5 de julio de 510 a. C.
—Ahí sale otro. ¿Lo reconoces? —susurró Akenón.
Ariadna se inclinó hacia delante y entrecerró los ojos forzando la vista. Se encontraban en el segundo piso de la casa de Hiperión, padre del difunto Cleoménides. Hiperión era el miembro del Consejo de los 300 que vivía a menor distancia de Cilón, en el barrio más lujoso de Crotona. Había aceptado de buen grado la petición de dejarles vigilar a Cilón desde una ventana de su residencia.
—Es Hipódamo —respondió Ariadna identificando al hombre que acababa de salir de la mansión del político crotoniata—. Siempre ha sido aliado de Cilón.
Akenón asintió y continuaron vigilando en silencio.
Al partir de Síbaris, dos días antes, Glauco les había proporcionado una copia del método para calcular la aproximación del cociente. Cuando Pitágoras analizó el método, aseguró que era imposible que lo hubiese descubierto Cilón. Aun así, Akenón había decidido estrechar el cerco sobre el político crotoniata. Quizás Cilón no fuera el enemigo enmascarado pero, gracias a las monedas sustraídas al secretario del Consejo, sabían que el oro de Glauco estaba detrás de la multiplicación de sobornos que el político estaba llevando a cabo.
«Cilón está realizando sus sobornos con el oro que el enmascarado cobró de Glauco». El político tenía una relación directa con el enmascarado, y por tanto podía ser la mejor manera para llegar hasta él.
La puerta de la mansión de Cilón volvió a abrirse.
—No les veo la cara —susurró Ariadna.
De la puerta entornada habían surgido dos figuras encapuchadas. Con la cabeza agachada y avanzando con rapidez, se internaron juntos en las calles oscuras.
«Puede que sean nuevas conversiones», pensó Ariadna. Los viejos aliados de Cilón iban con la cara descubierta, sin que les importara que les viesen frecuentar al influyente político; sin embargo, los consejeros que habían entrado recientemente en la órbita de Cilón preferían ocultarse. Cilón seguía siendo una minoría, un rebelde al poder establecido. Además, era un rumor a voces que los nuevos adeptos le entregaban su lealtad a cambio de llenarse los bolsillos de oro. Las críticas a los que se unían a su bando eran feroces… lo cual no evitaba que últimamente el goteo de adhesiones fuese constante.
Ariadna dejó de pensar en aquello al acordarse del pergamino que había cogido el día anterior de casa de su madre. No podía evitar pensar en él en todo momento.
«Tal vez debería compartirlo con Akenón…».
Lo miró y dudó un instante, como llevaba haciendo desde que lo había leído. Finalmente decidió seguir manteniéndolo en secreto.
«Pero no podré mantenerlo oculto mucho tiempo», se dijo angustiada.
A tan sólo cuarenta metros de Akenón y Ariadna, sentado en la sala principal de la mansión de Cilón, el enmascarado observaba la salida de los últimos asistentes. Cerró los ojos y reflexionó sobre la reunión que acababa de concluir.
«Ya tenemos otros dos consejeros, pero avanzamos demasiado despacio».
Estaba un poco frustrado. Por mucho oro que gastara, el ritmo de políticos que se pasaba a su bando se había reducido demasiado. Convertía a todo aquel con el que conseguía estar un rato a solas, pero dependía de Cilón para contactar con nuevos consejeros. La capacidad de Cilón para atraer más políticos a su casa estaba agotándose y todavía era demasiado pronto para que él apareciera en público.
Había llegado el momento de emprender otras líneas de actuación. El trabajo con Cilón era imprescindible y seguiría desarrollándolo, pero él necesitaba más, mucho más.
Abrió los ojos y sonrió con decisión.
«Mañana me centraré en algo completamente distinto».
Akenón observaba la mansión de Cilón con expresión ceñuda. Estaba de pie a un paso de la ventana, oculto entre las sombras. Notaba a Ariadna detrás de él. Después del último viaje a Síbaris había creído que podía suceder algo entre ellos. Le habían parecido evidentes los signos de que ella estaba dispuesta a abrirse de nuevo: una mirada sostenida un poco más de lo necesario, una sonrisa silenciosa, la resonancia cálida de su voz…
«Me equivoqué», pensó negando lentamente con la cabeza.
El día anterior, cuando estaba buscando el momento de entablar una conversación más personal, notó que se había producido otro cambio. Ella de nuevo se mostraba fría, con la mirada huidiza, y se limitó a las palabras mínimas sorteando sus intentos de conversar.
«Supongo que se dio cuenta de mis intenciones».
Había sido demasiado optimista. Cada vez que intentara acercarse a Ariadna, ella se retraería.
Volvió a negar con la cabeza mientras vigilaba. Al cabo de un minuto surgió de la mansión otro personaje.
—¿Ése es Calo? —susurró girándose levemente hacia Ariadna.
Ella se sobresaltó y miró hacia la casa de Cilón. Calo acababa de salir y se alejaba con dos guardaespaldas.
—Sí, es él.
La calle volvió a quedarse vacía. Ya debían de haber salido casi todos.
Ariadna se mantuvo un paso detrás de Akenón. Podía desviar ligeramente la vista y observarlo sin que él se diese cuenta. Podía recorrer su perfil fuerte y serio, la nariz recta, los labios oscuros y apetecibles que habían besado todo su cuerpo…
Apretó los dientes y desvió la mirada.
«Akenón debe de imaginar que he vuelto a alejarme de él como reacción a sus intentos de aproximarse».
Él no podía saber que la causa de que se mostrara taciturna estaba en el pergamino de su madre. Aquella era ahora su máxima preocupación. «Y esta vez ni siquiera puedo hablarlo con mi padre».
Retrocedió un paso en la oscuridad de la estancia. Ahora sólo podía ver la espalda de Akenón, su silueta imponente recortada contra el marco de la ventana.
Nunca se había sentido tan sola.