29 de junio de 510 a. C.
Aunque todavía faltaba bastante para el amanecer, Pitágoras llevaba mucho tiempo levantado. Nunca había necesitado dormir mucho, pero últimamente apenas conseguía conciliar el sueño dos o tres horas.
Intentaba aprovechar el tiempo que pasaba despierto por las noches. En esta ocasión había decidido visitar de nuevo la tumba de Orestes. De pie junto a ella estaba reflexionando sobre las circunstancias de su muerte: resultaba descorazonador ver con qué facilidad habían sido manipulados decenas de miembros de su orden, en algún caso maestros avanzados.
Cerró los ojos, apesadumbrado.
El castigo por traicionar el juramento de secreto sólo había sido aplicado hasta entonces de modo simbólico. Era cierto que en un caso de máxima traición, por parte de un gran maestro y dándose todos los agravantes, se podía llegar a considerar que el culpable merecía la pena capital. «Pero tenía que ser yo quien dictara esa sentencia». Y siempre había pensado que, si se daban esas circunstancias, encontraría la manera de suavizar la pena y no cargar sobre sus hombros la muerte de un ser humano. Por desgracia, al estar él de viaje, los que habían descubierto la traición habían decidido aplicar el castigo por su cuenta.
El juramento de secreto era imprescindible. Los secretos de la orden debían estar sólo al alcance de mentes rectas y preparadas. Su intención al crear el juramento había sido proteger a la humanidad de que los secretos cayeran en malas manos.
«Proteger mediante la disuasión, no mediante la ejecución».
Suspiró profundamente al imaginar el linchamiento y muerte de Orestes. El cerebro de aquel crimen había demostrado un aterrador dominio, no sólo de sus secretos, sino del funcionamiento de la mente humana. Había logrado que hombres habitualmente serenos y reflexivos se dejaran llevar por las pasiones más salvajes. No sólo consiguió que creyeran que Orestes era un traidor, sino que hizo que todos estuviesen convencidos de que Orestes era también el asesino de Daaruk y Cleoménides. El enemigo sabía que vivían atemorizados por las recientes muertes y que, gracias a sus artimañas, se iba a producir una catarsis emocional, una explosión general de sentimientos que disolvería las conciencias individuales en un furioso animal colectivo y primario. Como había previsto aquel criminal, el miedo y el odio se aliaron para fusionar lo más primitivo de todos los presentes al mismo tiempo que anulaba la parte más elevada de sus almas.
Pitágoras sabía perfectamente lo que había ocurrido en la mente de sus discípulos. Había interrogado uno a uno a los participantes en el crimen y en todos había visto lo mismo.
Le pareció bien mantener ante el Consejo la versión de que Orestes había muerto asesinado sin que hubiera pistas, pero tomó sus propias medidas sobre los implicados. A Euríbates y a Pelias los degradó a discípulos matemáticos, sin posibilidad de ascender durante diez años en el caso de Euríbates y veinte en el de Pelias. Además, los envió a la comunidad de su hijo Telauges, en Catania. De este modo los protegía, tanto a ellos como a la propia hermandad, de una posible investigación del Consejo de los Mil.
En cuanto al resto de implicados, degradó a muchos y todos perdieron la posibilidad de ascender al menos durante diez años. Por otra parte, dio instrucciones para que se incrementara el tiempo dedicado al trabajo interior. De algún modo esos hombres habían hecho lo correcto, pues creían tener la certeza de que Orestes era un traidor y habían aplicado a rajatabla la letra del juramento de secreto, pero debían haber esperado a que regresara él. Además, no habían actuado racionalmente, sino ofuscados por la emoción y embrutecidos por la multitud que formaban entre todos.
«Mis discípulos actuando como bestias».
Aquel crimen había sido, sin ninguna duda, el más dañino para la hermandad.
El cielo comenzaría a clarear enseguida, pero todavía era un manto negro cuajado de estrellas. Las antorchas de los soldados era lo único que permitía divisar el entorno. Pitágoras se apartó de la tumba de Orestes y caminó hacia la entrada de la comunidad seguido por varios hoplitas. Oyó que se acercaba un caballo desde el interior y poco después vio que se trataba de Akenón.
—Buenos días, Pitágoras —dijo tras franquear el pórtico.
—Buenos días, Akenón… aunque todavía no ha salido el sol. ¿Vas a Crotona?
—Así es —respondió desde su caballo—. Quiero hablar con algunos trabajadores del puerto y ésta es la mejor hora. Después visitaré a Ateocles y otros comerciantes de monturas y bestias de carga. Tal vez encontremos alguna pista analizando sus ventas de las últimas semanas.
—Me parece una buena idea. Ve con cuidado.
Akenón partió al trote y Pitágoras se quedó mirándolo mientras su silueta se disolvía en las tinieblas de la madrugada. De repente se dio cuenta de que no había visto juntos a Akenón y Ariadna desde que había regresado de Neápolis. Ella casi siempre estaba encerrada en la escuela, y cuando la veía mostraba un exterior sobrio, inexpresivo, tras el que presentía un intenso sufrimiento.
La política y otras obligaciones no le habían dejado tiempo para ocuparse de ella. Reflexionó unos instantes. A su hija siempre le venía bien viajar. Quizás lo mejor sería enviarla durante un tiempo con su hermano Telauges a la comunidad de Catania, en la isla de Sicilia.
Dirigió una última mirada hacia Akenón y se adentró en la comunidad.