CAPÍTULO 72

23 de junio de 510 a. C.

Pitágoras experimentó un fuerte alivio al divisar su comunidad de Crotona.

Quería poder bajar de una vez de la montura, pues por primera vez en su vida sentía que tenía la edad de un anciano. Sin embargo, el motivo principal de su alivio no era estar a punto de desmontar, sino el hecho de que la comunidad siguiera en pie.

El segundo de los mensajes que había recibido en Neápolis indicaba que la muerte de Orestes había sido producto de una maquinación muy bien tramada. También decía que Cilón se había enterado de los detalles de la muerte y los había aprovechado para lanzar un ataque frontal contra el pitagorismo. El filósofo había llegado a temer que, en la semana transcurrida desde que se envió el mensaje, Cilón hubiera conseguido el control del Consejo y del ejército y hubiese arrasado la comunidad.

La pequeña comitiva llegó hasta el pórtico y fue recibida por cientos de discípulos nerviosos. Pitágoras sentía que la comunidad lo necesitaba y hacía un esfuerzo por mostrar aplomo, pero no podía evitar resultar más sobrio de lo acostumbrado.

Cuando llegó a la altura de Akenón, apoyó las manos en sus hombros como gesto de saludo.

—Voy a ir con Evandro e Hipocreonte a visitar la tumba de Orestes. —Akenón pensó que Pitágoras nunca había parecido tan cansado—. Después meditaré un rato en el Templo de las Musas. Dentro de una hora nos reuniremos en mi casa para analizar la situación.

Akenón asintió y la mirada del filósofo se mantuvo en él un segundo más.

«Sigues con nosotros a pesar de no ser miembro de la hermandad», pensó agradecido.

Aristómaco se encontraba a su izquierda.

—Salud, maestro —susurró mirando al suelo.

Pitágoras oprimió su hombro con calidez hasta que Aristómaco levantó la vista.

«No tienes nada de lo que avergonzarte», le dijo con la mirada. Aristómaco se echó a llorar en silencio y volvió a bajar la cabeza. Llevaba dos semanas torturándose por su incapacidad de ir al Consejo a enfrentarse a Cilón.

Téano se adelantó hasta él, seguida por su hija Damo, y ambas lo abrazaron. El anciano maestro sintió que tenía en ellas dos pilares firmes. Quizás eran los miembros más sólidos de la comunidad.

«Si Téano fuese un hombre, habría podido ir al Consejo y no me cabe duda de que habría mantenido a raya a Cilón».

Milón estaba detrás de ellas. Se le notaba intranquilo, con ganas de dar explicaciones.

—Salud, hermano. Dime en qué situación nos encontramos.

—Maestro Pitágoras, doy gracias a los dioses por tu regreso. —El coloso inclinó la cabeza con respeto antes de seguir hablando—. Cilón continúa ganando partidarios en el Consejo de los Mil. Entre los setecientos ya tiene mayoría y los 300 se sienten confusos y perdidos, e incluso he sabido de alguno que en secreto ha contactado con Cilón.

—Tranquilo, Milón, he venido para quedarme y asistiré a todas las sesiones del Consejo.

Tenían que controlar al Consejo, pero había algo todavía más importante. «El siguiente objetivo de Cilón será el ejército». Pitágoras sabía que el retorcido político necesitaba a los militares para cambiar el orden de las cosas establecido. El prestigio del general Milón entre sus soldados era tan elevado que para Cilón resultaba imprescindible controlar a Milón o acabar con él.

«La entrega de Milón a la hermandad es total, Cilón no tiene otra opción que intentar asesinarlo».

Dando vueltas a este pensamiento se dirigió a Ariadna. Su expresión era triste pero a la vez serena. Sin embargo, en el fondo de sus ojos Pitágoras distinguió un dolor intenso contenido a base de voluntad.

«Mi pequeña, cuánto lamento que sufras así».

Intuyó que había ocurrido algo entre ella y Akenón, y eso debía de haber removido el recuerdo de su terrible secuestro. Pero había algo más en el dolor de su mirada…

«Siento no poder ayudarte ahora».

Ariadna entendió el mensaje silencioso de Pitágoras y notó que con su presencia el dolor remitía un poco.

El maestro de maestros intercambió algunas palabras con otras personas. Después se alejó caminando por el exterior de la comunidad, a lo largo del seto que la rodeaba. Lo siguieron Evandro e Hipocreonte. El resto de discípulos fue regresando lentamente a sus quehaceres.

El filósofo llegó hasta el pequeño cementerio anexo a la comunidad. Allí se arrodilló junto a la tumba de Orestes para rendirle el homenaje que no había podido hacerle de cuerpo presente. Antes de cerrar los ojos, miró las tumbas colindantes. Al lado de la de Orestes estaba la que acogía las cenizas de Daaruk y un poco más allá la de Cleoménides.

«Por todos los dioses, que pase mucho tiempo antes de que tengamos que cavar otra tumba».

Media hora más tarde, en la soledad del Templo de las Musas, la llama eterna de Hestia se reflejaba en los ojos concentrados de Pitágoras. El fuego sagrado parecía penetrar en su mente y atacar sin piedad sus sueños de futuro.

Roma estaba al alcance de la mano. Lucio Junio Bruto quería que ellos participaran en el nacimiento de su República… pero ahora Pitágoras no podía abandonar Crotona. Se arriesgaba a que la base del edificio se derrumbara por concentrarse en añadir otro piso.

«¿He apuntado demasiado alto?».

Aunque sus ideas regían en buena parte de la Magna Grecia, consideraba que eso debía ser sólo una primera etapa. Ahora tenía que llegar Roma, y después, ya de la mano de sus sucesores, debían extenderse por Cartago, Etruria, Persia…

«Una comunidad de naciones».

Aquel pensamiento le estremecía el alma. Su doctrina tenía como objetivo intensificar los vínculos de amistad y respeto tanto entre hombres como entre gobiernos. El sueño final de Pitágoras era un mundo en el que no hubiera diferencias de trato ni de derechos jurídicos por pertenecer a diferentes razas o naciones. Una comunidad mundial basada en los principios de hermandad, espiritualidad y justicia.

También soñaba con que los conocimientos de la hermandad continuaran desarrollándose. Las leyes de la naturaleza estaban al alcance de los sentidos y el intelecto. Había que seguir descifrándolas, obteniendo sin descanso nuevos descubrimientos apoyándose en los anteriores. El conocimiento era un camino de iluminación, una senda irreversible, pues las reglas de la naturaleza eran el idioma de los dioses. ¡Eran leyes, estables y exactas, que los mismos dioses debían respetar!

Entrecerró los ojos atisbando los confines de sus sueños.

Con sus enseñanzas, el alma se elevaba hasta lo divino a través del conocimiento y la práctica, a través del ejercicio de la mente, de la ciencia y la meditación. Los hombres podían llegar a librarse para siempre de sus instintos bestiales, podían trascender sus limitaciones y condicionamientos…

Podían convertirse en dioses.

Pitágoras vislumbraba un mundo de hombres ascendiendo hasta lo divino, la definitiva apoteosis del ser humano…

Un sueño que ahora se tambaleaba.

Sintió que perdía fuerza, como si su energía vital se debilitara. Sin darse cuenta, echó los hombros hacia delante y encorvó la espalda.

Aquellos sueños necesitaban alguien que los liderara. «De los seis candidatos a sucederme que tenía hace tres meses, la mitad han sido asesinados». Quizás debería olvidarse de sueños y concentrarse en la supervivencia de lo que ya tenían. Aunque también para mantener eso se necesitaba un líder, una cabeza dirigente.

Desde que habían partido de Neápolis estaba dándole vueltas a una idea: en vista de lo sucedido, y anticipándose a nuevas tragedias, posiblemente lo mejor fuese designar no un sucesor individual, sino un grupo de sucesores, un comité. En el comité debería estar Aristómaco, que era el mejor matemático; Evandro, el mejor dispuesto para la política; Hipocreonte y Téano como consejeros… y tal vez Milón por su peso político y militar.

«En cualquier caso, toda solución pasa por atrapar al asesino».

El asesino… ¿Quién podría ser, por todos los dioses? De repente, un extraño recuerdo apareció en su mente y sintió que le faltaba la respiración. Una noche, regresando de Neápolis, había tenido un sueño muy intenso en el que el asesino tenía su mismo rostro, como un hermano gemelo que fuera la encarnación del mal. Desde entonces había veces, como ahora, que le acometía la inexplicable sensación de estar enfrentándose a sí mismo.

—En los días siguientes al asesinato de Orestes —le explicaba Akenón a Pitágoras—, interrogamos a todos los miembros de la comunidad, así como a los soldados asignados para la seguridad interna. —Milón apartó la vista de Akenón y apretó las mandíbulas sin decir nada—. Nadie más estaba implicado, lo que nos lleva a concluir que el hoplita Crisipo colocó las monedas bajo la cama de Orestes. Debió de ser unos días antes del asesinato. Después lo avisaron de algún modo la noche en que engañaron a Pelias, y así pudo escapar antes de que se iniciara la investigación.

Aristómaco tenía los ojos clavados en la mesa, sintiéndose culpable. De los asistentes a aquella reunión, él era junto con Milón el único que estaba en Crotona la noche del crimen.

—Para evitar nuevos engaños, sobornos o traiciones —continuó Akenón—, hemos decidido que los soldados que se ocupan de la protección, ya sean guardaespaldas o patrullas nocturnas, residan en la comunidad y no tengan contacto con el exterior durante el tiempo que dure su asignación.

—Se está cumpliendo a rajatabla —se apresuró a afirmar Milón con su vozarrón.

—También hemos tomado medidas de aislamiento con los miembros de la comunidad —dijo Akenón—, tanto discípulos como servidumbre. Nadie puede salir solo de la comunidad. En caso de tener que salir, se hace en grupos compuestos al menos por tres individuos.

—¿Temes que se repita lo de Orestes? —preguntó Evandro.

—Estoy bastante seguro de que nuestro enemigo cambiará de procedimiento, pero parece que nos enfrentamos a alguien capaz de alterar en poco tiempo la voluntad de otra persona. Alguien con unas capacidades similares a las que alcanzáis en los grados más elevados de la orden. —Todos se miraron entre sí, inquietos—. Por lo tanto, hay que evitar que el asesino logre quedarse a solas tanto con un miembro de la comunidad como con uno de nuestros soldados.

»En cuanto a éstos, ahora también tienen que entrar en los edificios de la comunidad. Han de acompañar a los grandes maestros y a ti, Pitágoras, hasta la puerta de vuestros dormitorios. De hecho, deben inspeccionar dentro antes de que entréis. También tienen que acompañaros dentro de la escuela, los establos e incluso al interior de los templos.

Hipocreonte gruñó una protesta. Pitágoras alzó una mano en su dirección y matizó las últimas indicaciones.

—Entiendo que Akenón no se refiere a que tenga que haber soldados en medio de nuestros rituales o estudios. Bastará con que los hoplitas examinen el interior de los templos antes de que entremos, y permanezcan luego a una distancia a la que no oigan nuestras conversaciones, pero sí una voz de alarma.

Miró a Akenón y éste mostró su acuerdo con una inclinación de cabeza antes de retomar la palabra.

—Por último, y por si se repitiera algo similar a lo de Orestes, los delitos cometidos por un miembro de la comunidad los juzgará exclusivamente Pitágoras. Y si él no estuviera, esa persona sería encarcelada hasta el regreso de Pitágoras. —Se giró hacia Milón—. Debido a que nuestro enemigo parece ser un maestro de la manipulación, esto debe aplicarse también a todo delito civil o militar que implique castigo físico, exilio o pena capital. Entiendo que esto no sería del agrado del Consejo, por lo que debe mantenerse en secreto; pero hay que aplicarlo aunque el Consejo se entere y esté en contra. Al menos hasta que Pitágoras haya podido evaluar el caso. No se trata de saltarnos la ley sino de evitar un error trágico al ser víctimas de un nuevo engaño.

—Nadie tocará un pelo a uno de nuestros hermanos —sentenció Milón.

Akenón indicó con un gesto a Pitágoras que había concluido y se echó hacia atrás en la silla. Había otro asunto al que no dejaba de dar vueltas, pero no iba a compartirlo con ellos: en los últimos días había pensado mucho en Ariadna y había creído entender sus motivos para mantenerse alejada de él. Aunque Ariadna había conseguido disfrutar haciendo el amor, en realidad no había superado el trauma de haber sido violada. Las heridas emocionales eran demasiado profundas, seguía siendo demasiado vulnerable. Akenón deseaba lo mejor para ella y, desgraciadamente, parecía que eso implicaba aceptar que entre ellos no habría nada más.

Pitágoras se dirigió a Ariadna.

—¿Qué ocurrió en vuestro viaje a Síbaris?

Akenón contuvo la respiración. Aunque era previsible que Pitágoras se enterara de que habían ido juntos a Síbaris, no había imaginado que aquello llegara a sus oídos con tanta rapidez. De pronto recordó a Ariadna haciendo el amor apasionadamente sobre él y se ruborizó. Afortunadamente todos habían dirigido su atención hacia Ariadna.

—Las nuevas investigaciones respecto al encapuchado no dieron ningún resultado —respondió ella cerrando concisamente aquel tema—. En cuanto a Glauco, no conseguimos que cambiara de actitud con respecto al premio. No sólo eso, sino que corrimos verdadero peligro en su palacio. Está más que obsesionado, enloquecido con investigaciones sobre el círculo. Investigaciones, por cierto, en las que ha avanzado de un modo sorprendente. En el poco tiempo que estuvimos con él comprobé que sus capacidades matemáticas son al menos de mi nivel.

Pitágoras arrugó el entrecejo. En matemáticas, Ariadna estaba al nivel de alguno de los grandes maestros. Glauco no había recibido adiestramiento como para superar ni siquiera el nivel de discípulo oyente. Todo lo que hubiera conseguido a partir de ahí se debía a una combinación de sus capacidades innatas y de las enseñanzas que había comprado con su oro. «¿Hasta dónde habrá conseguido avanzar?».

—Ni siquiera escuchó mi petición de que retirara el premio —continuó Ariadna con sobriedad—. Sólo intentó que lo ayudara en sus estudios y después, al no conseguir lo que pretendía, enfureció de tal modo que estuvo a punto de hacernos matar. Tuve que utilizar toda mi voluntad para conseguir aplacarlo durante el tiempo suficiente para poder escapar de allí. Glauco ya no obedece tu autoridad, padre. Es impredecible y muy peligroso.

El ambiente se volvió más opresivo tras las palabras de Ariadna. Pitágoras permaneció pensativo durante un rato antes de hablar.

—Glauco es el miembro más influyente del gobierno de Síbaris. Allí no hacen servicio militar ni tienen un ejército regular, pero las enormes riquezas de sus aristócratas mantienen a cientos de mercenarios a sueldo. Además, el propio Glauco tiene una guardia personal compuesta por decenas de soldados. Vigilaremos a Glauco de lejos, pero nadie más irá a verlo por el momento. Más adelante enviaré una embajada con un mensaje para tratar de reunirme personalmente con él en un lugar seguro. —Volvió a quedarse pensativo y después se volvió hacia Milón—. Refuerza la vigilancia sobre Síbaris. Debemos estar atentos a cualquier movimiento de sus tropas y a la posibilidad de que recluten más mercenarios. De momento nuestro ejército es muy superior, pero más vale asegurarse de que eso sigue siendo así.

—¿Temes un ataque militar? —preguntó Aristómaco asustado.

—Temo a la locura —sentenció Pitágoras.

Los miró a todos antes de continuar.

—En cuanto al asesino, nos ha revelado que es un poderoso matemático. Diría que es un miembro de nuestra orden de los grados más altos, o que tiene un infiltrado entre alguien de este nivel. —Los candidatos se cruzaron miradas incómodas—. También es posible que sea un maestro o gran maestro de otra de nuestras comunidades.

Tras un momento de silencio, Akenón tomó la palabra interrumpiendo el repaso mental que cada uno estaba haciendo de los maestros que conocía.

—Debemos tener en cuenta que el soldado traidor, Crisipo, podía haber aprovechado un paseo por el bosque para dejar fuera de combate a su compañero Bayo y después matar a Orestes sin ningún problema. Eso habría resultado menos peligroso para él que enterrar las monedas bajo la cama de Orestes. ¿Por qué actuó como lo hizo? —preguntó retóricamente—. Bien, yo creo que el asesino le ordenó que actuara de esa manera para que fuera la propia comunidad quien ejecutara a Orestes. El daño interno para la comunidad es mucho mayor de este modo, y además desacredita a la hermandad ante el Consejo. Pretende radicalizar la postura contraria de los ajenos a la orden, que seguramente no entienden la importancia que para vosotros tiene el juramento de secreto. —Se vieron asentimientos de cabeza y Akenón aguardó unos segundos antes de acabar su intervención—. Por último, pienso que el asesino organizó así este crimen porque se siente más fuerte que nosotros. No sólo no le importa que podamos deducir algo sobre él, sino que quiere que lo hagamos.

Todos se quedaron perplejos menos Pitágoras, que habló a continuación.

—Yo también tengo la sensación de que está jugando con nosotros. Se está divirtiendo. Nos da pistas que apuntan hacia él porque piensa que somos incapaces de atraparlo. Por eso ha utilizado el secreto del dodecaedro y el juramento de secreto para acabar con Orestes. Nos está enviando un mensaje.

Se inclinó hacia delante con sus ojos dorados refulgiendo.

—Nos está diciendo quién es.