CAPÍTULO 76

29 de junio de 510 a. C.

A media mañana, Akenón entró en el establecimiento de Ateocles.

—¡Qué alegría, mi buen amigo Akenón!

El comerciante exhibía tras su barba desaliñada la sonrisa que reservaba para sus mejores clientes.

—Buenos días, Ateocles. Me alegra que me recibas con tanta efusividad, pero no esperes que te compre un caballo cada vez que nos veamos.

—Cada vez que nos veamos no, pero sí cada vez que lo necesites. —Ateocles rió, satisfecho de su propia respuesta—. Por cierto, he visto a mis criados ocupándose de tu caballo. Espero que estés contento con él.

—Lo estoy, lo estoy. Creo que tanto como tú con el precio que pagué por él.

El vendedor soltó una carcajada a la vez que palmeaba su espalda con rudeza.

—Lo que me trae por aquí —dijo Akenón cuando acabaron los manotazos—, es la investigación de los crímenes de Crotona.

Ateocles asintió, repentinamente serio. No le gustaba nada tener alguna vinculación con aquello.

—Supongo que llevas un registro de los animales que vendes.

Ateocles volvió a asentir, reticente. En realidad llevaba dos registros. Uno para asegurar un buen control de su negocio y otro, mucho más negativo, para justificar sus reducidas aportaciones al tesoro de la ciudad.

—Lo que me interesa —prosiguió Akenón—, es saber si un soldado llamado Crisipo adquirió una montura hace unas semanas. Como supongo que no lo haría él directamente o que no daría su nombre, me gustaría examinar todos los movimientos.

Ateocles se rascó ruidosamente el mentón, pensativo. De repente un potente grito lo arrancó de sus reflexiones.

—¡Akenón!

Los dos se volvieron hacia la puerta de la calle. Seis hoplitas irrumpieron armados con lanza, escudo y espada al cinto. La hosquedad de sus semblantes y la manera de moverse, desplegándose en arco hacia ellos, dejaban claras sus intenciones.

Akenón comprobó de un vistazo que no había otra salida y retrocedió instintivamente hasta la pared más cercana. De este modo evitaba que lo rodearan, pero seis soldados bien armados eran demasiado a lo que enfrentarse. Decidió no desenvainar la espada.

—¿Qué queréis?

Los hoplitas se acercaron sin responder y lo acorralaron. Ateocles aprovechó para escabullirse sin que nadie se lo impidiera.

—Debes acompañarnos.

«No parece que ése sea vuestro único propósito», pensó Akenón intentando no perder de vista a ninguno.

—¿En nombre de quién? —preguntó con firmeza.

—¡En nombre de Crotona! —respondió el que parecía llevar la voz cantante.

Akenón sopesó a toda prisa sus opciones.

—De acuerdo —accedió finalmente.

Aquellos debían de ser soldados a sueldo de Cilón. Milón ya le había advertido de que había unos cuantos. Lo mejor que podía hacer era no enfrentarse a ellos y pedir ayuda en cuanto se cruzara en la calle con otros soldados o alguien que lo conociera.

Caminó con ellos hacia la salida. Uno de los hoplitas se situó a su espalda, desenvainó la espada procurando no hacer ruido y la levantó sobre su cabeza. Akenón se dio cuenta un instante antes del ataque, pero ya era demasiado tarde. El soldado bajó el brazo con fuerza y golpeó su nuca con la empuñadura.

Se desplomó como un fardo. Otro de los soldados se apresuró a envolverle la cabeza con una capucha para que nadie pudiera reconocerlo. Lo colocaron atravesado en la grupa de un caballo y se pusieron en marcha evitando las calles más concurridas.

Cuando estaban llegando a su destino, Akenón recobró la consciencia. Sentía un terrible dolor de cabeza y se estaba ahogando con aquella capucha. Al intentar levantarla para respirar se dio cuenta de que tenía las manos atadas a la espalda. En ese momento el caballo se detuvo y Akenón consiguió distinguir las palabras de uno de sus captores.

—Échalo al fondo de un calabozo —gruñó con desprecio—. El jefe se ocupará de él.