CAPÍTULO 87

10 de julio de 510 a. C.

Akenón había ido a Crotona pensando que aquella iba a ser una mañana tranquila.

Ahora estaba saliendo del establecimiento de Ateocles. Había acudido para pedirle unas aclaraciones sobre el destino de un par de caballos que figuraban en sus registros. Las respuestas de Ateocles no habían conducido a nada y la intención de Akenón era regresar ya a la comunidad.

Subió a su montura y se alejó del olor a estiércol de las caballerizas del comerciante. Poco después cruzó delante de él otro caballo. Akenón se quedó mirando al jinete, pensando que le sonaba su cara, pero no consiguió ubicarlo. Se encogió de hombros y continuó avanzando al paso por las calles de Crotona. Durante un rato pareció que el otro jinete llevaba su misma dirección. Al abandonar la ciudad, sin embargo, Akenón se dirigió hacia el oeste mientras que el desconocido comenzó a trotar en dirección Norte.

Entonces cayó en la cuenta.

«Lo he visto en la puerta de la casa de Cilón. Es uno de sus guardias».

Tiró de las riendas de su animal y lo contempló alejarse, dudando. Finalmente decidió obedecer a su instinto y comenzó a seguirlo.

El guardia de Cilón avanzaba por el camino de la costa. Era una vía bastante transitada, sobre todo en las cercanías de Crotona, por lo que no era necesario que Akenón se distanciara mucho para no ser descubierto. Gracias a eso, vio con claridad que el jinete se salía del camino y se internaba en el bosque.

Akenón también abandonó el sendero y continuó siguiéndolo, favorecido porque el bosque era poco espeso. Se había incrementado su sensación de peligro. Al cabo de unos minutos le pareció distinguir entre las ramas que el guardia se había detenido. Desmontó, ató su caballo a un árbol y se acercó a pie.

Oyó ruido y se agazapó. Eran voces de distintos hombres hablando entre ellos. Akenón continuó acercándose con todo el sigilo posible.

«Ahí están».

En un pequeño calvero había dos hombres. Estaban de pie con sus monturas junto a ellos. Uno era el guardia de Cilón al que había estado siguiendo. El otro estaba de espaldas a él y no pudo ver quién era hasta que giró la cabeza.

«¡Crisipo!».

El corazón se le disparó. Tenía frente a él al soldado traidor, el que había colocado las monedas bajo la cama de Orestes.

«El sirviente del enmascarado», se dijo Akenón excitado. Siguió observando con detenimiento. Crisipo estaba hablando y el guardia escuchaba y asentía. Daba la impresión de que estaba recibiendo instrucciones o algún mensaje por parte del antiguo soldado. Poco después, Crisipo se acercó a su caballo y cogió una bolsa que parecía pesar bastante. Dijo algo más y se la entregó al guardia de Cilón.

«Por Osiris, apostaría a que contiene oro del premio».

Akenón se obligó a pensar con frialdad. Podía salir y luchar con los dos hombres, pero cabía la posibilidad de que el guardia lo retuviera mientras Crisipo aprovechaba para escapar. No debía arriesgarse. La prioridad era atrapar a Crisipo para que confesara el paradero del enmascarado.

«Y después ir allí con medio ejército para dejar fuera de combate a Bóreas».

El guardia ocultó la bolsa y subió a su caballo. Crisipo montó el suyo y los dos se alejaron al paso. Akenón desató las riendas y los siguió a distancia, deshaciendo el camino hasta llegar de nuevo al sendero de la costa. Allí vio que el guardia ponía su montura al trote y se alejaba en dirección a Crotona. Crisipo, en cambio, se encaminó hacia Síbaris.

Akenón se desentendió del guardia y salió detrás de Crisipo.

Crisipo avanzó durante todo el día a pesar del fatigoso calor húmedo. Parecía que se dirigía a Síbaris y quería llegar en una sola jornada. La visibilidad era muy buena y Akenón no encontró la ocasión de acercarse a él con la seguridad de cogerlo desprevenido. Al menos resultaba sencillo mantener un seguimiento discreto, pues en el camino había varios viajeros que también marchaban hacia Síbaris.

Al anochecer, en cambio, la situación se complicó. El camino se vació de viajeros y cada vez se veía a menos distancia. Akenón tuvo que acercarse a Crisipo para no perderlo. Al cabo de un rato se dio cuenta de que la separación entre ellos estaba aumentando. El trote del caballo de Crisipo era más vivo. Akenón, preocupado, también incrementó el ritmo.

«Esto empieza a parecerse demasiado a una persecución abierta».

De repente Crisipo lanzó su caballo a galope tendido. Akenón respondió inmediatamente espoleando su montura. Si lo perdía de vista, Crisipo podía escabullirse fuera del camino y sería imposible encontrarlo.

Ya no tenía sentido disimular, por lo que Akenón dejó que su caballo, superior al de Crisipo, fuera recortando la distancia. Sintió que su cuerpo se tensaba preparándose para el combate. Un minuto después, cuando lo tenía a menos de treinta metros, Crisipo hizo un quiebro y se internó entre un grupo de árboles sin disminuir la velocidad, arriesgándose a que su animal se quebrara una pata o a romperse él mismo la cabeza con una rama. Akenón lo siguió a la misma velocidad. Gracias a eso pudo ver que el soldado saltaba al suelo y se ocultaba tras unos arbustos mientras su caballo se alejaba galopando. Akenón tiró de las riendas y saltó a su vez. Crisipo, al darse cuenta de que su estratagema no había funcionado, se lanzó furiosamente al ataque blandiendo su espada.

Akenón apenas tuvo tiempo de desenvainar y parar el primer golpe. El choque de las hojas de metal hizo saltar chispas en la noche oscura. Crisipo lanzó un segundo ataque y después un tercero a una velocidad endiablada. Era evidente que había sido un buen soldado. El cuarto golpe lo dio agarrando su arma con ambas manos, impulsándola de arriba abajo hacia la cabeza de Akenón. Éste aún estaba desequilibrado a causa de las anteriores acometidas pero era un experto en la lucha con espada. Paró el golpe con la base de su arma, evitando así que se venciera hacia él, y aprovechó el momento en que Crisipo retiraba la espada para lanzar una patada hacia su estómago. Su adversario se ladeó y sólo lo rozó, pero la patada cumplió el objetivo de proporcionarle la iniciativa. Crisipo no pudo adoptar una buena posición de defensa antes de que la espada curva de Akenón golpeara la suya con una fuerza tremenda. Casi se la arranca de las manos. Retrocedió para ganar un instante y aferrar con mayor firmeza la empuñadura.

«Ya es mío», pensó Akenón.

Llevaba la iniciativa en el combate y era más fuerte y diestro que su adversario. Podía acabar con él en cualquier momento, pero lo necesitaba vivo. Lanzó varios golpes consecutivos mientras avanzaba hacia él con rapidez. Crisipo no podía retroceder a la misma velocidad sin perder el equilibrio, por lo que embistió a la desesperada descubriendo su guardia. Akenón desvió el arma con facilidad y después estrelló la empuñadura de su espada en la cara de Crisipo. El soldado se mantuvo en pie pero quedó aturdido como un borracho. Akenón apenas tuvo que golpear su espada para desarmarlo.

—Se acabó, Crisipo.

Su adversario lo miró, todavía confuso. Después dirigió la vista hacia la espada tirada en el suelo junto a sus pies.

—Ni se te ocurra —gruñó Akenón.

De repente el rostro de Crisipo se convirtió en una máscara de odio. Lanzó un grito y saltó hacia él. Aquel ataque ciego sorprendió a Akenón, que no quería arriesgarse a matar a su contrincante sin haber obtenido el paradero del enmascarado. Los cuerpos de los dos hombres chocaron y cayeron sobre la tierra seca. Crisipo acabó encima de Akenón y la espada de éste en medio de ambos. La mano que aferraba el arma quedó inutilizada. Akenón trató de parar los puñetazos de Crisipo con su brazo libre. Recibió un golpe en la sien y otro junto a la nariz. Soltó la espada y consiguió sacar el brazo que tenía atrapado, se revolvió y estrelló su puño con fuerza contra la mandíbula de Crisipo.

El soldado se desplomó como un muerto. Akenón se lo quitó de encima y se sentó a su lado, recuperando el resuello. En ese momento notó un pinchazo debajo del ojo. Se palpó el pómulo y miró los dedos. Le dolía y se estaba hinchando, pero no había sangre.

Se giró hacia Crisipo. El soldado tenía los ojos cerrados y le caía un hilillo de sangre de los labios entreabiertos. Tardaría un rato en recuperar el sentido.

Akenón se puso de pie, recogió las espadas y fue a su caballo a por una cuerda. Iba frunciendo el ceño, reflexionando con expresión sombría.

«¿Cuánto habrá que torturar a Crisipo para que traicione al enmascarado?».

El dolor hizo gemir a Crisipo.

Notaba que su cuerpo se zarandeaba pero no comprendía lo que estaba sucediendo. Entreabrió los ojos, desconcertado. Entonces se dio cuenta de la situación y se apresuró a cerrarlos.

«Tengo que hacer creer a Akenón que sigo inconsciente».

Estaba tumbado sobre el lomo de su caballo, con los brazos y las piernas abrazando al animal. Le dolía la mandíbula. Recorrió con la lengua el interior de su boca y encontró un corte profundo en la cara interna de su mejilla y un par de muelas medio arrancadas. Abrió una rendija el ojo que tenía junto al caballo. Era de noche cerrada y avanzaban al paso. Oyó otro caballo a su izquierda. Akenón debía de estar cabalgando a su lado, llevando a su montura de las riendas. Crisipo encogió lentamente un brazo para comprobar la firmeza de sus ataduras. Enseguida notó tensión. Probó con una pierna y ocurrió lo mismo. «No voy a poder soltarme», se dijo contrariado. Tendría que esperar a que lo desatara el egipcio e intentar sorprenderlo entonces.

—Buenas noches, Crisipo. —Akenón lo saludó con fingida amabilidad. Él continuó simulando que seguía inconsciente—. Adivina quién te va a interrogar.

«¿A dónde nos dirigimos?», se preguntó Crisipo. Era imposible saberlo desde su situación. Ni siquiera sabía cuánto tiempo llevaban cabalgando. Supuso que estaban yendo a Crotona. Seguramente a la comunidad pitagórica.

—Primero pensé en interrogarte yo en el bosque. —El egipcio seguía empeñado en hablar y Crisipo se preguntó por qué lo haría. ¿Sólo para entretenerse mientras viajaban toda la noche? Akenón continuó—: Sin embargo, pensé que no ibas a colaborar y que hay alguien que para obtener información tiene más habilidad que yo. ¿Quién crees que es?

Crisipo notó que su respiración se aceleraba, pero no de temor sino de odio. Odiaba al egipcio y se odiaba a sí mismo por poner en peligro a su maestro.

—¿Estás pensando que vamos a Crotona? —le preguntó Akenón—. Lo cierto es que se me pasó por la cabeza, pero encontré dos buenas razones para no hacerlo. La primera es que puedes tener muchos aliados en Crotona. Eres un criminal y un traidor, y desgraciadamente sabemos que hay muchos como tú, hoplitas que se venden a Cilón o a quien les pague. —Akenón prosiguió con tono irónico—. ¿Quizás esperabas que Cilón te salvara? Esta mañana vi que te reunías con uno de sus guardias.

Crisipo no respondió.

—La segunda razón para no ir a Crotona es que estábamos mucho más cerca de Síbaris. —Crisipo abrió los ojos alarmado—. Veo que eso te hace reaccionar. Bien, porque todavía estás a tiempo de ahorrarte algo muy desagradable. Quizás prefieras hablar conmigo antes de que te entregue a Glauco. —Akenón dejó por un momento que el nombre flotara en el ambiente—. Puedes imaginar que él tendrá muchos menos escrúpulos a la hora de… interrogarte, de los que tendrían en la comunidad.

La mente de Crisipo se disparó. Quizás Glauco se mostrara favorable a él por ser el sirviente de quien le había proporcionado el conocimiento que tanto deseaba, pero también era muy posible…

—Tal vez te ayudará a decidirte saber que Glauco ha restablecido su buena relación con Pitágoras. A la comunidad llegan enviados suyos casi a diario con mensajes amables, de concordia y respeto. —Akenón hizo una pausa para que sus palabras calaran en Crisipo—. Hace tres días, Glauco remitió un mensaje en el que decía que ya daba por perdidos el barco y la tripulación que transportaron el oro del premio. En ese barco también ibais el enmascarado, Bóreas y tú. Supongo que Glauco también querrá preguntarte sobre eso, y que no tienes nada que decirle que lo pueda apaciguar. No sé si he mencionado que está muy furioso por esto. ¿Has visto alguna vez a Glauco furioso?

«¡Maldito seas, Akenón! —pensó Crisipo—. Intentas meterme miedo con Glauco para que te revele dónde está mi señor».

No iba a confesar, por supuesto, pero tampoco se veía capaz de resistir una sádica sesión de tortura.

Dos horas después, Akenón y Crisipo estaban en el palacio de Glauco, en el depósito subterráneo que había bajo la cocina. El sibarita hablaba a Crisipo mientras calentaba unas barras de hierro.

—¿Sabes que aquí mismo tu compañero Bóreas torturó a alguien muy querido por mí?

Crisipo apretó los dientes y notó un latigazo de dolor en la mandíbula. Estaba atado a una silla, con un guardia a cada lado.

—Hace más de dos semanas que os fuisteis de Síbaris —comentó Glauco con aparente despreocupación—. Además del premio, os llevasteis un buen barco y una valiosa tripulación. —Se volvió hacia su prisionero con una extraña sonrisa—. Supongo, Crisipo, que tu señor encargaría a Bóreas que matara a la tripulación de mi barco. ¿Fue así como ocurrió?

—Yo no tuve nada que ver con eso —respondió Crisipo con voz desmayada.

—Claro, por supuesto —dijo Glauco con un tono extremadamente amable, como si para él fuese muy importante que a Crisipo le quedara claro que no sospechaba de él—. Yo no creo que tuvieras nada que ver. —Comprobó los hierros. Todavía tenían que calentarse más—. Desgraciadamente estamos en esta situación tan lamentable porque puedes decirnos dónde está tu señor, el hombre que se esconde tras una máscara negra, pero no nos lo quieres decir.

Crisipo agachó la cabeza mientras negaba. Tuvo que hacer un esfuerzo para que el miedo no lo hiciera llorar, pero no consiguió evitar que sus manos y piernas comenzasen a temblar.

Glauco había dejado los ojos fijos en él. De repente su mirada se volvió tan fría como el tono que utilizó para murmurar:

—Hablarás, Crisipo, hablarás.

El sibarita se giró hacia Akenón, que observaba taciturno sentado en las escaleras de entrada del almacén. Cuando volvió a hablar había recuperado su tono amigable.

—Nosotros no queremos hacerte esto, Crisipo. Nos obligas tú con tu silencio. A mí me repugna esta situación.

Glauco mantuvo en Akenón una mirada expectante hasta que éste asintió, asqueado. El sibarita le estaba solicitando su autorización moral para torturar a Crisipo. Le pedía que confirmara que era un buen pitagórico, y que sólo por unas circunstancias extremas, y por el bien de la hermandad, se sacrificaba y realizaba algo que su naturaleza rechazaba.

Glauco se volvió e hizo un gesto hacia el esclavo que se ocupaba de avivar las brasas removiéndolas y soplando a través de un tubo. El siervo redobló sus esfuerzos y el sibarita continuó hablando.

—Supongo que tu señor mató a mi tripulación para que no nos dijeran dónde se oculta. Resulta comprensible que lo hiciera, teniendo en cuenta que es el asesino de varios grandes maestros pitagóricos. Sí, es normal que haga todo lo posible para no ser encontrado. Afortunadamente, hemos dado contigo.

Glauco sacó otro hierro. La punta estaba incandescente. Su cuerpo se estremeció al pensar que un metal al rojo como aquél había destrozado la cara de su amado Yaco. Se giró con el hierro en la mano y sus ojos se detuvieron al encontrar a Akenón.

«Akenón me convenció de que Yaco me engañaba».

Dudó un momento con el hierro candente apuntando en dirección a Akenón. Finalmente sacudió la cabeza y avanzó hacia el aterrado Crisipo.

Su sonrisa amable se había transformado en una expresión salvaje.