CAPÍTULO 79

29 de junio de 510 a. C.

Aquella mañana, en el establecimiento de Ateocles, uno de los mozos de cuadras se había hecho cargo de la montura de Akenón. Recordaba bien aquel caballo, pues era uno de los mejores que habían tenido a la venta. Tras ocuparse de él, salió a la calle y vio que unos soldados se llevaban a alguien encapuchado e inerte. Se agachó y observó cautelosamente.

«Es Akenón», pensó al reconocer las ropas. Él no quería problemas con la autoridad, así que se limitó a regresar al interior de las cuadras y no hizo preguntas. Su única reacción fue guardar el caballo junto a los de su señor, por si Akenón no regresaba.

Por la tarde se cruzó con su primo Anticlo, un joven entusiasta que había solicitado que lo admitieran en la comunidad pitagórica. Dudó si decirle lo de Akenón, pero tenía muy buena relación con Anticlo y se habría sentido mal ocultándole una información que imaginaba que le interesaría bastante.

—Anticlo, sé algo que a ti te parecerá muy importante. Pero primero debes jurarme por todos los dioses que nunca revelarás que yo te lo he contado.

Anticlo abrió los ojos con mucho interés y juró inmediatamente. Su primo siguió hablando en voz baja.

—Esta mañana, al poco de abrir, ha venido Akenón. Ya sabes, el investigador que contrató Pitágoras.

Anticlo asintió. Sabía perfectamente quién era Akenón.

—Un rato después llegaron unos soldados —continuó su primo—. No sé lo que pasaría, yo no lo vi, pero cuando se marcharon llevaban a Akenón cargado en uno de los caballos. Lo habían encapuchado y estaba inconsciente. Igual hasta estaba muerto.

Anticlo se llevó las manos a la cabeza.

—¡Por Zeus y Heracles! —exclamó espantado. Se quedó un momento mirando a su primo y de repente salió corriendo sin ni siquiera despedirse.

Media hora más tarde, los soldados que vigilaban la entrada de la comunidad le cortaron el paso. Primero se sonrieron ante la pretensión de aquel jovencillo nervioso de ver al mismísimo Pitágoras, pero cuando consiguieron entender su historia se apresuraron a llevarlo con él.

Al encontrarse frente a Pitágoras, Anticlo se postró a sus pies sintiendo que estaba en presencia de un dios. Junto al filósofo se encontraban Ariadna y Aristómaco, que acababa de informar de que Glauco había entregado su premio.

—Levántate, muchacho. —Pitágoras tomó a Anticlo de un hombro—. Dinos qué noticias traes.

El joven relató rápidamente lo que le había contado su primo. Ariadna sintió que el corazón le daba un vuelco en cuanto oyó que Akenón podía estar tanto inconsciente como muerto.

—Nos vamos inmediatamente a Crotona —les dijo Pitágoras a los soldados—. La mitad de los hoplitas de la comunidad me acompañarán. Que salga ahora mismo un mensajero para avisar a Milón de que se reúna conmigo frente al templo de Hera. Y que lleve a todos los soldados que pueda reunir sin demorarse.

Los hoplitas partieron a la carrera y Pitágoras se apresuró hacia el establo en busca de la yegua. «Lo primero es lanzar una batida rápida para encontrar a todos los posibles testigos». También debía enviar patrullas fuera de Crotona y situar una en cada camino que saliera de la ciudad, así como en el puerto.

«Lo detuvieron por la mañana —se dijo preocupado—, nos llevan mucha ventaja. Espero que no demasiada».

Alrededor de Pitágoras los soldados se organizaban con rapidez. El que iba a avisar a Milón ya estaba recorriendo a galope tendido el camino hacia Crotona.

En la grupa del caballo, sujetándose al soldado, cabalgaba Ariadna.

Antes de que Pitágoras llegara al templo de Hera, Milón y Ariadna ya habían conseguido más información. Sabían que unos soldados habían llevado al puerto a un prisionero encapuchado y maniatado. Fueron allí a toda velocidad acompañados por una veintena de hoplitas. Tras interrogar a varios trabajadores portuarios, por fin encontraron uno que les dio indicaciones precisas.

—Sí, señor. —El hombre estaba impresionado al ser interpelado por Milón, que era un héroe para los crotoniatas—. Un prisionero encapuchado, escoltado por varios soldados. Los vi hace una media hora. El prisionero y algunos de los soldados subieron a ese barco… —Se giró y buscó con la mirada—. Vaya, ya ha zarpado —chasqueó la lengua, compartiendo la decepción de sus interlocutores—. Era un barco mercante bastante grande… ¡ahí está, es el que acaba de cruzar la bocana!

Ariadna se giró en la dirección indicada y sintió que se le caía el alma a los pies. El barco estaba ya a un kilómetro de distancia, había desplegado su gran vela rectangular y comenzaba a surcar el mar abierto.

Milón contempló el barco que se alejaba, recorrió el puerto con la mirada y echó a correr sin previo aviso. Ariadna y los soldados se miraron desconcertados y salieron tras él.

El general en jefe del ejército, a pesar de sus cuarenta y cuatro años, dejó atrás a soldados a los que doblaba en edad. Seguía siendo un portento físico. No en vano había ganado seis veces los Juegos Olímpicos en la modalidad de lucha. La última había sido hacía seis años y ya no competía, pero mantenía la fuerza de un toro.

Alcanzó el extremo en el que se recogían las embarcaciones más sencillas y saltó dentro de una pequeña barca. El primero de los soldados que lo seguían llegó a su altura e hizo amago de subir con él, pero Milón lo detuvo con su voz potente.

—¡No! Iré más rápido yo solo.

La embarcación tenía sólo dos remos. Milón comenzó a bogar con fuerza y se alejó rápidamente del embarcadero. Varios soldados requisaron otras barcas e intentaron seguir la estela de su general.

Milón estuvo un rato remando más rápido de lo que ningún otro hombre era capaz, pero la distancia con el barco de Akenón no parecía reducirse. El barco aprovechaba con su extensa vela los vientos favorables y ya estaba a una distancia capaz de desanimar a cualquiera. Milón echó un vistazo hacia el barco y apretó los dientes incrementando la fuerza de su remadura. Sus músculos se hincharon todavía más. Para aumentar el ritmo empezó a contar mentalmente aumentando poco a poco la velocidad, como cuando forzaba una marcha militar.

«Uno, dos; uno, dos; uno, dos…».

Sus oídos recogían el siseo del viento y el rumor rápido que hacía la quilla al cortar el agua. Se giró de nuevo, jadeando. ¿Estaba más cerca o era una ilusión causada por su deseo? Necesitaba mayor velocidad, pero empezaba a notar los efectos del cansancio.

«El soldado Crisipo fue una pieza clave en el asesinato de Orestes, y ahora son otros soldados los que atacan a la hermandad».

Su orgullo de general en jefe se revolvió con estos pensamientos y consiguió aumentar su velocidad.

«Uno, dos; uno, dos; uno, dos…».

Al cabo de un rato se volvió otra vez. «Estoy acercándome. Debo mantener este ritmo».

Ya estaba en mar abierto. La pala del remo golpeó la cresta de una ola y recibió una salpicadura de agua fresca. Desperdició algo de fuerza, pero lo agradeció porque su cuerpo estaba ardiendo a causa del esfuerzo colosal.

Al mirar hacia el puerto veía a los soldados que lo seguían en otras embarcaciones. No habían recorrido ni la mitad de la distancia que él, a pesar de que en cada barca iban varios hoplitas y se turnaban para remar.

De nuevo sintió que llegaba al límite de sus fuerzas. Cerró los ojos y recordó las enseñanzas de su maestro. Su corazón y su respiración se volvieron un poco más lentos y se sincronizaron incrementando la eficiencia de su organismo. Continuó remando con los ojos cerrados, concentrándose más cuanto más se agotaba, sin bajar el ritmo.

De repente lo oyó. Algo grande surcaba el mar y el viento cerca de él. Abrió los ojos y vio el barco a menos de veinte metros.

Hizo un último esfuerzo para ponerse a su altura y comenzó a gritar.

En la bodega del barco, los hoplitas que custodiaban a Akenón estaban dormitando apoyados en la pared curva de madera. Sólo tenían que hacer tiempo hasta que fuese de noche. Entonces degollarían al egipcio y lo tirarían por la borda. Aunque debían procurar no ser vistos por los marineros, tenían las espaldas cubiertas: el capitán del barco había recibido unas monedas de oro para que no tuvieran problemas. Si alguien daba la voz de alarma, ellos dirían que el prisionero les había atacado y el capitán corroboraría su versión.

Ni ellos ni Akenón se dieron cuenta de que el barco se detenía, pero todos se sobresaltaron cuando se abrieron las puertas de la bodega y se oyó un vozarrón enfurecido.

—¡Por Zeus, Heracles y Pitágoras, qué demonios está ocurriendo aquí!

Los soldados se incorporaron aterrorizados. «¡¿Cómo ha aparecido aquí el general?!». Se apresuraron a cuadrarse mientras Milón se acercaba con paso enérgico.

—Obedecemos órdenes, mi señor. Trasladamos al pri…

El bofetón lo lanzó volando hacia atrás. Acto seguido Milón soltó un revés tremendo al otro soldado, que se derrumbó inconsciente. Después se agachó junto a Akenón, le quitó la capucha y sacó la mordaza de su boca.

Akenón tomó aire a grandes bocanadas.

—Gracias —dijo con voz enronquecida—. Gracias, Milón.

El coloso se arrodilló tras él sin decir palabra, sacó su cuchillo y cortó las ataduras.

Ariadna esperaba en el muelle junto a su padre, que acababa de llegar. A lo lejos, regresando del panzudo barco mercante, se divisaba una barca diminuta. Ariadna forzó la vista en la declinante luz del crepúsculo hasta que consiguió asegurarse de que en aquella barca iba Akenón y estaba vivo. «Gracias a los dioses», pensó cerrando los ojos.

Al mismo tiempo se dio cuenta de que no quería irse a Catania.

La barca siguió acercándose con rapidez. El general Milón había puesto a remar a los dos soldados y les obligaba a mantener un ritmo agotador. Cuando saltaron a tierra, los empujó hacia sus hoplitas.

—Meted esta escoria en el calabozo. Luego los interrogaremos.

El general se alejó con sus soldados y Akenón se acercó a Pitágoras y Ariadna. Ella sintió el impulso de abrazarlo, pero se refrenó y fue Pitágoras quien lo recibió.

—Siento mucho lo ocurrido, Akenón. Doy gracias a la Providencia por haber llegado a tiempo. —Apoyó las manos en los hombros de Akenón y lo examinó para ver si estaba herido. A pesar de la poca luz, advirtió que tenía el cuello manchado de sangre—. Déjame que te vea eso.

Akenón mostró a Pitágoras la parte de atrás de su cabeza.

—Tienes una brecha bastante fea —dijo Pitágoras frunciendo el ceño—. Además, ya se ha secado. Tendremos que frotarla bien antes de cosértela.

Akenón se limitó a asentir. Ariadna se mantenía en un segundo plano, mirándolo de un modo que él no supo interpretar.

Pitágoras aguardó un segundo y después extrajo un pergamino.

—Ya tenemos la certeza de quién está detrás de esto. —Mostró el documento a Akenón—. Cilón ha conseguido que se dicte sentencia de exilio contra ti.

—Vaya, así que es cierto —respondió Akenón con un punto de amargura—: mi exilio es una decisión del Consejo. Pensé que era una invención de los que me detuvieron.

—Sólo se necesitan veinte consejeros para condenar a un extranjero al exilio —explicó Pitágoras—, más la validación con firma y sello de un secretario del Consejo. Hasta ayer te hubiera dicho que ningún secretario validaría algo así sin avisarnos antes, pero ahora sabemos que la influencia de Cilón ha llegado a niveles extremadamente preocupantes. En cualquier caso no te preocupes por esto, mañana anularemos la sentencia.

Akenón miró a Pitágoras extrañado. Había una insólita pesadumbre bajo sus palabras. Miró después a Ariadna y se dio cuenta de que había algo más flotando en el ambiente.

—¿Qué más ha sucedido? —preguntó alarmado.

Ariadna se adelantó a responder.

—Acabamos de saber que Glauco ha entregado su premio. Alguien ha conseguido lo que pretendía el sibarita… y lo ha hecho utilizando el teorema más importante de mi padre.

Akenón se sorprendió. No tenía conocimientos suficientes para valorar la magnitud intelectual de aquello, pero él mismo había escuchado a Pitágoras afirmando que no era posible. Además, la utilización del teorema de Pitágoras…

—¿Piensas que la utilización de tu teorema es otro mensaje? ¿Crees que se trata de nuestro enemigo?

—Tiene que serlo —asintió Pitágoras—. Ya había demostrado poseer unas capacidades extraordinarias, y ahora nos revela que más que extraordinarias son únicas —suspiró, y en ese suspiro cansado estaba el reconocimiento de que su enemigo estaba por encima de él—. Para acabar con Orestes utilizó el secreto del dodecaedro, demostrándonos que tenía acceso a nuestros secretos mejor guardados y quizás que era uno de los nuestros. Ahora ha utilizado mi propio teorema para volver a reírse de nosotros. Y al mismo tiempo, ha obtenido recursos materiales con los que puede comprar casi cualquier cosa.

Akenón se quedó un rato pensativo.

—¿Has dicho que el secretario que firmó mi exilio acaba de cambiar de bando?

El filósofo asintió.

«Bien —pensó Akenón—, puede que haya una relación entre el cobro del premio de Glauco y mi exilio».

Se dirigió a Pitágoras con expresión resuelta.

—Dime dónde vive ese secretario.