CAPÍTULO 81

1 de julio de 510 a. C.

Dos días más tarde, las pesadas puertas del palacio de Glauco se abrieron de par en par. El sibarita las atravesó emergiendo al soleado exterior y saludó a sus visitantes con una sonrisa plácida y cordial.

—¡Akenón, Ariadna, qué alegría volver a veros! —Miró al resto del grupo y abrió los ojos como si descubriera la sorpresa más agradable—. ¡Por la tierra y la resplandeciente luz del sol, si es el gran maestro Evandro! Qué honor poder recibir en mi humilde casa a tan ilustres invitados. Pero por favor, no os quedéis en la calle. Pasad, pasad.

Se apartó de la entrada y señaló hacia el interior de su palacio sonriendo de un modo intensamente obsequioso. Había recuperado peso, llevaba el pelo arreglado y vestía una túnica sencilla y limpia. Akenón miró de reojo a Ariadna y después al interior del palacio, dudando.

La expedición se había organizado para aclarar el papel de Glauco en los asesinatos, pero también para saber cómo se había resuelto el problema del círculo utilizando el teorema de Pitágoras. Para esto último, el filósofo había resuelto que Evandro viajara con Akenón a Síbaris. Aristómaco era todavía mejor matemático, pero su fragilidad nerviosa lo descartaba para esa tarea.

Akenón agradecía la presencia en aquella expedición de Evandro, el más abierto y jovial de los grandes maestros. También se alegraba de que Ariadna hubiera venido. Aunque ella seguía tratándolo con cierta reserva, algo había cambiado desde hacía un par de días. La tarde anterior, cuando estaban entrando en Síbaris, Akenón la había descubierto mirándolo pensativa y ella había desviado la vista con rapidez, como si no quisiera que adivinara sus pensamientos. ¿Estaría replanteándose su decisión? En cualquier caso, Ariadna se mostraba más cercana con él y eso era muy agradable.

Pitágoras les había dado varias cartas para que las utilizaran en caso de que Glauco se negara a recibirlos. Eran para otros miembros relevantes del gobierno de Síbaris, iniciados pitagóricos que tenían la capacidad de presionar con fuerza a Glauco. Las cartas seguían guardadas porque el impredecible sibarita había mostrado la mejor disposición desde el primer mensaje que le habían enviado. A pesar de ello, y de ir acompañado de diez soldados de élite, Akenón estaba indeciso.

Glauco compuso una expresión consternada.

—Veo en tu rostro que dudas de mí, Akenón. Lo entiendo, pues mi comportamiento dejó mucho que desear en vuestra última visita. Estaba fuera de mí, pero eso ya pasó, créeme.

Al ver que Akenón todavía se mostraba reacio a internarse en el palacio, el sibarita volvió a hablar:

—Además, ya no tienes que preocuparte de Bóreas.

«¿Qué quiere decir con eso?», se preguntó Akenón sorprendido. Después se volvió a su derecha y consultó con la mirada a Evandro y Ariadna. Ella se encogió de hombros y señaló con la cabeza hacia delante. Habían acordado que entrarían en el palacio si se les permitía hacerlo acompañados por sus soldados. Ariadna estaba de acuerdo en que el cambio de actitud tan radical de Glauco resultaba inquietante, pero nunca parecía estar cuerdo del todo y siempre sería mejor su versión amable que la violenta de la vez anterior.

Evandro también se mostró conforme y se internaron en el pasillo de entrada junto a Glauco. Sus diez soldados los seguían de cerca.

En el patio interior ya no estaba el enorme círculo de madera. Akenón se apartó de Glauco y susurró al comandante de sus hoplitas que permanecieran en el patio, junto a la estatua de Apolo, muy atentos para acudir en su ayuda si él daba la voz de alarma. Ya les había prevenido sobre Bóreas, por lo que se quedaron vigilando inquietos, preparados para utilizar sus armas en caso de que una montaña de músculos arremetiera contra ellos.

Akenón regresó junto a Ariadna, Evandro y Glauco, que los condujo en silencio hasta la sala de banquetes.

El aspecto de la estancia había cambiado. Habían levantado de nuevo la pared que separaba el salón de los almacenes y la cocina, habían apilado ordenadamente los paneles de plata en una esquina y habían encendido todas las antorchas de las paredes. Gracias a eso se podía ver que los muros seguían recubiertos en toda su superficie por inscripciones relacionadas con el círculo.

Glauco se volvió hacia ellos.

—Esta es mi nueva sala de estudio.

El sibarita parecía un poco ido, pero su rostro expresaba una alegría sincera y una especie de calma apacible, como si hubiese satisfecho todos los objetivos de su vida. Sus movimientos eran tranquilos, carentes por completo de la explosividad de hacía unas semanas. Señaló unas mesas en el centro de la sala que estaban cubiertas de pergaminos.

—Aquí tenéis mi tesoro —sonrió como quien presenta su propio hijo a sus invitados—. Me ha costado buena parte de mi oro pero ha merecido la pena. —Inspiró y soltó el aire lentamente. Luego añadió para sí—: Ha merecido la pena con creces.

—¿Es el método para lograr la aproximación al cociente? —preguntó Ariadna acercándose a la mesa. Intentaba descifrar a toda velocidad lo que veía en los pergaminos, por si Glauco los ocultaba en un arrebato.

—Así es —respondió solemnemente el sibarita—. El cociente entre perímetro y diámetro del círculo, con cuatro decimales. —Se le iluminó la cara, consciente de repente de que tenía pendiente de sus explicaciones al gran maestro Evandro y a la hija de Pitágoras—. Como muestra de buena voluntad, para borrar todas las diferencias que pudiera haber entre nosotros, voy a compartir con vosotros algo… —negó con la cabeza lentamente y abrió las manos en un gesto que indicaba que aquello no se podía expresar con palabras—. En fin, algo que hasta ahora sólo conocemos dos personas en el mundo: su descubridor y yo.

—¿Quién es el descubridor? —se apresuró a preguntar Akenón.

—Luego hablaremos de eso —intervino rápidamente Ariadna—. Veamos primero el método.

Ariadna echó una rápida mirada a Akenón. Habían quedado en que, si Glauco colaboraba, primero procurarían que les mostrara el método y después lo interrogarían en relación a la investigación de los crímenes. Si lo intentaban en orden contrario existía la posibilidad de que no consiguieran ni una cosa ni la otra.

Akenón apretó la mandíbula y desvió la mirada, dando la razón a Ariadna. Habían acordado que lo harían así, pero le costaba esperar sin sacar el tema, pensando que Glauco podía ser el asesino y que todo aquello fuese una farsa. Además, estaba inquieto; aunque el sibarita había dicho que no debían preocuparse por Bóreas, no podía evitar girarse cada dos por tres hacia la puerta.

Glauco pasó una mano sobre los pergaminos, acariciándolos con expresión de deleite, y después se volvió hacia ellos.

—El método parte de una idea sencilla: cuantos más lados tiene un polígono regular, más se aproxima su perímetro al del círculo. Vemos de modo evidente que un octógono se parece más a un círculo que un cuadrado. Y un polígono de mil lados a simple vista sería indistinguible de un círculo.

Akenón asintió a la vez que Ariadna y Evandro. Hasta ahí comprendía lo que decía Glauco, pero intuía que pronto sería incapaz de seguir la explicación.

—Para calcular el cociente, empezamos con un cuadrado inscrito en un círculo. El diámetro de este círculo mide uno, por lo que la longitud de su perímetro es el cociente, que sabíamos que era tres y un poco más.[5]

»El perímetro del cuadrado inscrito en este círculo será igual al número de sus lados multiplicado por la longitud de cada lado. Como es un cuadrado, tiene cuatro lados. Y podemos ver que cada lado mide la mitad de la raíz de dos.

Mientras hablaba, señalaba lo que mencionaba en un pergamino en el que estaba dibujado con trazos claros un círculo con polígonos inscritos. En uno de los cuadrantes del círculo había muchas líneas, que demostrarían ser la clave para conseguir la tan deseada aproximación al cociente.

—Por lo tanto —prosiguió Glauco—, la primera aproximación que logramos al cociente, partiendo del cuadrado inscrito, es cuatro veces la mitad de la raíz de dos. Es decir, 2,82.

—No parece una aproximación muy buena, cuando se sabe que es alrededor de 3,1 —objetó Akenón.

—No lo es, claro —respondió Glauco divertido—, pero ahora viene la magia del método. Partiendo del cuadrado inscrito en el círculo, vamos a ver cómo duplicar el número de lados. Si lo conseguimos, tendremos un polígono de ocho lados cuyo perímetro será mucho más cercano al del círculo que el del cuadrado. Después volveremos a duplicar el número de lados, y la aproximación será todavía mejor. Y después seguiremos duplicando el número de lados: 32, 64, 128…

—Está claro —intervino Ariadna— que el perímetro de ese polígono será en cada duplicación una aproximación más precisa al cociente. El número de lados lo sabemos en cada caso. La clave está en saber cuánto mide cada lado. Para el caso del cuadrado es evidente que será la mitad de la raíz de dos, pero ¿cómo saberlo para los siguientes polígonos?

Glauco se volvió hacia ella, repentinamente excitado. Akenón observó inquieto que sus mejillas habían enrojecido y tenía la frente sudorosa.

—¡Exacto! —exclamó el sibarita casi gritando—. Ahí entra el teorema de tu padre, que nos revela de un modo asombrosamente sencillo y preciso la longitud de cada lado del polígono duplicado partiendo de la longitud del lado del polígono de partida. Si sabemos cuanto vale el lado del cuadrado, y hemos visto que lo sabemos, con el teorema de tu padre obtenemos el valor del lado del octógono, y a partir de éste el del lado del polígono de dieciséis lados, y así sucesivamente.

Akenón se dio cuenta de que Ariadna y Evandro estaban cada vez más emocionados. Tendrían pocas ocasiones en sus vidas como ésta, en la que estaban a punto de acceder a un descubrimiento geométrico que suponía un salto formidable respecto a lo ya conocido.

—Yo no conocía la demostración del teorema de Pitágoras —continuó Glauco—, pero el que ha descubierto esto la dominaba perfectamente, y me enseñó a controlar el teorema para poder dominar el método de duplicación de los lados de un polígono.

Akenón, como egipcio versado en geometría, conocía algunos casos particulares en los que los lados de un triángulo rectángulo tienen valores exactos; sin embargo, desconocía el teorema de Pitágoras.

—Ahora podréis apreciar la genialidad del método. —La mano de Glauco temblaba sobre los pergaminos sin que él se percatara. Irradiaba tanto entusiasmo que parecía enloquecido—. Poned atención, porque aquí está la clave de todo: El lado del polígono duplicado es la hipotenusa de un triángulo cuyo cateto largo es la mitad del lado del polígono de partida, y cuyo cateto corto es la diferencia entre el radio y el cateto largo de otro triángulo cuyo cateto corto es la mitad del lado del polígono de partida y su hipotenusa es el radio.

Se hizo un silencio absoluto en la antigua sala de banquetes, como si aquellas palabras hubieran suspendido el paso del tiempo.

«Me he perdido desde el principio», pensó Akenón un poco avergonzado. Observó por el rabillo del ojo a sus compañeros y vio que estaban inmóviles como estatuas, con la vista clavada en los pergaminos. Entonces se concentró él también en los diagramas para intentar extraer alguna conclusión.

Ariadna contemplaba las figuras geométricas tratando de recrear las explicaciones de Glauco. Se centró en la obtención del polígono de ocho lados a partir del de cuatro. Lo consiguió al cabo de un rato, impresionada, y se sumergió de nuevo en el diagrama para ver si aquel método también servía para obtener el polígono de dieciséis lados a partir del de ocho.

—Funciona —susurró atónita al cabo de un rato.

Se volvió hacia Evandro, que acababa de finalizar su comprobación. El gran maestro tenía la misma expresión de asombro que ella. Si no hubieran estado junto a su posible enemigo, se habrían encerrado durante días para navegar extasiados en aquel mundo geométrico que acababan de descubrir.

Akenón siguió contemplando el diagrama con el ceño fruncido y finalmente desistió. Quizás pudiera comprenderlo analizándolo con calma en un ambiente tranquilo y seguro, pero desde luego no allí. Su prioridad era la investigación, y todo lo demás quedaba muy al margen. No obstante, respetaba la importancia que aquello tenía para los pitagóricos, e intuía que aquel descubrimiento geométrico era de enorme magnitud.

Glauco permanecía en un silencio expectante, dándoles tiempo para asimilar el método. Cuando vio que Ariadna y Evandro ya lo habían comprendido, lamentó que no se dejaran llevar por el éxtasis como había hecho él.

Evandro habló con voz ausente, sin despegar la mirada de los pergaminos.

—¿Hasta cuántos lados se ha realizado la duplicación?

—256 lados —respondió Glauco orgulloso, como si el mérito fuese suyo—. Ha realizado seis veces la duplicación a partir del cuadrado. Las operaciones son farragosas, pero el descubridor tiene una capacidad sobrehumana para el cálculo numérico. Además, utiliza los números de un modo curioso, algo diferente a lo que yo había visto hasta ahora. Como podéis ver en los pergaminos, resulta ingenioso y muy eficiente.

Ariadna se volvió hacia Glauco, casi sin atreverse a preguntar.

—¿Cuál es la aproximación obtenida?

—3,1415. Pero no tengáis tanta prisa, mis queridos hermanos. Voy a encargar que hagan una copia de todos los pergaminos para que os la llevéis a Crotona.

—Eres muy amable, Glauco. —Ariadna sonrió mostrándose agradecida, pero temía que un nuevo cambio en el sibarita hiciera que se echara atrás en su oferta. Por ello siguió intentando memorizar cuanto podía de los pergaminos, igual que Evandro, a la par que hacía preguntas—: ¿Cómo sabes que la aproximación es correcta?

—El método lo es, como podéis apreciar. En cuanto a los cálculos, he dedicado días a repasarlos y a comprender el ingenioso sistema de utilización de los números que lo facilita. Además… todavía hay algo que no os he contado.

Su tono de voz consiguió que Ariadna y Evandro levantaran la vista de los pergaminos.

—El descubridor del método se dio cuenta de algo más. De mucho más en realidad. —Glauco hizo una pausa. Sus ojos brillaban enfebrecidos—. Cada vez que duplicamos el número de lados de los polígonos, el dato obtenido para el cociente se va incrementando. Este incremento tiende a ser cuatro veces menor en cada duplicación. El inventor del método no me demostró la razón de esto, y sigo investigando sobre ello, pero si, a partir de un punto, seguimos esta regla en vez de la duplicación de polígonos, los cálculos son mucho más sencillos y avanzamos mucho más rápido. El que descubrió esto aplicó la regla a partir del polígono de 256 lados. En ocho pasos el resultado ya se estabiliza para ocho decimales: 3,14159265.[6]

Tanto Ariadna como Evandro quedaron completamente estupefactos. Aquello superaba todo lo imaginable. Cuando consiguieron reaccionar se sumergieron con avidez en los pergaminos buscando corroborar lo que acababan de oír.

«Bueno, ya han obtenido lo que deseaban», pensó Akenón con impaciencia. Metió la mano en su bolsillo y sacó las monedas de oro que había sustraído al secretario del Consejo. Las mismas que Eritrio le había confirmado que había acuñado Glauco.

—Glauco, ¿reconoces estas monedas?

El sibarita tomó una de ellas, la observó unos instantes con el ceño fruncido y asintió.

—Por supuesto. Son las que utilicé para pagar todo esto —señaló con la mano hacia los pergaminos.

—¿A quién? —preguntó Akenón exaltado.

—No puedo decirte su nombre, pues no lo sé. —La expresión satisfecha de Glauco se ensombreció ligeramente mientras desgranaba recuerdos—. Ocultaba su rostro tras una máscara de metal negro y llevaba todo el tiempo una capucha subida. Iba un poco encogido, aunque a veces se estiraba y parecía tan alto como yo. Tenía una voz grave, la más grave que he oído jamás, pero además era extraña y rota… Aunque ahora que lo pienso, sólo le oí susurrar.

—¿Quizás ocultaba su verdadera voz? —inquirió Akenón tras mirar disimuladamente hacia Ariadna. Ella debía analizar a Glauco durante el interrogatorio para tratar de averiguar si respondía la verdad.

—Puede, pero lo dudo. No veo posible simular esa voz. —El corpachón de Glauco se estremeció de repente y su rostro perdió el matiz encarnado—. La verdad es que todo en él resultaba inquietante y siniestro. No llegué a verle los ojos, pero cuando me miraba notaba que leía en mí de un modo que sólo había sentido con Pitágoras. Y en su interior… —se volvió hacia Ariadna, como disculpándose—, sentí una fuerza aún mayor que la que percibí en Pitágoras.

Akenón miró hacia Ariadna. Ella asintió de un modo casi imperceptible confirmando que Glauco no mentía.

—Entonces —prosiguió Akenón—, ¿no puedes decirnos nada de su aspecto físico?

Glauco dejó la vista perdida y asintió lentamente.

—En una ocasión la capucha se abrió un poco. Atisbé parte de la piel de su cuello y algo de su cabeza. Era una piel arrugada y envejecida. Yo diría que tiene al menos sesenta años, quizás setenta… aunque por sus manos y su manera de moverse no parece tan mayor.

«Desde luego no puede ser un inválido», pensó Akenón. Estaba seguro de que el enmascarado del que hablaba Glauco era también el encapuchado que lo había dejado fuera de combate junto al establo de la posada, después de haber matado a Atma. «En aquel momento debía de llevar puesta la máscara negra, por eso no vimos nada dentro de su capucha».

—¿Vino solo a tu palacio? —continuó preguntando.

El semblante de Glauco se iluminó, alegrándose de poder dar información más precisa.

—Lo acompañaba un único sirviente. Griego, alto, de unos cuarenta años. Por su manera de comportarse yo diría que era un militar.

«¡Crisipo!».

Akenón apretó las mandíbulas. Las piezas seguían encajando.

—¿Más o menos de mi altura, delgado, con expresión inteligente?

—Sí, sí. Así era. ¿Lo conoces?

—Tengo mis sospechas. Pero volvamos al tema del oro. ¿El enmascarado te pidió que lo amonedaras?

—Sí. Fue una petición sorprendente. Dijo que lo quería todo en monedas, como si pensara gastarlo con rapidez en multitud de pequeños pagos. Le dije que tardaría al menos un mes en conseguirlo. Tenía que pedir permiso a las autoridades, elaborar un cuño apropiado y después cortar todo el oro en piezas de tamaño y peso adecuados. Por último, el propio proceso de acuñación no se podía realizar en menos de una semana. —Frunció el ceño al seguir recordando—. El enmascarado no habló ni movió un solo músculo mientras se lo explicaba. Cuando acabé, él susurró despacio, con su extraña voz: «Volveré a por él dentro de tres días». —Glauco sacudió la cabeza—. ¡Por las tres cabezas de Cerbero, teníais que haber escuchado su voz! ¡Resultaba imposible negarse!

El sibarita resopló, incomodado por el recuerdo, y después prosiguió:

—Lo primero que tuve que hacer fue prescindir de cualquier permiso o proceso administrativo. Pagué un poco aquí y allá para saltarme las trabas legales y ese mismo día empezamos a amonedar. Como no daba tiempo a hacer un cuño nuevo, utilizamos otros con los que se había amonedado plata. Tanto los trabajadores de la fábrica de moneda como yo estuvimos tres días sin dormir. Unos se dedicaban sin descanso a cortar y pesar el oro y otros a acuñar.

—¿Por qué pusiste tu nombre en las monedas?

—Normalmente es un honor que tu nombre figure en una moneda. En este caso, sin embargo, hice que lo pusieran para intentar reducir los problemas que me podía causar el haber emitido moneda con el cuño de Síbaris sin tener la aprobación de las autoridades.

Ariadna había estado dividiendo su atención entre el interrogatorio y el descubrimiento. Ahora se despegó de los pergaminos y dejó a Evandro a solas absorbiendo su contenido. Para ella era fundamental mantenerse al tanto de la investigación.

—¿Conseguiste acuñar todo el oro? —estaba preguntando Akenón a Glauco.

—Prácticamente. Faltaban unos cien kilos, pero el enmascarado regresó al tercer día y dijo que no podía esperar. Se llevó los mil quinientos kilos tal como estaban en ese momento.

—¿Cómo lo transportaron? —preguntó Ariadna.

—En el premio estaba incluido el transporte del oro hasta donde quisiera el que lo resolviera. No imaginaba lo que me iba a pedir, pero ya os he dicho que resulta muy difícil negarle algo al enmascarado. Me dijo que llevara el oro hasta el puerto, y que allí pusiera a su disposición un barco con la tripulación y medios suficientes para navegar una semana, descargar el premio y transportarlo por tierra durante un día. —Se encogió de hombros—. En fin, hice todo lo que me pidió y zarparon inmediatamente. Yo me quedé en el puerto, viendo al barco alejarse en dirección Este hasta que desapareció en el horizonte. Pensé que igual se dirigía a Corinto o Atenas.

«Probablemente el enmascarado haya tratado de despistarnos», se dijo Akenón.

—¿Ha regresado la tripulación? Me gustaría hablar con ellos.

—Todavía no, pero los espero para dentro de dos o tres días. Os avisaré en cuanto lleguen.

Ariadna permaneció en silencio, reflexiva. «El enemigo deja cada vez más pistas». A través de la tripulación probablemente conseguirían acercarse un poco más al misterioso enmascarado. Echó un vistazo a los pergaminos, en los que Evandro seguía enfrascado, y negó con la cabeza. La mente de aquel enemigo parecía capaz de cualquier cosa.

«Y ahora cuenta con una inmensa cantidad de oro. Mala combinación», pensó preocupada.

Glauco atrajo de pronto la atención de Ariadna y Akenón:

—Todavía hay algo que no os he contado.

Hizo una pausa y Akenón intuyó que aquello no iba a gustarle.

—El enmascarado, a cambio del oro del premio, me explicó el método para duplicar polígonos y me dio la aproximación de cuatro decimales que yo pedía. Pero, como os he dicho, también me explicó una manera más rápida de aproximarse al cociente y me proporcionó una aproximación de ocho decimales. Esto último no lo compartió conmigo generosamente. Lo hizo a cambio de algo que yo tenía y que él estaba muy interesado en llevarse.

Akenón contuvo la respiración mientras Glauco terminaba de hablar.

—El enmascarado es ahora el amo de Bóreas.