29 de junio de 510 a. C.
Cilón giró el cuerpo hacia atrás, asustado, e intentó que su caballo diera media vuelta. Desenvainó la espada con torpeza y sólo entonces se acordó de avisar a sus guardias.
—¡Aquí! —gritó con fuerza.
Lo que tenía delante, no obstante, no parecía peligroso. Un solo hombre a pie, inmóvil entre dos árboles. Se cubría con una capa cuya capucha llevaba ceñida, igual que él. En sus manos no sostenía armas, sino que las tenía apoyadas una sobre otra en una postura que le daba una apariencia tranquila. No parecía importarle lo más mínimo que hubiera dos guardias corriendo desde el templo hacia él con las espadas en alto.
Cilón levantó una mano y los guardias se detuvieron a la altura de su caballo.
—¿Quién eres? —preguntó con autoridad.
El desconocido no se inmutó. Cilón aguardó, un tanto desconcertado. Después se sintió irritado al ser ignorado de esa manera.
—¡Responde si no quieres que mis guardias te atraviesen!
Le pareció que el encapuchado elevaba un poco la cabeza, pero no podía estar seguro porque la claridad que se percibía en un extremo del cielo no era suficiente para deshacer las sombras que los envolvían.
—Esperaba que mantuviéramos una conversación privada. —La voz del desconocido pareció arrastrarse por el suelo hasta llegar a sus oídos. Era una voz muy grave, a la vez penetrante y tenebrosa.
Cilón dudó qué hacer. El encapuchado abrió las manos y mostró las palmas, haciendo patente que estaba desarmado.
—De acuerdo. —El político giró la cabeza hacia los soldados sin apartar la vista del misterioso desconocido—. Retroceded hasta el templo y permaneced alerta.
Esperó hasta que los soldados se alejaron a una distancia a la que ya no podían oírlos.
—¿Quién eres? —preguntó con menos agresividad que antes.
El encapuchado negó lentamente con la cabeza.
—Lo importante es: ¿cómo podemos unir nuestras fuerzas para acabar con Pitágoras y su orden?
Cilón no estaba acostumbrado a no recibir una respuesta directa, pero decidió pasarlo por alto.
—¿Por qué querría yo, Cilón de Crotona, unir mis fuerzas a un desconocido? —respondió mientras pensaba quién se escondería tras aquella capucha. ¿Quizás un miembro del Consejo de los 300 que quería venderse?
—Porque este desconocido puede conseguir cosas que tú no puedes, y porque juntos podemos hacer más daño, y más rápido.
—Yo controlo casi la mitad del Consejo —contestó Cilón herido en su orgullo—. ¿Qué puedes aportar tú a esta lucha?
La voz del desconocido se volvió todavía más grave y adoptó una dureza que hizo que Cilón se echara para atrás en su caballo.
—Controlas menos de la mitad de los setecientos marginados, que es poco más que nada. Sin mi ayuda seguirías desgastándote de un modo inútil. ¿Qué has logrado hasta ahora, Cilón? Nada. ¿Qué he logrado yo? —Hizo una pausa y continuó con un tono de cruel regocijo—. Que Pitágoras pierda a la mitad de sus hombres de confianza: Cleoménides, Daaruk y Orestes.
—¿Tú los has matado?
El encapuchado no respondió.
—De acuerdo —continuó Cilón—. Tienes medios eficaces para hacer daño a la secta. Si tan eficaz eres, entonces, ¿para qué me necesitas? —preguntó en tono crispado.
El encapuchado negó con la cabeza.
—El odio proporciona mucha energía, y tú tienes mucho odio. Eso está bien, pero no lo malgastes conmigo. Distingue entre tus enemigos y tus amigos, y procura tener siempre fuego en el corazón y hielo en la mente.
«Parece un maestro pitagórico», pensó Cilón extrañado. De hecho, el encapuchado hablaba con un aplomo e irradiaba una fuerza que sólo había sentido frente a Pitágoras. «Aunque la energía de este hombre tiene un matiz siniestro».
—¿Cómo sé que no me estás tendiendo una trampa? ¿Cómo sé que no trabajas para la secta?
—Lo sientes —dijo enigmáticamente aquella voz ronca.
Era cierto. Igual que percibía su fuerza, Cilón sentía que aquel hombre odiaba a Pitágoras al menos tanto como él.
—¿De qué manera sugieres que colaboremos? —preguntó por fin.
Le pareció oír un gruñido de satisfacción antes de que el encapuchado respondiera.
—Aunque vamos a necesitar al Consejo, tenemos que trabajar en la sombra. Pitágoras no debe notar ningún cambio. Mantén tu postura contraria a él en el Consejo, pero no intentes nada ambicioso que muestre la fuerza que vamos a ir ganando.
—¿Y cómo se supone que vamos a ganar esa fuerza?
—Organizarás reuniones con los consejeros que no tengan una postura clara. Yo asistiré y utilizaré con ellos tanto mi capacidad de persuasión como la del oro. En cuanto convirtamos a unos cuantos, los demás llamarán a nuestra puerta para no quedarse en minoría.
—El oro es un argumento muy convincente, pero se necesitaría mucho para comprar el apoyo de hombres a los que no les falta.
—Mucho es lo que les ofreceré. A cada uno de ellos.
«¿Quién demonios es este hombre?», se preguntó Cilón asombrado.
—De acuerdo —respondió—. Pero me gustaría ver la cara de la persona en la que voy a depositar tanta confianza.
—Por supuesto —susurró la voz cavernosa.
Cilón observó con atención mientras el hombre misterioso retiraba la capucha. Cuando acabó, el político sintió que se le paraba el corazón.
«¡No tiene cara!».
Sin darse cuenta tiró de las riendas y el caballo se revolvió. Consiguió mantener el equilibrio a duras penas, sin despegar la vista de la aterradora aparición. Aquel cuerpo parecía acabar a la altura del cuello y después no se veía nada, sólo una oscuridad tan profunda como las sombras que lo circundaban.
El hombre sin rostro avanzó dos pasos.
—¿Satisfecho?
A esa distancia Cilón pudo distinguirlo mejor.
—¿Llevas… llevas una máscara?
—Sí —respondió secamente el enmascarado.
Cilón se tranquilizó un poco, pero ya no se atrevió a decirle también que se quitara aquella máscara negra.
—Hay algo más —añadió el enmascarado—. Tenemos dos enemigos especialmente molestos. Uno es Milón, el general en jefe del ejército, a quien sus tropas son desagradablemente leales. Sin embargo, todavía sería prematuro atacarlo directamente. Ya me ocuparé de Milón, no intentes nada contra él —dijo con un tono que no admitía réplica—. El otro enemigo es Akenón, el investigador egipcio. Supongo que lo conoces.
—Por supuesto. Es una vergüenza para Crotona que Pitágoras haya otorgado las funciones de la policía a ese egipcio —Cilón escupió la última palabra con rabia.
—Akenón es un incordio y un potencial peligro para nuestros propósitos. Afortunadamente no cuenta, ni mucho menos, con el apoyo que tiene Milón en el Consejo. —El enmascarado apretó un puño con fuerza aplastando el aire—. Te voy a decir cómo vamos a ocuparnos de Akenón… hoy mismo.