18 de julio de 510 a. C.
Ariadna estaba con Akenón en un aula de la escuela. Era la primera vez que hablaban desde la reunión del día anterior en casa de su padre.
Desvió la vista hacia una ventana, pensativa:
—A veces tengo la sensación de que nuestro enemigo no pretende matar a mi padre, sino hacerlo sufrir destruyendo todo lo que le importa.
Akenón se mostró de acuerdo, asintiendo en silencio mientras contemplaba el perfil de Ariadna.
—En cualquier caso —añadió él al cabo de un rato—, al detener a Crisipo hemos demostrado que el enmascarado no es infalible. Si Crisipo no hubiera conseguido suicidarse, estoy seguro de que nos hubiese revelado dónde encontrar a su jefe.
Ariadna no respondió. ¿Cuándo tendrían otra oportunidad como la de Crisipo? ¿Qué nuevas desgracias sucederían hasta entonces? Su enemigo ya había matado a casi todos los hombres de confianza de su padre, había roto la disciplina moral de la comunidad con la ejecución de Orestes, estaba socavando el apoyo político en el Consejo de Crotona, parecía haber hundido a su padre con cuestiones teóricas…
Se volvió hacia Akenón para preguntarle sobre esto último, pero desistió. Él ya le había dicho que desconocía el contenido del pergamino que tanto había trastornado a su padre.
«A mí ni siquiera me ha dejado verlo», se dijo frustrada.
Pitágoras sólo le había indicado que era indudable que lo había escrito la misma persona que había resuelto el problema del cociente —su enemigo enmascarado—, y que demostraba sin lugar a dudas que conocía muy bien a Aristómaco. Por eso se habían reunido Akenón y ella; estaban haciendo una lista de maestros y grandes maestros que habían conocido en profundidad a Aristómaco. En Crotona sólo quedaban Evandro e Hipocreonte, ambos descartados por el análisis de su padre. En cambio, había varios en otras comunidades.
Akenón señaló la lista:
—¿Vendrán todos a la asamblea en casa de Milón?
—Mi padre los ha convocado a todos —respondió Ariadna—. El hombre que se esconde bajo la máscara podría buscar una excusa para no asistir, pero no parece que le tenga miedo a nada. Más bien creo que su mente enferma disfrutará con la perspectiva de pasearse delante de nuestras narices sin que nos demos cuenta de que es él.
—Yo también estoy convencido de que acudirá… si es que realmente es un miembro activo de la orden. De todos modos, la reunión será una buena oportunidad para preguntar a los líderes de cada comunidad por los hombres más destacados de sus congregaciones.
Akenón reflexionó un momento y después cogió una tablilla de cera.
—Sigamos con la lista. De Metaponte vendrán Astilo y Pisandro, de Tarento Antágoras, Arquipo y Lisis, tu hermano Telauges de Catania…
Ariadna se giró bruscamente y le indicó con una mano que guardara silencio. Del exterior llegaban con claridad los quejidos de una niña. Ariadna, con una expresión tensa, se apresuró hacia la ventana seguida por Akenón. Una pequeña de seis o siete años se había caído al suelo y su profesora la estaba consolando. La niña sólo tenía un rasguño en una rodilla, pero Ariadna se quedó observando la escena con mucha atención, agarrada con ambas manos al marco de la ventana. Akenón la contempló sin que ella se percatara. El cabello de Ariadna quedaba muy cerca de su cara. Siguiendo un impulso, Akenón se aproximó hasta que rozó su pelo con la nariz.
Cerró los ojos e inspiró lentamente.