«Estoy… ¡Vivo!».
Permaneció sin respirar, paralizado en un pasmo de recién nacido. La súbita percepción del mundo anegaba su mente.
«Vivo…».
Súbitamente inspiró una bocanada agónica, como un náufrago arrebatado a las negras aguas de la muerte. Una intensa oleada de placer y dolor estremeció cada uno de sus músculos.
Abrió los ojos, acercó las manos al rostro y las examinó a través de la cálida penumbra.
«Maravilloso…».
Hizo girar sus manos lentamente, observó fascinado como se cerraban y volvían a abrir, y después bajó la mirada para contemplar el resto de su envoltura corporal.
Se puso en pie con dificultad. Su mente aún seguía desplegándose, asumiendo su retorno al tiempo y al espacio. Lo inundó gradualmente la energía de un rencor eterno y paladeó su sabor amargo. El deseo de venganza rugía dentro de él como un incendio inmenso… pero no tenía ninguna necesidad de apresurarse.
Era inmortal.
Los hombres lo conocían por diversos nombres, pero carecía de importancia cómo lo llamaran. Su corazón oscuro albergaba un único anhelo vital: que las naciones que habitaban los cuatro ángulos de la tierra cayeran a sus pies y lo reconocieran como su dios.
«Su único dios. —El odio retrajo sus labios dejando al descubierto los dientes—. Y mi reinado perdurará por los siglos de los siglos».
Inspiró hondo, cerró los ojos y sondeó mentalmente su entorno: muros de piedra, una mesa, una silla. Estaba solo en aquella estancia.
Espiró con lentitud y llenó de nuevo los pulmones. Entonces retuvo el aire y concentró las capacidades que le permitía aquella forma corpórea. Pasados unos segundos, liberó de golpe la potencia de su mente, proyectándola como un relámpago que iluminara de modo simultáneo el resto de habitaciones.
En torno a él la temperatura descendió con brusquedad.
Asintió levemente, gruñendo de satisfacción, y caminó hacia la salida sin mostrar ya ningún vestigio de la torpeza inicial. En su interior, el odio antiguo se mezclaba con un odio nuevo impregnando de gozo malévolo cada fibra de su ser.
Al otro lado del umbral había un hombre haciendo guardia de espaldas a él.
«Un simple mortal», pensó con una mezcla de indiferencia y desprecio.
Esbozó una sonrisa fría y se acercó al guardia por detrás.