CAPÍTULO 97

18 de julio de 510 a. C.

Desde lo alto de su caballo, el enmascarado escudriñaba pacientemente a través de los árboles. Junto a él se encontraba Bóreas de pie. Detrás de ellos estaban la montura del gigante y una decena de mulas atadas en fila.

La espera se prolongaba más de lo previsto y en el fondo de su mente apareció la sombra de una duda. La disipó de inmediato y siguió aguardando. El silencio del bosque se llenó poco después con un golpeteo rítmico. Enseguida pudo distinguirse que se trataba del trote de un único jinete. El enmascarado se adelantó con Bóreas, saliendo de la espesura hasta la mitad de un amplio calvero.

Uno de los hombres de Telis surgió cabalgando de entre los árboles.

—Lo hemos logrado, señor —dijo con una vehemencia eufórica—. Sólo han escapado unos pocos cientos, y les estamos dando caza.

El enmascarado se limitó a asentir. El jinete volvió grupas y espoleó con fuerza su montura, ansioso por sumarse de nuevo a la sangrienta fiesta en que se había convertido Síbaris.

La máscara negra se giró hacia Bóreas.

—Vamos —susurró sin dejar traslucir su regocijo interno.

Se puso en marcha y el gigantesco Bóreas partió tras él, llevando de las riendas a su caballo y las diez mulas.

Su destino era el palacio de Glauco.

La tela que recubría el suelo del barrio rico de Síbaris estaba quemada y arrancada en muchos puntos. La sensación de sosiego que se respiraba habitualmente se veía definitivamente arruinada al escuchar los gritos enfebrecidos de los hombres que saqueaban e incendiaban las mansiones. El enmascarado recorría aquellas calles con Bóreas, recreándose al observar los efectos devastadores de sus intrigas. En varias ocasiones se cruzaron con patrullas armadas que se apresuraron a darles el alto. Inmediatamente les permitieron continuar. Todos los revolucionarios sabían que el hombre de la máscara negra era un poderoso aliado, alguien que había alentado y financiado la revuelta popular contra los aristócratas, convirtiendo en una inesperada realidad el sueño histórico de un puñado de visionarios. Además, Telis, el cabecilla al que todos obedecían, había ordenado mostrar al misterioso enmascarado el mismo respeto que a él mismo.

Por otra parte, todo sibarita sabía quién era Bóreas y de lo que era capaz, y tenían todavía menos ganas de acercarse a él ahora que lo veían con una espada desenvainada.

Las paredes de piedra del palacio de Glauco estaban recubiertas de estuco rojo. «Un color muy apropiado para un día de sangre y fuego», pensó el enmascarado. De su interior salía una delgada columna de humo; no parecía haber sufrido grandes daños. En la puerta había un grupo de diez o doce hombres armados, uno de los cuales se adelantó para recibirlos.

—Buenos días, señor —dijo con una mezcla de respeto y orgullo—. Mi nombre es Isandro y soy lugarteniente de Telis. Él me ha ordenado tomar este edificio y ponerlo a tu disposición junto con mis hombres.

Se apartó dejándole el acceso libre. Parecía un hombre duro e inteligente. Sin embargo, al igual que todos los participantes en la revuelta, denotaba una completa falta de formación castrense. El enmascarado recordó que, a diferencia de lo que era costumbre en casi todas las ciudades griegas, los ciudadanos de Síbaris no realizaban servicio militar.

—Muy bien, Isandro —susurró con su voz rasposa—. Os lo agradezco mucho, a ti, a Telis y a todo el pueblo de Síbaris. Ahora dime, ¿habéis detenido a Glauco?

Isandro torció el gesto.

—No, señor. El avance por el barrio aristócrata ha sido complicado porque la mayoría de ellos contaba con una fuerte guardia personal. A pesar de eso hemos conquistado todo en sólo dos horas, con la excepción de algunas mansiones que tenemos asediadas. Glauco tuvo la suerte de escapar antes de que cortáramos las calles. Matamos a varios de sus guardias, pero él se escabulló con un puñado de hombres.

Alrededor del pórtico de entrada varios cadáveres ilustraban el relato de Isandro. Todavía no había llegado la hora de retirar a los muertos.

El enmascarado asintió y se adentraron en el palacio sin más preámbulos. Había otro cadáver en el pasillo de acceso y tres cuerpos más desperdigados por el patio interior. Uno de ellos todavía gemía sin que nadie le prestara atención. La estatua de Dioniso había caído del pedestal durante la pelea; estaba tirada en el suelo con la cabeza y un brazo separados del tronco.

Bóreas experimentó una sensación extraña al regresar al palacio en el que había vivido tantos años. Miró hacia los establos. El humo procedía de allí, aunque no se veían llamas. En ese lateral del patio se agrupaban varias mulas con los aparejos para la carga ceñidos pero sin utilizar.

Isandro soltó un bufido desdeñoso.

—Glauco debía de pensar que le daría tiempo a llevarse su oro —dijo señalando a las mulas—. Al final tuvo que escapar con las manos vacías para salvar su vida… de momento.

—Perfecto —susurró el enmascarado—. Utilizaré también sus mulas.

—Sí, señor, pero… —Isandro dudó si continuar.

—¿Sí? —el susurro apremiante surgió de la máscara cortante como una espada.

—Telis me ha ordenado obedecerte igual que si fueras él mismo… pero ha señalado una excepción.

El enmascarado frunció el ceño. Había acordado con Telis que, como compensación a todo el oro con el que había financiado la revuelta, se quedaría con el contenido del palacio de Glauco. Era una gran concesión por parte de Telis, pues el idealista cabecilla había ordenado que todos los tesoros confiscados a los ricos se transfirieran al tesoro público. Las únicas salvedades eran los inevitables actos de pillaje —se hacía la vista gorda mientras no fueran de excesiva cuantía—, y los bienes de Glauco, el sibarita más acaudalado, que se reservaban para el hombre de la máscara negra.

«Y no habíamos hablado de limitaciones a este acuerdo».

—Se trata de los caballos de Glauco —explicó Isandro para tranquilidad del enmascarado—. Telis quiere que todos los caballos de los aristócratas se destinen a formar el cuerpo de caballería del nuevo ejército de Síbaris.

Bóreas guió a su amo y a los hombres de Isandro a través del palacio que conocía tan bien. Accedieron a las dependencias privadas de Glauco, recorrieron la galería del gran patio interior, en cuyo centro se erigía la estatua de Zeus, y entraron en el dormitorio principal. En una de las paredes, oculta tras un tapiz, había una pequeña puerta de hierro encastrada en la piedra.

—¿Puedes abrirla? —le preguntó el enmascarado a Bóreas.

El gigante reflexionó un momento y se marchó de la alcoba en silencio. En el patio exterior volcó el pedestal de la estatua de Dioniso. Era cilíndrico y acanalado, como una columna gruesa de poco más de un metro de altura. Lo llevó rodando hasta la habitación de su antiguo amo y lo colocó en la pared contraria a la puerta de hierro. Allí rodeó el pesado pedestal con los brazos y tensó sus músculos en un esfuerzo titánico. Consiguió alzarlo hasta apoyarlo sobre un hombro, dio un par de pasos hacia la puerta, afianzándose, y después echó a correr. Todo el mundo se apartó de su trayectoria. Dos metros antes de llegar a su objetivo impulsó la enorme piedra con todas sus fuerzas. El pedestal golpeó contra la puerta de hierro haciendo temblar todo el palacio en medio de un estruendo formidable.

La pared se resquebrajó pero la puerta resistió.

Isandro y sus hombres miraron espantados a Bóreas mientras se acercaba de nuevo a la piedra. Algunos lo habían visto cuando pertenecía a Glauco y todos habían oído hablar de él; sin embargo, ser testigos de su inmensa fuerza resultaba aterrador. La sensación de peligro se incrementaba porque el gigante, a pesar de ser un esclavo, obedecía al enmascarado pero mostraba hacia los demás un desdén absoluto.

Bóreas hizo rodar la piedra de nuevo hasta la pared contraria y recomenzó el proceso. Al siguiente golpe la puerta metálica se hundió, arrancando con sus goznes grandes pedazos de la pared de roca. Detrás de la puerta había una escalera que se adentraba bajo tierra. Al final se encontraba una pequeña cámara con paredes de piedra de un metro de grosor. Era prácticamente imposible acceder a ella excavando desde el exterior. Bóreas no cabía por el hueco de la puerta, pero los demás bajaron con una antorcha y comprobaron admirados que las leyendas sobre la riqueza de Glauco eran ciertas. El premio del cociente no era ni la cuarta parte del tesoro de Glauco.

Dos horas más tarde la cámara estaba vacía. Habían repartido su contenido en dieciocho mulas: las diez que habían traído Bóreas y su amo y otras ocho de Glauco. La fría vigilancia del monstruoso Bóreas y los inescrutables ojos de la máscara negra lograron el milagro de que nadie escamoteara ni una sola moneda.

El enmascarado indicó a Bóreas que lo siguiera y se apartó unos pasos del resto de hombres.

—Vamos a salir juntos de Síbaris y después nos separaremos. Tú te llevarás todas las mulas y la mitad de los hombres hasta el camino del arroyo seco. Allí les dirás que regresen a Síbaris. No les hagas daño, ¿me has entendido?

Bóreas tardó unos segundos en asentir, pero lo hizo con convicción. Siempre obedecería a aquel hombre enigmático cuyo incalculable poder percibía tras la máscara.

Su amo continuó dándole instrucciones.

—Después seguirás tú sólo y dejarás la mitad del tesoro en nuestro refugio nuevo. Luego llevarás la otra mitad al antiguo y esperarás allí hasta que yo regrese. Es posible que tarde unos días.

Bóreas asintió de nuevo y el enmascarado regresó junto a Isandro.

—La mitad de tus hombres acompañarán a Bóreas. Tú me escoltarás con la otra mitad hasta la casa de mi contacto en Crotona. —Por supuesto no le dijo que su contacto era Cilón, uno de esos aristócratas a los que los revolucionarios tanto odiaban.

Isandro se giró hacia sus hombres y comenzó a escoger aquellos con los que escoltaría al enmascarado.

Recorrer el camino hacia Crotona en esos momentos resultaba extremadamente peligroso. Estaba infestado de sibaritas sedientos de sangre, persiguiendo a los que hasta hacía unas horas habían sido su clase alta y sus gobernantes. A la cabeza de aquella horda iba Telis, con quien el enmascarado estaría seguro, pero había numerosos grupos descontrolados entregados a una desenfrenada caza del hombre.

«Tengo que llegar a Crotona lo antes posible», se dijo el enmascarado con inquietud.

Esta vez no iba a viajar a la ciudad de los crotoniatas con una bolsa de oro, sino con un saco repleto. La siguiente fase de su plan dependía de que pudiera manipular al Consejo de los Mil antes de que los acontecimientos se precipitaran.