CAPÍTULO 94

18 de julio de 510 a. C.

Glauco, en su fase actual, trataba de seguir muchos de los preceptos de Pitágoras, pero desde luego madrugar no estaba entre ellos. Por eso le enfureció oír jaleo dentro de su palacio cuando su cuerpo cansado le indicaba que apenas había amanecido.

Salió de su alcoba sin ni siquiera ponerse unas sandalias, dispuesto a imponer un rápido castigo al responsable de aquel bullicio y seguir durmiendo. Desde la galería gritó hacia las habitaciones de los sirvientes de confianza:

—¡Actis! ¡Hilónome!

Esperó en vano a que aparecieran y eso lo irritó aún más.

—¡Partenio! —exclamó llamando a uno de sus secretarios.

Asombrosamente no acudió nadie. Sin embargo, desde el otro lado del palacio se oían claramente muchas voces agitadas.

«Esto es insólito —pensó recorriendo furibundo la galería—. Hoy van a acabar muchos con la espalda despellejada».

Pasó junto al altar de Hestia y accedió al patio principal. Allí se quedó plantado, observando perplejo con los brazos en jarras.

Decenas de guardias, sirvientes y esclavos se arremolinaban en el patio junto a la puerta principal. El jefe de su guardia ordenaba a gritos el cierre de las puertas. Un montón de sus hombres parecía forcejear con la servidumbre intentando cerrarlas.

«¿Intentan escapar?».

Tomó aire y gritó con todas sus fuerzas:

—¡¿Qué ocurre aquí?!

Todo el mundo se paralizó. Los arrebatos de Glauco podían suponer la muerte del que los causaba. El jefe de la guardia se acercó rápidamente y se cuadró antes de hablarle.

—He ordenado el cierre de las puertas como medida de seguridad, señor. —Hizo una pausa, lo que resultaba extraño en aquel hombre siempre tan expeditivo—. Sin embargo… —Se detuvo de nuevo.

—¡¿Qué?! —chilló Glauco exasperado.

—Es mejor que vayamos a verlo desde arriba, mi señor.

Glauco levantó la cabeza y vio que en el tejado había varios soldados mirando hacia la calle. Experimentó una súbita oleada de aprensión. Hizo un gesto de asentimiento y subió las escaleras en silencio detrás del jefe de su guardia. El perímetro de la azotea del palacio estaba amurallado con fines defensivos. Al llegar arriba, Glauco se agarró al borde de piedra y se asomó al exterior sintiendo que su inquietud crecía.

«¿Qué demonios sucede?».

Conteniendo la respiración miró hacia abajo, frente a las puertas de su palacio. No vio nada extraño. Entonces advirtió algo por el rabillo del ojo y giró la cabeza.

Sus ojos se abrieron desmesuradamente.

La ira de los dioses se abatía sobre la ciudad.