CAPÍTULO X

Las leyes, los mandatos y el orden social

Orden no es una presión que desde fuera se ejerce sobre la sociedad, sino un equilibrio que se suscita en su interior.

J. ORTEGA Y GASSET[1]

1. Determinación del ámbito de actuación individual a través de normas abstractas

Uno de los mayores juristas del siglo pasado definió así la concepción básica de la ley de la libertad: «Es la regla en cuya virtud se fija la frontera invisible dentro de la cual el ser y la actividad de cada individuo tienen una segura y libre esfera»[2]. Con el discurrir del tiempo, dicho concepto de ley, que constituyó la base de la libertad, se ha perdido en gran medida. Principal objetivo de este capítulo será recuperar y hacer más preciso el concepto jurídico sobre el que se constituyó el ideal de libertad bajo el derecho haciendo posible hablar de este último como «ciencia de la Iibertad»[3].

La vida de los hombres en sociedad, o incluso la de los animales gregarios, se hace posible porque los individuos actúan de acuerdo con ciertas normas. Con el despliegue de la inteligencia, las indicadas normas tienden a desarrollarse y, partiendo de hábitos inconscientes, llegan a ser declaraciones explícitas y coherentes a la vez que más abstractas y generales. Nuestra familiaridad con las instituciones jurídicas nos impide ver cuán sutil y compleja es la idea de delimitar las esferas individuales mediante reglas abstractas. Si esta idea hubiese sido fruto deliberado de la mente humana, merecería alinearse entre las más grandes invenciones de los hombres. Ahora bien, el proceso en cuestión es, sin duda alguna, resultado tan poco atribuible a cualquier mente humana como la invención del lenguaje, del dinero o de la mayoría de las prácticas y convenciones en que descansa la vida social[4].

Incluso en el mundo animal existe una cierta delimitación de las esferas individuales mediante reglas. Un cierto grado de orden que impide las riñas demasiado frecuentes o la interferencia en la búsqueda de alimentos, etc., surge a menudo del hecho de que el ser en cuestión, a medida que se aleja de su cubil, tiene menos tendencia a luchar. En consecuencia, cuando dos fieras se encuentran en alguna zona intermedia, una de ellas, normalmente, se retira sin que realmente trate de demostrar su fortaleza, y de esta forma la esfera que corresponde a cada bestia no se determina por la demarcación de un límite concreto, sino por la observancia de una regla, desconocida como tal regla por el animal, pero a la que se ajusta en el momento de la acción. El ejemplo demuestra cuán a menudo tales hábitos inconscientes envuelven cierta abstracción: la generalización de que la distinción del lugar donde el animal habita determinará la respuesta de dicho animal en su encuentro con otro. Si tratáramos de definir algunos de los más reales hábitos sociales que hacen posible la vida de los animales gregarios, tendríamos que exponer muchos de ellos mediante reglas abstractas.

El que tales reglas abstractas sean observadas regularmente en la acción no significa que los individuos las conozcan en el sentido de que puedan comunicadas. La abstracción tiene lugar siempre que un individuo responde de la misma manera a circunstancias que tienen solamente algunos rasgos en común[5]. Los hombres, generalmente, actúan de acuerdo con normas abstractas en el sentido expuesto, mucho antes de que puedan formularlas. Incluso cuando los humanos han adquirido el poder de la abstracción consciente, su pensamiento y su actuación están guiados probablemente por muchas reglas abstractas que obedecen sin ser capaces de formularlas. El hecho de que una regla determinada sea obedecida generalmente a la hora de actuar, no significa que haya de ser descubierta y formulada mediante palabras[6].

2. Diferencias entre el mandato y la ley

La naturaleza de tales normas abstractas que en sentido estricto denominamos «leyes» se muestra mejor al contrastarlas con los mandatos u órdenes específicas y determinadas. Si tomamos la palabra «mandato» en su más amplio sentido, las normas generales que gobiernan la conducta humana podrían ciertamente merecer tal calificativo. Leyes y mandatos difieren en cuanto a las declaraciones de hecho, pero pertenecen a la misma categoría lógica. Ahora bien, una regla general que todos acatan, a diferencia del mandato u orden en sentido propio, no presupone necesariamente una persona que la haya formulado.

También difiere del mandato en razón de su generalidad y abstracción[7]. El grado de tal generalidad o abstracción varía continuamente desde la orden que dice a un hombre que haga una cosa particular en determinado lugar y en determinado tiempo, a la instrucción de que en tales y tales condiciones cualquier cosa que haga tendrá que cumplir determinados requisitos. La ley, en su forma ideal, puede ser descrita como «mandato u orden dictada de una vez y para todos», dirigida al pueblo, promulgada prescindiendo de cualquier circunstancia particular en orden al espacio o al tiempo y considerando tan sólo las condiciones concurrentes en cualquier lugar y momento. Es conveniente, sin embargo, no confundir las leyes y los mandatos, aunque no hay duda de que aquellas van transformándose gradualmente en mandatos a medida que su contenido va aumentando en concreción.

La diferencia importante existente entre ambos conceptos se circunscribe al hecho de que, a medida que nos movemos del mandato a la ley, la fuente de la decisión que ha de tomarse con respecto a la acción particular se desplaza progresivamente del que promulga la ley o impone el mandato a la persona afectada. El tipo ideal de mandato determina únicamente la acción que ha de desarrollarse y no deja a aquellos a quien se dirige la menor posibilidad de usar su propio conocimiento o de seguir sus personales preferencias. La acción realizada de acuerdo con tal mandato sirve exclusivamente a los propósitos de quien lo formuló. El tipo ideal de ley, en cambio, proporciona simplemente una información adicional a tener en cuenta en el momento de adoptar una decisión.

La forma en que se distribuyen entre la autoridad y el sujeto actuante los objetivos y el conocimiento que guían una acción determinada es, por lo tanto, la distinción más importante entre las leyes generales y los mandatos específicos. A este respecto podemos ilustrar cuanto antecede trayendo a colación las diferentes maneras empleadas por el jefe de una tribu primitiva o el cabeza de familia para regular las actividades de sus subordinados. En un extremo tendríamos los casos que dicho jefe solventan totalmente dando órdenes específicas de tal suerte que el súbdito no puede hacer más que lo ordenado. Cuando aquellos concretan el actuar de los súbditos con el máximo de talle los convierten en meros instrumentos, se les impide utilizar su propio juicio y reflexión y, en definitiva, los objetivos y el conocimiento utilizado son los del jerarca. En la mayoría de los casos, sin embargo, los propósitos del jefe estarán mejor servidos si tan sólo da instrucciones generales acerca de lo que se debe hacer o de los fines que en determinado momento han de ser logrados y deja a los individuos la ejecución en detalle de acuerdo con las circunstancias concurrentes, es decir, de acuerdo con su conocimiento. Dichas instrucciones generales constituirán siempre cierto tipo de normas y la acción bajo las mismas estará guiada en parte por el conocimiento del jefe y en parte por el de las personas que actúan. Será el jefe quien decida qué resultados han de ser logrados, en qué tiempo, por quién y hasta quizá por qué medios, pero la manera particular de lograrlos se decidirá por los individuos responsables. Los sirvientes de una gran casa o los empleados en una fábrica, de igual manera, se hallarán sujetos a la rutina de cumplimentar órdenes vigentes adaptándolas en todo momento a las incidencias particulares. Tan sólo ocasionalmente recibirán mandatos específicos.

En tales circunstancias, los fines hacia los que se encamina toda actividad continúan siendo los del jefe. Sin embargo, este último puede permitir a los miembros del grupo que persigan sus propios fines dentro de ciertos límites. Ello presupondrá la designación de los medios que cada uno utilice para sus propósitos y tal asignación de medios puede tomar la forma de facilitarles bienes concretos o simplemente tiempo que el individuo utilizará para sus propios fines. La lista de derechos de cada individuo podrá ser alterada sólo mediante orden específica del jefe. O de otro modo, la esfera de libre acción de cada individuo podrá ser determinada y alterada de acuerdo con reglas generales establecidas por anticipado para largos periodos, y tales normas posibilitarán que cada individuo, mediante su propia acción (por ejemplo, mediante un trueque con otros miembros del grupo u obteniendo recompensas ofrecidas al mérito por el que manda), altere o conforme la esfera dentro de la cual dirige su acción hacia sus propósitos personales. Con ello, al determinar la esfera privada mediante reglas, surge un derecho como el de la propiedad.

3. Normas generales o abstractas frente a normas específicas y concretas

Una transición similar de lo específico y concreto a la creciente generalidad y abstracción se descubre en la evolución de las reglas de la costumbre a la ley en sentido moderno. Las normas de conducta de una sociedad que cultiva la libertad individual son relativamente concretas. No sólo limitan meramente el radio dentro del cual el individuo puede modelar su propia acción, sino que a menudo prescriben específicamente cómo debe proceder para obtener determinados resultados o lo que ha de hacer en lugares y momentos precisos. En las sociedades primitivas, la expresión del conocimiento objetivo de que ciertos efectos se producirán mediante una forma de actuar determinada y la exigencia de que tal forma de actuar guarde condiciones apropiadas hállame todavía indiferenciadas. Para dar solamente un ejemplo, las reglas que los bantús observan cuando han de mudarse a cualquiera de los catorce tipos de chozas de su pueblo prescriben estrictas restricciones del derecho de elección de acuerdo con la edad, sexo o status del individuo de que se trate[8]. Aunque la persona en cuestión no obedezca a la voluntad de otra, sino que se atiene a una costumbre impersonal, al observar un rito para alcanzar determinada situación en su vida, restringe su elección de métodos más de lo que es necesario para asegurar igual libertad a los restantes individuos.

La «fuerza de la costumbre» solamente constituye un obstáculo cuando la forma habitual de hacer las cosas ya no es la única manera que el individuo conoce de lograr un objeto deseable o cuando este mismo individuo puede pensar en otras maneras de obtenerlo. Con el crecimiento de la inteligencia individual y la tendencia a romper los moldes habituales de acción, se hizo grandemente necesario establecer explícitamente reglas o reformas, así como reducir gradualmente las prescripciones positivas o límites esencialmente negativos, fijando campos de acción que no interfieran con las esferas individuales similarmente reconocidas de los otros.

La transición de la costumbre específica a la ley ilustra todavía más que la transición del mandato a la ley lo que por falta de un término mejor hemos denominado carácter abstracto de la verdadera ley[9]. Las normas generales y abstractas especifican que en ciertas circunstancias la acción debe satisfacer determinadas condiciones, pero todas las múltiples clases de acción que satisfagan dichas condiciones son permisibles. Las reglas proveen meramente el marco dentro del cual el individuo ha de moverse, pero de acuerdo con decisiones propias de dicho individuo. En lo que se refiere a las relaciones del individuo con otras personas privadas, las prohibiciones son casi enteramente de carácter negativo, a menos que la persona a que se refieren haya creado por sus propias acciones las condiciones de las que surgen obligaciones positivas. Las reglas abstractas son instrumentales; son medios puestos a disposición del individuo y proveen parte de la información que, juntamente con el conocimiento personal de las circunstancias particulares de tiempo y lugar, puede utilizar como base para sus decisiones personales.

Puesto que la ley solamente determina parte de las condiciones que las acciones de los individuos han de satisfacer con aplicación a quienquiera que fuere siempre que se den ciertas circunstancias y con independencia de la mayoría de los hechos de cada situación concreta, el legislador no puede prever cuál será su efecto con respecto a determinados individuos o para qué propósitos la utilizarán estos. Cuando decimos que la ley es instrumental queremos significar que al obedecerla el individuo persigue sus propios fines y no los del legislador. Es indudable que los fines específicos de la acción, por ser siempre particulares, no deben entrar dentro de las reglas generales. La ley prohíbe dar muerte a otra persona, excepto en condiciones definidas para cualquier tiempo y lugar, pero la ley no puede referirse a la muerte de determinados individuos.

Al observar tales preceptos no servimos a los fines de otra persona ni tampoco podemos afirmar con propiedad que estamos sujetos a su voluntad. Mi acción difícilmente puede considerarse sujeta a la voluntad de un tercero si yo utilizo sus reglas para mis personales propósitos como podría usar mi conocimiento de las leyes de la naturaleza y si tal persona no sabe de mi existencia ni de las circunstancias especiales en que se me aplican tales reglas, ni de los efectos que tendrán sobre mis propios planes. Por lo menos en todos los casos en que la coacción con que amenaza es evitable, el único defecto de la ley consiste en alterar meramente los medios a mi disposición, pero nunca en determinar los fines que he de perseguir. Sería ridículo decir que al firmar un contrato obedezco la voluntad de otro, cuando no podría haberlo concluido si no existiera una regla reconocida que me promete que se mantendrá lo pactado; o bien que existe subordinación a la voluntad de otro al aceptar las consecuencias legales de cualquier acción que yo realice con pleno conocimiento de la ley.

La significación que tiene para el individuo el conocimiento de que ciertas reglas serán aplicadas universalmente es, en consecuencia, que los diferentes objetos y formas de acción adquieran nuevas propiedades. Sabe qué relaciones de causa y efecto, producto de los hombres, puede utilizar para cualquier propósito que desee llevar a término. Los efectos que esas leyes, producto humano, tienen en sus acciones, son precisamente de la misma clase que los de las leyes de la naturaleza. Su conocimiento de ambas le facilita la previsión de las consecuencias de sus acciones y le ayuda a establecer planes con confianza. Existe poca diferencia entre el conocimiento de que si enciende una hoguera sobre el suelo de su cuarto de estar la casa se incendiará y el conocimiento de que si incendia la casa de su vecino irá a la cárcel. Al igual que las leyes de la naturaleza, las leyes del Estado proveen de rasgos fijos al mundo en que el hombre ha de moverse, y aunque eliminen ciertas posibilidades que se ofrecen a dicho hombre, por regla general, no limitan la elección a una determinada acción que cualquier otro humano quiera imponerle.

4. Arbitrariedad, privilegio y discriminación

El concepto de libertad bajo el imperio de la ley, principal preocupación de esta obra, descansa en el argumento de que, cuando obedecemos leyes en el sentido de normas generales abstractas establecidas con independencia de su aplicación a nosotros, no estamos sujetos a la voluntad de otro hombre y, por lo tanto, somos libres. Puede afirmarse que las leyes y no los hombres imperan, por cuanto el legislador desconoce los casos particulares a los que sus prescripciones conciernen y también porque el juez que las aplica no tiene elección a la hora de formular las conclusiones que se siguen del cuerpo legal en vigor y de las particulares condiciones del caso que se juzga. La ley no es arbitraria porque se establece con ignorancia del caso particular y ninguna voluntad decide la coacción utilizada para hacerla cumplir[10], Esto último, sin embargo, es verdad tan sólo si por ley significamos las normas generales y abstractas que se aplican igualmente a todos. Dicha generalidad probablemente es el aspecto más importante de ese atributo de la ley que hemos denominado «abstracción». Una ley verdadera no debe nombrar ninguna particularidad ni destacar especialmente ninguna persona determinada o grupo de personas.

La significación del sistema en cuya virtud toda la acción coactiva del Estado se limita al cumplimiento de reglas abstractas generales se explica a menudo mediante las palabras de uno de los más grandes historiadores del derecho: «El movimiento de las sociedades progresivas ha sido hasta la fecha un movimiento del status al contrato»[11]. El concepto de status como lugar asignado que cada individuo ocupa en la sociedad corresponde, ciertamente, a un Estado donde las normas no son completamente generales, sino singularizadas para determinadas personas o grupo a quienes confieren derechos y deberes especiales. El énfasis en el contrato como opuesto al status es, sin embargo, algo equívoco, pues singulariza uno, si bien el más importante, de los instrumentos que la ley suministra al individuo para conformar su propia posición. El verdadero contraste con el reino del status es el de las leyes generales e iguales, de las reglas que son idénticas para todos, o, como pudiéramos decir, del imperio de las leges, para utilizar la palabra latina original, que significa leyes, es decir, leges como oposición a privi-leges o privilegios.

El requisito de que los preceptos de la verdadera ley sean generales no obsta para que a veces se apliquen reglas especiales a diferentes clases de individuos siempre que se refieran a propiedades que solamente ciertos hombres poseen. Existen normas que pueden aplicarse sólo a las mujeres o a los ciegos o a personas de determinada edad. (En la mayoría de tales casos ni siquiera será necesario nombrar la clase de gentes a las que se aplica la norma en cuestión. Por ejemplo, solamente las mujeres pueden ser violadas o quedar embarazadas). Tal distinción ni es arbitraria ni sujeta a determinados grupos a la voluntad de otros, siempre que sea igualmente reconocida como justa por los que están dentro y fuera del mismo. Esto no significa que debe existir unanimidad sobre la conveniencia de la distinción, sino tan sólo que los puntos de vista individuales no dependan de si la persona pertenece al grupo o no. Por ejemplo, siempre que la distinción, sino tan sólo que los puntos de vista individuales no dependan de si la persona pertenece al grupo o no. Por ejemplo, siempre que la distinción sea favorecida por la mayoría tanto dentro como fuera del grupo, existe una fuerte presunción de que sirve a los fines de ambos. Cuando, sin embargo, sólo aquellos que están dentro favorecen la distinción, nos encontramos claramente ante el privilegio, y si solamente los que están fuera la favorecen, nos hallamos ante la discriminación. Lo que para algunos es privilegio, para el resto, desde luego, es siempre discriminación.

5. Libertad y ley

No puede negarse que incluso las normas generales y abstractas, igualmente aplicables a todos, pueden constituir, posiblemente, severas restricciones de la libertad. Pero si bien nos fijamos, son escasas las probabilidades de que así ocurra. La principal salvaguarda proviene de que tales reglas deben aplicarse tanto a quienes las promulgan como a quienes se ven compelidos a cumplirlas, es decir, igual a los gobernantes que a los gobernados, y de que nadie tiene poder para otorgar excepción alguna. Si cuanto se prohíbe e impone afecta, sin la menor exclusión, a todos los individuos —salvo que la excepción provenga de otra norma general—, y si incluso la autoridad no tiene poderes especiales salvo para exigir el acatamiento a la ley, es probable que muy poco de lo que cualquier mente razonable pueda desear se halle incluido en la prohibición. Es posible que un sector religioso, a impulsos de su fanatismo, imponga al resto de sus conciudadanos limitaciones que, si bien los primeros se complacen en observar, para los segundos supone dificultarles el logro de importantes objetivos. Ahora bien, aun cuando no se puede negar que la religión ha suministrado, con reiteración, pretextos para el establecimiento de normas extremadamente opresivas y que la libertad religiosa es considerada, por tanto, como muy importante para la libertad en general, también es significativo que las creencias religiosas parecen ser casi el único campo en el que universalmente se obtuvo siempre por la fuerza el cumplimiento de reglas generales seriamente restrictivas de la libertad. Con todo, ¡cuán comparativamente inocuas, aunque molestas, son la mayoría de esas restricciones que literalmente afectan a todos —como, por ejemplo, el sábado escocés— comparadas con las que se imponen solamente a algunos! Es igualmente significativo que la mayoría de las restricciones en lo que consideramos campo privado, tales como la legislación sobre el lujo, hayan gravitado únicamente sobre grupos selectos de personas, o que otras, como la Ley Seca, se pudieron aplicar tan sólo porque el Gobierno se reservó el derecho de conceder excepciones.

En lo que respecta a los actos de los nombres que afectan a sus semejantes, conviene recordar también que no es posible más libertad que la limitada por la existencia de normas generales. Habida cuenta de que no existe actuación alguna que no interfiera la esfera protegida de otra persona, resulta inconcuso que ni la palabra ni la prensa ni el ejercicio de la religión pueden ser por completo libres. En el ámbito de tales actividades —y como veremos más tarde, también en el del contrato— la libertad no significa, ni puede presuponer, que lo que yo realizo no depende de la aprobación de ninguna persona o autoridad, ni que no se halle sometido precisamente a las mismas reglas abstractas que han de afectar de manera igual a todo el mundo.

Ahora bien, la afirmación de que la ley nos hace libres tan sólo es cierta si por ley se entiende la norma general abstracta o bien cuando se habla de la «ley en sentido material», lo que difiere de la ley en el mero sentido formal por el carácter de las reglas y no por su origen[12]. Una «ley» que contenga mandatos específicos, una orden denominada «ley» meramente porque emana de la autoridad legislativa, es el principal instrumento de opresión. La confusión existente en los dos conceptos de ley antes aludidos, justamente con la no creencia en el imperio de las leyes, suponiendo que los hombres, al promulgarlas y ponerlas en vigor, no vienen obligados a acatarlas, cuentan entre las principales causas de decadencia de la libertad, una decadencia a la que la teoría legal ha contribuido tanto como la doctrina política. Hemos de insistir, más adelante, acerca de cómo la moderna teoría legal ha proyectado una oscuridad cada vez más densa sobre la diferencia apuntada. En este momento nos limitaremos a proyectar nuestra atención sobre el contraste que ofrecen ambos conceptos de la ley dando ejemplos de las actitudes extremas que en esta materia se adoptan. El punto de vista clásico viene expresado por la famosa declaración del presidente de la Corte Suprema John Marshall, que dice así: «El poder judicial como oposición al imperio de las leyes no existe. Los tribunales son meros instrumentos de la ley y no pueden imponer su autoridad en nada»[13]. Tal afirmación contrasta con el aserto, muchas veces invocado, de un jurista moderno y que ha merecido el entusiasta beneplácito de los denominados «progresistas». Aludo al juez Holmes cuando mantiene que «las proposiciones generales no deciden los casos particulares»[14]. La misma posición ha sido adoptada por un científico político contemporáneo al afirmar: «La ley no impera. Sólo los hombres pueden ejercitar el poder sobre los restantes hombres. Decir que la ley impera y no los hombres significa tan sólo que se ha de ocultar el hecho de que el hombre gobierna al hombre»[15].

El hecho es que si el imperio significa que los hombres obedecen la voluntad de otro, en una sociedad libre el gobierno carece de tal poder. El ciudadano, como tal ciudadano, no puede estar sujeto a imperio en el sentido expuesto; no se le puede ordenar sin que importe cuál pueda ser su postura ante la tarea que ha escogido para sus propios propósitos o cuando, de acuerdo con la ley, temporalmente llega a ser agente del Gobierno. Puede estar sujeto al imperio, sin embargo, en el sentido de que tal imperio signifique cumplimiento forzoso de reglas generales establecidas con independencia del caso particular e igualmente aplicables a todos. En este supuesto, la mayoría de los casos a los que las reglas se aplican no requieren decisiones humanas, e incluso cuando un tribunal tenga que determinar la forma en que las reglas generales han de aplicarse a un caso particular decidirán las implicaciones del sistema total de reglas y nunca la voluntad de dicho tribunal.

6. La división del conocimiento

La razón de asegurar a cada individuo una esfera conocida dentro de la cual pueda decidir sus acciones es facilitarle la más completa utilización de su conocimiento, especialmente del conocimiento concreto y a menudo único de las circunstancias particulares de tiempo y lugar[16]. La ley le dice con qué hechos puede contar y, por lo tanto, amplía el radio de acción dentro del cual el individuo puede predecir las consecuencias de sus acciones. Al mismo tiempo le dice qué posibles consecuencias de tales acciones debe tomar en consideración o hasta qué punto será responsable de sus actos. Esto significa que lo que le permite o requiere que haga debe depender solamente de circunstancias que el individuo presumiblemente conoce o es capaz de llegar a conocer. No puede ser efectiva ninguna regla que haga depender el radio de acción de las libres decisiones individuales de consecuencias remotas de acciones más allá de la capacidad de previsión de la persona. Una regla de tales condiciones no deja al individuo libre para decidir. Incluso cuando se trata de estos efectos que el individuo presumiblemente puede prever, las reglas deben señalar lo que dicho individuo ha de tomar en consideración y lo que ha de desdeñar. En particular, tales reglas no solamente exigen que el individuo no haga nada que pueda dañar a otro, sino que están —o deberían estar— expresadas de tal forma que, aplicadas a una situación particular, permitan deducir claramente los efectos que hayan de ser tenidos en cuenta y los que no es necesario tener.

Si la ley, de la forma antedicha, sirve para facilitar la actuación efectiva del individuo de acuerdo con su propio conocimiento y a este propósito supone una adición al mismo, también encarna conocimiento de los resultados de pasadas experiencias que se utilizan siempre y cuando los hombres actúan de acuerdo con dichas normas. De hecho, la colaboración de los individuos bajo normas generales descansa en cierta clase de división del conocimiento[17] en virtud de la cual el individuo debe tener en cuenta las circunstancias particulares, pero la ley le asegura que su acción se adaptará a unas ciertas características generales o permanentes de la sociedad. La experiencia encarnada en la ley, que los individuos utilizan al gobernar sus reglas, es difícil de discutir, pues, ordinariamente, no es conocida por ellos ni por ninguna otra persona. La mayoría de estas reglas no han sido nunca deliberadamente inventadas, sino que se han desarrollado mediante un proceso gradual de prueba y error al que la experiencia de sucesivas generaciones ha ayudado para que las reglas sean lo que son. En la mayoría de los casos, por tanto, nadie sabe o ha sabido nunca todas las razones y consideraciones que han inducido a que una regla reciba determinada forma. A menudo hay que esforzarse para descubrir la función a que de hecho sirve una regla. Si no conocemos la racionalidad de una determinada regla, como con frecuencia ocurre, debemos tratar de entender cuál sería su función general o propósito si nosotros tuviéramos que mejorarla a través de un deliberado proceso legislativo.

Las normas bajo las cuales actúan los ciudadanos constituyen, en definitiva, una adaptación de toda la sociedad al medio en que aquellos se desenvuelven y a las características generales de los miembros que integran tal sociedad. Las leyes sirven o deberían servir para ayudar a los individuos a formar planes de acción cuya ejecución tenga probabilidades de éxito. Las reglas pueden haber llegado a existir meramente porque en ciertos tipos de situaciones es probable que surja una fricción entre los individuos sobre los derechos de cada uno, que sólo puede evitarse con la existencia de un precepto que les diga claramente en qué consisten tales derechos. En este caso, en puridad, se precisa que una regla conocida cubra el tipo de situación de que se trate, y, por lo tanto, no importa fundamentalmente cuál sea su contenido.

Existirán, sin embargo, con frecuencia varias reglas posibles que satisfagan la necesidad de que se trate, pero que no sean igualmente satisfactorias. Únicamente la experiencia nos mostrará cuál es el orden más conveniente cuando se trata de determinar lo que ha de ser exactamente incluido en ese conjunto de derechos que denominamos «propiedad», sobre todo cuando tales derechos se refieren a la tierra, o qué derechos ha de incluir la esfera protegida, o cuáles son los contratos cuyo cumplimiento ha de garantizar el Estado… No es nada «natural» una definición particular de derechos de la clase mencionada pareja a la concepción romana de la propiedad como derecho a usar o abusar de un objeto según convenga al propietario, definición que, aunque se repite a menudo, de hecho es difícilmente practicable en su forma estricta. Ahora bien, los principales rasgos de todos los órdenes legales más avanzados tienen suficiente similitud para parecer meras elaboraciones de lo que David Hume denominó las «tres leyes fundamentales de la naturaleza: la de estabilidad en la posesión, la de transferencia mediante consentimiento, la de cumplimiento de las promesas hechas»[18].

Nuestra preocupación actual no se centra, sin embargo, en el contenido particular que tales reglas deban tener en una sociedad libre, sino en ciertos atributos generales. Puesto que el legislador no puede prever el uso que las personas afectadas harán de sus reglas, sólo puede tender a hacerlas beneficiosas para la totalidad o la mayoría de los casos. Como tales normas operan, sin embargo, a través de la expectativa que crean, es esencial que se apliquen siempre con independencia de que las consecuencias en un determinado caso sean o no deseables[19]. El que el legislador se limite a formular reglas generales antes que mandatos particulares es la consecuencia de su insuperable ignorancia de las circunstancias particulares en las que las leyes se aplicarán. Todo lo que el legislador puede hacer es suministrar ciertos datos seguros para que sean utilizados por aquellos que tienen que planificar acciones particulares. Ahora bien, al fijar a los hombres solamente algunas de las condiciones de sus acciones, el legislador suministra oportunidades y posibilidades, pero nunca certezas en lo que respecta a los resultados de los esfuerzos individuales.

La necesidad de subrayar lo que pertenece a la esencia de las normas legales estrictas, es decir, su probable acción beneficiosa solamente en la mayoría de los casos a los que se aplican, y el que de hecho constituyen uno de los medios de que se sirve el hombre para enfrentarse con su ignorancia consustancial, nos ha venido impuesta por ciertas interpretaciones racionalistas del utilitarismo. Es evidente que la justificación de una determinada norma de derecho debe ser su utilidad, incluso aunque esta última no sea demostrable mediante argumentos racionales y se conozca únicamente porque la norma, en la práctica, ha demostrado ser más conveniente que ninguna otra; sin embargo, en términos generales, sólo la regla como un todo debe justificarse, no cada aplicación de la misma[20]. La idea de que cada conflicto en el campo de la ley o en el de las costumbres debiera decidirse como le pareciera más conveniente a alguien que comprendiese todas las consecuencias de la decisión, envuelve la negación de la necesidad de reglas. «Solamente una sociedad integrada por individuos omniscientes podría dar a cada persona completa libertad para ponderar cada acción particular desde el punto de vista de la utilidad general»[21] Tal utilitarismo «extremo» conduce al absurdo, y sólo lo que se ha denominado utilitarismo «restringido» tiene, por tanto, cierta relevancia para nuestro problema. Pocas creencias han destruido más el respeto por las normas del derecho y la moral que la idea de que la ley obliga solamente si se reconocen efectos beneficiosos al observarla en el caso particular de que se trate.

La más vieja forma de tan falsa concepción ha sido asociada con la fórmula usual y erróneamente citada de Salus populi suprema lex esto (la felicidad del pueblo debe ser —no es— la suprema ley)[22]. Correctamente entendido, significa que el fin de la ley ha de ser la felicidad del pueblo; que las reglas generales deben establecerse para servir al pueblo, pero no que cualquier concepto de un determinado fin social suponga justificación para romper dichas reglas generales. Un fin particular, el logro de un resultado concreto, nunca puede ser ley.

7. El orden en ausencia de reglamentaciones

Los enemigos de la libertad han basado siempre sus razonamientos en la tesis de que el orden de los negocios humanos requiere que alguien mande y que otros obedezcan[23]. Mucha de la oposición al sistema de libertad bajo leyes generales surge de la incapacidad para concebir una coordinación efectiva de las actividades humanas sin una deliberada organización resultado de una inteligencia que manda. Uno de los logros de la economía teórica ha sido explicar de qué manera se consigue en el mercado el mutuo ajuste de las actividades espontáneas de los individuos con tal de que se conozca la delimitación de la esfera de control de cada uno. El entendimiento de ese mecanismo de mutuo ajuste individual constituye la parte más importante de conocimiento que debería considerarse a la hora de confeccionar reglas generales, limitando la acción de los individuos.

El orden de la actividad social se muestra en el hecho de que los individuos pueden llevar a cabo un plan consistente de acción que quizá en cada momento de su proceso descansa en la expectativa de ciertas contribuciones por parte de sus semejantes. «Es obvio que en la vida social existe cierta clase de orden permanente y firme. Sin él, ninguno de nosotros sería capaz de emprender negocios o de satisfacer sus más elementales necesidades»[24]. Esta ordenación no puede ser resultado de una dirección unificada, si queremos que los individuos ajusten sus acciones a determinadas circunstancias únicamente conocidas por ellos y nunca conocidas en su totalidad por una sola mente. De esta forma, el orden con referencia a la sociedad significa esencialmente que cada acción individual está guiada por previsiones afortunadas y que los individuos no solamente utilizan efectivamente su conocimiento, sino que también pueden prever con un alto grado de confianza la colaboración que pueden esperar de otros[25].

Tal orden, que envuelve la adecuación a circunstancias cuyo conocimiento está disperso entre muchos individuos, no puede establecerse mediante una dirección central. Solamente puede surgir del mutuo ajuste de los elementos y su respuesta a los sucesos que actúan inmediatamente sobre ellos. Es lo que M. Polanyi ha denominado la formación espontánea de un «orden policéntrico». «Cuando se logra el orden entre los seres humanos permitiéndoles actuar entre ellos de acuerdo con su propia iniciativa —sujetos solamente a leyes que uniformemente se aplican a todos—, nos encontramos ante un sistema de orden espontáneo en la sociedad. Podemos decir entonces que los esfuerzos de dichos individuos están coordinados por el ejercicio de su iniciativa individual y que esta autocoordinación justifica la libertad en el campo público. Es decir, que las acciones de tales individuos son libres porque no están determinadas por ningún mandato específico, proceda este de un superior o de una autoridad pública. La compulsión a que estos individuos están sujetos es impersonal y general»[26].

Aunque los individuos más familiarizados con la forma en que los hombres ordenan los objetos físicos encuentran a menudo la formación de tales órdenes espontáneos difícil de comprender, existen desde luego muchos casos para cuyo ordenamiento físico confiamos similarmente en el espontáneo ajuste de elementos individuales. No podríamos producir jamás un cristal o un complejo orgánico compuesto si tuviéramos que colocar cada molécula individual o átomo en su lugar apropiado en relación con los restantes. Debemos confiar en el hecho de que, en determinadas condiciones, se ordenan ellos mismos en una estructura que poseerá ciertas características. El uso de tales fuerzas espontáneas, que en dichos casos es nuestro único medio de lograr el resultado deseado, implica por tanto que muchos hechos del proceso creador del orden están más allá de nuestro control. En otras palabras: no podemos confiar en tales fuerzas y al mismo tiempo cerciorarnos de que los átomos en cuestión ocupan lugares específicos en la estructura resultante.

Análogamente, podemos crear las condiciones para la formación de un den en la sociedad, pero no podemos disponer la manera de ordenarse por sí mismos sus elementos bajo condiciones apropiadas. En este sentido, la tarea del legislador no consiste en establecer un orden particular, sino sólo en crear las condiciones en virtud de las cuales pueda establecerse un orden e incluso renovarse a sí mismo. Como ocurre en la naturaleza, el inducir al establecimiento de tal orden no requiere que seamos capaces de predecir la conducta del sujeto individual, puesto que esta última depende de circunstancias especiales desconocidas en las que se encuentren dichos individuos. Todo lo que se requiere es una regularidad limitada en su conducta, y el propósito de las leyes humanas que hacemos cumplir es asegurar tal regularidad limitada como lo hace la formación de un orden posible.

Cuando los elementos de tal orden sean seres humanos inteligentes de quienes deseamos que utilicen sus capacidades individuales en la persecución de sus propios fines de la manera más acertada posible, la principal exigencia de tal establecimiento es que cada individuo conozca con qué circunstancias del mundo que le rodea puede contar. Esta necesidad de protección contra interferencias imprevisibles es a veces presentada como peculiar de la «sociedad burguesa»[27]. Pero, a menos que por «sociedad burguesa» se quiera entender una sociedad en la cual los individuos libres cooperan en condiciones de división del trabajo, tal punto de vista restringe la necesidad aludida a muy limitadas providencias sociales. La necesidad de protección contra la interferencia imprevisible constituye la condición esencial de la libertad individual y su aseguramiento es la principal función de la ley[28].