CAPÍTULO 85

7 de julio de 510 a. C.

Crisipo finalizó su discurso y contuvo el aliento.

Un segundo después, lo envolvió una salva de aplausos y gritos entusiasmados de su auditorio.

«¡Por Ares, qué mal lo he pasado!».

Respiró aliviado y notó que se liberaba la tensión de sus músculos. Odiaba hablar en público, pero formaba parte de sus nuevas obligaciones. Por otra parte, le enorgullecía ser una pieza clave en el grandioso plan de su maestro enmascarado.

«Un plan que va a cambiar el mundo», se dijo extasiado.

Todo había comenzado tres semanas antes, cuando acompañó al enmascarado a Síbaris para cobrar el premio de Glauco. Además de acudir al palacio del sibarita, el enmascarado y él pasaron unos días andando sin cesar por toda la ciudad. Recorrieron posadas, mercados, plazas… cualquier lugar donde se juntara el pueblo. El enmascarado observaba en silencio a todo el mundo y a veces le hacía una seña a Crisipo.

—Ése —susurraba en su oído.

Crisipo se acercaba a la persona indicada, le decía que era un forastero que necesitaba cierta información y le invitaba a vino a cambio de dedicarle un rato. Muchos recelaban, pero entonces Crisipo se apresuraba a añadir una dracma a la oferta y eso bastaba para que lo acompañaran.

Cuando llegaban a la posada más cercana, el enmascarado ya estaba sentado en alguna esquina. Desde allí observaba la conversación que Crisipo mantenía con el desconocido. Aparentemente la charla era intrascendente, pero contenía algunas frases clave; de la reacción del desconocido a ellas dependía que el enmascarado se acercara o no a la mesa. En caso de unirse a ellos, Crisipo callaba y el enmascarado envolvía al desconocido con el embrujo de sus palabras susurradas. Unos minutos después, el hombre salía de la posada con unas cuantas monedas en el bolsillo y una misión: al día siguiente debía reunirse de nuevo con ellos y llevar consigo a cuantos creyera que compartían las ideas de las que habían hablado.

Cuando zarparon de Síbaris habían tratado con más de cien personas. Al despedirse de cada grupo, el enmascarado les decía que volvería en unos días.

Sus planes, sin embargo, eran diferentes.

—Debo centrarme en Crotona, por lo que no seré yo el que regrese a Síbaris, sino tú, Crisipo —le dijo en cuanto el barco se alejó del puerto.

—¿Yo, señor? —se sobresaltó Crisipo—. Pero… Yo no sabría qué decir a esos hombres. No seré capaz de convencerlos, no me escucharán.

—Te escucharán, Crisipo, te escucharán —susurró la voz cavernosa.

Después siguió hablando, muy lentamente, y sus palabras se grabaron en la mente de Crisipo. Una hora más tarde, el antiguo soldado de Crotona se sentía más seguro. Ahora sabía lo que diría a los hombres que acudieran a escucharlo y, sobre todo, sabía cómo decirlo. Además, aquellos hombres acudirían porque eran favorables a la idea general de lo que iban a escuchar. Se trataba de avivar una llama que ya ardía en su interior, y que vieran en el enmascarado —temporalmente a través de Crisipo—, al líder que necesitaban.

Al llegar al nuevo refugio, después de que el monstruoso Bóreas destrozara a la tripulación del barco, el enmascarado entregó a Crisipo una pequeña bolsa de monedas de oro. Tenía que dar una a cada cabecilla y que éste la distribuyera entre sus hombres. Crisipo regresó a Síbaris y pasó una semana manteniendo pequeñas reuniones. Los asistentes reaccionaban siempre como había previsto el enmascarado. Al regresar otra vez al refugio, su señor le dio una nueva bolsa de oro y el mismo encargo de mantener viva la llama de sus ideas.

El remate de aquella segunda semana había sido la reunión clandestina que acababa de terminar. Crisipo había conseguido que se congregaran más de cien personas en un almacén del puerto, lo cual era el máximo hasta ahora y el motivo de que hubiese estado tan nervioso.

Contempló a su audiencia, que tras su arenga se había juntado a debatir en pequeños grupos, y sonrió satisfecho.

«Estamos avanzando más rápido de lo que esperaba mi señor».

Al día siguiente retornaría al refugio. Se alegraba de llevar buenas noticias y suponía que volvería a recibir una tarea similar.

No sabía que los planes de su señor acababan de dar un giro radical.