11 de julio de 510 a. C.
La sesión del Consejo de aquella jornada había dejado a Pitágoras muy preocupado. Aunque su presencia era suficiente para mantener a Cilón a raya, resultaba innegable que el crotoniata seguía ganando fuerza.
Abrió los ojos y contempló el fuego eterno frente a la estatua de Hestia, en el Templo de las Musas.
«Tenemos demasiados frentes abiertos y todos son inquietantes».
El enmascarado seguía libre y ahora contaba con el monstruoso Bóreas; Glauco parecía haberse serenado, pero no antes de entregar una montaña de oro a su enemigo, y su mezcla de poder e inestabilidad seguía siendo una amenaza latente; Cilón se volvía cada día más osado y ganaba partidarios, aparentemente ayudado por el oro del enmascarado; la sucesión era un problema arduo tras haber perdido a varios de sus mejores hombres, aunque esperaba solventarlo con la idea del comité; y, por último, la expansión de la orden se hallaba en un punto muerto tras haber tenido que aplazar la cuestión romana.
Pitágoras acercó una mano a las llamas y percibió las ondulaciones del calor. Había otro tema que lo inquietaba: Akenón estaba en paradero desconocido desde el día anterior. Tras mucho indagar se había enterado de que lo habían visto alejándose a caballo por el camino del norte. ¿Habría ido a Síbaris otra vez? ¿Por qué no le había avisado antes? Todo indicaba que había partido con urgencia, y eso lo mantenía intranquilo.
Se volvió hacia la puerta. Le había parecido oír jaleo en el exterior. Escuchó un alboroto lejano y se apresuró a salir. Entonces oyó que lo llamaban a gritos y se le encogió el corazón.
Sus guardaespaldas estaban a unos metros del Templo. Algunos discípulos corrían hacia él dando voces. Distinguió la palabra «fuego» al mismo tiempo que veía una columna de humo elevándose desde los edificios comunales.
—Corred a por agua —ordenó a los discípulos que habían ido a buscarlo.
Advirtió que ya había varios maestros organizando una cadena para transportar agua y se precipitó hacia el edificio del que salía el humo. Su forma física siempre había sido magnífica, pero ahora se sintió agotado tras una carrera de apenas cien metros. En las últimas semanas había envejecido varios años.
«Espero que no haya heridos», pensó mientras atravesaba la puerta del edificio y accedía al patio.
Se paralizó al ver lo que estaba ardiendo.
«¡Es la habitación de Aristómaco!».
Avanzó hasta quedar a unos metros del incendio tratando de no pensar en lo peor. El fuego estaba controlado pero todavía había llamas en lo que quedaba del techo. A través de la puerta abierta salía un humo tan denso que era imposible ver nada.
Al intentar acercarse más lo retuvieron del brazo. Se dio la vuelta y vio que lo sujetaba Evandro. No parecía herido, pero tenía la túnica rasgada y el cuerpo manchado de negro.
—Maestro, hay que esperar.
—¿Sabemos dónde está Aristómaco? —preguntó Pitágoras con gravedad.
—No lo he visto… —Evandro hizo una pausa, negando con la cabeza—. La puerta estaba atrancada por dentro. Yo mismo la he tirado abajo, pero era imposible entrar y no he podido distinguir nada.
Pitágoras miró un instante al fuego y se unió con Evandro a la cadena que transportaba agua y la arrojaba a la habitación. Cuando la humareda se redujo un poco decidieron entrar. Los envolvió un vapor caliente que olía a cenizas húmedas. El techo se había derrumbado y el suelo estaba cubierto de maderas humeantes.
Enseguida vieron un cuerpo tendido.
Pitágoras se arrodilló entre las cenizas y se acercó al rostro sin lograr identificarlo.
—Ayúdame a sacarlo —dijo con urgencia.
Retiró una madera y cogió el cuerpo de los pies. Evandro lo tomó de los brazos y lo sacaron entre los dos. Apenas pesaba.
Frente a la habitación incendiada se habían congregado numerosos discípulos. Se apartaron para que pasaran en medio de un silencio de muerte. Cuando depositaron el cuerpo boca arriba sobre la arena del patio se desvanecieron las dudas. Era Aristómaco. Tenía casi todo el cuerpo achicharrado, pero la parte de la cara que había estado contra el suelo se mantenía intacta. Mostraba una expresión de sufrimiento y tristeza que resultaba doloroso contemplar.
—Tiene algo en la mano —señaló Evandro con voz ronca.
Pitágoras siguió mirando el rostro de su amigo muerto, intentando contener el dolor. Su expresión era impenetrable. Por fin apartó la mirada y se fijó en la mano de Aristómaco. Aferraba lo que parecía un pergamino sucio.
—¿Cómo puede no haberse quemado? —preguntó Evandro mientras Pitágoras se lo quitaba a aquella mano rígida.
El filósofo sacudió la cabeza como respuesta. A él también le sorprendía. La mano de Aristómaco estaba abrasada pero el documento había resistido. Aunque estaba manchado y quemado por algún borde, la mayoría de su contenido era legible. Pitágoras le dio la vuelta, lo miró desconcertado, y volvió a girarlo.
«¡Un pentáculo invertido!».
A continuación sus ojos pasaron por donde una hora antes lo habían hecho los de Aristómaco. La capacidad de comprensión de Pitágoras era superior, por lo que el abismo y la negrura se cernieron sobre él con mayor velocidad. Su rostro palideció hasta quedar tan blanco como su cabello. Se tuvo que apoyar en el hombro de Evandro para mantenerse en pie. Después balbuceó una excusa y se alejó de sus discípulos y del cadáver de Aristómaco.
Necesitaba seguir leyendo a solas.