CAPÍTULO 99

18 de julio de 510 a. C.

Unas horas antes de aquella inquieta reunión nocturna del Consejo de los Mil, el enmascarado temía que sus planes se desmoronasen.

Estaba cabalgando sin descanso para asegurarse de alcanzar Crotona antes de que incrementaran demasiado la seguridad. Suponía que en cuanto llegaran los primeros refugiados sibaritas saltarían las alarmas y se volvería muy difícil entrar en la ciudad.

Cuando su grupo había recorrido dos tercios de la distancia entre Síbaris y Crotona, dieron alcance a Telis. El líder de la revolución se había detenido a acampar junto a un río, una decisión inteligente. Además, no podía entrar con sus huestes en Crotona para perseguir a los aristócratas.

Al grupo de Telis se estaban uniendo nuevos contingentes que no habían podido avanzar con tanta rapidez o que habían salido más tarde de Síbaris. Ya sumaban tres o cuatro mil hombres.

—Vayamos a hablar con Telis —dijo Isandro animado.

—No —respondió el susurro bronco del enmascarado—. Tenemos que llegar a Crotona lo antes posible.

El lugarteniente de Telis lo miró con recelo durante unos segundos. Finalmente no rechistó y siguió escoltándolo acompañado de sus cinco hombres. En el último trecho del camino alcanzaron a algunos aristócratas sibaritas que pretendían refugiarse en Crotona. Isandro dirigió al enmascarado una mirada inquisitiva y él negó con la cabeza. Entretenerse cazando hombres los retrasaría.

Cuando llegaron a Crotona ya era noche cerrada. Se dividieron en parejas y atravesaron la puerta norte dejando distancia entre ellos para que los guardias, atentos a la posible llegada de grandes grupos de atacantes, no les impidieran el paso. Las noticias de la revuelta sibarita hacían que las calles estuviesen más agitadas de lo normal a esas horas. Por todas partes se veían ciudadanos en busca de novedades y sirvientes llevando mensajes. Paradójicamente, aquella agitación sirvió para que el enmascarado y su escolta pasaran desapercibidos y llegaran sin problemas a la mansión de Cilón.

El enmascarado desmontó y anunció su presencia a un guardia de la puerta al que conocía. Isandro y sus hombres se quedaron a unos metros de distancia, mirándolo con una mezcla de desconcierto y hostilidad. ¿Quién se escondía tras la máscara, que tan amigo parecía de los aristócratas crotoniatas? El guardia respondió que Cilón había salido, pero le franqueó el paso sin problemas. Los sirvientes de confianza del político sabían que debían obedecer al hombre de la máscara.

Antes de entrar, el enmascarado se volvió hacia Isandro y sus hombres.

—Éste es mi destino. Ya podéis iros —dijo escuetamente.

Isandro pensó en escupir en el suelo para mostrarle su desprecio. Al final se limitó a lanzarle una mirada envenenada y se marchó a toda prisa hacia el campamento de Telis.

Tras cruzar las puertas, el enmascarado le entregó las riendas a un sirviente e hizo señas a otro para que se acercara.

—Coge este saco —susurró señalando la carga de su caballo—, y sígueme.

Atravesó el lujoso patio, subió al segundo piso y recorrió una galería hasta llegar a la habitación de Cilón. El sirviente, encorvado por el peso que transportaba, depositó la carga donde le indicó y lo dejó solo. El enmascarado amontonó unos cuantos almohadones en el suelo y se tumbó encima. Profundamente satisfecho, apoyó un brazo sobre el saco lleno de oro y dejó que su cuerpo se relajara. Imaginaba que Cilón pasaría toda la noche en el Consejo.

Mientras se sumía en un sueño placentero, pensó en lo que iba a proporcionarle el contenido de aquel saco. Una parte serviría para comprar los votos que necesitaba del Consejo de los Mil.

«Gracias al miedo y al oro, dentro de muy poco yo controlaré todas las votaciones».

Al grueso del oro, no obstante, iba a darle otro destino.

«¿Dónde demonios se habrá metido el enmascarado?».

Cilón caminaba agotado hacia su mansión. Lo acompañaban dos guardias con antorchas encendidas. El amanecer, no obstante, comenzaba a iluminar las calles. Cilón iba cabizbajo, perdido en sus pensamientos. Sin darse cuenta se había acostumbrado a seguir las sugerencias de su misterioso aliado, y ahora llevaba dos semanas sin verlo.

En el Consejo habían decidido interrumpir la sesión e irse a descansar unas horas. Se mantenía la incesante llegada de sibaritas, casi todos aristócratas, que confirmaban el éxito de la revuelta y pedían que les dieran asilo.

Cuando Cilón entró en su casa, se dio cuenta de que estaba tan nervioso como cansado. No estaba seguro de poder dormirse. Subió a su dormitorio y se sentó en el borde de la cama, dejando caer la cabeza sobre el pecho.

—Veo que los dos necesitamos un descanso.

Cilón dio un respingo y se volvió hacia aquel susurro áspero. En una esquina de la habitación, reclinado sobre varios almohadones, estaba el enmascarado.

—¿Qué haces aquí? ¿Cómo has entrado?

Cilón tuvo la impresión de que el enmascarado sonreía antes de responderle.

—Si no te importa, seré tu invitado durante unos días. Tenemos que celebrar muchas reuniones —añadió palmeando un pesado saco que había junto a él.

A Cilón le irritó sentir que el enmascarado disponía de él a su antojo, pero también agradecía la seguridad que irradiaba en aquellas horas turbulentas. «Y ese saco parece contener mucho oro», se dijo impresionado.

Meditó en silencio durante unos segundos.

—De acuerdo —respondió al fin—. Voy a decir que te preparen un cuarto. Hablaremos con calma cuando haya descansado.

La sesión del Consejo se reanudó al mediodía. En Crotona no se había producido ningún conato de revuelta, pero toda la ciudad estaba sometida a una expectación tensa. Ya había doscientos refugiados sibaritas repartidos entre la comunidad y la ciudad, y cada hora llegaban más.

Pitágoras ocupaba su lugar en la primera fila de las gradas, rodeado de la totalidad del Consejo de los 300. Mientras aguardaba nuevas noticias, su mente volvió a la cuestión de los irracionales. «¿Habrá algún modo de enfrentarse a ellos?», se preguntó con el rostro crispado.

La piedra de su asiento, fría y dura, hacía que le dolieran los huesos. Tendría que empezar a llevar una almohadilla como hacían los consejeros de mayor edad. Se inclinó hacia delante y apoyó los codos en los muslos buscando un poco de alivio. Encogido de ese modo parecía más frágil que nunca, casi un achacoso anciano en lugar del poderoso Pitágoras.

La caída del gobierno pitagórico de Síbaris le hacía sentir dudas sobre su proyecto político. Que el pueblo se rebelara contra un gobierno regido por sus normas, por su doctrina política, desestabilizaba sus convicciones. Sentía que perdía parte de la energía que necesitaba para enfrentarse a todos los proyectos expansivos que habían bullido en su mente: «Neápolis, los etruscos, Roma…».

Distraído como estaba, tardó un poco en darse cuenta de que casi la mitad de las gradas permanecían desocupadas. Faltaban Cilón y todos sus partidarios, que en los últimos tiempos eran alrededor de cuatrocientos consejeros.

En un extremo de la sala, junto a la puerta, Milón estaba hablando con un militar recién llegado. Cuando terminó se encaminó directamente al estrado. Su expresión era resuelta, como siempre, pero resultaba evidente que las palabras del militar lo habían preocupado.

—Acaban de regresar nuestros primeros espías —dijo con gravedad—. Los rebeldes de Síbaris, durante su persecución a los aristócratas, se han acercado mucho a Crotona. Ahora mismo están acampados a menos de tres horas a caballo.

Aquello provocó un rumor nervioso.

—¿Cuántos son? —preguntó alguien.

Milón dudó si compartir con todos lo que consideraba detalles militares.

—Cinco mil hombres —respondió finalmente—, y alrededor de mil caballos.

La audiencia se estremeció con exclamaciones de horrorizado asombro. «¡¿Cómo es posible?!», se preguntaban todos. Síbaris siempre había sido una ciudad sin ejército y de repente habían congregado unas fuerzas muy notables, sobre todo en cuanto a caballería. El ejército de Crotona, si se incluían los reservistas, podía llegar a quince mil soldados; sin embargo, el cuerpo de caballería sólo contaba con quinientos efectivos, la mitad que el de Crotona.

Pitágoras escuchó aquello con inquietud y después se volvió de nuevo hacia la posición de Cilón. La misteriosa ausencia del consejero y todo su grupo le provocaba un intenso desasosiego.

—¿Qué estás tramando? —susurró meneando la cabeza.