CAPÍTULO 88

10 de julio de 510 a. C.

Ariadna llevaba horas en la cama, pero no se decidía a apagar la lámpara de aceite. Sabía que le resultaría imposible dormirse. Nada más cenar se había escabullido, saltándose la lectura, y se había apresurado a encerrarse en su cuarto. A pesar de todos sus intentos de relajarse, seguía hecha un manojo de nervios.

Estaba un poco preocupada por Akenón. Sabía que por la mañana había ido a Crotona para hablar con Ateocles, y ella lo había buscado después para ver si había conseguido algún dato relevante para la investigación. De todos modos no se había esforzado mucho en dar con él. Suponía que habría pasado el día en Crotona y que luego habría regresado sin que ella se hubiese enterado. Casi mejor estar un día sin verlo.

Lo que la mantenía en permanente angustia era otra cosa.

Se sentó en la cama y suspiró. Después, con la vista perdida en el cálido aire de la habitación, sacudió lentamente la cabeza.

«No puede ser —pensó aturdida—. No puede ser».

Sin embargo, la evidencia estaba ahí mismo, justo debajo de ella. Se levantó y extrajo un pergamino de debajo de su jergón. Era el documento que había encontrado en el fondo del arcón de su madre. Lo había examinado cien veces, pero volvió a desdoblarlo con la misma ansiedad que en las primeras ocasiones.

Pensó en su madre con una mezcla de sentimientos encontrados. Si tuviera mejor relación con ella le resultaría más fácil afrontar esto. Pero no la tenía. Por eso sentía una tremenda soledad mientras repasaba el contenido del pergamino.

No había duda de que su madre era una experta en aquel tema. Todo estaba descrito con meticulosa precisión, lo que no dejaba lugar a segundas interpretaciones: diez días de retraso, mayor sensibilidad, náuseas…

«¡Estoy embarazada!».