17 de julio de 510 a. C.
Akenón salió del edificio comunal y se dirigió a la casa de Pitágoras. El filósofo le había pedido esa mañana que asistiera a una reunión en la que iban a estar los principales miembros de la comunidad.
«No me ha explicado los motivos de la reunión», se dijo Akenón intrigado.
Además, aquella había sido una de las pocas veces que habían hablado desde que había regresado de Síbaris y le había contado a Pitágoras lo sucedido con Crisipo.
«Pero no soy el único con quien Pitágoras se ha mostrado reservado en los últimos días», pensó mientras caminaba.
Tras el suicidio de Aristómaco, Pitágoras solía alejarse de la comunidad y se internaba en el bosque enfrascado en sus pensamientos. Akenón imaginaba que el filósofo había estado madurando algunas decisiones en esos paseos solitarios y que ahora los había convocado para comunicárselas.
Al entrar en la habitación vio que sólo quedaba una silla libre. La ocupó y aguardó en silencio junto a Evandro y Milón.
Al cabo de un rato, Pitágoras levantó la vista:
—Os he reunido para hablar de mi sucesión.
Los asistentes a aquella reunión guardaron silencio, esperando afligidos a que el venerable filósofo siguiera hablando. La palabra sucesión había resonado en los oídos de todos con un matiz triste de derrota y despedida.
Pitágoras se notaba agotado, pero hinchó los pulmones y continuó con su voz profunda.
—He enviado mensajeros a todas nuestras comunidades. Dentro de diez días celebraremos una asamblea en la villa de Milón. Confío en que acudirán todos los grandes maestros de la orden, así como muchos maestros de los grados más altos.
Milón asintió en silencio. Tenía una casa de campo cerca de Crotona que ponía a disposición de la hermandad siempre que Pitágoras lo necesitaba. Allí celebraban las grandes convenciones. Ésta iba a ser la más importante en la historia de la hermandad.
—En esa asamblea —prosiguió Pitágoras— designaré a las personas que han de sucederme al frente de la orden. Mi idea inicial era que una única persona asumiera el mismo papel que vengo desempeñando yo desde hace treinta años. Sin embargo, el asesinato de varios de los candidatos, y las graves amenazas que se ciernen sobre todos nosotros, me han llevado a decidir otro sistema de gobierno para la hermandad.
Todos los presentes se quedaron desconcertados. Pitágoras los miró uno a uno y después continuó:
—Voy a nombrar un comité en donde los distintos miembros jugaréis papeles diferentes, si bien el peso de vuestro voto será similar en todas las cuestiones que afecten al conjunto de la orden. También ratificaré a los maestros que están al frente de cada comunidad. Asimismo, estableceré un segundo órgano de gobierno, subordinado al comité principal, que estará formado por grandes maestros de todas las comunidades. —Su expresión se volvió más grave—. No os voy a engañar. La función de este segundo órgano será garantizar la supervivencia y unidad de la hermandad en caso de que un nuevo ataque acabe con la vida de algunos de nosotros.
Akenón tensó la mandíbula al oír aquello. Estaba furioso consigo mismo por no haber conseguido que Crisipo le proporcionara el paradero del enmascarado.
—Evandro —dijo Pitágoras volviéndose hacia el gran maestro—, tú llevarás la mayor parte del peso político del comité. Espero poder ayudarte en esa labor durante algunos años.
—Sí, maestro. —Evandro inclinó la cabeza humildemente, consciente de que era un poco prematuro que él asumiera esa responsabilidad.
—Hipocreonte te apoyará y aconsejará desde el primer momento, y sobre todo cuando yo ya no esté entre vosotros.
El parco Hipocreonte hizo un gesto de asentimiento. Aunque detestaba la política, tenía muy presente la difícil situación y haría cuanto estuviera en su mano por el bien de la hermandad.
Pitágoras se detuvo un momento para ordenar sus pensamientos; sin embargo, lo que acudió a su mente fue el recuerdo de los grandes maestros que había perdido: Cleoménides, Daaruk, Orestes y Aristómaco.
«Han muerto cuatro de mis seis candidatos».
El último, Aristómaco, se había suicidado cuando Pitágoras todavía no había asumido la pérdida de Orestes. La muerte de Aristómaco lo afectaba especialmente. Siempre había sido como un hijo inseguro, un genio de las matemáticas con un alma demasiado sensible. Además, era el mejor matemático que le quedaba a la orden. Tenía que haber sido el responsable de la parte académica del comité.
Pitágoras siguió ensimismado sin darse cuenta de que el resto de asistentes aguardaba a que continuara. El suicidio de Aristómaco le había revelado cuestiones terribles. Quien había hecho que se suicidara, quien había enviado el pergamino, poseía un dominio sobre la mente de los hombres que resultaba pavoroso. Ya lo había demostrado cuando hizo que otros miembros de la hermandad mataran a Orestes, «pero lo de Aristómaco es algo más propio de un dios que de un ser humano».
Otra cuestión era el hecho de que el enemigo hubiese realizado un descubrimiento que lo situaba muy por encima de sus propias capacidades. Ahora Pitágoras tenía claro que, al menos en matemáticas, él mismo no era más que un principiante comparado con el asesino.
El propio descubrimiento era algo de lo que Pitágoras pensaba que nunca podría reponerse. En la carta a Aristómaco el enemigo había revelado, de nuevo con genial sencillez, algo que echaba por tierra toda su concepción del mundo. Él había creído que en el universo, en su cosmos, todo guardaba una proporción asequible y manejable con las herramientas matemáticas que estaban desarrollando. El enemigo había destruido sus pretensiones de predecir y dominar los misterios de la naturaleza. Con el descubrimiento de los irracionales había abierto una puerta al inabarcable infinito.
«Creía que habíamos avanzado mucho en la conquista del conocimiento, y en realidad nos encontramos frente a un abismo sin límites».
Pitágoras continuaba callado, con la mirada perdida y expresión de perplejidad. Los presentes comenzaron a mirarse unos a otros sin saber qué hacer. Finalmente Akenón simuló una tos y el filósofo pareció despertar. En su rostro apareció una fugaz expresión de alarma.
«Nadie debe saber en qué estoy pensando».
Había decidido que de momento mantendría en secreto el descubrimiento de los irracionales. Aristómaco se había suicidado para eliminar toda prueba de su existencia, incluidos los rastros presentes en su propia mente. Había sido un desesperado intento de proteger a la orden, alentado por las perversas palabras de su enemigo. Pitágoras no iba a suicidarse, pero de momento intentaría mantener a la hermandad al margen de aquello. Si se hiciera público ahora, todos los miembros de la orden sufrirían una conmoción similar a la suya. «Eso podría significar la desintegración de la hermandad».
Por supuesto, el asesino podía darle difusión a aquello cuando quisiera, pero todavía cabía la posibilidad de que lo atraparan antes. Pitágoras, por otra parte, se daba cuenta de que la existencia de irracionales era sencillamente la realidad.
«Son un hecho. Es inevitable que alguien vuelva a descubrirlos antes o después. El camino del conocimiento necesariamente desemboca en los irracionales, en el infinito inmanejable. —Sin darse cuenta negaba lentamente con la cabeza—. ¿Qué podemos hacer?».
No tenía respuesta a esa pregunta que se hacía sin parar desde hacía una semana.
—Milón —continuó por fin con voz ronca—, tú también estarás en el comité. No tienes el grado de maestro pero eres uno de nuestros hermanos más fieles y valiosos. Nadie tiene tanto prestigio como tú entre los crotoniatas, eres uno de los miembros del Consejo de los 300 de más peso y el ejército te es leal.
Milón respondió emocionado.
—Haré cuanto esté en mi mano, maestro.
Pitágoras se volvió hacia su mujer.
—Téano, tú llevarás la mayor parte del peso académico de la orden, y también ejercerás de consejera política. Tu prudencia y sabiduría siempre han sido motivo de orgullo para la orden.
—Esposo mío —respondió Téano con su voz tranquila y melodiosa—, siempre estaré a tu servicio y al de nuestra hermandad. Gustosamente formaré parte de ese comité, igual que espero que lo hagas tú durante muchos años.
Las palabras de Téano suavizaron ligeramente la rigidez del rostro de Pitágoras.
—En cuando a Akenón y Ariadna —prosiguió—, aunque no formaréis parte del comité, asistiréis a las reuniones relacionadas con la investigación de los crímenes.
Akenón asintió con cara de circunstancias. Estaba pensando en el pergamino que había recibido Aristómaco justo antes de suicidarse. Examinarlo sólo le había servido para comprobar que estaba impregnado de alguna sustancia que lo protegía del fuego. Pitágoras había respondido con evasivas a su pregunta de por qué Aristómaco había intentado quemarlo. Además, no le había permitido ver su contenido, únicamente inspeccionarlo por el reverso y sólo en su presencia. Por otra parte, sabía que a Ariadna ni siquiera se lo había enseñado.
«Debe de contener uno de sus grandes secretos».
Akenón levantó la cabeza hacia Ariadna, sentada enfrente. Apenas habían cruzado palabra desde que él había regresado de llevar a Crisipo al palacio de Glauco. De eso hacía casi una semana. Sus miradas se cruzaron y él esbozó una sonrisa. Ariadna dudó un instante y después desvió la vista con rapidez, produciendo en Akenón la misma sensación que si le hubiera dado una bofetada.
Ella era consciente de que se mostraba mucho más reservada desde hacía varios días, pero prefería eso a arriesgarse a que alguien se diera cuenta del secreto que ocultaba con tanto celo.
A pesar de que se sabía de memoria el pergamino de su madre sobre el embarazo, de vez en cuando lo desplegaba en la soledad de su habitación y releía su contenido. Le fascinaba ir encontrando en su cuerpo los cambios y síntomas que allí se describían. También leía con emocionada aprensión todo lo que iba a ocurrir en el futuro.
Apoyó una mano en su vientre sin darse cuenta. Sabía que podía poner fin a aquello con determinadas hierbas, pero había decidido tener a su hijo.
La reunión prosiguió con detalles sobre la futura asamblea en casa de Milón. Ariadna dejó de prestar atención a su entorno, como hacía con frecuencia últimamente, y siguió centrada en su embarazo. Tenía que encontrar el momento de decírselo a su padre, pero llevaba tiempo sin poder pasar un rato a solas con él. Además, en los últimos días parecía tan abatido que no quería cargarle con otra preocupación.
Miró disimuladamente a Akenón. Se daba cuenta de que el embarazo había supuesto para ellos un alejamiento irremediable. Sentir que crecía una vida dentro de ella había multiplicado su necesidad de protegerse del mundo entero. Si pensaba fríamente en ello, veía que las murallas que la separaban de Akenón de algún modo eran irreales, pues estaban hechas de traumas, inseguridades y miedos. Sin embargo, ser consciente de lo que le sucedía no le permitía cambiarlo. El embarazo había vuelto aquellas murallas más gruesas que nunca.
«Espero que Akenón regrese a Cartago antes de que se me note el embarazo».