CAPÍTULO XII

La contribución norteamericana: el constitucionalismo

Europa parecía incapaz de anidar en su seno estados libres. Desde América fue desde donde las sencillas ideas de que los hombres deben preocuparse de sus propios asuntos y de que la nación es responsable ante Dios por los actos del Estado —ideas largo tiempo encerradas en los pechos de los pensadores solitarios y escondidas entre folios latinos—, irrumpieron violentamente, bajo el título de los Derechos del Hombre, igual que un conquistador, sobre el mundo a cuya transformación iban destinadas.

LORD ACTON[1]

1. La contribución norteamericana: el constitucionalismo

«Cuando en 1767 el modernizado Parlamento inglés —obligado desde dicha fecha por los principios de soberanía parlamentaria ilimitada e ilimitable— declaró que la mayoría podía aprobar cualquier ley que estimara conveniente, tal declaración fue saludada por los habitantes de las colonias con exclamaciones de horror. James Otis y Sam Adams, en Massachusetts; Patrick Henry, en Virginia, y otros dirigentes coloniales a lo largo de los territorios de la costa gritaron: ¡Traición y Carta Magna! La aludida doctrina parlamentaria —insistieron— destruye la esencia de todo aquello por lo que los antepasados británicos habían luchado; suprime el propio aliento de la admirable libertad anglosajona por la que los patriotas y los hombres de bien ingleses habían muerto»[2]. Son palabras con que uno de los modernos autores americanos, entusiasta del poder ilimitado de la mayoría, describe la iniciación del movimiento que condujo a un nuevo intento de asegurar la libertad del individuo.

El movimiento, en sus comienzos, estuvo por completo basado en los tradicionales conceptos de las libertades que tenía el pueblo inglés. Edmund Burke y otros ingleses simpatizantes no fueron los únicos que hablaron de los colonos como de gentes «entusiastas no solamente de la libertad, sino de la libertad según los ideales ingleses y basada en principios ingleses»[3]. Los mismos colonos habían mantenido desde mucho tiempo antes tales puntos de vista[4]. Sentían que defendían los principios de la Revolución whig de 1688[5] y cuando «los estadistas whigs elogiaron al general Washington congratulándose de que América hubiese resistido e insistido en el reconocimiento de la independencia»[6], también los colonos loaron a William Pitt y a los estadistas whigs que habían estado a su lado[7].

En Inglaterra, después de la completa victoria del Parlamento, fue cayendo en el olvido la idea de que ningún poder debe ser arbitrario y de que todos los poderes tienen que estar limitados por una ley superior. Sin embargo, los colonos habían importado tales ideas con ellos y, por tanto, se revolvieron contra el Parlamento, objetando no sólo que no estaban representados en dicho Parlamento, sino más aún: que este no reconocía límite a sus poderes. Con esta aplicación del principio de la limitación legal del poder mediante principios superiores al Parlamento mismo, pasó a los americanos la iniciativa de ulterior desarrollo del ideal de gobierno libre.

Los americanos fueron singularmente afortunados, como quizá no lo haya sido otro pueblo en situación parecida, al contar entre sus dirigentes cierto número de eminentes investigadores de filosofía política. Es un hecho destacable que, cuando en muchos otros aspectos el nuevo país estaba todavía muy atrasado, podía afirmarse que «solamente en ciencia política América ocupa el primer lugar. Aparecen seis americanos al mismo nivel que los más sobresalientes europeos; al mismo nivel que Smith y Turgot, Mill y Humboldt»[8]. Estos americanos eran además hombres tan imbuidos de la tradición clásica como cualquiera de los pensadores ingleses del siglo precedente y perfectos conocedores de las ideas de dicho siglo.

2. La Constitución como limitación

Hasta la ruptura final, las pretensiones y razones expuestas por los colonos en el conflicto con la madre patria se basaban enteramente en los derechos y privilegios a que se consideraban acreedores como ciudadanos británicos. Solamente cuando descubrieron que la Constitución británica, en cuyos principios habían creído firmemente, poseía poca entidad y no podía invocarse con éxito contra las pretensiones del Parlamento, llegaron a la conclusión de que tenían que edificar los cimientos que faltaban[9] y consideraron como doctrina fundamental que «la constitución permanente»[10] era esencial para el gobierno libre y que significaba gobierno limitado[11]. Desde el comienzo de su historia habían llegado a familiarizarse con documentos escritos, tales como los del Mayffower y los estatutos coloniales, que definían y circunscribían los poderes del gobierno[12].

La experiencia les había enseñado asimismo cómo una constitución que define y separa los diferentes poderes limita necesariamente los poderes de cualquier autoridad. Una constitución podía ceñirse a materias de procedimiento y a determinar tan sólo las fuentes de toda autoridad; sin embargo, difícilmente podía denominarse constitución un documento que sólo afirmara que es ley todo lo que tales y tales cuerpos administrativos o personas así lo decretasen. Sabían que, una vez que dicho documento asignase poderes específicos a diferentes autoridades, debía también limitar sus poderes no sólo con respecto a los súbditos o a los fines perseguidos, sino también en lo concerniente a los métodos que habían de utilizarse. Para los colonos, la libertad significaba que el gobierno tuviese poderes solamente para tales acciones como explícitamente lo requería la ley y de forma tal que nadie pudiese poseer ningún poder arbitrario[13].

Así, el concepto de constitución llegó a enlazar íntimamente con el de gobierno representativo en el que los poderes del cuerpo de representantes estuvieran estrictamente circunscritos por el documento que los determinase. La fórmula de que todo el poder deriva del pueblo se refería no tanto a la periódica elección de representantes como al hecho de que el pueblo organizado en asamblea constituyente tiene el derecho exclusivo de determinar los poderes de la legislatura representativa[14]. La constitución fue concebida tanto como una protección del pueblo contra la acción arbitraria del legislativo como contra la de otras ramas del gobierno.

Una constitución que limita el gobierno de tal manera debe contener lo que en efecto son normas constitutivas además de provisiones reguladoras del origen de la autoridad. Debe establecer principios generales que gobiernen los actos de la legislatura nombrada. La idea de constitución envuelve de esta forma no solamente la de jerarquía de autoridad o poder, sino también la jerarquía de preceptos legales, desde los que poseen un alto grado de generalidad y derivan de un control superior de la autoridad, a las ordenanzas más particulares que proceden de una autoridad delegada.

3. Fundamentos de la libertad

La idea de una ley superior que gobierna la legislación ordinaria es muy vieja. En el siglo XVII solía concebirse como ley divina o ley natural o ley de la razón. Sin embargo, la idea de hacer a esta ley superior explícita y obligatoria, mediante su transcripción a un documento, aunque no enteramente nueva, fue puesta en práctica por vez primera por los colonos revolucionarios. Las colonias individuales tuvieron de hecho su primera experiencia en materia de codificación de dicha ley superior, partiendo de una base popular más amplia que la de la legislación ordinaria. Ahora bien, el modelo que había de influir profundamente al resto del mundo fue la Constitución federal.

La distinción fundamental entre constitución y leyes ordinarias es similar a la que se establece entre leyes en general y su aplicación por los tribunales a un caso particular. De la misma forma que al decidir casos concretos los jueces se hallan sujetos a normas, así el legislador al hacer leyes particulares está ligado por principios generales. La justificación de dichas distinciones es también similar en ambos usos. De la misma forma que una decisión judicial se considera justa solamente si se subordina a las leyes generales, así las leyes ordinarias se consideran justas sólo si se conforman con principios generales; y de la misma forma que deseamos impedir que el juez infrinja la ley por razones particulares, también queremos prevenir que el legislador infrinja ciertos principios generales por amor a causas temporales e inmediatas.

Ya hemos discutido la razón de la necesidad de tales principios en otro campo[15]. Los hombres, en la persecución de objetivos inmediatos, están más o menos expuestos, según los límites de su intelecto, a violar reglas de conducta cuya observancia desearían que se hiciera con carácter general. Debido a la restringida capacidad de nuestra inteligencia, los objetivos inmediatos aparecen siempre muy importantes y tendemos a sacrificar a ellos las ventajas a largo plazo. Tanto en la conducta social como en la individual, tan sólo podemos acercarnos a una medida de racionalidad o consistencia al tomar decisiones particulares, sometiéndolas a principios generales independientes de las necesidades momentáneas. Al igual que cualquier otra actividad humana, la legislación no puede pasarse sin la guía de los principios si quiere tener en cuenta las consecuencias que de ella se deduzcan.

La legislatura, al igual que el individuo, se mostrará más refractaria a adoptar ciertas medidas a favor de un objetivo importante, inmediato, si ello requiere el rechazo explícito de principios formales enunciados. Incumplir una obligación particular o quebrantar una promesa es asunto distinto de declarar explícitamente que los contratos o las promesas pueden ser rotos o incumplidos siempre que ocurran tales y tales condiciones generales. Así, conceder retroactividad a una ley, conferir privilegios o imponer castigos a determinadas personas es cuestión distinta de rescindir el principio que estipula que esto no se haga nunca. Y una legislatura que para lograr cierto objetivo importante infringe los derechos de propiedad o la libertad de palabra es caso completamente distinto de que tenga que establecer las condiciones generales bajo las cuales tales derechos pueden ser infringidos.

Señalar las condiciones bajo las cuales las acciones de la legislatura son legítimas provocará, probablemente, efectos beneficiosos incluso si los mismos legisladores son requeridos a declarar los principios en que se apoyan, de análoga manera a como lo hacen los jueces en el desempeño de su misión de juzgar. La máxima efectividad consistirá, sin embargo, en que otro cuerpo tenga poder para modificar los principios básicos, especialmente si el procedimiento es largo y, por lo tanto, facilita el tiempo necesario para que se conozca en sus justas proporciones la importancia del objetivo particular que ha dado origen a la demanda de modificación. Debemos observar que, en general, las asambleas constituyentes o cuerpos colegiados similares establecidos para promulgar los principios más generales de gobierno se consideran competentes para hacer solamente esto y no para promulgar una ley particular[16].

La expresión «un llamamiento del pueblo embriagado al pueblo sobrio», que a menudo se usa a este respecto, subraya sólo un aspecto de un problema mucho más amplio. La ligereza de la frase probablemente ha oscurecido más el meollo del importante tema que ha contribuido a clasificarlo. El problema no consiste tan sólo en dar tiempo para que las pasiones se serenen, aunque a veces esto resulte muy importante, sino en tener en cuenta la general inhabilidad humana para considerar explícitamente todos los probables efectos de una determinada medida y su dependencia de generalizaciones o principios, siempre que se quiera que las decisiones individuales encajen dentro de un todo coherente. A los hombres les resulta «imposible dictaminar sobre sus intereses de manera tan efectiva como la que se logra mediante la universal e inflexible observancia de las reglas de la justicia»[17].

No es necesario señalar que el sistema constitucional no entraña la limitación absoluta de la voluntad del pueblo, sino la mera subordinación de los objetivos inmediatos a los que se logran a largo plazo. En efecto, ello significa una limitación de los medios de que dispone la mayoría temporal para el logro de objetivos particulares mediante principios generales establecidos por otra mayoría de antemano y para un largo período. Para decirlo de manera diferente, lo anterior significa que el acuerdo de someter determinadas soluciones a la voluntad de la mayoría temporal se basa en el entendimiento de que esta mayoría se sujetará a principios más generales establecidos de antemano por una corporación más amplia.

La división de autoridad expuesta implica más de lo que a primera vista pudiera parecer, pues supone el reconocimiento de límites al poder del razonamiento deliberado y la preferencia de confiar en principios probados, antes que en soluciones ad hoc. Más aún: implica que la jerarquía de las reglas no termina necesariamente con los preceptos de derecho constitucional explícitamente declarados. Al igual que las fuerzas que gobiernan la mente individual, las fuerzas que contribuyen al establecimiento del orden social son de muchas clases e incluso las constituciones están basadas, o se presupone que lo están, en un acuerdo básico sobre los principios más fundamentales, principios que pueden no haber sido nunca expresados explícitamente aunque precedan y hayan hecho posible el consentimiento y las leyes fundamentales escritas. No debemos creer que, porque hayamos aprendido a hacer leyes deliberadamente, todas las leyes deban ser producto deliberado de la mente humana[18]. Lo que ocurre es que un grupo de hombres puede formar una sociedad capaz de hacer leyes porque los individuos integrantes tienen principios comunes que hacen posible la discusión y la persuasión, a los que deben conformarse las reglas articuladas para que se acepten como legítimas[19].

De todo lo anterior se deduce que ninguna persona o grupo de personas tiene completa libertad para imponer a los demás las leyes que deseen. El punto de vista contrario, que subraya el concepto de soberanía de Hobbes[20] —y el positivismo legal que se deriva de ella—, surge de un falso racionalismo que concibe una razón autónoma y autodeterminante y desprecia el hecho de que todos los pensamientos racionales se mueven dentro de un marco de creencias e instituciones no racionales. El constitucionalismo significa que todos los poderes descansan en el entendimiento de que se ejercitarán de acuerdo con principios comúnmente aceptados y de que las personas a quienes se les confieren son seleccionadas porque se piensa que cuentan entre las más apropiadas para hacer lo que se considera justo, cosa bien distinta de que cualquier cosa que hagan dichas personas deba considerarse justo. En última instancia, el constitucionalismo descansa en el entendimiento de que el poder no es un hecho físico, sino un estado de opinión que hace que las gentes obedezcan[21].

Solamente un demagogo puede presentar como «antidemocráticas» las limitaciones que imponen al poder de las mayorías temporales las decisiones a largo plazo y los principios generales mantenidos por las gentes. Estas limitaciones fueron concebidas para proteger al pueblo contra aquellos a quienes debe conceder poder y son los únicos medios de que dispone para determinar el carácter general del orden bajo el cual vivirá. Es inevitable que al aceptar los principios generales se ate de manos en lo que respecta a soluciones particulares. Los miembros de una comunidad que se encuentran en mayoría, sólo absteniéndose de tomar medidas que no desearían que se les aplicaran a ellos pueden prevenir la adopción de las mismas cuando se encuentren en minoría. La sujeción a principios a largo plazo, de hecho, da al pueblo más control sobre la naturaleza general del orden político del que poseería si tal naturaleza fuese determinada sólo por decisiones sucesivas de casos particulares. Una sociedad libre necesita, ciertamente, medios permanentes de restricción de los poderes del gobierno, sin que importe cuál pueda ser el objetivo particular del momento. La Constitución que la nueva nación americana se dio a sí misma significó definitivamente no sólo la regulación del origen del poder, sino el fundamento de la libertad; la protección del individuo contra la coacción arbitraria.

4. Constituciones y Declaraciones de Derechos

Los once años que transcurrieron entre la Declaración de Independencia y la redacción de la Constitución federal fueron para los trece nuevos estados un período de experimentación de los principios del constitucionalismo. En algunos aspectos sus constituciones individuales muestran, más claramente que la Constitución final de la Unión, hasta qué grado la limitación del poder gubernamental supuso el objetivo del periodo constitucionalista. Esto se deduce, sobre todo, de la preeminente posición que en todas partes se dio a los derechos individuales inviolables enumerados o dentro de los textos constitucionales o como declaraciones específicas de derechos[22]. Aunque muchos no fueran más que una nueva declaración de los que de jure o de lacto habían disfrutado los colonos[23], y la mayoría de los restantes se formularan rápidamente y con referencia a casos comúnmente en discusión, mostraron claramente lo que el constitucionalismo significa para los americanos. En un lugar o en otro anticiparon la mayoría de los principios que habían de inspirar a la Constitución federal[24]. La principal preocupación de todos los ciudadanos, como expresó la Declaración de Derechos que precedió a la Constitución de Massachusetts, de 1780, consistió en que el gobierno fuese «un gobierno de leyes y no de hombres»[25].

La más famosa de tales Declaraciones de Derechos, la de Virginia, que fue formulada y adoptada antes de la Declaración de Independencia y se inspiró en precedentes ingleses y coloniales, sirvió principalmente de prototipo, no sólo para las de los restantes estados, sino también para la Declaración francesa de Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789 y, a través de esta última, para todos los documentos europeos similares[26]. Aunque en sustancia las varias Declaraciones de Derechos de los estados americanos y sus principales cláusulas son hoy familiares para todo el mundo[27], algunas de sus regulaciones merecen especial mención, como, por ejemplo, la prohibición de que las leyes sean retroactivas, que aparece en cuatro de las Declaraciones de Derechos de los estados, o la de los «monopolios y concesiones a perpetuidad», que se encuentra en dos[28]. También es importante la fórmula enfática que utilizan algunas de las constituciones para establecer el principio de la separación de poderes[29], sin duda porque en la práctica tal principio se in cumple bastante más de lo que se observa. Otro hecho destacable, que al lector de nuestros días pudiera parecer tan sólo flor retórica y que, sin embargo, a los hombres de aquel tiempo se les antojó muy importante, es la invocación de los «principios fundamentales de libre gobierno» que varias de las constituciones contienen[30] y el insistente recordatorio de que «para preservar la bendición de la libertad es absolutamente necesario recurrir constantemente a principios fundamentales»[31].

Verdad es que muchos de tan admirables principios en gran parte no pasaron de la teoría y que las legislaturas de los estados pronto estuvieron cerca de pretender la misma omnipotencia que había pedido el Parlamento británico; y no es menos cierto que «bajo la mayoría de las constituciones revolucionarias la legislatura fue verdaderamente omnipotente y el ejecutivo correspondientemente débil, pues casi todos los instrumentos confirieron al cuerpo legislativo un poder prácticamente ilimitado; y en seis de los textos no se estipuló nada que impidiese que la legislatura enmendase la constitución mediante un proceso legislativo ordinario»[32]. Donde no ocurrió lo anterior, la legislatura a menudo pasó por alto despóticamente el texto constitucional y, lo que es más, aquellos derechos no escritos de los ciudadanos que tales constituciones habían tratado de proteger. Sin embargo, el desarrollo de salvaguardas explícitas que liberaran de tales abusos requirió tiempo, y la principal lección del periodo de la Confederación fue que la mera inscripción del texto constitucional en el papel cambia pocas cosas, a menos que se arbitre un sistema explícito para hacerla cumplir[33].

5. Descubrimiento del Federalismo

Mucho se deduce del hecho de que la Constitución americana sea producto deliberado de la mente y de que por vez primera en la historia moderna un pueblo organice con pleno conocimiento la clase de gobierno bajo el cual desea vivir. Los mismos americanos tuvieron plena conciencia de la singular naturaleza de su empresa y en cierto sentido fueron guiados por un espíritu de racionalismo, por un deseo de construir deliberadamente y de establecer procedimientos pragmáticos que están más cerca de la que hemos denominado tradición francesa que de la tradición inglesa[34]. Tal actitud fue reforzada a menudo por una desconfianza general de lo tradicional y el exuberante orgullo de que la nueva estructura fuese en su totalidad obra de los propios americanos. El fenómeno es más justificable en este caso que en muchos otros similares, aunque no deje de ser esencialmente erróneo. Es de destacar cuán diferente de cualquier otra estructura deliberadamente pensada es el marco de gobierno que en definitiva emergió y cuánto de dicho resultado se debió a accidentes históricos o a la aplicación de principios heredados a una nueva situación; qué nuevos descubrimientos contenidos por la Constitución federal fueron resultado de la adscripción de principios tradicionales a problemas particulares y cuáles surgieron como consecuencia de ideas generales oscuramente percibidas.

Cuando la Convención federal, encargada de «adecuar más la Constitución del Gobierno federal a las exigencias de la Unión», se reunió en Filadelfia en mayo de 1787, los dirigentes del federalismo se enfrentaron con dos problemas. Mientras todos estaban de acuerdo en que los poderes de la Confederación eran insuficientes y debían fortalecerse, persistía la preocupación de limitar los poderes del gobierno como tal gobierno. Dentro de la reforma que se pretendía, el motivo menos importante no lo constituía el doblegar los poderes que se arrogaban las legislaturas de los estados[35]. La experiencia de la primera década de independencia había mudado el énfasis que cargaba en la protección contra el gobierno arbitrario trasladándolo a la creación de un gobierno común efectivo, pero a la vez también había suministrado nuevos argumentos para que el uso del poder por las legislaturas de los estados resultase sospechoso. Apenas se previó que la solución del primer problema proporcionaría la respuesta al segundo y que la transferencia de ciertos poderes esenciales al gobierno central, a la vez que se, dejaban los restantes a los distintos estados, proporcionaría un límite efectivo a todos los gobiernos. Parece ser que se debe a Madison «la idea de que salvaguardar adecuadamente los derechos privados y que a la vez el gobierno nacional poseyera poderes adecuados constituía, en definitiva, idéntico problema, habida cuenta de que un gobierno nacional fortalecido podría ser elemento que equilibrara las crecidas prerrogativas de las legislaturas de los estados»[36]. De esta manera surgió el gran descubrimiento de lo que Lord Acton más tarde caracterizó así: «El federalismo ha sido la más eficaz y la más congénita de todas las regulaciones de la democracia… El sistema federal limita y restringe el poder soberano mediante su división y mediante la asignación al gobierno de ciertos derechos definidos. Es el único método para moderar no sólo a la mayoría, sino también el poder de todo el pueblo, y proporciona la fuerza base de una segunda cámara que ha entrañado seguridad esencial para la libertad en todas las genuinas democracias»[37].

No siempre se entiende la razón por la que la división de poderes entre diferentes autoridades disminuye el poder de quienquiera que lo ejerza. No se trata tan sólo de que las distintas magistraturas, en virtud del mutuo celo, impidan entre sí los excesos del mando. Es más importante el hecho de que ciertas clases de coacción requieran el uso conjunto y subordinado de diferentes poderes o el empleo de distintos medios y que, si tales medios se encuentran en diferentes manos, nadie puede ejercer tales tipos de coacción. El ejemplo más familiar viene dado por muchas formas de intervención económica que sólo resultan efectivas si las autoridades que las ejercen pueden fiscalizar el movimiento de hombres y de mercancías más allá de las fronteras de un territorio. Si esta segunda fiscalización falta, aunque se ejerza la primera o de tipo interno, no se pueden perseguir directrices que para su efectividad requerirían el uso conjunto de ambas intervenciones. El gobierno federal, en lo que a esto respecta y en un sentido muy definido, es un gobierno limitado[38]

El otro rasgo principal de la Constitución, .relevante en nuestro caso, es la previsión que garantiza los derechos individuales. La razón por la que en principio se decidió no incluir una declaración de derechos en la Constitución y las consideraciones que más tarde persuadieron incluso a aquellos que en principio se habían opuesto a tal decisión son igualmente significativas. El argumento en contra de la inclusión fue expuesto explícitamente por Alexander Hamilton en el Federalist: «Las declaraciones de derechos son no sólo innecesarias en la Constitución propuesta, sino incluso peligrosas. Tienen que contener varias excepciones a poderes no otorgados y, por lo tanto, suministrarían un lógico pretexto para pretender más de lo que se concedió. ¿A qué conduce declarar que no se harán tales cosas si no hay poder para hacerlas? Por ejemplo, ¿por qué debería decirse que la libertad de prensa no puede ser restringida si no se conceden poderes para que tales restricciones se impongan? No discutiré que tal previsión confiriese un poder regulador, pero es evidente que suministraría a los hombres dispuestos a la usurpación una pretensión plausible para reclamar la aludida facultad. Tales hombres podrían argüir con apariencia de razón que la Constitución no debiera estar obligada al absurdo de contener previsiones contra el abuso de una autoridad ilegítima y que las disposiciones contra la restricción de libertad de prensa implican, sin duda, que la autoridad deseaba investirse de la facultad de dictar regulaciones convenientes con respecto a ella. Lo anterior evidencia que el celo poco juicioso que se pone en la defensa de los derechos humanos lleva consigo concesiones que fortalecen la dialéctica a favor de la doctrina de los poderes constructivos»[39].

La objeción básica, por tanto, consistió en que la Constitución pretendía proteger un complejo de derechos individuales mucho más amplio de lo que cualquier documento pudiera enumerar exhaustivamente y que cualquier enumeración explícita de algunos de estos derechos probablemente sería interpretada en el sentido de que los restantes no se hallaban protegidos[40]. La experiencia demostró la existencia de poderosas razones para temer que ninguna declaración de derechos pudiera comprender todos los implicados en «los principios generales que son comunes a nuestras instituciones»[41], y que singularizar algunos de estos derechos parecería entrañar que los otros carecieran de protección. Por otra parte, pronto se reconoció que la Constitución confería obligatoriamente al gobierno poderes que pueden ser usados para infringir los derechos individuales si tales derechos no fueran especialmente protegidos y que, puesto que algunos habían sido mencionados en el texto constitucional, ventajosamente podía añadirse un catálogo más completo. «Una declaración de derechos —se dijo más tarde— es importante y a menudo puede ser indispensable siempre que opere como una cualificación de los poderes realmente concedidos por el pueblo al gobierno. Esta es la base real de todas las declaraciones de derechos en la madre patria, en la constitución y leyes coloniales y en las constituciones de los estados». «La declaración de derechos es una protección importante contra la conducta opresiva e injusta por parte del pueblo mismo»[42].

El peligro, tan claramente percibido en su momento, se evitó mediante la cuidadosa previsión (en la Enmienda novena) de que «la enumeración de ciertos derechos en esta Constitución no se interpretará como la negación o menosprecio de otros que conserva el pueblo»; previsión cuyo significado se olvidó por completo más tarde[43].

Debemos, al menos, mencionar brevemente otro rasgo de la Constitución americana para que no parezca que la admiración que los protagonistas de la libertad han sentido siempre por ella[44] se extiende también necesariamente a ese aspecto, producto particular de la misma tradición. La doctrina de la separación de poderes condujo a la formación de una república presidencialista en la que el jefe del ejecutivo deriva su poder directamente del pueblo y, en consecuencia, puede pertenecer a un partido diferente del que controla la legislatura. Más tarde veremos que la interpretación de la doctrina sobre la que se apoya este sistema no es en absoluto exigida por el objetivo al que sirve. Es difícil ver la oportunidad de interponer este obstáculo particular a la eficiencia del ejecutivo y uno puede muy bien sentir que las restantes excelencias de la Constitución americana se mostrarían con mayores ventajas si no estuvieran combinadas con dicho rasgo.

6. El desarrollo del poder judicial

Si consideramos que el principal objetivo de la Constitución fue establecer límites a la actuación de las legislaturas, se hace evidente que debían adoptarse medidas para aplicar tales restricciones según los métodos fijados en relación con otras leyes y principalmente a través de tribunales. No es sorprendente, por tanto, el que un cuidadoso historiador encuentre que «la revisión judicial, en vez de ser una invención americana, es tan vieja como el derecho constitucional mismo, y sin ella nunca hubiera quedado implantado el constitucionalismo»[45]. En razón del carácter del movimiento que condujo a la redacción de una constitución escrita, debe ciertamente parecer curioso que no se haya discutido jamás la necesidad de tribunales que puedan declarar la constitucionalidad de las leyes[46]. El hecho importante, en definitiva, es que para algunos redactores de la Constitución la revisión judicial era una parte necesaria y per se evidente del texto en cuestión; que cuando se presentó la ocasión de defender la concepción en las primeras discusiones, tras haber sido adoptados aquellos redactores, fueron suficientemente explícitos en sus manifestaciones[47]; y, por último, que a través de una decisión del Tribunal Supremo ello alcanzó la categoría de ley general. Tal revisión había sido ya aplicada por los tribunales con respecto a las constituciones de los estados (y en unos pocos casos incluso antes de la adopción de la Constitución federal)[48], aunque ninguna de las constituciones estatales la había previsto explícitamente y, por tanto, pareció obvio que los tribunales federales debían tener el mismo poder en lo que a la Constitución federal concierne. El dictamen del presidente de la Corte Suprema, Marshall, en el caso Marbury versus Madison, por el que estableció el principio, es justamente famoso por la magistral manera de compendiar su exposición razonada de la constitución escrita[49].

A menudo se ha señalado que, hasta cincuenta y cuatro años después, el Tribunal Supremo no tuvo nueva ocasión de reafirmar tal poder; sin embargo, debe destacarse que los tribunales estatales lo usaron frecuentemente durante dicho periodo y que la no utilización por el Tribunal Supremo sería significativa solamente si pudiera demostrarse que no se empleó en casos en que debiera haberlo sido[50]. Además, está fuera de toda discusión el hecho de que precisamente en este periodo se desarrolló completamente toda la doctrina constitucional en que se basó la revisión judicial. Durante estos años aparece una literatura única sobre las garantías legales de la libertad individual, que merece un lugar en la historia de la libertad, junto al de los grandes debates ingleses de los siglos XVII y XVIII. Si nuestra exposición fuera más completa, las contribuciones de James Wilson, John Marshall, Joseph Story, James Kent y Daniel Webster merecerían una consideración cuidadosa. La última reacción contra la doctrina de estos autores ha oscurecido en cierta manera la gran influencia que dicha generación de juristas tuvo en la evolución de la tradición política americana[51].

Tan sólo podemos examinar otro de los desarrollos de la doctrina constitucional durante el periodo en cuestión. Se trata del creciente reconocimiento de que un sistema constitucional basado en la separación de poderes presupone una clara distinción entre leyes propiamente dichas y aquellos otros estatutos provenientes de la legislatura que no son reglas generales. En las discusiones de este periodo encontramos constantes referencias al concepto de «leyes generales formadas mediante un proceso deliberatorio, fuera de la influencia singular de ningún representante y desconociendo a quiénes afectarán»[52]. Hubo muchas controversias sobre la indeseabilidad de los actos «especiales» en contraposición a los actos «generales»[53]. Las decisiones judiciales subrayaron repetidamente que las leyes propiamente dichas debían ser «leyes públicas generales que obligarían a cada miembro de la comunidad bajo circunstancias similares»[54]. Se hicieron varios intentos de incluir esta distinción en las constituciones de los estados[55] hasta que llegó a considerarse como una de las principales limitaciones de la legislatura. Ello, en unión de la explícita prohibición de leyes retroactivas por parte de la Constitución federal (en cierta manera extrañamente restringida a las leyes criminales, en virtud de una temprana decisión del Tribunal Supremo)[56], indica hasta qué punto las reglas constitucionales quisieron significar el control de la legislación sustantiva.

7. Recurso sobre constitucionalidad de la legislación

Cuando, hacia la mitad del siglo, el Tribunal Supremo tuvo nueva ocasión de reafirmar su poder en orden a examinar la constitucionalidad de las leyes aprobadas por el Congreso, la realidad de tal misión fue severamente puesta en duda. El problema había llegado a ser más bien el de la naturaleza de las limitaciones sustantivas que la Constitución o los principios constitucionales imponían sobre la legislación. Durante un cierto tiempo las decisiones judiciales invocaban libremente la «naturaleza esencial de todos los gobiernos libres» y «los principios fundamentales de la civilización», pero gradualmente, a medida que el ideal de soberanía ganó influencia, ocurrió lo que los oponentes a la enumeración explícita de los derechos protegidos habían temido: llegó a aceptarse como doctrina que los tribunales carecieran de facultades para «declarar la nulidad de un acto porque, en su opinión, es contrario a un supuesto espíritu que la Constitución entraña, pero que no expresa en palabras»[57]. El significado de la novena Enmienda fue olvidado y parece seguir en el olvido desde entonces[58].

En la forma antedicha, ligados los jueces del Tribunal Supremo a las previsiones explícitas de la Constitución, se encontraron durante la segunda mitad del siglo en una posición en cierta manera peculiar, al enfrentarse con usos del poder legislativo que en su opinión la Constitución había tenido intención de impedir pero que no prohibía explícitamente. De hecho, en principio, ellos mismos se despojaron de un arma que les había suministrado la Enmienda catorce. La prohibición de que «ningún estado promulgará y obligará a cumplir ninguna ley que derogue los privilegios o inmunidades de los ciudadanos de los Estados Unidos» estuvo reducida durante cincuenta años a «nulidad práctica», por decisión del Tribunal Supremo[59]. Sin embargo, el mantenimiento del mismo precepto que dice: «ningún estado despojará a nadie de la vida, la libertad o la propiedad sin que medie el debido proceso, ni negará a nadie, dentro de su jurisdicción, idéntica protección de las leyes», iba a adquirir para siempre una importancia no prevista.

La cláusula del «debido proceso» de la mencionada Enmienda reitera, con referencia explícita a la legislación del estado, lo que la Enmienda quinta había ya previsto y varias constituciones estatales similarmente declarado. En general, el Tribunal Supremo había interpretado la primitiva cláusula de acuerdo con lo que indudablemente fue su significado original de «debido proceso para el cumplimiento de la ley». Pero en los últimos veinticinco años del siglo, cuando, por una parte, había llegado a ser doctrina indiscutible que sólo la letra de la Constitución podía justificar la declaración del tribunal a propósito de la inconstitucionalidad de la ley, y cuando, por otra parte, fue menester enfrentarse con más y más legislación que parecía contraria al espíritu de la Constitución, llegó el momento de apoyase en una base tan débil e interpretóse el procedimiento como regla sustantiva. Las cláusulas de «debido proceso» de las enmiendas quinta y catorce fueron las únicas que en la Constitución mencionaban la propiedad. Durante los siguientes cincuenta años, tales cláusulas se convirtieron en el basamento sobre el que edificó el Tribunal Supremo un cuerpo legal referente no sólo a las libertades individuales, sino al control gubernamental de la vida económica, incluyendo el uso del poder de policía y el de las exacciones tributarias[60].

El resultado de este peculiar y en parte accidental desarrollo histórico no suministra base suficiente para una lección general que justifique una posterior consideración de las soluciones intrincadas de la actual ley constitucional americana. Poca gente considerará la situación resultante como satisfactoria. Al amparo de una autoridad tan vaga, el Tribunal Supremo se encaminó inevitablemente a juzgar si los fines para los que utilizaba la legislatura sus poderes eran deseables y no si una determinada ley iba más allá de los poderes específicos concedidos a las legislaturas, o si la legislación infringía los principios generales, escritos o no, que la Constitución había intentado mantener. El problema se convirtió en si los propósitos para los que los poderes se ejercían eran «razonables»[61] o, en otras palabras, si, en el caso particular de que se tratase, la necesidad era lo suficientemente grande para justificar el uso de ciertos poderes que en otros casos precisarían de justificación. El tribunal se excedía claramente en sus funciones judiciales propias e invadía la órbita peculiar del poder legislativo. Ello, finalmente, condujo a conflictos con la opinión pública y con el Ejecutivo, a consecuencia de los cuales la autoridad del Tribunal Supremo quedó, en parte, disminuida.

8. La gran crisis de 1937

Aunque para la mayoría de los americanos se trata de historia reciente y familiar, aquí no podemos ignorar totalmente la culminación de la lucha entre el Ejecutivo y el Tribunal Supremo, que, desde el tiempo del primer Roosevelt y la campaña anti Tribunal Supremo de los progresistas bajo el mayor La Follette, ha sido un rasgo destacado en el escenario político americano. El conflicto de 1937, a la vez que indujo al Tribunal Supremo a ceder en su extrema posición, también condujo a una reafirmación de los principios fundamentales de la tradición americana, realidad de perdurable significación.

Cuando estaba en su apogeo la más grave depresión económica de los tiempos modernos, la presidencia de los Estados Unidos fue ocupada por una de esas extraordinarias figuras que Walter Bagehot tiene presente cuando escribe: «Cierto hombre dotado de fuerza creadora, voz atractiva y limitada inteligencia, que perora e insiste no sólo en que el progreso específico es una cosa buena por sí misma, sino la mejor de todas las cosas y la raíz de las restantes cosas buenas»[62]. Completamente convencido de que conocía mejor que nadie lo que se necesitaba, Franklin D. Roosevelt concibió que la función de la democracia, en tiempo de crisis, radica en conferir un poder ilimitado al hombre en quien se confía, incluso si ello implica que se «forjen nuevos instrumentos de poder que en ciertas manos pueden ser peligrosos»[63].

Era inevitable que una actitud que consideraba legítimos casi todos los medios si los fines eran deseables, tenía que conducir pronto a un choque frontal con el Tribunal Supremo, que durante medio siglo había juzgado habitualmente la «racionalidad» de la legislación. Seguramente es verdad que el Tribunal Supremo, con su más espectacular decisión, cuando unánimemente rechazó la National Recovery Administration Act, no sólo salvó al país de una medida mal concebida, sino que actuó dentro de sus derechos constitucionales. A partir de este momento, la pequeña mayoría conservadora del Tribunal Supremo procedió a anular, una tras otra, diversas medidas del presidente en campos más discutibles, hasta que este último se convenció de que la única probabilidad de sacar adelante tales disposiciones consistía en restringir los poderes del Tribunal Supremo o en alterar su composición. La lucha llegó a su punto decisivo cuando se entabló en torno a lo que se conoce como Court Paking Bill. Ahora bien, la reelección presidencial en 1936, que por una mayoría sin precedentes reforzó suficientemente la posición de Roosevelt con vistas a intentar lo que se proponía, parece que también persuadió al Tribunal Supremo de que el programa presidencial contaba con amplio apoyo. Cuando, en consecuencia, el Tribunal Supremo cedió en su intransigencia y no sólo invirtió la postura que mantenía en algunos de los puntos centrales, sino que efectivamente abandonó el uso de la cláusula del debido proceso como límite sustantivo a la legislación, el presidente se vio despojado de sus más fuertes argumentos. En fin de cuentas, la medida presidencial fue totalmente derrotada en el Senado, donde el partido de Roosevelt tenía una mayoría abrumadora, y el prestigio del presidente sufrió un serio golpe precisamente en el momento en que había alcanzado el pináculo de la popularidad.

El episodio anterior, junto con la brillante declaración del papel tradicional del Tribunal Supremo, nuevamente formulada en el informe del Comité Judicial del Senado, constituye una conclusión digna de nuestro examen de la contribución americana al ideal de libertad bajo la ley. Solamente podemos citar aquí unos pocos de los más característicos pasajes de dicho documento. La declaración de principios parte de la presunción de que la conservación del sistema constitucional americano «es inconmensurablemente más importante… que la inmediata adopción de no importa qué legislación, por mucho que la misma sea beneficiosa». Se pronuncia «por la continuación y perpetuación del gobierno y del imperio de la ley en contraposición al imperio de los hombres, y en ello no hacemos otra cosa que declarar de nuevo los principios básicos de la Constitución de los Estados Unidos». Continúa afirmando: «Si en última instancia el Tribunal Supremo ha de responder a sentimientos en boga políticamente impuestos en un momento dado, tiene, en definitiva, que subordinarse a la presión de la opinión pública del momento, lo cual pudiera significar la pasión de la chusma, ajena a consideraciones más claras y duraderas… No se encuentra en los escritos y prácticas de los grandes estadistas una filosofía de libre gobierno más duradera ni mejor que la que se halla en las sentencias del Tribunal Supremo, cuando se enfrenta con los grandes problemas de libre gobierno que hacen referencia a los derechos humanos»[64].

Jamás una legislatura pagó un tributo de admiración mayor al tribunal que limitó sus poderes. Y nadie que recuerde estos sucesos en los Estados Unidos puede dudar de que tal legislatura expresaba los sentimientos de la gran mayoría de la población[65].

9. La influencia del modelo americano

A pesar del éxito increíble que constituye el experimento del constitucionalismo americano —y no conozco ninguna otra constitución escrita que haya durado siquiera la mitad de lo que perdura esta—, se trata sin embargo de un experimento sobre una nueva forma de ordenar el gobierno y no debemos concluir que contenga toda la sabiduría de este campo. Los principales rasgos de la Constitución americana cristalizaron en una etapa tan temprana del conocimiento constitucional y se ha utilizado tan poco el poder de enmendarla a fin de incluir en el documento escrito las lecciones aprendidas, que en ciertos respectos las partes no escritas de la Constitución son más aleccionadoras que su texto. De cualquier forma, para el propósito de nuestro estudio, los principios generales que entraña son más importantes que cualquiera de los rasgos particulares.

El punto fundamental es que en los Estados Unidos se haya establecido que la legislatura esté limitada mediante reglas generales; que debe enfrentarse con determinados problemas, de tal forma que el principio que constituye el sustrato puede también ser aplicado en otros casos, y que si la legislatura infringe un principio observado hasta el presente, aunque quizá nunca explícitamente declarado, debe reconocer tal hecho y someterlo a un elaborado proceso con vistas a comprobar si las creencias básicas del pueblo han cambiado realmente. La revisión judicial no es un obstáculo absoluto para los cambios y lo peor que puede originar es un retraso en el proceso y hacer necesaria la reproducción o la reafirmación del principio en disputa.

La práctica de restringir mediante principios generales la persecución gubernamental de objetivos inmediatos es, en cierto modo, una precaución contra el desviacionismo. Para ello, la revisión judicial requiere como complemento el uso normal de algo parecido al referéndum: un llamamiento al pueblo en general para que decida en materia de principios generales. Más aún: un gobierno que solamente puede ejercer coacción sobre el ciudadano de acuerdo con leyes generales preestablecidas a largo plazo, pero no en virtud de fines particulares y temporales, no es compatible con cualquier clase de orden económico. Si la coacción se ha de utilizar únicamente de la forma prevista por las reglas generales, resulta imposible para el gobierno emprender ciertas tareas. Así se hace verdad que, «despojado de lo que podríamos denominar su vaina, el liberalismo es constitucionalismo; es “el gobierno de las leyes y no de los hombres”»[66] siempre que por «liberalismo» entendamos lo que significó todavía en los Estados Unidos durante la lucha del Tribunal Supremo, en 1937, cuando el «liberalismo» de los defensores del Tribunal Supremo fue atacado bajo la acusación de ser defendido por una minoría de pensadores[67]. En este sentido los americanos han sido capaces de defender la libertad mediante la defensa de la Constitución. En breve veremos cómo en el continente europeo, al comienzo del siglo XIX, el movimiento liberal, inspirado en el ejemplo americano, llegó a considerar como objetivo principal el establecimiento del constitucionalismo y del imperio de la ley.