CAPÍTULO 98

18 de julio de 510 a. C.

Aquella noche, en Crotona, la sala del Consejo se iba llenando poco a poco. Milón estaba en lo alto del estrado, observando con expresión grave la afluencia de consejeros. Según entraban, cada uno se apresuraba nervioso hacia el grupo con el que tenía mayor afinidad y allí se ponía al corriente de las novedades.

Una hora y media antes, Milón había sido informado de que sus tropas habían tenido un encuentro inusual. Un sibarita se había abalanzado sobre ellos pidiendo protección. Iba montado en un caballo que poco después murió extenuado, y vestía tan sólo una delicada túnica de dormir propia de las clases altas de Síbaris. Aseguraba que se había producido un alzamiento del que había escapado por los pelos. Milón hizo que lo condujeran a su presencia y se sorprendió al ver que se trataba de Pireneo, un joven y gordo aristócrata que pertenecía al Consejo de Síbaris y además era iniciado pitagórico.

—Milón, gracias a los dioses. —Pireneo se arrojó a sus pies sollozando.

—Levanta Pireneo. —Tuvo que tirar con insistencia de sus hombros hasta que el sibarita se puso de pie—. ¿Qué ha sucedido?

Pireneo negó varias veces con la cabeza antes de conseguir hablar con voz lacrimosa.

—Lo he perdido todo. ¿Qué va a ser de mí? —Volvió a sollozar y luego se pasó las manos por la cara intentando reponerse—. Han atacado a traición. Eran muchos, muchísimos. Iban armados y tenían antorchas para quemarlo todo. Por fortuna, anoche yo tenía insomnio y oí cómo se acercaban. Mi casa es de las primeras que atacaron.

Pireneo siguió hablando, desahogándose durante un buen rato. De su discurso inconexo Milón sacó en claro que esa mañana se había producido en Síbaris un levantamiento popular de considerable dimensión, aunque no sabía cuál había sido el resultado final. Pireneo había huido al poco de comenzar y había cabalgado todo el día hasta llegar a Crotona. Milón reflexionó sin saber qué hacer. Ese tipo de revueltas tenían riesgo de propagarse, aparte de que un cambio de gobierno en una ciudad vecina siempre era un tema delicado. Sobre todo si el gobierno derrocado era afín, pues eso aumentaba las probabilidades de que el nuevo resultara hostil. Por otra parte, sólo contaban con el testimonio de un hombre muy nervioso que quizás estaba magnificando lo que había visto.

Quince minutos después lo sacó de dudas un nuevo sibarita huido de la revuelta. No aportaba nuevos datos sobre el desarrollo de los acontecimientos, pero su testimonio confirmaba el de Pireneo. A pesar de que ya era noche cerrada, Milón envió un mensaje a Pitágoras y ordenó una convocatoria de emergencia del Consejo de los Mil.

Hasta el momento se había presentado la mitad de los consejeros. Milón iba actualizando la información según llegaban nuevos refugiados sibaritas.

—Lo último que he sabido… —aguardó hasta que los rumores se disolvieron y los consejeros se volvieron hacia él—. Lo último que he sabido, es que el barrio aristócrata de Síbaris está en llamas. Ya tenemos siete refugiados. Todos disponían de excelentes caballos, y nos han dicho que han adelantado a muchos conciudadanos por el camino. Por lo tanto, tenemos que prepararnos para una llegada mucho más numerosa de refugiados, y para la posibilidad de que el régimen aristócrata de Síbaris haya sido derrocado.

La mención de un posible derrocamiento hizo brotar un rumor excitado por toda la sala. Pitágoras estaba sentado en su puesto, silencioso en medio de la primera fila de gradas, soportando con paciencia el enervante goteo de información.

«Ruego a los dioses que el levantamiento no tenga éxito».

Sería muy peligroso para Crotona, pues en ambos casos se trataba de ciudades gobernadas por un consejo de aristócratas, que a su vez estaba dirigido por una élite pitagórica. Por otra parte, a Pitágoras le sorprendía la cantidad de derrocamientos que se estaban produciendo ese año, como si una ola de rebelión estuviera recorriendo el mundo: En Roma, Lucio Junio Bruto había destronado al rey Tarquino el Soberbio. Aquello parecía el fin de una monarquía de siglos, pues Bruto estaba trabajando para instaurar un gobierno republicano. En Atenas, Clístenes había derrocado al terrible Hipias, acabando con una larga época de tiranías, y ahora se afanaba en el diseño de reformas que ampliaban el poder del pueblo.

«Pero el gobierno de Síbaris no es despótico, como tampoco lo es el de Crotona».

Las ideas políticas de Pitágoras, llevadas a la práctica por los gobiernos que dirigía, se basaban en un ejercicio justo del poder que perseguía abusos y corrupciones. No tenía sentido que lo acontecido en Roma y Atenas se produjera en las ciudades que él controlaba.

«Tiene que haber alguien instigando, engañando. Un líder fanático que haya confundido al pueblo en vez de pensar en su bien».

De repente, una idea terrible lo sobrecogió. «¿De nuevo el hombre de la máscara negra?». No le encontraba sentido. El responsable del levantamiento tenía que ser un cabecilla bien conocido por el pueblo de Síbaris. Se removió en el asiento. Esperaba que la revuelta ya hubiese sido sofocada y les llegara la noticia cuanto antes.

Un soldado cruzó las puertas de la sala. Debía de haber llegado otro refugiado con novedades. El militar atravesó el pavimento central seguido por cientos de ojos ansiosos. Bordeó el mosaico de Heracles y llegó hasta el estrado, de donde se bajó Milón para hablar con él. Tras un breve intercambio, Milón subió de nuevo las escaleras del estrado.

Los consejeros habían enmudecido.

—Creo que ya podemos estar seguros de lo sucedido —la voz estentórea del general Milón resonó entre las paredes de piedra—. El levantamiento ha sido masivo y muy bien coordinado. Miles de hombres han irrumpido al amanecer en el barrio aristócrata, asesinando sin miramientos a todos los que caían en sus manos. En pocas horas controlaban toda la ciudad, excepto pequeños focos de resistencia que presumiblemente habrán sucumbido ya. En resumen, la ciudad está bajo control de los insurgentes. —Hizo una pausa. Los consejeros estaban tan conmocionados que parecían estatuas—. En vista de la situación, voy a dar órdenes de que el ejército se prepare para evitar que ocurra algo similar en Crotona.

Milón aguardó unos segundos por si alguien quería replicar. Como nadie lo hizo, abandonó el estrado y se marchó para ponerse al mando de las tropas.

Cilón observó desde su asiento el paso del general en jefe de las fuerzas armadas. No tenía nada que oponer a que el ejército se preparara para aplastar cualquier motín. Al contrario, daba gracias a que ellos dispusieran de tropas, no como los holgazanes de Síbaris, que por no querer realizar servicio militar no contaban con un ejército regular. Confiaban en su oro para contratar mercenarios cuando la ciudad entraba en conflicto con algún vecino, y de modo permanente sólo mantenían una tropa reducida cuya lealtad resultaba bastante dudosa. Los más ricos disponían de una guardia personal, pero seguramente muchos de esos guardias se habían unido al pueblo, sobre todo al ver que su señor huía.

«Aquí nunca triunfaría una rebelión», se dijo con más firmeza de la que realmente sentía. Experimentaba la desagradable sensación de estar a merced de los acontecimientos. De todos modos, jamás se le habría pasado por la cabeza que su aliado estaba detrás de lo sucedido en Síbaris.

Cilón, al igual que la ciudad de Síbaris y la de Crotona, era sólo un peón en el juego del enmascarado.