CAPÍTULO 82

4 de julio de 510 a. C.

El enmascarado cogió un puñado de monedas de una tinaja llena de oro. Las echó en una bolsa y salió agachando la cabeza. Después cerró con llave el pequeño depósito, que formaba parte de un almacén subterráneo mucho más amplio. Estaba dentro de su nueva adquisición, una villa alejada de los caminos más frecuentados. La había comprado a través de Crisipo utilizando todo el oro que le quedaba de Daaruk, dando por hecho que estaba a punto de cobrar el premio de Glauco.

Sonrió complacido. Ahora tenía dos refugios y había repartido la mitad del oro del premio en cada uno.

«Y ahora también tengo dos sirvientes».

La primera vez que cruzó el patio del palacio de Glauco sintió una presencia intensa detrás de él, observándolo. Al darse la vuelta no vio nada. Bóreas espiaba a través de una rendija, oculto en las sombras de alguna habitación del piso superior. El enmascarado continuó caminando hasta llegar a la gran sala donde se encontraba Glauco, explicó al sibarita el método para calcular el cociente duplicando polígonos y después le pidió que le mostrara al esclavo que tenía oculto.

—¿Qué esclavo? —respondió Glauco tensándose.

—El que acecha entre las sombras —contestó el enmascarado, aunque no había llegado a ver a Bóreas—. El que tiene más fuerza que cualquier otro hombre. —Glauco se revolvió, incómodo, y el enmascarado se acercó a él para acabar de susurrar—: El que disfruta matando.

Un minuto después Bóreas estaba ante ellos, escoltado por dos guardias a los que parecía poder aplastar con una mano. Glauco evitó mirarlo, como si su visión le trajera recuerdos muy desagradables. El enmascarado, en cambio, clavó los ojos en el gigante y descubrió que en muchos aspectos eran almas gemelas. También vio que sería más feliz teniéndolo a él de amo. Entonces le pidió a Glauco que añadiera a Bóreas al premio. Si lo hacía, le daría no sólo una aproximación de cuatro decimales sino otra de ocho. Glauco dudó más de lo que el enmascarado esperaba. Pero finalmente accedió.

Ahora Bóreas le pertenecía, y el enmascarado se regocijaba por haber tenido la fortuna de haberlo encontrado. No sólo había sido un descubrimiento inesperado, sino también, como había demostrado poco después, una adquisición tremendamente eficaz.

Bóreas estaba paseando por el bosque en las cercanías de la villa. Le agradaba la novedad de no pasar todo el día encerrado. Después de dos meses bajo techo, escondiéndose de Glauco, ahora encontraba un disfrute especial en estar al aire libre. No obstante, la mayor fuente de satisfacción era haber cambiado de amo.

Habían llegado a la villa hacía una semana. Lo primero que hicieron fue trasladar el oro de las mulas al almacén que había debajo de la vivienda. Eran siete hombres en total: los cuatro tripulantes del barco de Glauco, el enmascarado, Crisipo y él.

Cuando estaban todos dentro del almacén, colocando el oro, el enmascarado le pidió a Crisipo que acudiera a su lado. Bóreas no prestó atención a aquello y siguió cargando sacos de oro. Entonces el enmascarado se dirigió a él.

—Bóreas —susurró con su voz gutural—, demuéstrame de lo que eres capaz.

El gigante miró al enmascarado para confirmar lo que le estaba pidiendo. No pudo ver sus ojos, pero no le hizo falta. De inmediato notó que sus sentidos se afinaban a la vez que el corazón se le aceleraba. Se acercó por detrás al capitán del barco y con un movimiento rápido le quitó la espada. Cuando el capitán se giró hacia él, sorprendido, Bóreas golpeó con todas sus fuerzas. Quería impresionar a su nuevo amo. La espada penetró entre el hombro y el cuello, atravesó en diagonal el tronco y salió por la cadera contraria. El cuerpo del capitán cayó al suelo en dos trozos sin que hubiera llegado a pronunciar palabra.

En ese momento estalló el pánico.

Aunque los compañeros del hombre muerto intentaron ponerse a salvo, eran demasiado lentos para Bóreas y estaban demasiado impresionados. El gigante describió un arco vertiginoso con la espada del capitán y decapitó al más cercano. Oyó gritos de terror histérico cuando la cabeza se separó del cuerpo. Luego dio dos pasos e incrustó el arma en la tripa de otro. Lo levantó ensartado y el desgraciado, mudo de horror incrédulo, se rajó las manos intentando agarrarse a la hoja afilada. Bóreas giró noventa grados la empuñadura de la espada e hizo un movimiento de sacudida hacia arriba, sacándola por la clavícula del hombre.

Después se giró tranquilamente hacia el último objetivo.

El marinero retrocedió andando de espaldas, temblando, hasta que chocó con la pared. Ni siquiera intentó sacar su cuchillo. Bóreas iba a usar de nuevo la espada, pero se lo pensó mejor. «El amo ha dicho demuéstrame de lo que eres capaz». Dejó caer el arma, agarró al hombre del cuello y lo levantó usando sólo su brazo izquierdo. Luego caminó hacia el enmascarado.

Junto al amo estaba Crisipo, blanco de terror. Debía de temer que el siguiente fuera él.

«Eso depende de la voluntad de nuestro señor», pensó Bóreas.

Cuando estuvo a un par de pasos estiró el brazo, alejando de su cuerpo al hombre que pataleaba frenético. Después echó hacia atrás el otro brazo, cerró la mano y lanzó un puñetazo bestial. La cabeza del marinero reventó como un huevo estrellado contra una pared.

Lo que quedaba del hombre se escurrió blandamente de su mano y cayó al suelo.

Bóreas se encontraba cubierto de sangre y otros restos humanos. Había destrozado en un momento a los cuatro miembros de la tripulación.

«Quizás demasiado rápido», pensó mirando a la máscara negra.

El enmascarado estaba concentrado en él. Bóreas sintió que, por debajo de los inalterables rasgos de metal, unos ojos leían en su interior y unos labios se arqueaban en una sonrisa amplia.

El amo estaba satisfecho.