes y predecibles, y lo serán por aquellos a quienes sirvan de guía, todo lo más como manifestaciones del «sentido de justicia»[17]. Psicológicamente, el razonamiento legal no consiste en silogismos explícitos y las premisas mayores, a menudo, no serán explícitas[18]. Muchos de los principios generales de los que dependen las conclusiones estarán únicamente implícitos en el cuerpo de ley formulada y tendrán que ser descubiertos por los tribunales. Esto, sin embargo, no es una peculiaridad del razonamiento legal. Probablemente, todas las generalizaciones que podemos formular dependen de otras generalizaciones todavía más altas que no conocemos explícitamente, pero que, no obstante, gobiernan el funcionamiento de nuestra inteligencia. Aunque tratemos siempre de descubrir los principios más generales sobre los que descansan nuestras decisiones, por naturaleza nos sumiremos, probablemente, en un proceso que no tiene fin y que nunca podrá completarse.

4. Generalidad e igualdad

El tercer requisito de la ley verdadera es la igualdad y reviste trascendencia análoga a la de los otros dos, si bien resulta mucho más difícil de definir. El que una ley se aplique igualmente a todos, no sólo significa que sea general en el sentido ya expuesto. Una ley puede ser perfectamente general refiriéndose solamente a las características formales de las personas afectadas e incluso haciendo previsiones diferentes para las distintas clases de personas[19]. Algunas de tales clasificaciones, incluso dentro del grupo de ciudadanos totalmente responsables; son claramente inevitables. Ahora bien, la clasificación en términos abstractos puede llevarse hasta tal punto que, de hecho, la clase singularizada se componga solamente de determinadas personas conocidas o incluso de un solo individuo[20]. Debe admitirse que, a pesar de los muchos intentos ingeniosos de resolver este problema, no se ha encontrado un criterio enteramente satisfactorio que nos diga siempre el tipo de clasificación compatible con la igualdad ante la ley. Afirmar, como a menudo se hace que la ley no debe hacer distinciones irrelevantes o que no debe discriminar entre personas por razones que no tienen conexión con el propósito legal[21], apenas si es algo más que soslayar el problema.

Aunque la igualdad ante la ley sea uno de los ideales que: indican la dirección sin determinar totalmente un objetivo —que puede, por tanto, quedar siempre fuera de nuestro alcance—, ello no significa que se trate de algo carente de sentido. Ya hemos mencionado un requisito importante que debe satisfacerse; es decir, que los pertenecientes a cualquier grupo singularizado reconozcan la legitimidad de la distinción tanto como los que permanecen fuera de dicho grupo. En la práctica tiene asimismo idéntica importancia el que nos preguntemos si podemos o no predecir la manera cómo una ley afectará a determinados individuos. De la misma forma, el ideal de igualdad de la ley tiende a perfeccionar las posibilidades de ciudadanos todavía desconocidos y no a beneficiar o a dañar a personas conocidas y de una manera predecible.

A veces se afirma que la ley, además de general e igual, dentro del Estado de Derecho, también debe ser justa. Ahora bien, aunque no existe duda de que para su efectividad la ley ha de ser aceptada como justa por la mayoría del pueblo, es problemático que poseamos otro criterio formal de justicia distinto del de la generalidad e igualdad, a no ser que podamos experimentar dicha ley examinando su conformidad con reglas más universales que, aunque quizá no estén escritas, se aceptan con carácter de generalidad una vez que han sido formuladas. En el caso de una ley limitada a regular las relaciones entre diferentes personas y que no interfiere con lo puramente privado de un individuo, la determinación de su compatibilidad con el reinado de la libertad carece de otra piedra de toque que no sea su generalidad e igualdad. Verdad es que «tal ley puede ser mala e injusta, pero su formulación general y abstracta reduce este peligro a un mínimum. El carácter protector de la ley, su propia raison d’etre, ha de encontrarse en su generalidad»[22].

A menudo no se reconoce que las leyes generales e iguales proporcionan la más efectiva protección contra la infracción de la libertad individual, y ello se debe principalmente al hábito de conceder tácita excepción al Estado y sus agentes y a la presunción de que el gobierno tiene poder para concederla asimismo a los individuos. El Estado de Derecho requiere no solamente que el gobernante haga cumplir la ley a los otros y que tal función constituya auténtico monopolio, sino que actúe de acuerdo con la misma ley y, por lo tanto, esté limitado de la misma manera que una persona privada[23]. El hecho de que las leyes se apliquen igualmente a todos, gobernantes incluidos, es lo que hace improbable la adopción de reglas opresivas.

5. Separación de poderes

Sería humanamente imposible separar de modo efectivo la promulgación de nuevas normas generales y su aplicación a casos particulares, a menos que dichas funciones fueran realizadas por cuerpos o personas distintas. Esta parte de la doctrina de la separación de poderes[24] debe ser considerada como integrante del Estado de Derecho. Las leyes no pueden elaborarse teniendo en el pensamiento casos concretos; tampoco los casos particulares pueden decidirse a la luz de nada que no sea una norma general, aún cuando no haya sido explícitamente formulada y, en su consecuencia, necesite ser descubierta. Ello exige jueces independientes y ajenos a los transitorios objetivos de la acción del poder público. Lo fundamental es que ambas funciones se desarrollen separadamente por cuerpos coordinados antes de que pueda determinarse si la coacción ha de utilizarse en un caso concreto.

Una cuestión mucho más difícil es la de decidir si, bajo la estricta aplicación del imperio de la ley, el ejecutivo o la administración ha de reputarse poder separado y distinto, coordinado en términos de igualdad con los otros dos. Desde luego hay casos en que la administración debe ser libre para actuar como estime conveniente. Bajo el Estado de Derecho, sin embargo, tal circunstancia no concurre cuando se trata de ejercitar las funciones coactivas en relación con los ciudadanos. El principio de separación de poderes no ha de significar que la administración, en sus tratos con los particulares, no se halle en todo momento sujeta a las normas legales elaboradas por el parlamento y aplicadas por tribunales independientes. La afirmación de tal poder es la misma antítesis del Estado de Derecho. Aunque dentro de cualquier sistema funcional la administración, indudablemente, ha de hallarse in vestida de facultades que no pueden quedar sometidas a tribunales independientes, tales facultades no han de incluir «poder sobre la persona y la propiedad». El Estado de Derecho requiere que el objetivo en su acción coactiva esté ligado por normas que prescriban no solamente cuándo y cómo puede usar la coacción, sino también de qué manera ha de hacerlo. La única forma de establecer las necesarias garantías al efecto consiste en someter cualquier acción de la índole aludida a la revisión judicial.

El que las normas a que debe atenerse la administración sean establecidas por la legislatura o el que esta función sea delegada en otro cuerpo es, sin embargo, materia de conveniencia política[25]. Tal cuestión no afecta directamente al principio del imperio de la ley, sino más bien a lo relacionado con el control democrático de las funciones de gobierno. En lo que respecta al principio del imperio de la ley no hay objeción a la delegación de la misión legislativa. Claramente, la delegación del poder de reglar a los cuerpos legislativos locales, tales como Asambleas provinciales o Consejos municipales, es incuestionable desde cualquier punto de vista. Incluso la delegación de este poder a alguna autoridad no electiva no es necesariamente contraria al Estado de Derecho en tanto en cuanto tal autoridad esté obligada a anunciar tales reglas antes de su aplicación. En los tiempos modernos, el problema del tan extendido uso de la delegación de poder no consiste en que el poder de establecer normas generales sea delegado, sino en que las autoridades administrativas reciban efectivamente poder para manejar la coacción sin sujeción a reglas, pues es imposible formular normas generales que sirvan de guía inequívoca al ejercicio de tal función. Esta clase de «delegación» no significa que la decisión de las autoridades en un caso particular reciba la formal voluntad de la ley, es decir, que haya de ser aceptada por los tribunales como legal. Lo que a menudo se denomina «delegación del poder de establecer normas legales» no es, frecuentemente, delegación del poder a tal efecto —cosa que podría ser antidemocrática o políticamente imprudente—, sino delegación de la autoridad para dar fuerza de ley a sus decisiones, como si se tratara de aquellos actos de la legislatura que han de ser incuestionablemente aceptados por los tribunales.

6. Discrecionalidad administrativa

Todo lo anterior nos conduce a lo que en tiempos modernos ha llegado a constituir el punto crucial, es decir, los límites legales a las facultades discrecionales de los órganos administrativos. Aquí radica precisamente «la pequeña brecha por la que en su momento la libertad humana puede escaparse».

La discusión de este problema se ha embrollado con la confusión reinante a propósito del significado del término «discrecionalidad». Primeramente utilizamos la palabra haciendo referencia al poder del juez para interpretar la ley. Ahora bien, la autoridad para interpretar una regla no es la discrecionalidad en el sentido relevante para nosotros. La tarea del juez consiste en descubrir las implicaciones que contiene el espíritu del sistema total de normas válidas de derecho y expresar, siempre que sea necesario, como regla general, lo que no se declaró explícita y previamente por el legislador o por el tribunal. Que en esta tarea de hermenéutica el juez carece de discrecionalidad en el sentido de poder seguir su propia voluntad y perseguir fines concretos particulares, se deduce del hecho de que dichas interpretaciones de la ley pueden someterse a revisión por un tribunal superior; el que la sustancia de una decisión pueda estar o no sujeta a revisión por otro cuerpo que necesite conocer solamente las reglas existentes y los hechos del caso, es probablemente la mejor prueba de si la decisión está limitada por una regla o ha sido abandonada al arbitrio judicial. Una particular interpretación de la ley puede someterse a debate y a veces resultar imposible llegar a una conclusión totalmente convincente, pero ello no altera el hecho de que la disputa sea resuelta mediante una invocación a las normas y no por un simple acto de voluntad.

En un sentido diferente, y para nuestro propósito igualmente irrelevante, la discrecionalidad es un problema que se refiere a la relación entre el principal y el agente a través de la total jerarquía del gobierno. En cualquier nivel, desde las relaciones entre la asamblea soberana y los encargados de dirigir los departamentos administrativos, descendiendo sucesivamente a través de la organización burocrática, el problema que surge es hasta qué grado la autoridad del gobernante debe ser delegada en un funcionario determinado o en un determinado sector de la administración. Puesto que la asignación de concretas tareas a determinadas autoridades está decidida por la ley, la cuestión de lo que una precisa agencia tiene derecho a hacer o qué grado de poderes del gobierno se le permite ejercer, se conoce a menudo como el problema de lo discrecional. Es evidente que no todos los actos de gobierno pueden estar limitados por reglas fijas y de que a cada nivel de jerarquía del Estado debe concederse considerable facultad discrecional que compartirán las agencias subordinadas. En tanto en cuanto el gobierno administra sus recursos para los fines que originalmente se pretendía conseguir mediante el uso de tales recursos, existen fuertes razones para concederle igual facultad de decidir como la gerencia de cualquier negocio requiera en circunstancias similares. Como Dicey ha señalado, «en la gerencia de sus asuntos propiamente dichos, el gobierno precisa la libertad de acción que necesariamente disfruta cada ser humano en la gerencia de sus propios y personales intereses»[26]. Puede muy bien ocurrir que los cuerpos legislativos actúen con extremado celo al limitar la discrecionalidad de las agencias administrativas, impidiendo su eficiencia. Es posible que esto resulte inevitable hasta cierto grado. Probablemente sea necesario que las organizaciones burocráticas estén limitadas por normas en mayor grado del que se aplica a la vida mercantil, pues les falta esa prueba de eficiencia que implica el obtener beneficios de naturaleza empresaria[27].

La cuestión de las facultades discrecionales, por afectar directamente al imperio de la ley, no atañe a la limitación de poderes de determinadas agencias administrativas, sino a la del propio gobierno considerado en conjunto. Se trata de un problema de esfera de acción de la administración en general. Nadie discute que el gobierno deba ejercitar un alto grado de discrecionalidad para hacer eficiente uso de los medios de que dispone; sin embargo, hay que repetir que bajo el imperio de la ley el ciudadano privado y sus bienes no son objeto de interferencia por parte del poder público, ni un medio al alcance del gobernante. El problema de la discrecionalidad únicamente se hace relevante para nosotros cuando la administración interviene la esfera de acción privada del ciudadano; y el principio del imperio de la ley significa, en efecto, que las autoridades administrativas no tienen poderes discrecionales a dicho respecto.

Al actuar bajo el imperio de la ley, las agencias administrativas tendrán que ejercitar a menudo la discreción de la misma forma que la ejercita el juez al interpretar la ley. Ahora bien, tal facultad discrecional puede y debe quedar controlada mediante la posibilidad de revisión, por un tribunal independiente, de las resoluciones adoptadas. Ello significa que la decisión tiene que ser deducible de las normas jurídicas y de aquellas circunstancias a las que se refiere la ley y que pueden conocer las partes afectadas. La decisión no debe venir influida por cualquier especial conocimiento poseído por el gobierno o por propósitos momentáneos de este o incluso por determinados valores que el gobierno concede a diferentes objetivos concretos, incluidas las preferencias que pueda tener respecto a las consecuencias para los diferentes individuos[28].

Llegado a este punto, el lector que aspire a entender de qué forma puede preservarse la libertad en el mundo moderno debe prepararse a considerar un punto legal aparentemente sutil cuya crucial importancia no se aprecia a menudo. Aunque todas las naciones civilizadas prevén la posibilidad de apelar a los tribunales contra las decisiones administrativas, tales previsiones, a menudo, hacen referencia tan sólo a la cuestión de si una autoridad tuvo derecho a hacer lo que hizo. Ya hemos visto, sin embargo, que, si la ley dice que todo lo que hizo cierta autoridad es legal, los tribunales no pueden impedirle que haga cuanto desee. Implica el Estado de Derecho que los tribunales tengan poder para decidir si la ley prohibía una acción particular realizada por la autoridad; en otras palabras: siempre que la acción administrativa interfiera la acción privada del individuo, el juez no sólo ha de hallarse facultado para decidir si una acción particular fue infra vires o ultra vires, sino también si la sustancia de la decisión administrativa está de acuerdo con lo que la ley exigía. Solamente en este caso se puede impedir la discrecionalidad administrativa.

Las condiciones relacionadas, como es lógico, no se aplican a la autoridad administrativa que trata de obtener resultados particulares con los medios a su disposición[29]. Pertenece, sin embargo, a la esencia del imperio de la ley el que los ciudadanos y su patrimonio no constituyan, en el sentido antes mencionado, medios a disposición del gobernante. Donde haya de usarse la coacción tiene que serio únicamente de acuerdo con reglas generales, y la justificación de cada acto particular de coacción derivará de tales reglas. Para asegurarlo así tiene que existir cierta autoridad cuya preocupación sean las normas y no los fines temporales del gobierno; cierta autoridad que legítimamente pueda decidir no solamente si otra autoridad se hallaba facultada para actuar como lo hizo, sino si lo que hizo constituía una exigencia legal.

7. Las garantías de la libertad individual

La comprensión de los problemas que ahora nos ocupan se concreta en ocasiones a examinar el contraste entre legislación y política. Si el término política se define apropiadamente, podremos expresar nuestro punto principal diciendo que la compulsión solamente se admite cuando se sujeta a normas y no cuando constituye un medio para lograr objetivos particulares de la política del momento. Ahora bien, tal declaración es en cierta manera equívoca, pues el término política se usa también en un sentido más amplio que comprende toda la legislación. En tal sentido, la legislación es el instrumento principal de la política a largo plazo, de forma que al aplicar la ley se pone en práctica una política que fue determinada con anterioridad.

Una mayor fuente de confusión la constituye el hecho de que, dentro de la ley misma, la expresión «política general» se usa comúnmente para describir ciertos principios esenciales que a menudo no están establecidos como normas escritas, pero se sobreentienden como calificativos de la validez de reglas más particulares[30]. Cuando se dice que la política de la ley consiste en proteger la buena fe, preservar el orden jurídico o considerar inexistentes los contratos que contienen propósitos inmorales, se hace referencia todavía a reglas, pero a reglas que se manifiestan en forma de ciertos fines permanentes de gobierno, más bien que revistiendo el carácter de normas de conducta, y significa que, dentro de los límites de los poderes dados al gobierno, este debe actuar para que se alcancen los mencionados fines. La razón de que en tal caso se use el término política parece ser el sentimiento de que la concreción de los fines perseguidos se halla en conflicto con el concepto de ley como regla abstracta. Aunque el mencionado razonamiento sirva para explicar la práctica, claramente se deduce que el actuar así no carece de peligro.

La política contrasta directamente con la legislación cuando significa la persecución por el Estado de objetivos específicos y siempre cambiantes de cada día. Precisamente, la administración se preocupa grandemente de la ejecución de la política en el sentido que acabamos de señalar. Su tarea consiste en la dirección y asignación de recursos que los poderes públicos facilitan para atender las necesidades constantemente cambiantes de la comunidad. Todos los servicios que el Estado presta a sus ciudadanos, desde la defensa nacional al mantenimiento y construcción de carreteras y caminos, desde las precauciones sanitarias a la vigilancia de las calles, necesariamente son de dicha clase. Para tales tareas se asignan medios definidos y servidores pagados y la administración tiene que decidir constantemente la tarea inmediata y urgente y los medios que han de utilizarse. Los administradores profesionales adscritos a tales quehaceres tienden, inevitablemente, a poner cuanto puedan al servicio de los fines públicos que persiguen. El Estado de Derecho, hoy en día, es tan importante porque constituye una gran protección del ciudadano privado contra la tendencia siempre creciente del mecanismo burocrático a absorber la esfera de acción privada propia del individuo. En última instancia, el Estado de Derecho significa que las agencias a quienes se confían tales tareas especiales no puedan ejercer para su propósito ningún poder soberano (ningún Hoheitsrechte, como dicen los alemanes), sino que han de limitarse a los medios que especialmente les fueron al efecto concedidos.

8. Derechos y libertades civiles

Bajo el reinado de la libertad, la libre esfera individual incluye todas las acciones que no han sido explícitamente prohibidas por una ley general. Hemos visto que se consideró especialmente necesaria la protección de algunos de los más importantes derechos privados contra las intromisiones de la autoridad; también hemos visto hasta qué punto se sintió el temor de que la expresa enumeración de algunos de tales derechos pudiera interpretarse en el sentido de que solamente los relacionados disfrutaban de la especial protección de la constitución. Dichos temores han demostrado estar bien fundados. En conjunto, sin embargo, la experiencia parece confirmar que, a pesar de sus lagunas, las declaraciones de derechos suministran una protección importante a ciertos derechos que fácilmente pueden ser puestos en peligro. Hoy en día tenemos que estar especialmente enterados de que, como resultado de los cambios tecnológicos que crean constantemente nuevas amenazas potenciales a la libertad individual, no puede considerarse como exhaustiva ninguna lista de derechos protegidos[31]. En la era de la radio y la televisión, el problema del libre acceso a la información ya no es un problema de libertad de prensa; en la era en que las drogas o las técnicas psicológicas pueden utilizarse para controlar las acciones de una persona, el problema de la libertad personal ya no es cuestión contra restricciones de tipo físico. El problema de la libertad de movimiento logra un nuevo significado cuando el viaje al extranjero se ha hecho imposible para aquellos a quienes las autoridades de su propio país no estén dispuestas a conceder pasaporte.

Lo que comentamos asume la máxima importancia al considerar que probablemente nos hallamos en el umbral de una era en la que las posibilidades tecnológicas de control de la mente progresan sin duda con notable rapidez, y los que en un principio pudieran parecer poderes beneficiosos o inocuos sobre la personalidad humana, el día de mañana podrá utilizarlos sin límite el gobernante. Es muy posible que la mayor amenaza de la libertad humana surja en el futuro. Pudiera no estar lejano el día en que la autoridad, mediante la adición de drogas apropiadas al agua del abastecimiento público o mediante otro sistema similar, será capaz de exaltar, deprimir, estimular o paralizar las mentes de toda la población, al servicio de sus propósitos[32]. Si las declaraciones de derechos han de conservar algún sentido, precisa reconocer, ante todo, que su intención estribó en proteger al individuo contra todas las infracciones vitales de su libertad y que, por lo tanto, es presumible que contengan una cláusula general protectora de tales inmunidades —de hecho disfrutadas ya por las gentes en el pasado— contra la interferencia gubernamental.

En última instancia, las garantías legales de ciertos derechos fundamentales no son otra cosa que parte de la salvaguarda de la libertad individual que proporciona el constitucionalismo y no pueden dar mayor seguridad contra las infracciones legislativas de la libertad que las propias constituciones. Como ya hemos visto, solamente conceden protección contra la acción apresurada e imprevisora de la legislación ordinaria y no pueden impedir ninguna supresión de derechos por la deliberada acción del supremo legislador. La única garantía contra esto estriba en que la oposición pública advierta claramente los correspondientes peligros. Tales declaraciones constitucionales tienen interés, sobre todo, porque hacen que las gentes se percaten del valor que tienen tales derechos individuales, induciéndoles a integrarlos en el común credo político y a defenderlos incluso cuando no comprendan plenamente su significado.

9. Requisitos para interferir

Hasta el momento hemos presentado dichas garantías de libertad individual como si fueran derechos absolutos que no pueden infringirse nunca. De hecho significa únicamente que el normal funcionamiento de la sociedad se basa en ellas y que el prescindir de las mismas requiere especial justificación. Ahora bien, incluso los principios más fundamentales de la sociedad libre pueden sacrificarse temporalmente cuando se trata de preservar a la larga la libertad, como ocurre con ocasión de los conflictos bélicos. Existe un amplio acuerdo en cuanto a la necesidad que tiene el gobierno de tales poderes de emergencia en dichos momentos, así como sobre las consiguientes salvaguardas contra el abuso.

No se trata de considerar ahora la necesidad ocasional de suprimir algunas de las libertades civiles mediante la suspensión del habeas corpus o la proclamación del estado de alarma, sino de las condiciones en que pueden infringirse, ocasionalmente, en interés público, los derechos particulares, individuales o de grupos. Difícilmente cabe discutir que incluso derechos tan fundamentales como el de libertad de palabra puedan restringirse en situaciones de «claro y actual peligro», o que el gobierno tenga que ejercitar el derecho de dominio eminente para la expropiación forzosa de la tierra. Ahora bien, si aspiramos a mantener el Estado de Derecho es necesario que tales acciones se circunscriban a casos excepcionales definidos por la propia ley de forma tal que su justificación no sólo no descanse en la decisión arbitraria de ninguna autoridad, sino que pueda ser revisada por un tribunal independiente. En segundo lugar, es inexcusable que el individuo o individuos afectados no sufran daño en sus legítimas pretensiones, sino que sean cumplidamente indemnizados de los perjuicios sufridos como resultado de tal acción.

El principio de «ninguna expropiación sin justa compensación» ha sido reconocido siempre en todo lugar donde ha prevalecido el imperio de la ley; sin embargo, no siempre se admite que constituye elemento integral e indispensable del principio de supremacía de la ley. La justicia, desde luego, lo exige; pero más importante aún es que con ello se garantiza que esas ineludibles intromisiones en la esfera privada se producirán sólo en aquellos casos en que de modo indubitado la ganancia pública sea superior al daño provocado por el menosprecio referido al interés individual. El principal propósito del requisito de compensación total es actuar de freno a aquellas intromisiones en la actividad privada de los individuos, arbitrando al propio tiempo un medio para comprobar si el propósito concreto es suficientemente importante como para justificar una excepción al principio sobre el que se apoya el normal funcionamiento de la sociedad. En razón a la dificultad de estimar las ventajas a menudo intangibles de la acción pública y las notorias tendencias del administrador experto a superestimar la importancia del objetivo concreto del momento, parecería incluso deseable que el propietario privado tuviese siempre el beneficio de la duda y que la compensación se fijase tan alta como fuese posible, sin abrir la puerta a francos abusos. En fin de cuentas, lo anterior no significa otra cosa que la necesidad de que la ganancia exceda clara y sustancialmente a la pérdida, siempre que se conceda una excepción a la regla normal.

10. Garantías formales

Hemos concluido la enumeración de los factores esenciales que juntos conforman el imperio de la ley sin mencionar siquiera esos procedimientos de salvaguarda, tales como el habeas corpus, el juicio ante jurado, etc., que a la mayoría de los ciudadanos, en los países anglosajones, se les antoja piedra fundamental de la libertad[33]. Los lectores ingleses y americanos probablemente pensarán que he comenzado la casa por el tejado y que he concentrado mis esfuerzos en aspectos menos trascendentes, dejando de lado lo fundamental. Mi actitud ha sido totalmente deliberada.

De ninguna manera deseo rebajar la importancia de dichos procedimientos de garantía. Su valor, en cuanto atañe a la preservación de la libertad, difícilmente puede exagerarse. Sin embargo, mientras por una parte se reconoce dicha importancia, por otra no se entiende lo que para la efectividad de los procedimientos de garantía supone la aceptación del imperio de la ley tal y como lo hemos definido y que sin tal imperio cualquier mecanismo de salvaguarda resultaría inoperante. No puede negarse que el respeto a aquellos métodos de protección ha facilitado, probablemente, al mundo de habla inglesa la conservación de la concepción medieval del imperio de la ley sobre los hombres; ahora bien, tal circunstancia no prueba que la libertad pueda ser mantenida cuando se tambalea la básica creencia en la existencia de reglas abstractas que obligan, en su actuar, a todas las autoridades. Las formas judiciales pretenden asegurar que las resoluciones se acomoden a normas y no que se adopten según la relativa deseabilidad de fines o valores particulares. Todas las normas procesales en el ámbito del derecho, todos los principios establecidos para proteger al individuo y asegurar la imparcialidad de la justicia, presuponen que las disputas entre individuos o entre individuos y el Estado han de ser resueltas mediante la aplicación de leyes generales. Están concebidas para que prevalezca la ley, pero carecen de poder para proteger a la justicia cuando aquella, de manera deliberada, entrega la decisión a la discreción de la autoridad. Los procedimientos de salvaguarda únicamente preservan la libertad cuando la ley decide o, lo que es lo mismo, cuando magistrados independientes pronuncian la palabra final.

He concentrado mis esfuerzos en el concepto fundamental de ley que las instituciones tradicionales presuponen, porque creer que mediante la adhesión a las formas externas del procedimiento judicial se fortalece el Estado de Derecho, se me antoja la más grande amenaza a su mantenimiento. No discuto; más bien deseo subrayar que la creencia en el imperio de la ley y la reverencia por las formas externas de la justicia constituyen un todo y que el uno carece de efectividad sin las otras, y viceversa. Hoy, sin embargo, la principal amenaza se dirige contra el imperio de la ley, y precisamente una de las causas decisivas de tal amenaza es la ilusión de que dicho imperio puede conservarse mediante una escrupulosa defensa del aspecto procesal. «La sociedad no ha de salvarse asignando a las formas y reglas de procedimiento judicial funciones que naturalmente no les corresponden»[34]. Usar los arreos de las formas judiciales donde las condiciones esenciales para las decisiones judiciales están ausentes u otorgar a los jueces facultad para decidir casos que no pueden resolverse mediante la aplicación de reglas, dará, en definitiva, origen a que la gente pierda aquel respeto que las normas legales merecen.