18 de julio de 510 a. C.
Glauco no podía apartar la vista del fuego.
A menos de un kilómetro de su palacio, la ciudad entera parecía arder. Gruesas columnas de humo negro se elevaban por doquier.
«¿Un accidente? ¿Piratas?». Glauco estaba aturdido, no conseguía comprender lo que veía. De repente cayó en la cuenta de que había múltiples focos aislados unos de otros. La mano del hombre tenía que estar detrás de aquella destrucción.
Sus pensamientos volaron inmediatamente hasta la cámara subterránea donde guardaba su tesoro. Tenía que decidir lo antes posible si ordenaba una evacuación u organizaba la defensa del palacio.
«Con Bóreas estaría seguro», pensó con amargura.
Se volvió hacia el jefe de su guardia sin saber qué decirle. ¿Contra qué se enfrentaban? El hombre aguardaba sus instrucciones, nervioso pero disciplinado. El resto de guardias presentes en la azotea se aferraban a la muralla de piedra y parecían atemorizados.
Entonces lo oyó.
Había un rumor que su ansiedad no le había permitido escuchar hasta ese momento. Se giró de nuevo hacia la parte de la ciudad en llamas. Se oían voces enardecidas, gritos de ataque procedentes de miles de gargantas.
Un instante después pudo verlos. A trescientos metros calle abajo. Surgieron como hormigas furiosas de un hormiguero y rodearon una pequeña mansión de una planta. Se movían de forma descoordinada, pero su eficacia residía en su gran número. Escalaron las paredes, cubrieron el techo y cayeron al patio interior por decenas. En cuestión de segundos habían sepultado la vivienda. Las puertas se abrieron desde dentro y la masa rugió enloquecida, pugnando por entrar todos a la vez. Glauco no podía ver lo que ocurría en el interior, sólo escuchaba un bramido continuo en el que bullía la furia.
Un minuto más tarde la muchedumbre avanzó hacia el siguiente edificio.
—Es un levantamiento —susurró Glauco con la garganta seca—, hay que evacuar inmediatamente. —Sin dejar de mirar hacia el origen de aquel rumor de pesadilla, consiguió alzar la voz—. Que lleven las mulas a la puerta de mis dependencias y una docena de hombres para cargarlas. La prioridad es salvar todo lo que se encuentra en mi cámara subterránea.
—Sí, señor.
El jefe de su guardia ladró unas cuantas órdenes a los hombres que los rodeaban y todos se fueron corriendo. Glauco se quedó solo asomado a la muralla, descalzo sobre la azotea de su palacio mientras a poca distancia el horror seguía extendiéndose.
El dueño de la siguiente mansión, Erecteo, era amigo suyo. Tenía cuarenta y cinco años, había enviudado recientemente y era uno de los mayores terratenientes de Síbaris. Antes de que la muchedumbre bloqueara la entrada de su vivienda, las puertas se abrieron de golpe. Un par de insurgentes se apresuraron a entrar pero salieron despedidos al chocar contra los caballos que salieron impetuosamente. Los insurrectos quedaron tendidos en el suelo mientras Erecteo, sus hijos y sus guardias espoleaban sus monturas con frenética desesperación. Para su desgracia, a pocos metros del pórtico había un muro que les obligó a hacer un giro de noventa grados. Al perder velocidad concedieron una oportunidad letal a sus enemigos. Éstos iban armados con cuchillos y palos afilados que comenzaron a clavar con rabia tanto en los flancos de los animales como en las piernas de los jinetes. Otros atacantes consiguieron agarrar las riendas de las monturas y se colgaron de ellas con todo su peso. Los hombres a caballo llevaban espadas, pero la mayoría cayó al suelo antes de poder usar sus armas. En cuanto uno caía, inmediatamente lo rodeaba un enjambre enfurecido que lo destrozaba a cuchilladas y golpes.
Glauco, paralizado en la azotea de su palacio, apenas alcanzaba a distinguir la expresión desesperada de su compañero de banquetes. Erecteo estaba atrapado en medio de la multitud, lanzando cuchilladas a izquierda y derecha mientras intentaba ver qué había ocurrido con sus hijos. La afilada hoja de su espada amputaba dedos y manos que intentaban desmontarlo, partía caras y hendía el cuello de los hombres que lo rodeaban. De pronto una pica de madera se incrustó en su espalda. El dolor lo paralizó por un instante y le arrancaron la espada de las manos. Su atacante extrajo la pica y la clavó con más ahínco atravesándole un pulmón. Erecteo gritó hacia el cielo, ahogándose en su propia sangre mientras lo mataban.
La lucha feroz del aristócrata sirvió para que otro de los jinetes consiguiera escapar. Se trataba de Licasto, el segundo de sus cuatro hijos. Tan sólo contaba doce años. Tras arrollar con su caballo a los hombres que tenía delante, galopó doscientos metros y después se detuvo para comprobar si su padre y hermanos lo seguían.
Lo único que pudo ver fue a la muchedumbre despedazando con saña varios cuerpos caídos en el suelo.
Licasto se había detenido justo debajo de Glauco. Éste pudo ver que el muchacho comenzaba a llorar. No parecía herido, pero su caballo sangraba abundantemente por el cuello y por una profunda herida en las ancas traseras.
«No llegarás muy lejos», pensó Glauco.
El joven Licasto volvió grupas y se alejó dejando un reguero de sangre. Glauco lo siguió durante unos instantes con la vista. Después se volvió temblando hacia los gritos e intentó calcular de cuánto tiempo disponía.
«¡Por Hades, se acercan demasiado rápido!».