Carta a mis lectores:

15 de marzo de 2013 d. C.

—¿Esto sucedió de verdad?

He escuchado esa pregunta varias veces. La hacían las personas que me estaban ayudando a revisar el primer manuscrito de la novela, según iban leyendo los diferentes acontecimientos que se narran. La respuesta que yo les daba casi siempre era afirmativa:

—Sí, sucedió de verdad.

He procurado ser lo más fiel posible a los acontecimientos históricos. No obstante, las fuentes documentales sobre Pitágoras y su contexto son escasas, a veces contradictorias o poco fiables y a menudo presentan grandes lagunas. Debido a esto, durante la recreación histórica unas veces he tenido que decidir qué fuente elegir entre varias incompatibles, y en otras ocasiones he debido hacer uso de la inventiva para reconstruir hechos irremediablemente perdidos en la noche de los tiempos.

Mi propósito ha sido elaborar un relato veraz en lo conocido y posible en lo desconocido. Asimismo, he intentado ofrecer una novela entretenida. Para ello me he permitido introducir algunos personajes y hechos que son fruto exclusivo de mi imaginación.

Los acontecimientos narrados ocurrieron, hasta donde podemos saber, en el año que indico: 510 a. C. En cuanto a los meses, he utilizado los nuestros —los del calendario gregoriano—, para facilitar la lectura. En aquella época, los griegos utilizaban calendarios lunisolares con diferente número de días y meses que el calendario gregoriano. Además, daban nombre a sus meses en función de fiestas y creencias que variaban entre las distintas ciudades o regiones.

Pitágoras es, por supuesto, un personaje histórico. Todo lo que hemos visto de prodigioso en él o en sus actos está recogido tal cual en alguna de las fuentes históricas de que disponemos. Sin duda fue uno de los principales maestros de la humanidad, tanto desde un punto de vista intelectual como moral. También hay numerosas constancias de que la hermandad pitagórica se extendió de un modo espectacular no sólo entre ciudadanos de a pie, sino en muchos gobiernos, convirtiendo al filósofo en uno de los hombres más influyentes de su época. Por otra parte, la historia no deja claro su final. Hay quien dice que se dejó morir de hambre tras ser testigo de los ataques a su hermandad, y quienes narran que vivió después largo tiempo. Yo prefiero imaginarlo en sus últimos años dedicado a transmitir su pensamiento a las generaciones venideras. De hecho, el pitagorismo sobrevivió bastante bien a la oleada de revueltas que lo expulsaron del poder político en la Magna Grecia: sus descubrimientos matemáticos sirvieron de base a los investigadores posteriores, su filosofía influyó en el platonismo y el cristianismo —entre otras corrientes—, y como movimiento religioso estuvo activo durante los primeros siglos del Imperio Romano. Las huellas del pitagorismo se pueden seguir a lo largo de dos mil quinientos años, desde el hombre genial que lo fundó hasta pequeñas organizaciones que permanecen activas hoy en día, y que conservan muchas de sus ideas y símbolos así como la regla de secreto.

El término sibarita se utiliza actualmente para la persona que procura disfrutar de placeres exquisitos. Proviene de la primitiva ciudad de Síbaris, que he intentado recrear tal como nos la cuentan los historiadores de la Antigüedad. Éstos también nos hablan de Telis como el cabecilla sibarita que lideró la revuelta popular, y que después exigió al Consejo crotoniata que les entregara a los aristócratas sibaritas que se habían refugiado en Crotona. Parece que la negativa del Consejo fue el origen de la guerra que hubo entre ambas ciudades. También es histórica la treta de los crotoniatas de hacer bailar a los caballos sibaritas para derrotar a su improvisado ejército, así como el posterior saqueo de Síbaris. Hasta ahí llega esta novela, pero las desdichas de los sibaritas continuaron. Tiempo después, Crotona desvió el curso del río Cratis y lo hizo pasar por encima de Síbaris, para arrasarla y que los sibaritas no pudieran volver a asentarse allí. Ese fue el final de la legendaria ciudad, y los sibaritas que habían escapado, como Glauco, debieron aceptar que ya no tenían una ciudad a la que regresar.

De Milón de Crotona sabemos que fue un coloso invicto durante décadas en las competiciones de lucha, como podemos ver en los registros de vencedores de los Juegos Olímpicos de la Antigüedad. Hay fuentes documentales que lo señalan como yerno de Pitágoras y también como comandante de las tropas que llevaron a Crotona a la victoria sobre Síbaris. Podemos encontrar innumerables anécdotas sobre su fuerza hercúlea. Por otra parte, hay una leyenda que le atribuye una muerte triste, devorado por las alimañas. Como su final no está claro en las páginas de la historia, he decidido recrearlo dando la vida por salvar a Pitágoras, que resulta mucho más apropiado para el mayor héroe que ha dado Crotona.

En cuanto a Cilón, el mezquino aristócrata y político crotoniata, efectivamente pretendió ingresar en la comunidad de Crotona y fue rechazado por Pitágoras. Esto lo humilló tanto que le guardó rencor de por vida, empeñándose en volver al Consejo de los Mil contra el filósofo. Muchos de los argumentos que Cilón utiliza en la novela para expulsar del gobierno a los 300, los he extraído directamente de Vida Pitagórica, de Jámblico.

Otros personajes históricos son Damo, la hija de Pitágoras, y Téano, su mujer. Téano realizó algunos descubrimientos y parece que escribió tratados relevantes sobre matemáticas y medicina. Ocupó un puesto preeminente en la comunidad de Crotona después de la marcha de Pitágoras, y tras la muerte de éste mantuvo durante muchos años un papel destacado en la orden. Su importante posición resultaba una rareza en la sociedad griega de la época, que consideraba que el papel de la mujer era ocuparse de la casa; sin embargo, la hermandad pitagórica era una isla de relativa igualdad en aquel mar de discriminación.

La semilla de esta novela se plantó en 1989, de un modo bastante poco literario. Ocurrió así:

Yo tenía diecisiete años y asistía a una clase de Matemáticas. Era un mal estudiante —me resultaba casi imposible mantener la atención durante las clases—, pero me encantaba aprender. En aquella ocasión me llamó la atención algo que dijo la profesora: aseguró que en la época de Pitágoras sólo sabían que Pi era 3 y algo más. No estaban seguros ni siquiera del primer decimal. Yo sabía que Pi era 3,14 y me pareció extraño que Pitágoras, el descubridor del famoso teorema, no hubiera sido capaz de obtener al menos ese par de decimales. Inmediatamente me distraje de las explicaciones y comencé a dibujar figuras geométricas. Al llegar a casa continué absorto en el problema. Quería obtener varios decimales de Pi utilizando sólo la «tecnología matemática» de la que disponía Pitágoras. Quería hacer algo que ellos no habían logrado, pero que podían haber hecho. Me pareció que la clave estaba en conseguir duplicar los lados de un cuadrado mediante el teorema de Pitágoras, y hacerlo varias veces para que el polígono resultante fuera cada vez más parecido a un círculo.

A pesar de que no lo conseguí, intuí que estaba en el camino correcto y guardé los papeles con mis intentos. En 2003, a raíz de una mudanza, me sorprendí al encontrar de nuevo aquel problema del que ya no me acordaba. Decidí que en esta ocasión no lo abandonaría sin resolverlo, y le puse tanto empeño que al final trabajaba en él sin papeles. Al cerrar los ojos aparecían ante mí los diagramas que había trazado tantas veces. Una mañana desperté al amanecer y me quedé en la cama utilizando las sombras del techo para dibujar mentalmente el problema, una y otra y otra vez. Chocaba siempre con el mismo obstáculo: una única y escurridiza línea que se negaba a mostrarme cómo calcular su valor. De pronto, como si una luz intensa iluminara el problema, me sobrecogió una sensación que sólo puedo describir a la manera de los antiguos griegos: «¡Eureka!». Salté de la cama nervioso y corrí a por papel y lápiz, temeroso de que el puzzle en mi cabeza se deshiciera. Lo dibujé todo de nuevo y comprobé varias veces la solución… Funcionaba, lo había resuelto.

Poco después se me ocurrió indagar si alguien más había descubierto mi método de cálculo de Pi. Al no encontrarlo, pensé que igual no sólo había conseguido resolverlo, sino que además había sido el único en hacerlo. Sabía que no tenía aplicación práctica —hay otros métodos para calcular Pi, y los ordenadores han obtenido ya millones de decimales—, pero me hacía ilusión pensar que había conseguido algo que en la época de Pitágoras sí hubiese podido considerarse un descubrimiento, algo valioso que hubieran protegido mediante su juramento de secreto. En cualquier caso, como no estamos en la época de Pitágoras, me limité a guardar con cariño mi pequeño logro, pensando que ya no volvería a salir de aquella carpeta.

Unos años más tarde, en 2009, acababa de terminar un proyecto literario y me encontraba dando vueltas a diferentes ideas que me atraían para la novela que quería escribir a continuación. Estaba decidido a dedicarle un par de años entre documentación y escritura, por lo que los elementos centrales debían resultarme apasionantes (en una biografía de Darwin leí que al final de su vida lamentaba amargamente haber dedicado ocho años al estudio de los cirrípedos[9]. Me resultó aterrador). De pronto supe sobre qué iba a escribir, y al día siguiente compartí mis ideas con un amigo:

—Voy a escribir una novela en la que se hablará del número Pi. Puede que también introduzca mi pequeño descubrimiento como un elemento de la trama.

—Menudo rollo.

Bien, para ser el primer comentario sobre mi proyecto no era muy alentador, pero ya tenía claros otros elementos del contexto y de la trama que esperaba que sonaran más interesantes.

—Estará ambientada en la época de Pitágoras, y él será uno de los protagonistas. Es un personaje fascinante.

—Me sigue sonando un poco rollo.

Esto ya me hizo fruncir el ceño. Llevaba varios años estudiando filosofía y Pitágoras se había convertido en uno de mis filósofos favoritos. La respuesta de mi amigo me dejó claro que tendría que ser muy cuidadoso con el equilibrio entre conocimiento y entretenimiento. Corría el riesgo de resultar aburrido si me dejaba llevar sólo por mi fascinación sobre el mundo de Pitágoras, o de escribir una novela entretenida pero vacía si me dejaba llevar por el miedo a aburrir y eliminaba todos los elementos de conocimiento. Seguí adelante con el proyecto, pero tomé una precaución adicional: le pedí a aquel amigo tan escéptico que fuera uno de mis correctores.

Cuando leo una novela me gusta aprender algo además de entretenerme, y sé que a mucha gente le sucede lo mismo. Por ese motivo, y por mi devoción a Pitágoras, he procurado reflejar al menos un esbozo de los principales elementos de la filosofía pitagórica. En cuanto a los conceptos matemáticos o geométricos —como el pentáculo, el número Pi o la proporción áurea—, he intentado mostrarlos con la profundidad suficiente como para dar una idea general sobre ellos y que se entienda el papel que tienen en la novela. El lector que lo desee podrá encontrar con facilidad más información sobre estos conceptos. Sin embargo, el enmascarado —cuando todavía no han averiguado que es Daaruk—, hace un descubrimiento que se da a conocer por primera vez con la publicación de esta novela. Se trata de mi método de cálculo de Pi, por el que Glauco le entrega de premio al enmascarado 1.500 kilos de oro más el temible Bóreas. El método está explicado en la novela, cuando Ariadna, Akenón y Evandro viajan a Síbaris para que Glauco se lo revele. Lo he reflejado con cierto detalle por su importancia en la trama y por ser un elemento que no puede consultarse en ninguna bibliografía. La explicación central del método la da Glauco y, aunque breve, resulta tan ardua que sólo Evandro y Ariadna, genios matemáticos, pueden comprenderla. Akenón, a pesar de su formación como geómetra, tiene que desistir. Igual que Akenón, supongo que la mayoría de lectores que hayan intentado comprender el método habrán tenido que renunciar. Para poder seguir su desarrollo se requiere el apoyo de diagramas, así como explicaciones más amplias que hubieran resultado demasiado pesadas en la novela. En mi página web —www.marcoschicot.com— hay una sección dedicada a esta novela donde explico detalladamente mi método para calcular Pi utilizando el teorema de Pitágoras.[10]

Algunos correctores se han sorprendido al encontrar numerosos paralelismos entre Pitágoras y Jesucristo, y me han preguntado si la figura del maestro griego estaba elaborada en parte con elementos del maestro nazareno. Estoy de acuerdo en que puede llamar la atención ver a Pitágoras predicando a sus discípulos y a multitudes numerosas una inusual doctrina de solidaridad y fraternidad; que sus contemporáneos creyeran que realizaba milagros como el control de los elementos naturales o la sanación de los enfermos; y, por supuesto, puede chocar que el maestro griego afirmara que nuestras almas inmortales estaban unidas a la divinidad hasta que cometieron un pecado y fueron condenadas a unirse a nuestros cuerpos mortales, donde deben llevar una vida recta y austera para poder elevarse de nuevo hasta lo divino. Tanta similitud puede hacer sospechar que Pitágoras se inspiró en el Mesías de los cristianos; sin embargo, hay que recordar que Pitágoras existió y predicó su doctrina casi seiscientos años antes que Jesucristo. Lo que ocurrió, más bien, fue que las enseñanzas de Pitágoras se vertieron en el mismo río del saber humano del que bebió posteriormente el cristianismo, tanto de modo directo como indirectamente a través del platonismo.

Pitágoras fue tan venerado en su época como Jesucristo en la suya, y entre sus coetáneos tuvo una mayor influencia política e intelectual. No obstante, sus enemigos políticos y la regla de secreto sobre su doctrina hicieron que la figura del filósofo quedara difuminada en las páginas de la historia. Por suerte, no se desvaneció completamente. La profunda sabiduría de aquel maestro extraordinario ha llegado hasta nosotros. Es cierto que la sociedad occidental parece haber perdido los valores y las reglas de comportamiento que Pitágoras, como otros grandes maestros, nos transmitió; afortunadamente, en nuestro interior, cada uno de nosotros sigue poseyendo la libertad de atender sus enseñanzas.

A lo largo de esta carta hemos visto qué sucedió, más allá de los hechos narrados en la novela, con algunos de sus protagonistas. Sin embargo, del futuro de Ariadna y Akenón no hemos hablado. Los hemos dejado en el barco de Eshdek, después de haber superado experiencias que han estado a punto de acabar con sus vidas. Gracias a ellos, la sabiduría del pitagorismo —a pesar del duro golpe sufrido— seguirá iluminando a la humanidad. Daaruk se consume de odio encadenado a un remo y entre la carga del barco se oculta una fortuna en oro más que suficiente para garantizar una vida cómoda a Akenón, Ariadna y el hijo que esperan.

Su porvenir en Cartago se presenta luminoso, y así será durante tres años, hasta que…

Pero espera, si quieres saber más, y vivir con Ariadna y Akenón una aventura que estoy seguro que te sorprenderá, te invito a leer las primeras páginas de La Hermandad, la continuación de El asesinato de Pitágoras. Las puedes encontrar aquí mismo, a continuación de esta carta. La novela completa está ahora mismo en manos de mis correctores y mi objetivo es publicarla a mediados de 2013. De momento, espero que disfrutes con sus primeras páginas.

Marcos Chicot