CAPÍTULO XIII

Liberalismo y administración: el «Rechtsstaat»

¿Cómo fijar límites concretos al poder supremo si se le asigna como objetivo una felicidad universal vagamente definida, cuya interpretación se confía al juicio de ese mismo poder? ¿Han de ser los príncipes padres del pueblo, aun asumiendo el grave riesgo de que se conviertan también en sus déspotas?

G. H. VON BERG[1]

1. Reacción contra el absolutismo

En la mayoría de los países del continente europeo, hacia mediados del siglo XVIII, doscientos años de gobierno absoluto habían destruido las tradiciones de libertad. Si bien es cierto que las más tempranas concepciones fueron manejadas y desarrolladas por los teóricos del derecho natural, la fuerza principal que puso en marcha el renacimiento provino del otro lado del canal. Ahora bien, a medida que el nuevo movimiento tomaba impulso se enfrentaba con una situación diferente de la que existía en América en la misma época o de la que se había dado en Inglaterra cien años antes.

El nuevo factor lo constituía la poderosa y centralizada maquinaria administrativa creada por el absolutismo; el cuerpo de administradores generales convertidos en principales rectores del pueblo. Tal burocracia se preocupó mucho más del bienestar y las necesidades del pueblo de lo que podía o se esperaba que hiciera el gobierno limitado del mundo anglosajón. Así, en una primera etapa los liberales continentales se vieron en el caso de resolver problemas que en Inglaterra y los Estados Unidos no se plantearon hasta mucho más tarde y tan gradualmente que existieron pocas ocasiones para la discusión sistemática.

El objetivo del movimiento contra el poder arbitrario consistió, desde un principio, en implantar el Estado de Derecho. No solamente aquellos intérpretes de las instituciones inglesas, y principalmente Montesquieu, simbolizaron el gobierno o imperio de la ley como la esencia de la libertad, sino que incluso Rousseau, que llegó a ser la fuente principal de una tradición diferente y opuesta, intuyó que «el gran problema político —que comparó con la cuadratura del círculo en geometría— es encontrar una forma de gobierno que sitúa la ley por encima de los hombres»[2]. Su concepto ambivalente de la «voluntad general» también condujo a importantes creaciones en el concepto del imperio de la ley. Esta tenía que ser general, no solamente en el sentido de constituir la voluntad de todos, sino también en cuanto al propósito. «Cuando digo que el objeto de las leyes es siempre general, afirmo que las mismas consideran en todo momento al sujeto en general y a las acciones en abstracto, sin referirse nunca a un determinado individuo o a una acción particular. Por ejemplo, una ley puede estatuir privilegios, pero no debe nombrar a las personas que han de disfrutarlos. La ley puede crear varias clases de ciudadanos e incluso designar las clasificaciones que darán acceso a cada clase, pero no debe nombrar la admisión de talo cual persona; puede establecer un gobierno real con sucesión hereditaria, pero no debe mencionar al rey o nombrar a la familia real. En una palabra, todo lo que se refiere a un individuo nominado está fuera del alcance de la autoridad legislativa»[3].

2. Intentos de la Revolución francesa

La Revolución de 1789 fue, por tanto, universalmente saludada, para citar la frase memorable del historiador Michelet, como l’advenement de la loi[4]. A. V. Dicey escribió más tarde: «La Bastilla fue el signo exterior visible del poder de lo ilegal. Su derrumbamiento fue tenido, verdaderamente, en el resto de Europa, como el anuncio de ese imperio de la ley que ya existía en Inglaterra»[5]. La celebrada Déclaration des droits de l’homme et du citoyen, con su garantía de derechos individuales y la afirmación del principio de la separación de poderes que simbolizó como parte esencial de cualquier constitución, apuntaban al establecimiento del reino estricto de la ley[6]. Los primeros esfuerzos constitucionales están llenos de penosos y a menudo pedantes esfuerzos para enumerar las concepciones básicas del gobierno de la ley[7].

Ahora bien, por mucho que la Revolución estuviese originalmente inspirada en el ideal del Estado de Derecho[8], es dudoso que favoreciera realmente su progreso. El hecho de que el ideal de soberanía popular ganase la victoria al mismo tiempo que el ideal del imperio de la ley hizo que este último cediera pronto posiciones a la par que rápidamente surgían otras aspiraciones difíciles de conciliar con tales ideales[9]. Quizá ninguna revolución violenta haya servido para aumentar el respeto por la ley. Lafayette hacía en vano llamamientos al «reinado de la ley» en contra del «reinado de los clubs». El efecto general del «espíritu revolucionario» está, sin duda, inmejorablemente descrito por las palabras que el principal autor del Código Civil francés pronunció al someterlo a la Asamblea: «Esta ardiente determinación de sacrificar violentamente tolos los derechos a un objetivo revolucionario y no admitir jamás ninguna otra consideración que las indefinibles y variables lecciones de lo que el interés del Estado exige»[10].

El factor decisivo que hizo tan infecundos los esfuerzos de la Revolución en pro del acrecentamiento de la libertad individual fue la creencia de que, como en fin de cuentas el poder pertenecía al pueblo, las medidas de cautela contra el abuso de tal poder resultaban innecesarias. Se pensaba que la instauración de la democracia impediría automáticamente el uso arbitrario de tal poder. No obstante, los representantes elegidos por el pueblo demostraron pronto estar más ansiosos de que el ejecutivo sirviera totalmente a sus particulares fines que de proteger a los individuos contra tal poder ejecutivo. Aunque en muchos aspectos la Revolución francesa se inspiró en la americana, nunca logró lo que había sido principal resultado de esta: una constitución que limitaba el poder de la Asamblea legislativa[11]. Más aún: desde el comienzo de la Revolución los principios básicos de igualdad ante la ley se vieron amenazados por las nuevas exigencias de los precursores del moderno socialismo, que pidieron una égalité de fait en lugar de la égalite de droit.

3. Liberalismo posrevolucionario en Francia

La única cosa que la Revolución no tocó y que, según ha demostrado tan perfectamente Tocqueville[12], sobrevivió a todas las vicisitudes de las décadas subsiguientes, fue el poder de las autoridades administrativas. Ciertamente, la extrema interpretación del principio de la separación de poderes que había ganado aceptación en Francia sirvió para fortalecer los poderes de la Administración y fue usada grandemente para proteger a las autoridades contra cualquier interferencia por parte de los tribunales, con lo que se fortaleció más que se limitó el poder del Estado.

El régimen napoleónico que siguió a la Revolución se preocupó más seriamente de incrementar la eficiencia y el poder de la máquina administrativa que de asegurar la libertad de los individuos. La tendencia de libertad bajo la ley, que una vez más constituyó la consigna durante el corto intervalo de la monarquía de julio, logró abrirse poco camino[13]. La república encontró escasas ocasiones de intentar una sistemática protección de los individuos contra el poder arbitrario del Ejecutivo y de hecho la situación que prevaleció en Francia durante la mayor parte del siglo XIX dio grandemente a los «preceptos administrativos» la mala reputación que durante tanto tiempo han tenido en el mundo anglosajón.

Verdad es que dentro de la máquina administrativa se desarrolló gradualmente un nuevo poder que asumió in crescendo la función de limitar las, facultades discrecionales de los organismos administrativos. El Comeil d’Etat, creado originariamente tan sólo para asegurar que las intenciones de la legislatura se ejecutasen fielmente, evolucionó en tiempos modernos de tal forma que, como los estudiosos occidentales han descubierto recientemente con cierta sorpresa[14], da al ciudadano más protección contra la acción discrecional de las autoridades administrativas de la que aquel puede obtener en la Inglaterra contemporánea. Los procesos evolutivos franceses han atraído mucha más atención que sus similares alemanes de igual periodo. En esta última nación, la continuidad de las instituciones monárquicas no permitió nunca la inocente confianza en la eficacia automática de los controles democráticos. La sistemática discusión del problema fue el origen de una elaborada teoría de los controles de la Administración que, aunque de corta duración en cuanto a su influencia política práctica, afectó profundamente al pensamiento jurídico continental[15]. Contra esta forma alemana del imperio de la ley se desarrollaron principalmente nuevas teorías jurídicas que desde entonces conquistaron el mundo y minaron en todas partes dicho imperio. Conviene detenerse sobre el tema.

4. Liberalismo y administración: El «Rechtsstaat»

Dada la reputación que Prusia adquirió en el siglo XIX, el lector podría sorprenderse al saber que los orígenes del movimiento germánico en favor del Estado de Derecho se encuentran en dicho reino[16]. Pero es lo cierto que, en algunos aspectos, el gobierno del despotismo ilustrado del siglo XVIII había actuado de manera sorprendentemente moderna e incluso podría decirse que con visos casi liberales, sobre todo en lo que se refiere a los principios legales y administrativos. No carecía de sentido el que Federico II se describiera a sí mismo como el primer servidor del Estado[17]. La tradición derivada principalmente de los grandes teóricos del derecho natural y parcialmente de fuentes occidentales durante los últimos años del siglo XVIII se fortaleció grandemente con la influencia de las teorías jurídicas y morales de la filosofía de Inmanuel Kant.

Los escritores germanos suelen citar las teorías de Kant al iniciar sus descripciones del movimiento conducente al Rechtsstaat. Aunque tal postura probablemente exagera la originalidad de la filosofía legal de Kant[18], este, indudablemente, le dio la forma en que alcanzó la máxima influencia en Alemania. La principal contribución de Kant es ciertamente una teoría general de la moral que hizo aparecer el principio del Estado de Derecho como una especial aplicación de un principio más general. Su famoso «imperativo categórico», la regla de que el hombre debe siempre «actuar sólo de acuerdo con esa máxima en virtud de la cual no puede querer más que lo que debe ser ley universal»[19], constituye de hecho una extensión al campo general de la ética de la idea básica que entraña el imperio de la ley. Tal imperativo suministra, como lo hace el gobierno de la ley, un criterio al cual las normas concretas deben conformarse para ser justas[20]: Ahora bien, al subrayar la necesidad de un carácter general y abstracto para todas las leyes si estas están llamadas a guiar a los individuos libres, el concepto resultó de la máxima importancia por cuanto preparaba el campo para ulteriores procesos evolutivos legales.

No es este el lugar más a propósito para un análisis exhaustivo de la influencia de la filosofía kantiana en el desarrollo constitucional[21]. Nos limitaremos aquí a citar el extraordinario ensayo del joven Wilhelm von Humboldt sobre The Sphere and Duty of Government[22], que al divulgar el punto de vista kantiano no sólo concedió crédito a la muy utilizada frase de «la autenticidad de la libertad legal», sino que en ciertos aspectos llegó a constituir el prototipo de una posición extrema. Es decir, que Humboldt no limitó meramente toda la acción coactiva del Estado a la ejecución de leyes generales previamente promulgadas, sino que describió la observancia forzosa de la ley como su única función legítima. Necesariamente ello no se sobreentiende en el concepto de libertad individual, el cual deja abierto el interrogante de que el Estado puede desempeñar otras funciones no coactivas. A la influencia de Humboldt se debe principalmente el que concepciones tan diferentes fueran frecuentemente confundidas por los últimos partidarios del Rechtsstaat.

5. Antecedentes prusianos

Dos de los desarrollos legales de la Prusia del siglo XVIII adquirieron después tal importancia, que es obligado analizarlos más detenidamente. El primero hace referencia a la iniciación por parte de Federico II —mediante su Código de 1751—[23] de ese movimiento a favor de la codificación legal, que se expandió rápidamente, concretándose en los códigos napoleónicos promulgados entre 1800 y 1810 sus logros mayores. Este movimiento, en conjunto, debe ser considerado como uno de los más importantes aspectos de los esfuerzos continentales para establecer el Estado de Derecho, toda vez que determinó en gran medida no solamente su carácter general, sino la dirección de los progresos logrados, al menos en teoría, más allá del nivel alcanzado en los países de derecho común.

Ni siquiera la posesión del código estructurado del modo más perfecto asegura esa autenticidad que el Estado de Derecho exige y, por tanto, no ofrece sustituto para una tradición profundamente enraizada. Sin embargo, todo ello no ha de oscurecer el hecho de que, al menos prima facie, parece existir un conflicto entre el ideal del gobierno de la ley y el sistema de la casuística legal. La medida en que un juez, bajo el sistema de la casuística legal, crea de hecho la ley, puede no sobrepasar a la que se da dentro de un sistema de derecho codificado. Ahora bien, el reconocimiento explícito de que la jurisdicción tanto como la legislación son las fuentes del derecho, aunque esté de acuerdo con la teoría evolucionista que encarna la tradición británica, tiende a oscurecer la distinción entre creación y aplicación de la ley. Y puede plantearse el interrogante de si la tan alabada flexibilidad de la common law, favorable a la evolución del imperio de la ley tan pronto como este constituyó el ideal político aceptado, no puede también significar menos resistencia a las tendencias que actúan en contra de él una vez que desaparezca la vigilancia necesaria para conservar viva la libertad.

No puede caber duda alguna de que los esfuerzos de la codificación condujeron a la formulación explícita de algunos de los principios generales que encarna el Estado de Derecho. El suceso más importante de esta clase fue el reconocimiento formal del principio nullum crimen, nulla poena sine lege,[24] que primeramente fue incorporado al Código penal austríaco de 1787[25] y, después de su inclusión en la Declaración francesa de los Derechos del Hombre, apareció en la mayoría de los códigos continentales europeos.

La aportación más característica del siglo XVIII prusiano a la instauración del Estado de Derecho se encuentra, sin embargo, en la esfera del control de la Administración Pública. Mientras en Francia la aplicación literal de la separación de poderes había conducido a que la acción administrativa estuviese exenta del control judicial, el proceso evolutivo prusiano se produjo en una dirección opuesta. El ideal rector que afectó profundamente al movimiento liberal del siglo XIX consistió en que todo ejercicio de poderes administrativos sobre la persona o propiedad del ciudadano debía estar sujeto a revisión judicial. El más destacado experimento en este sentido, una ley de 1797 que, aunque aplicada sólo a las nuevas provincias del Este en Prusia, concibióse, no obstante, como modelo para ser generalmente seguido, fue tan lejos, que sometió todas las querellas entre autoridades administrativas y ciudadanos privados a la jurisdicción de los tribunales ordinarios[26] y constituyó principal materia de examen a la hora de discutir sobre el Rechtsstaat durante los siguientes ochenta años.

6. El «Rechtsstaat» como ideal liberal

Sobre dichas bases, al comienzo del siglo XIX se desarrolló sistemáticamente la concepción teórica del Estado de Derecho, el Rechtsstaat[27], que llegó a ser, juntamente con el ideal del constitucionalismo, el principal objetivo del nuevo movimiento liberal[28]. Tanto si ello fue debido principalmente a que en la época de iniciación del movimiento alemán los precedentes americanos se conocían y entendían mejor de lo que lo habían sido en la época de la Revolución francesa, como porque el desarrollo germánico tuvo lugar dentro del marco de una monarquía constitucional y no en el de una república —quedando, por tanto, menos influido por el espejismo de que los problemas se resolverían automáticamente mediante el advenimiento de la democracia—, el hecho es que el movimiento liberal convirtió en objetivo básico la limitación del gobierno por la constitución, y especialmente la de todas las actividades administrativas mediante leyes cuyo complimiento incumbía a los tribunales.

Muchos de los razonamientos de los teorizantes germánicos de la época se orientaban explícitamente contra la «jurisdicción administrativa» en el sentido en que dicho término se aceptaba todavía en Francia; es decir, contra los cuerpos casi judiciales dentro de la maquinaria administrativa, primariamente creados para vigilar la ejecución de la ley más bien que para proteger la libertad del individuo. Como manifestó uno de los magistrados del Tribunal Supremo de un estado del sur de Alemania, la doctrina de que «los tribunales ordinarios deben decidir siempre que surja el problema de si cualesquiera derechos privados poseen fundamento o han sufrido violación»[29] halló rápida aceptación. Cuando en 1848 el Parlamento de Frankfort intentó redactar una constitución para toda Alemania, insertó en el texto la cláusula de que la «justicia administrativa» tal y como entonces se entendía debía cesar y las violaciones de derechos privados debían quedar sometidas a la competencia de los tribunales de justicia[30].

Sin embargo, la esperanza de que el perfeccionamiento de la monarquía constitucional llevada a cabo por los distintos estados germánicos conduciría efectivamente al ideal del imperio de la ley acabó convirtiéndose en un desengaño. Las nuevas constituciones hicieron poco en dicho sentido, y, en breve, descubrió se que, aunque «las constituciones habían sido promulgadas y el Rechtsstaat proclamado, el Estado policía continuó actuando. ¿Quién iba a ser el guardián de la ley y de sus principios individualistas, de los derechos fundamentales? Nadie excepto la propia Administración, contra cuya tendencia a la expansión y al incremento de actividades, tales derechos fundamentales habían intentado ser dique»[31] De hecho, durante los siguientes veinte años, Prusia adquirió la reputación de Estado policía. En el Parlamento prusiano, y a lo largo de dicho período, se libraron las más grandes batallas en torno al principio del Rechtsstaat[32], hasta que la solución final del problema tomó forma. El ideal de confiar el control de la legalidad de los actos de la Administración a los tribunales ordinarios pervivió, al menos por algún tiempo, en la Alemania del Norte. Este concepto del Rechtsstaat, usualmente denominado más tarde «justicialismo»[33], fue pronto reemplazado por otro distinto, desarrollado principalmente por un estudioso de la práctica administrativa inglesa llamado Rudolf van Gneist[34].

7. Los tribunales administrativos

Existen dos razones diferentes para sostener que la jurisdicción ordinaria y el control judicial de la acción administrativa deben mantenerse separados. Aunque ambas consideraciones contribuyeron al establecimiento final del sistema de tribunales administrativos en Alemania, y aunque frecuentemente se confunden, tienden a fines completamente distintos e incluso incompatibles, y, por lo tanto, deben ser claramente diferenciadas.

Un razonamiento aduce que la clase de problemas que surgen de las disputas sobre actos administrativos requieren conocer tanto las distintas ramas del derecho como los hechos concurrentes, conocimientos que no cabe pretender posea el juez ordinario, experto principalmente en derecho privado o penal. Se trata de un argumento de peso y probablemente definitivo, pero no justifica una separación mayor, entre los tribunales que juzgan querellas privadas y los que juzgan querellas administrativas, de la que normalmente existe entre tribunales que entienden en asuntos de derecho privado, derecho mercantil o cuestiones criminales, respectivamente. Los tribunales administrativos, separados de los tribunales ordinarios, tan sólo en este sentido podían ser, sin embargo, tan independientes del gobierno como lo son los últimos y preocuparse de la administración de la ley o, lo que es lo mismo, de la aplicación de un cuerpo de reglas preexistentes. Cabe también pensar que los tribunales administrativos independientes sean indispensables en un ámbito perfectamente delimitado y en cuya esfera la discusión sobre la legalidad de los actos que emanan de la Administración no puede ser decidida como pura materia jurídica, toda vez que entraña consecuencias de política gubernamental o de pública conveniencia. Tal peculiar jurisdicción, por las razones apuntadas, no podrá prescindir, en su actuar, del objetivo que se haya asignado en cada momento el poder público, careciendo de la total independencia; formarán parte del aparato administrativo y se hallarán sujetos a una dirección superior, al menos en lo tocante a su jerarquía ejecutiva. Su propósito no será tanto la protección del individuo contra la usurpación que en su esfera privada cometan las agencias gubernamentales, como el asegurar que tales usurpaciones no tienen lugar en contra de las intenciones e instrucciones del gobierno. Constituirán un artificio para asegurar que las agencias subordinadas realicen la voluntad del gobierno (incluso la de la legislatura), más bien que un medio de proteger al individuo.

La distinción de tareas sólo puede establecerse con nitidez y sin ambigüedades cuando existe un cuerpo de normas concretas que guíe y delimite el actuar de la Administración. Dicha distinción se hace inevitablemente borrosa si los tribunales administrativos son creados cuando la elaboración de tales reglas no ha sido todavía abordada ni por los órganos legislativos ni por los jurisdiccionales. En tal situación, una de la necesarias tareas de dichos tribunales consistirá en formular como normas legales lo que hasta entonces han sido meras reglas internas de la Administración, y al hacerlo así les será muy difícil distinguir entre los de carácter general y aquellos otros que expresan sólo objetivos particulares de la política en vigor.

No otra cosa ocurrió en Alemania por los años 1860 y 1870, cuando se intentó poner en práctica el ideal, largamente acariciado, del Rechtsstaat. El razonamiento que en definitiva desbarató la dialéctica durante largo tiempo esgrimida en favor del «justicialismo» se redujo a afirmar que sería inoperante dejar a los jueces ordinarios, sin preparación adecuada, la misión de resolver las intrincadas cuestiones que originan los actos administrativos. En su consecuencia, se implantó la nueva jurisdicción administrativa, con la intención de que actuara con plena independencia y se ocupara tan sólo de cuestiones legales, con la esperanza de que, andando el tiempo, asumiría un completo control judicial sobre toda la acción administrativa. Para los hombres que idearon el sistema, especialmente para su principal arquitecto, Rudolf von Gneist, y para la mayoría de los administrativistas germanos esta creación de un sistema de tribunales administrativos independientes se les antojó la piedra que coronaba el edificio del Rechtsstaat; la perfección definitiva del imperio de la ley[35]. El hecho de que todavía quedaran sin cerrar un número de resquicios para lo que efectivamente eran decisiones administrativas arbitrarias, apareció como mero defecto menor, temporal e inevitable, en razón de las condiciones entonces existentes. Los defensores del sistema creían que, si el aparato administrativo había de continuar funcionando, era menester concederle durante cierto tiempo una amplia discreción, hasta tanto se estableciese un cuerpo definitivo de normas de acción.

De la forma antedicha, aunque desde un punto de vista organicista, el establecimiento de tribunales administrativos independientes parecía ser la etapa final de un desarrollo institucional ideado para asegurar el Estado de Derecho, las tareas más difíciles se dejaban para el futuro. La superposición de un aparato de control judicial sobre una maquinaria burocrática firmemente atrincherada podía llegar a ser efectiva únicamente si la tarea de reglamentar se continuaba de acuerdo con el espíritu que había presidido la concepción del sistema total. Sin embargo, de hecho, el acabado de la estructura elaborada para servir la concepción que sus artífices tenían del Estado de Derecho coincidió más o menos con el abandono de tal ideal. En la época en que se articulaba el nuevo mecanismo se inició una importante mutación de las tendencias intelectuales, que reputaron objetivo principal el abandono de las concepciones del liberalismo y del Rechtsstaat. Por los años 70 y 80, cuando en los estados germánicos (y también en Francia) el sistema de tribunales administrativos alcanzó su configuración final, comenzó a ganar fuerza el nuevo movimiento en pro del socialismo de Estado y del Estado-providencia. En consecuencia, se abandonó el impulso de perfeccionar la concepción del gobierno limitado mediante las nuevas instituciones ideadas para atenuar a través de una legislación gradual los poderes discrecionales todavía poseídos por la Administración. La pretensión ahora se cifraba en ampliar aquellos resquicios que habían quedado en el recién creado sistema, eximiendo explícitamente de los métodos judiciales de revisión las facultades discrecionales exigidas por las nuevas tareas del gobierno.

Tal y como acabamos de explicar, el logro germánico demostró ser más considerable en la teoría que en la práctica, si bien su significación no debe ser menospreciada. Los alemanes fueron el último pueblo alcanzado por la marea liberal antes de que esta comenzara a descender; ahora bien, también fueron los que más sistemáticamente exploraron y asimilaron las experiencias de Occidente, aplicando deliberadamente sus lecciones a los problemas del Estado administrativo moderno. El concepto de Rechtsstaat que desarrollaron fue la resultante directa de la vieja idea del imperio de la ley en una nación donde el principal órgano precisado de control era un complejo aparato administrativo más bien que un monarca o una legislatura[36], y aunque las nuevas concepciones y realizaciones nunca arraigaron firmemente, en algunos aspectos representan la última etapa de un continuo progreso e incluso quizá estén mejor adaptadas a los problemas de nuestro tiempo que muchas de las instituciones más viejas. Dado que hoy el poder del administrador profesional es la principal amenaza a la libertad individual, las instituciones desarrolladas en Alemania con el propósito de controlar a dicho administrador merecen un examen más cuidadoso

8. Concepto inglés de la tradición continental

Una de las razones por las que los desarrollos germánicos aludidos no recibieron mucha atención, consistió en que, hacia el final del pasado siglo, las condiciones que prevalecían en Alemania y en cualquier otra nación del continente entrañaban un agudo contraste entre la teoría y la práctica. En principio, el ideal del imperio de la ley había sido reconocido desde mucho tiempo atrás; y aunque la efectividad de uno de los avances institucionalmente importantes, los tribunales administrativos, estaba en cierta manera limitada, constituía una contribución valiosa con vistas a la solución de nuevos problemas. Sin embargo, en el corto tiempo concedido al reciente experimento para que desarrollara sus nuevas posibilidades, algunos de los rasgos de las condiciones antiguas nunca desaparecieron por completo, y el progreso hacia un Estado benefactor, que comenzó en el continente mucho antes que en Inglaterra o en los Estados Unidos, revistió pronto nuevos caracteres que difícilmente podían reconciliarse con el ideal de gobierno bajo la ley.

En los tiempos que precedieron inmediatamente a la primera guerra mundial, cuando la estructura política de los países continentales y anglosajones había llegado a ser más similar, un inglés o un americano que observara la práctica diaria en Francia o en Alemania hubiese sentido que todavía la situación estaba muy lejos de reflejar el Estado de Derecho. Las diferencias entre los poderes y la conducta de la policía en Londres y en Berlín —para mencionar un ejemplo a menudo citado— parecía tan grande como siempre; y aunque los signos de desarrollo que habían tenido lugar en el continente comenzaban a aparecer en los países occidentales, un agudo observador americano podía todavía describir la diferencia básica del final del siglo XIX de la siguiente forma: «En algunos casos —incluso en Inglaterra— es verdad que al agente de la Administración Local se le han concedido por estatuto poderes para implantar regulaciones. Los funcionarios gubernamentales locales (en Gran Bretaña) y nuestras juntas de sanidad constituyen ejemplo de ello; sin embargo, tales casos son excepcionales, y la mayoría de los anglosajones se percatan de que dicho poder es arbitrario en su naturaleza y no debería ampliarse más allá de lo que sea absolutamente necesario»[37].

Dentro de este clima, A. V. Dicey, en una obra que ha llegado a ser clásica3[38] declaró de nuevo la concepción tradicional del imperio de la ley, de una manera tal, que pudo regir todas las discusiones posteriores y establecer un contraste con la situación del continente. La descripción que hizo fue, sin embargo, en cierta manera, errónea. Partiendo del supuesto aceptado e innegable de que el imperio de la ley prevalecía sólo imperfectamente en el continente, y persuadido de que ello se relacionaba en cierta manera con el hecho de que la coacción administrativa se hallara todavía, en gran medida, libre de revisión judicial, hizo de la posibilidad de revisar los actos administrativos por tribunales ordinarios su principal piedra de toque. Resultó que Dicey había conocido solamente el sistema francés de jurisdicción administrativa (e incluso más bien de un modo imperfecto)[39] ignorando prácticamente los desarrollos germánicos. Con respecto al sistema francés, en ese momento podían estar justificadas hasta cierto punto las críticas severas, aunque incluso entonces el Consejo de Estado había iniciado ya un proceso evolutivo que, como ha sugerido un moderno observador, «podía con el tiempo lograr éxito en las tareas de emplazar todos los poderes discrecionales de la Administración… al alcance del control judicial»[40]. Ahora bien, tales críticas eran ciertamente inaplicables al principio de los tribunales administrativos germánicos, en razón a que dichos tribunales habían sido organizados desde su creación como cuerpo judicial independiente con el propósito de asegurar ese imperio de la ley que Dicey estaba tan ansioso de preservar.

Verdad es que en 1885, cuando Dicey publicó sus famosas Lectures Introductory to the Study of the Law of the Constitution, los tribunales administrativos germanos se hallaban en plena organización y el sistema francés acababa de recibir su forma definitiva. Sin embargo, la «falta fundamental» de Dicey, «tan importante que es difícil comprender o excusar en un escritor de su talla»[41], había tenido la más desafortunada consecuencia. La propia idea de tribunales administrativos separados de los restantes tribunales —e incluso el término «ley administrativa»—, llegó a considerarse en Inglaterra (y, en menor extensión, en Estados Unidos) como la negación del Estado de Derecho. De esta manera, Dicey, en su deseo de reivindicar el imperio de la ley tal y como él lo entendía, bloqueó efectivamente el desarrollo que pudo haber ofrecido la mejor probabilidad de preservado. No pudo detener, en el mundo anglosajón, el crecimiento de un aparato administrativo similar al que existía en el continente, pero contribuyó mucho a impedir o retrasar el desarrollo de instituciones que hubieran sujetado la nueva maquinaria burocrática a un control efectivo.