CAPÍTULO 83

4 de julio de 510 a. C.

Téano se acercó a la casa en la que vivía con Pitágoras. Necesitaba coger un pergamino para la lectura de esa noche con sus discípulas. Cruzó el patio interior con su andar elegante y entró en su habitación iluminándose con una lámpara de aceite. Al atravesar el patio no se había dado cuenta de que la puerta de la despensa estaba entornada.

Tras ella, unos ojos estaban siguiendo con ansiedad todos sus movimientos.

Un minuto después salió de la habitación, volvió a cruzar el patio y se internó en la noche cálida de la comunidad. La persona oculta en la despensa aguardó un rato antes de salir de su escondite. Cuando lo hizo, los rayos de la luna decreciente incidieron en su rostro revelando que se trataba de Ariadna.

Casi de puntillas, Ariadna llegó hasta el cuarto de su madre. Echó un vistazo atrás, respiró hondo y entró cerrando la puerta. El interior estaba iluminado solamente por la claridad que se colaba a través de la ventana. Era suficiente para lo que tenía que hacer.

Conocía bien la habitación de su madre. Constaba de una cama con estructura de madera, una bonita arca finamente labrada que había pertenecido a su familia, una silla y una mesa que siempre estaba cubierta de pergaminos.

Ojeó rápidamente los documentos que había sobre la mesa, con poca esperanza de encontrar ahí lo que buscaba. Enseguida pasó a sacar pergaminos de debajo de la cama. También había rollos de papiro, enrollados en torno a un eje de madera con pomos en las puntas. Los llevó a la ventana y los desenrolló para examinarlos.

Fue descartándolos uno a uno.

«Tengo que encontrarlo —pensó agobiada—. Seguro que lo tiene aquí».

Cuando terminó con todos los documentos, los colocó de nuevo bajo la cama. Puso los brazos en jarras y se mordió el labio inferior mientras recorría con la vista la habitación.

«Sólo me queda el arca».

Se abalanzó sobre el mueble, abrió la tapa apresuradamente y miró en el interior. Aparentemente sólo había ropa. Rebuscó con la mano, apartando las prendas con los dedos hasta que llegó al fondo. Allí le pareció notar la textura del pergamino. Tiró con cuidado y salieron dos documentos.

Corrió hasta la ventana con ellos. El primero era un tratado sobre la sección áurea. Sus ojos volaron al segundo, nerviosa porque llevaba allí mucho más tiempo de lo que había previsto.

«¡Eureka!».

Aquel documento era justo lo que esperaba encontrar.

Su entusiasmo se esfumó en un instante. «Ahora hay que afrontar las consecuencias», pensó tensando los músculos de la mandíbula. Guardó en el arcón el tratado de la sección áurea, dejó todo como creía que lo había encontrado y salió con sigilo.

El pergamino que ocultaba entre las ropas esclarecería una cuestión trascendental.