La evolución del Estado de Derecho
La finalidad perseguida por las leyes no se cifra en abolir o limitar la libertad, sino, por el contrario, en preservarla y aumentarla. En su consecuencia, allí donde existen criaturas capaces de ajustar su conducta a normas legales, la ausencia de leyes implica carencia de libertad. Porque la libertad presupone el poder actuar sin someterse a limitaciones y violencias que provienen de otros; y nadie puede eludirlas donde se carece de leyes. Tampoco la libertad consiste —como se ha dicho— en que cada uno haga lo que le plazca. (¿Qué hombre sería libre si pudiera señorearle el capricho de cada semejante?). La libertad consiste en disponer y ordenar al antojo de uno su persona, sus acciones, su patrimonio y cuanto le pertenece, dentro de los límites de las leyes bajo las que el individuo está, y, por lo tanto, no en permanecer sujeto a la voluntad arbitraria de otro, sino libre para seguir la propia.
JOHN LOCKE[1]
1. La libertad moderna aparece en Inglaterra
Más allá del siglo XVII inglés es difícil encontrar antecedentes de la libertad individual en los tiempos modernos[2]. La libertad individual surgió inicialmente —y así es probable que ocurra siempre— como consecuencia de la lucha por el poder, más bien que como el fruto de un deliberado plan. Ahora bien, hubo de pasar mucho tiempo hasta que sus beneficios se reconocieron. Por más de doscientos años, la conservación y perfección de la libertad individual constituyó el ideal que guio a Inglaterra y sus instituciones y tradiciones fueron el modelo para el mundo civilizado[3].
Esto no quiere decir que la herencia de la Edad Media fuese irrelevante para la libertad moderna. No obstante, su significación no es en absoluto la que a menudo se cree. Verdad es que en muchos respectos el hombre medieval disfrutó de más libertad de la que hoy generalmente se estima, pero hay pocos motivos para creer que la libertad de los ingleses en la época medieval fuera sustancialmente mayor que la de muchos pueblos continentales[4]. Aunque los hombres de la Edad Media disfrutaron de muchas libertades en el sentido de privilegios concedidos a clases sociales o a personas, difícilmente conocieron la libertad como condición general de todo un pueblo. En determinadas esferas, las concepciones generales prevalentes sobre la naturaleza y fuentes del derecho y del orden impidieron a la libertad resurgir en su forma moderna. Ahora bien, es cierto que Inglaterra fue capaz de iniciar el moderno desarrollo de la libertad porque retuvo más que otros países la idea común medieval de la supremacía de la ley destruida en todas partes por el auge del absolutismo[5].
El punto de vista medieval decisivamente importante como soporte de modernos desarrollos, aunque quizá solamente aceptado por completo durante los comienzos de la Edad Media, fue que «el Estado no puede crear o hacer la ley, y desde luego menos aún abolirla o derogarla, porque ello significaría abolir la justicia misma; sería un absurdo, un pecado y una rebelión contra Dios, que es quien crea dicha ley»[6]. Durante siglos se reconoció como doctrina que los reyes o la autoridad humana de que se tratase podían tan sólo declarar o descubrir las leyes existentes o modificar los abusos introducidos al calor de las mismas, pero no crear la ley[7]. Sólo gradualmente durante la baja Edad Media comenzó a aceptarse el concepto de deliberada creación de la nueva ley, es decir, la legislación tal como la conocemos. En Inglaterra, el Parlamento evolucionó y, de ser principalmente cuerpo descubridor de leyes, pasó a cuerpo creador de las mismas. Generalmente, en la disputa acerca de la autoridad para legislar, en el curso de la cual las partes contendientes se reprochaban mutuamente el actuar de modo arbitrario, es decir, en desacuerdo con las leyes generales reconocidas, los argumentos de la libertad individual, inadvertidamente, encontraron su desarrollo. El nuevo poder del Estado nacional altamente organizado, que surgió en los siglos XV y XVI, utilizó la legislación por primera vez como instrumento de política deliberada. Por un momento pareció como si este nuevo poder conduciría, tanto en Inglaterra como en el continente, a la monarquía absoluta, que había de destruir las libertades medievales[8]. El concepto de gobierno limitado que surgió de la lucha inglesa del siglo XVII fue de esta forma un nuevo punto de partida para afrontar nuevos problemas. Si la primitiva doctrina inglesa y los grandes documentos medievales, desde la Carta Magna, la gran Constitutio Libertatis[9], hasta nuestros días, tienen significación en el desarrollo moderno, es porque sirvieron como armas en tal lucha.
Aunque para nuestros propósitos no necesitamos hacer hincapié en la doctrina medieval, sí tenemos que examinar de cerca la herencia clásica que revivió al comienzo del periodo moderno. Tal examen es importante no sólo a causa de la gran influencia que ejerció en el pensamiento político del siglo XVII, sino también por la significación directa que la experiencia de los antiguos conserva en nuestro tiempo[10].
2. Origen de los ideales de la antigua Atenas
Aunque la influencia de la tradición clásica del moderno ideal de libertad es indiscutible, a menudo su naturaleza no se comprende bien. Se ha dicho frecuentemente que los antiguos no conocieron la libertad en el sentido de libertad individual. Esto es verdad en muchos lugares y periodos, incluso en la antigua Grecia, pero ciertamente no lo es en la época de la grandeza de Atenas, ni tampoco en la República romana de los últimos tiempos. En cambio, sí puede ser verdad en el caso de la degenerada democracia de los tiempos de Platón, pero no, seguramente, en la de aquellos atenienses a quienes Pericles dijo que «la libertad que disfrutamos en nuestro gobierno se extiende también a la vida ordinaria, donde, lejos de ejercer celosa vigilancia sobre todos y cada uno, no sentimos cólera porque nuestro vecino haga lo que desee»[11]. Recordemos asimismo aquellos soldados a quienes su general advirtió en el momento del supremo peligro durante la expedición a Sicilia que por encima de todo estaban luchando por un país en el que poseían «una libre discreción para vivir como gustasen»[12]. ¿Cuáles fueron las principales características de esa libertad de la «más libre de las naciones libres», como Micias llamó a Atenas en la mencionada ocasión, vistas tanto por los propios griegos como por los ingleses de la última época de los Tudor o de los Estuardo?
La respuesta viene sugerida por una palabra que los isabelinos tomaron prestada de los griegos, pero que desde entonces ha estado fuera de uso[13]. La palabra isonomía fue importada en Inglaterra, procedente de Italia, al final del siglo XVI, con el significado de «igualdad de las leyes para toda clase de personas»[14]. Poco tiempo después se utilizó libremente por los traductores de Tito Livio, en la forma anglicanizada de isonomy, para describir un estado de igualdad legal para todos y de responsabilidad de los magistrados[15]. Continuó el uso de la palabra durante el siglo XVII[16], hasta que «igualdad ante la ley», «gobierno de la ley» e «imperio de la ley» la desplazaron gradualmente.
La historia del concepto en la Grecia antigua ofrece una interesante lección, dado que probablemente entraña el primer caso de un ciclo que las civilizaciones parecen repetir. Cuando apareció por vez primera[17], describía el estado que Salón había establecido antes en Atenas al otorgar al pueblo «leyes iguales para los altos y los bajos»[18] y «ningún control de la vida pública que no fuese la certeza de ser gobernados legalmente y de acuerdo con normas preestablecidas»[19]. La isonomía fue contrastada con el gobierno arbitrario de los tiranos y llegó a constituir expresión familiar en canciones populares de borrachos que celebraban el asesinato de uno de tales déspotas[20]. El concepto parece ser más viejo que el de democracia, y la exigencia de igual participación de todos en el gobierno tal vez fuera una de sus consecuencias. Para Herodoto todavía es la isonomía, antes que la democracia, «el más bello de todos los nombres del orden político»[21]. Después de la implantación de la democracia, el término continuó usándose por algún tiempo, primero como justificación de aquella y más tarde[22] para disfrazar de manera creciente el carácter que asumió, ya que el gobierno democrático pronto llegó a olvidar la propia igualdad ante la ley, de la que derivara su razón de ser. Los griegos entendieron claramente que los dos ideales, aunque relacionados, no eran lo mismo. Tucídides habló sin ninguna duda sobre la «isonomía oligárquica»[23], y Platón incluso usó el término isonomía más bien en deliberado contraste con democracia que para justificarla[24]. Al final del siglo IV antes de Cristo se hizo necesario subrayar que «en la democracia las leyes deben imperar»[25].
Frente a tales antecedentes, ciertos famosos pasajes de Aristóteles aparecen como vindicación del ideal tradicional, aunque ya no use el término isonomía. En su Política subraya que «es más propio que la ley gobierne que el que lo haga cualquier ciudadano»; que las personas que disfrutan del supremo poder «deben ser nombradas sólo como guardianes y sirvientes de la ley», y que «quien sitúa el supremo poder en la mente lo hace en Dios y en las leyes»[26]. Aristóteles condena la clase de gobierno en que «el pueblo impera y no la ley», así como aquel en que «todo viene determinado por el voto de la mayoría y no por la ley». Para Aristóteles tal gobierno no es el estado libre, «pues cuando el gobierno está fuera de las leyes no existe estado libre, ya que la ley debe ser suprema con respecto a todas las cosas». Un gobierno que «centra todo su poder en los votos del pueblo no puede, hablando con propiedad, llamarse democracia, pues sus decretos no pueden ser generales en cuanto a su extensión»[27]. Si a lo anterior añadimos el siguiente pasaje de la Retórica, tendremos ciertamente una declaración bastante completa sobre el ideal del gobierno de la ley[28]; «Es de máxima importancia que leyes bien inspiradas definan todos los puntos que puedan, dejando los menos posibles a la resolución de los jueces, pues la decisión del legislador no es particular, sino general y previsora, mientras que los miembros de la Asamblea y del jurado centran su deber en solucionar adecuadamente los casos determinados que se les plantean»[29].
Es claro que el uso moderno de la expresión «gobierno de las leyes y no de los hombres» deriva directamente de la anterior declaración aristotélica. Thomas Hobbes creía que fue «pura y simplemente otro error de la Política de Aristóteles el que, en una comunidad bien ordenada, no los hombres sino las leyes debieran gobernar»[30], a lo que James Harrington replicó que «el arte en cuya virtud una sociedad civil se instituye y preserva sobre la base de derechos e intereses comunes… (consiste en) seguir a Aristóteles y a Tito Livio en materia de imperio de las leyes y no de los hombres»[31].
3. Origen de los ideales en la República romana
A lo largo del siglo XVII la influencia de los escritores latinos reemplazó grandemente la directa influencia de los griegos, por lo que es inexcusable examinar brevemente la tradición derivada de la República romana. Las famosas leyes de las XII Tablas, inspiradas en una consciente imitación de las leyes de Solón, constituyen el fundamento de su concepción de la libertad. La primera de aquellas estipula que «ningún privilegio o status será establecido en favor de personas privadas, en detrimento de otras, contrario a la ley común de todos los ciudadanos, que todos los individuos, sin distinción de rango, tienen derecho a invocar»[32]. Tal fue la concepción fundamental bajo cuyos auspicios se formó gradualmente el primer sistema totalmente desarrollado de derecho privado, mediante un proceso muy similar al que dio origen a la common law[33], sistema muy diferente en espíritu al del último Código de Justiniano, que determinó el pensamiento legal del continente.
El principio inspirador de las leyes de la Roma libre nos ha sido transmitido principalmente por las obras de historiadores y oradores de aquel periodo, quienes una vez más llegaron a ejercer influencia durante el Renacimiento latino del siglo XVII. Tito Livio —cuyo traductor hizo que la gente se familiarizase con el término «isonomía», término que el mismo Tito Livio no usó y que proporcionó a Harrington la distinción entre gobierno de las leyes y gobierno de los hombres—[34], Tácito y, sobre todo, Cicerón llegaron a ser los principales autores a través de los cuales se difundió la tradición clásica. Para el moderno liberalismo[35], Cicerón convirtióse en la principal autoridad y a él debemos muchas de las formulaciones más efectivas de la libertad bajo la ley. A él pertenece el concepto de las reglas generales, de las leges legum que gobiernan la legislación[36]; el de la obediencia a las leyes si queremos ser libres[37] y el de que el juez haya de ser tan sólo la boca a través de la cual habla la ley[38] En ningún otro autor se ve más claramente que, durante el periodo clásico del Derecho romano, se comprendió sin lugar a dudas la inexistencia de conflictos entre la ley y la libertad y la dependencia de esta última de ciertos atributos de la primera; de la generalidad y certeza de la ley. Cicerón, paladinamente, opone restricciones al poder discrecional de la autoridad.
Este periodo clásico fue también un periodo de completa libertad económica al que Roma debió en gran medida su prosperidad y fuerza[39]. Durante el siglo II después de Cristo, sin embargo, el socialismo de Estado avanzó rápidamente[40], y, con su desarrollo, la libertad que había creado la igualdad ante la ley fue progresivamente destruida al propio tiempo que se iniciaban las exigencias de otra clase de igualdad. Durante el Bajo Imperio los estrictos preceptos legales fueron debilitándose y cediendo ante una nueva política social en que el Estado incrementó su intervención en la vida mercantil. Las consecuencias de esta evolución, que había de culminar bajo la égida de Constantino, condujo, en palabras de un distinguido estudioso del Derecho romano, a que «el imperio absoluto proclamara, juntamente con el principio de equidad, la autoridad de la voluntad imperial libre de las barreras de la ley. Justiniano, con sus doctos profesores, llevó tal proceso a la cima de sus conclusiones»[41]. A partir de este momento, quedó relegada al olvido durante mil años la idea de que la legislación debe servir para proteger la libertad del individuo. Más tarde, cuando el arte de legislar fue redescubierto, el Código de Justiniano, con sus ideas de un príncipe que está por encima de las leyes[42], sirvió de modelo en el continente.
4. Lucha de los ideales ingleses contra los privilegios
En Inglaterra, sin embargo, la amplia influencia que ejercieron los autores clásicos durante el reinado de Isabel ayudó a preparar el camino para un proceso distinto. A poco de la muerte de la reina comenzó la gran lucha entre el Rey y el Parlamento, de la que derivó la libertad del individuo. Es significativo que las disputas, muy similares a aquellas con las que nos enfrentamos hoy en día, comenzaran muy principalmente en materia de política económica. Al historiador del siglo XIX las medidas de Jacobo I y Carlos I, provocadoras del conflicto, pudieron parecerle cuestiones anticuadas sin ningún interés temático. Para nosotros los problemas suscitados por los intentos reales de crear monopolios industriales tienen un marchamo familiar. Carlos I incluso intentó nacionalizar la industria del carbón, y pudo ser disuadido de ello únicamente cuando se le informó de que dicha nacionalización podía ser origen de una rebelión[43].
Desde que un tribunal sentenció, en el famoso Pleito de los Monopolios[44], que la concesión del privilegio exclusivo para la producción de un artículo iba «contra el derecho común y la libertad del ciudadano», la exigencia de leyes iguales para todos los individuos se convirtió en el arma principal del Parlamento frente a los deseos reales. Los ingleses aprendieron entonces, mejor de lo que lo han hecho hoy, que el control de la producción significa siempre la creación de privilegios; que entraña la concesión a Pedro del permiso negado a Juan.
Existió, no obstante, otra clase de regulación económica, que ocasionó la primera gran declaración del principio básico: el Memorial de Agravios de 1610 provocado por las nuevas reglamentaciones sobre edificación en Londres y la prohibición de fabricar almidón de trigo. La célebre réplica de la Cámara de los Comunes declaraba que entre todos los tradicionales derechos de los ciudadanos británicos «no existe otro más querido y preciado que el de guiarse y gobernarse por ciertas normas legales que otorgan a la cabeza y a los miembros lo que en derecho les pertenece, sin quedar abandonados a la incertidumbre y a la arbitrariedad como sistema de gobierno… De esta raíz ha crecido el indudable derecho del pueblo de este reino a no hallarse sujeto a ningún castigo que afecte a sus vidas, tierras, cuerpos o bienes, distinto de los contenidos en el derecho común de este país o en los estatutos elaborados con el consenso del Parlamento»[45].
Sin embargo, en la discusión a que dio lugar el Estatuto de los Monopolios de 1624, Sir Edward Coke, el gran fundador de los principios whigs, desarrolló finalmente su interpretación de la Carta Magna, segunda parte de sus Instituciones de las Leyes de Inglaterra (Institutes of the Laws of England), que muy pronto serían impresas por orden de la Cámara de los Comunes, refiriéndose al pleito de los monopolios, no sólo arguyó que «si se concede a un hombre el derecho de fabricar naipes en exclusiva o de llevar a cabo cualquier otro comercio, tal concesión es contraria a la libertad del ciudadano que antes hizo tal mercancía o pudo haber utilizado tal derecho de comercio… y, en consecuencia, contraria a la Gran Carta»[46], sino que incluso fue más allá de la oposición a la prerrogativa real advirtiendo al Parlamento «que dejase que todas las causas fueran medidas por la vara dorada y absoluta de las leyes y no por la incierta y torcida cuerda de lo discrecional»[47].
De la intensa y continuada controversia acerca de estos temas durante la guerra civil emergieron gradualmente todos los ideales que desde entonces han presidido la evolución política inglesa. Aquí no podemos intentar analizar su evolución en las controversias y folletos de la época, cuya ingente riqueza de ideario ha comenzado a descubrirse en tiempos recientes con la reimpresión de textos[48]. Podemos enumerar tan sólo las principales ideas que aparecieron con mayor frecuencia, hasta que en tiempos de la Restauración llegaron a formar parte de una tradición establecida, integrándose, tras la Gloriosa Revolución de 1868, en el cuerpo doctrinal del partido victorioso.
El gran acontecimiento que para las últimas generaciones constituyó el símbolo de las permanentes conquistas de la guerra civil fue la abolición, en 1648, de los tribunales privilegiados, y especialmente de la Cámara de la Estrella, tribunal secreto y arbitrario que había llegado a ser, según palabras de F. W. Maitland, a menudo citadas, «un tribunal de jueces que administra la ley»[49]. Casi al mismo tiempo se hizo el primer esfuerzo para asegurar la independencia de los jueces[50]. En las controversias de los veinte años siguientes, el motivo central lo constituyó la forma de imposibilitar la acción arbitraria del gobierno. Aunque los dos significados de «arbitrariedad» fueron durante mucho tiempo confusos, cuando el Parlamento comenzó a actuar tan arbitrariamente como el rey[51], llegó a reconocerse que la arbitrariedad de una acción no dependía de la fuente de la autoridad, sino de que estuviese conforme con principios generales de derecho preexistentes. Los puntos más frecuentemente subrayados fueron que no puede existir castigo sin una ley previa que lo establezca[52], que las leyes carecen de efectos retroactivos[53] y que la discreción de los magistrados debe venir estrictamente circunscrita por la ley[54]. En todo caso, la idea rectora fue que la ley debía reinar, o, como expresaba uno de los folletos polémicas del período, lex rex[55].
Gradualmente surgieron dos concepciones cruciales sobre la manera de salvaguardar los ideales básicos: la idea de una constitución escrita[56] y el principio de la separación de poderes[57]. Cuando en enero de 1660, poco antes de la Restauración, en la «Declaración del Parlamento reunido en Westminster» (Declaration of Parliament Assembled at Westminster) se hizo un último intento de formular mediante documento formal los principios esenciales de la Constitución, se incluyó este impresionante pasaje: «No hay nada más esencial para la libertad de un Estado que la gobernación del pueblo por leyes y que la justicia sea administrada solamente por aquellos a quienes se les puede exigir cuentas por su proceder. Formalmente se declara que de ahora en adelante todas las actuaciones referentes a la vida, libertades y bienes de cuantos integran el pueblo libre de esta comunidad deben ser acordes con las leyes de la nación, y que el Parlamento no se entrometerá en la administración ordinaria o parte ejecutiva de la ley, siendo misión principal del actual Parlamento, como lo ha sido de todos los anteriores, proveer a la libertad del pueblo contra la arbitrariedad del gobierno»[58]. Si, conforme a tal declaración, el principio de separación de poderes quizá no era totalmente «aceptado por el derecho constitucional»[59], al menos quedó como parte de las doctrinas políticas imperantes.
5. Codificación de la doctrina «whig»
Todas estas ideas vinieron a ejercer una decisiva influencia durante la siguiente centuria no sólo en Inglaterra, sino en América y en el continente, en la forma sumaria en que se expusieron después de la expulsión final de los Estuardo, en 1688. Aunque en su tiempo quizá otras obras produjeran la misma o quizá aún mayor influencia[60], el Second Treatise on Civil Government, de John Locke, destacó tanto sus duraderos efectos, que recaba nuestra atención.
La obra de Locke ha llegado a ser conocida principalmente como amplia justificación filosófica de la Gloriosa Revolución[61], y su contribución original consiste principalmente en sus exhaustivas especulaciones acerca del basamento filosófico del gobierno. Pueden diferir las opiniones en lo que respecta al valor de la citada obra; sin embargo, el aspecto importante, al menos en su época, que nos preocupa principalmente aquí, es la codificación de la doctrina política victoriosa, la recopilación de los principios prácticos que, según se acordó, a partir de ese momento debían controlar los poderes del gobierno[62].
Aunque en su discusión filosófica la preocupación de Locke se centró en la fuente que hace legítimo el poder y en los objetivos del gobierno en general, el problema práctico con que se enfrenta consiste en la manera de impedir que el poder, sea quien fuere el que lo ejerza, llegue a convertirse en arbitrario. «La libertad de los gobernados radica en la posesión de una norma permanente que el poder legislativo proclame para ser acatada porlas gentes y sea común a todos y cada uno de los miembros de dicha sociedad; radica en una libertad para seguir mi propia voluntad en todo siempre que la norma no lo prohíba; radica en no estar sujeto a la inconstante, desconocida y arbitraria voluntad de otro ser humano»[63]. Las razones se dirigían principalmente contra «el irregular e incierto ejercicio del poder»[64]. El punto importante se cifraba en el supuesto de que «quienquiera que asuma el poder legislativo o supremo en cualquier comunidad, se halla obligado a gobernar mediante leyes permanentes, estables, promulgadas y conocidas por el pueblo, y no a través de decretos extemporáneos; mediante jueces imparciales e impertérritos que han de decidir las controversias dentro del marco de dichas leyes. Asimismo las fuerzas coactivas de que dispone la comunidad, dentro de sus fronteras, tan sólo se utilizarán para asegurar el recto cumplimiento de tales leyes»[65]. La propia asamblea legislativa no es «absoluta y arbitraria»[66], «no puede asumir el poder de dictar normas mediante decretos arbitrarios y extemporáneos, sino que está obligada a dispensar justicia y a decidir los derechos de los súbditos en virtud de leyes promulgadas y permanentes y jueces autorizados y conocidos»[67]. «El supremo ejecutor de la ley… no tiene otra voluntad ni otro poder que el propio que de la ley deriva»[68]. Locke se opone a reconocer ningún poder soberano, y el Tratado ha sido considerado como un ataque a la idea misma de soberanía[69]. La principal salvaguarda práctica de Locke contra el abuso de autoridad es la separación de poderes, que expone algo menos claramente y en una forma menos familiar que la utilizada por algunos de sus predecesores[70]. Su principal preocupación estriba en la forma de limitar la discrecionalidad «del que tiene el poder ejecutivo»[71], pero no ofrece especial salvaguarda para ello. Su objetivo final, que penetra todo lo que en la actualidad se denomina limitación de poder, la razón por la que los hombres «eligen y autorizan una legislatura, es que tiene que haber leyes y reglas que sirvan de guarda y frontera de las pertenencias de todos los miembros de la sociedad, a fin de limitar el poder y moderar el dominio de cada parte y miembro de dicha sociedad»[72].
6. Progresos del siglo XVIII
Existe un largo camino entre la aceptación de un ideal por la opinión pública y su completa realización en el ámbito de la política, y es probable que el ideal del imperio de la ley todavía no había sido completamente llevado a la práctica cuando el sistema fue derogado, doscientos años más tarde. De cualquier forma, el principal periodo de consolidación durante el cual se introdujo de un modo progresivo en la práctica diaria fue durante la primera mitad del siglo XVIII[73]. Desde la confirmación final de la independencia de los jueces, en el Acta de Establecimiento de 1701[74], hasta que en 1706 el Parlamento examinara por última vez un proyecto de ley de proscripción —que condujo no solamente a una nueva declaración final de todas las razones contra tal acción arbitraria del legislador[75], sino también a la reafirmación del principio de separación de poderes—[76], el periodo se caracteriza por un lento pero firme desarrollo de la mayoría de los principios por los que los ingleses del siglo XVII habían luchado.
Podemos mencionar brevemente algunos acontecimientos significativos del periodo, como, por ejemplo, la ocasión en que un miembro de la Cámara de los Comunes —en los tiempos en que el Dr. Johnson informaba acerca de los debates— volvió a formular la doctrina básica de nulla poena sine lege, contra la que incluso hoy en día se alega a veces que no forma parte del Derecho inglés[77]. «Que donde no haya ley no existe transgresión es una máxima no sólo establecida por el consentimiento universal, sino evidente e innegable por sí misma. Y no es menos cierto, Señor, que donde no hay transgresión no puede haber castigo»[78]. Otra ocasión se presentó cuando Lord Camden, en el caso Wilkes, aclaró que los jueces deben ceñirse a las reglas generales y no a los objetivos particulares de gobierno, o, en otras palabras, que no se puede invocar razones políticas ante los tribunales de justicia[79]. En otros respectos el progreso fue más lento, y probablemente resulte cierto que, desde el punto de vista de los humildes, el ideal de igualdad ante la ley continuó siendo durante largo tiempo un hecho algo dudoso. Pero si el proceso de reformar las leyes de acuerdo con el espíritu de los mencionados ideales fue lento, los propios principios no sólo dejaron de constituir materia de discusión y opinión partidista, sino que incluso llegaron a ser completamente aceptados por los tories[80]. En algún respecto, sin embargo, la evolución se alejó del ideal más bien que se acercó. En particular, el principio de separación de poderes, aunque considerado a lo largo del siglo como el hecho más característico de la constitución británica[81], se convirtió en una realidad con progresiva menor entidad a medida que se desarrollaba el gobierno de gabinete. Y el Parlamento, con sus demandas de poder ilimitado, se halló pronto en la vía conducente a la liquidación de otro de los principios.
7. Hume, Blackstone y Paley
La segunda mitad del siglo XVIII produjo las coherentes exposiciones de ideales que determinaron grandemente el clima de opinión de los siguientes cien años. Como a menudo ocurre, fueron menos los filósofos políticos y jurisperitos, con sus sistemáticas exposiciones, que los historiadores, con sus interpretaciones de los sucesos, quienes llevaron tales ideas a la masa. El más influyente entre ellos fue David Hume, quien en sus trabajos subrayó constantemente los puntos cruciales[82] y de quien justamente se ha dicho que en su opinión el significado real de la historia de Inglaterra estribó en la evolución que va «del gobierno bajo el signo de la arbitrariedad al gobierno bajo el imperio de la ley»[83]. Por lo menos merece citarse un pasaje característico de su History of England, cuando, refiriéndose a la abolición de la Cámara de la Estrella, escribe: «En aquel tiempo no existía en el mundo ningún gobierno, ni quizá lo ha habido en ninguna época histórica, capaz de subsistir sin que algunos magistrados dispongan de cierta arbitraria autoridad; y aunque a primera vista pudiera ser razonable, resulta dudoso el que la sociedad lograra jamás un estado de perfección que le permitiera mantenerse sin otro control que el general de las rígidas máximas de la ley y la equidad. Ahora bien, el Parlamento pensó justamente que el rey era un magistrado demasiado eminente para que se le confiara un poder discrecional que podría fácilmente emplearse en la destrucción de la libertad. Y así se ha llegado a la conclusión de que, aunque de los principios de la estricta adhesión a la ley se derivan algunos inconvenientes, las ventajas los sobrepasan e inclinan para siempre a los ingleses a mostrar gratitud hacia la memoria de sus antepasados, quienes tras repetidas disputas establecieron al fin aquel noble principio»[84].
Más tarde, en el mismo siglo, estos ideales se dan a menudo por sobreentendidos más bien que explícitamente declarados, y el lector moderno tiene que inferirlos cuando quiera comprender lo que hombres como Adam Smith[85] y sus contemporáneos entendían por libertad. Sólo ocasionalmente, como ocurre en los Comentarios de Blackstone, hallamos esfuerzos para elaborar determinados puntos, tales como la independencia de los jueces, la separación de poderes[86] o el significado de la ley mediante su definición como «regla que no es una orden transitoria e imprevista de un superior o referida a personas determinadas, sino algo permanente, uniforme y universal»[87].
Muchas de las más conocidas expresiones de esos ideales se encuentran, desde luego, en los pasajes familiares de Edmund Burke[88]. Sin embargo, probablemente, la más completa declaración de la doctrina del imperio de la ley se halla en la obra de William Paley, el «gran codificador del pensamiento en una era de codificación»[89]. Tal declaración merece una larga cita: «La primera máxima del Estado libre —escribe Paley— es que las leyes se elaboren por quienes no han de administrarlas. En otras palabras: que los poderes legislativo y judicial se mantengan separados. Cuando tales oficios están unificados en las mismas personas o asambleas, las leyes son especiales y se hacen para casos concretos, que surgen a menudo de motivos parciales y se dirigen a fines privados. Por el contrario, cuando tales oficios se mantienen separados, las leyes son generales, se elaboran por un cuerpo de individuos sin que se prevea a quién pueden afectar, y, una vez promulgadas, deben ser aplicadas por otro cuerpo de hombres a los que se les permite afectarlas… Cuando las partes e intereses que han de ser afectados por las leyes son conocidos, la inclinación del legislador inevitablemente caerá de un lado o de otro, y, al no existir normas fijas que regulen las determinaciones ni ningún poder para controlar los procedimientos, tales inclinaciones interferirán con la integridad de la justicia pública. La consecuencia de ello es que los sujetos a tal constitución tendrán que vivir o sin leyes coherentes, lo que equivale a decir sin reglas conocidas y preestablecidas, o bajo leyes promulgadas por personas determinadas, que participan de la contradicción e iniquidad de los motivos a los que deben su origen.
»Este país se halla resguardado efectivamente contra tales peligros mediante la división de la función judicial y la legislativa. El Parlamento no conoce a los individuos sobre los que sus actos operarán; ante él no hay ni partidos ni casos, ni deseos particulares que servir. Consiguientemente, sus resoluciones vienen sugeridas por consideraciones de efectos y tendencias universales que siempre producen regulaciones imparciales y ventajosas para todos»[90].
8. Fin de la evolución inglesa
Con los finales del siglo XVIII terminan las mayores contribuciones británicas al desarrollo de los principios de la libertad. Aunque Macaulay hizo en el siglo XIX más de lo que Hume había hecho en el XVIII[91], y los intelectuales whigs de la Edinburgh Review y los economistas seguidores de la tradición de Adam Smith, como J. R. MacCulloch y N. W. Senior, continuaron discurriendo sobre la libertad de acuerdo con los cánones clásicos, hubo poco desarrollo posterior. El nuevo liberalismo que gradualmente desplazó a las tendencias whigs se presentó, cada vez más, bajo la influencia de las tendencias racionalistas de los filósofos radicales y de la tradición francesa. Bentham y sus utilitaristas, con su menosprecio de la mayor parte de los que hasta entonces se consideraban los rasgos más admirados de la constitución británica, contribuyeron poderosamente a la tarea de destruir las creencias[92] que desde los tiempos medievales Inglaterra había conservado en parte. Este grupo introdujo en Gran Bretaña algo que hasta entonces no existía: el deseo de rehacer la totalidad de los derechos e instituciones sobre la base de principios racionales.
La falta de comprensión de los principios tradicionales de la libertad inglesa por parte de los hombres guiados por los ideales de la Revolución francesa viene claramente ilustrada por uno de los primeros apóstoles en Inglaterra de dicha revolución: el doctor Richard Price. Ya en 1778 argüía que «la libertad está demasiado imperfectamente definida cuando se habla de gobierno de la ley en vez de gobierno de los hombres. Si las leyes están hechas por un hombre o un grupo de hombres dentro de un Estado y no por el consentimiento común, tal gobierno no difiere de la esclavitud»[93]. Ocho años más tarde fue capaz de exhibir una carta laudatoria de Turgot: «¿A qué se debe que sea usted casi el primero de los autores de su país que ha dado una idea justa de la libertad y mostrado la falsedad de la idea, tan frecuentemente repetida por casi todos los escritores republicanos, de que la libertad consiste en estar sujeto sólo a las leyes?»[94]. A partir de este momento y en lo sucesivo, el concepto esencialmente francés de la libertad política comenzó a desplazar progresivamente el ideal inglés de libertad individual, hasta que pudo decirse que «en Gran Bretaña, que hace poco más de un siglo repudiaba las ideas en que se basaba la revolución francesa y dirigía la resistencia contra Napoleón, tales ideales han triunfado»[95]. Aunque en Gran Bretaña la mayoría de los logros del siglo XVII fueron conservados más allá del siglo XIX, es forzoso dirigir la vista hacia otros países para descubrir el desarrollo posterior de los ideales soporte de aquellas realizaciones.