CAPÍTULO 71

17 de junio de 510 a. C.

Números, formas geométricas, símbolos…

Los ojos del enmascarado recorrieron todo aquello durante unos minutos en un proceso que era la puerta de entrada a la dimensión matemática. Después juntó los párpados y se adentró en aquel universo de conocimiento utilizando exclusivamente la potencia de su mente. Así recorría distancias inmensas, exploraba áreas desconocidas, observaba, escudriñaba… y de vez en cuando desentrañaba otro nudo, abría una puerta hasta entonces cerrada, lograba un nuevo avance, pequeño pero irreversible, hacia los grandes descubrimientos que lo hacían más sabio e incrementaban su poder sobre la naturaleza y los hombres.

Un ligero ruido a sus espaldas perturbó su trance. Su atención retornó a los sentidos corporales y se vio sentado en la sala subterránea de su refugio.

—Pasa, Crisipo —dijo su voz de piedras arrastradas.

Una puerta se abrió tras él. En lugar de volverse, desvió la vista ligeramente hacia el largo espejo de bronce que tenía junto a la mesa. La pulida superficie le mostró a Crisipo acercándose hasta quedar a un par de metros.

—Maestro, la misión ha sido completada.

—¿Algún percance?

—Ninguno, señor.

—Excelente.

Crisipo se dio la vuelta y salió de la sala cerrando la puerta tras él. El enmascarado notó que en su interior brotaba una sensación de regocijo, cálida y efervescente. Dejó que se extendiera y de la máscara negra surgió una risa gutural.

El último paso de su plan se había resuelto con éxito. Gracias a Crisipo, el marino navegaba en esos momentos rumbo a Atenas con el compromiso de no regresar a la Magna Grecia. Lo había reclutado doce días antes entre los pescadores de Terina, a un par de días de marcha al oeste de Crotona. Era un hombre sin ataduras, con un pasado turbio, que había huido de Siracusa dos años antes. Malvivía vendiendo el poco pescado que conseguía con una barca que era poco más que una tabla agujereada. Su sueño, que consideraba inalcanzable, era poder viajar a Atenas, comprar una barca decente e iniciar allí una vida como pescador. El enmascarado supo ver que por aquel sueño estaba dispuesto a hacer lo que necesitaba de él.

Había regresado con el marino desde Terina al refugio que tenía entre Crotona y Síbaris. Durante el trayecto utilizó las palabras adecuadas para moldear la mente de aquel hombre, apagando sus reparos y avivando su ambición. Le hizo sentir que servir a los dioses o a él era prácticamente lo mismo. Al final del viaje había conseguido del marino una entrega completa. En caso de ser atrapado, no dudaría en elegir la muerte antes que decir una sola palabra sobre él.

Ya en el refugio, le había explicado a qué taberna de Crotona debía acudir cada día en espera de un joven maestro pitagórico al que ofuscar con la farsa que había elaborado minuciosamente. Finalmente le entregó lo necesario para redondear el engaño: una bolsa de monedas con daricos de oro que debía mostrar al incauto maestro, y documentos, preparados por él mismo, que desvelaban los secretos del dodecaedro.

El enmascarado dejó escapar de nuevo aquella risa que era como una serie de graznidos profundos.

«Debo serenarme para continuar con los estudios», se recriminó rápidamente. Estaba rozando conocimientos nunca concebidos. Cuando los poseyera, su poder se multiplicaría de forma instantánea.

«En unas horas habré concluido, y entonces… —jadeó bajo la máscara con los dientes apretados—, entonces todo será posible».

Aún necesitó otro minuto para apaciguar la exaltación que le producía experimentar una sensación de dominio tan fuerte. Se había sentido un maestro de marionetas haciendo bailar a su antojo al marino, a Crisipo, al maestro engañado que prendió la llama ciega de la ira en la comunidad… En el asesinato de Orestes todos habían cumplido sus deseos como esclavos sin elección. No obstante, lo que convertía aquello en una obra maestra era el aprovechamiento perfecto de algunos de sus conocimientos: los misterios del dodecaedro, los trapos sucios del pasado de Orestes y los detalles exactos del juramento pitagórico de secreto.

Crisipo, oculto junto a la puerta de la sala subterránea, observó el entorno con ojo crítico. El bosque era particularmente espeso alrededor de la pequeña vivienda de piedra. Nadie que estuviera a más de veinte o treinta metros podría ver que allí había una construcción humana. Menos aún que había una gran sala bajo tierra, a la que se accedía por una única puerta camuflada. Además, el paraje montañoso y alejado de los caminos hacía improbable que se acercara alguien. Aquel era, sin duda, un buen escondite.

Se rascó el mentón bajo la barba enmarañada. Le resultaba extraño encontrarse allí. Hasta hacía poco era un soldado más en el ejército de Crotona. Llevaba veinte años de hoplita, siempre apañándoselas para llevar una vida cómoda y tranquila dentro del ejército. Nunca había tenido interés en ascender, pues eso significaba complicarse la vida, pero procuraba llevarse bien con los mandos. Por eso se había hecho amigo de Bayo hacía un año: el joven soldado le había caído en gracia al general Milón. Haciendo amistad con él, Crisipo comenzó a beneficiarse del trato de favor que Milón dispensaba a sus soldados de confianza.

«Yo, soldado de confianza de Milón».

Ese pensamiento lo incomodaba. No podía negar que el general Milón había demostrado fiarse mucho de su lealtad al designarlo, junto con Bayo, guardaespaldas personal de Orestes. La elección no parecía desatinada. Crisipo nunca se había metido en problemas —era un maestro en evitarlos o en que la culpa recayera en otros—, y tampoco se llevaba, como otros muchos hoplitas, un sobresueldo por parte de Cilón o de otros políticos ambiciosos, siempre deseosos de tener hombres leales dentro del ejército.

¿Por qué de repente se había comportado así, después de veinte años de historial militar casi inmaculado?

Reflexionando un poco, se daba cuenta de que su lealtad siempre había estado dirigida básicamente a sí mismo. Hacía lo que le mandaban y cultivaba determinadas relaciones porque eso era lo más práctico para él. Sin embargo, esa filosofía de pragmatismo personal y desinterés general había cambiado radicalmente hacía un par de semanas.

Iba a entrar en una taberna con Bayo y otros hoplitas cuando sintió que lo llamaban. Se quedó en la puerta del local, escudriñando la penumbra mientras los demás entraban. Cuando la calle quedó vacía, apareció un encapuchado que le dijo unas rápidas frases y se alejó. Crisipo dudó, miró al interior de la taberna, donde sus compañeros ni siquiera se habían dado cuenta de que no estaba con ellos, y se internó en la oscuridad de las estrechas calles de Crotona.

La conversación no duró más de veinte minutos, pero cambió su vida. O, más exactamente, lo cambió a él. El encapuchado vertió en sus oídos ideas extraordinarias que arraigaron en su mente igual que si tuvieran vida propia, desplegándose durante aquella noche que pasó en vela y durante el día siguiente. Sin saber cómo, en su cabeza aparecían pensamientos e impulsos nuevos. Su instinto práctico intentaba rebatirlos, pero cada uno de sus argumentos prudentes era refutado inmediatamente por alguna de las frases que el enmascarado había grabado en su mente. Según pasaban las horas, dejó de intentar resistirse a las nuevas ideas y acabó aceptándolas como suyas.

Fue como un nacimiento, intenso y revelador, a una nueva consciencia. Como si de repente se diera cuenta de que su postura hacia los pitagóricos, que habría dicho que oscilaba entre la indiferencia y un leve recelo, en realidad siempre hubiese sido de repulsión e incluso de marcada hostilidad. Su moderado individualismo práctico lo sentía ahora como un egoísmo intenso, completamente indiferente a los demás. Y, sobre todo, su falta de devoción, acaso una desvaída creencia en los dioses olímpicos, se había transformado en un convencimiento ferviente de que el encapuchado era un ser superior, la única persona que merecía ser su líder, una mente preclara a quien la naturaleza obedecía y al que tanto hombres como gobiernos debían venerar igual que a un dios.

«Es mi señor y mi maestro, pues me ha revelado mi verdadera naturaleza».

El nuevo Crisipo no dudó en aceptar el primer encargo de su maestro. Unos días después de su primer encuentro, tomó de él una bolsa de cuero con veinte daricos de oro. Tuvo que llevarla encima durante dos días sin encontrar la ocasión para cumplir su cometido. Entonces se convocó una reunión en la comunidad y los edificios de viviendas quedaron vacíos.

Crisipo montó guardia junto con Bayo en la puerta de la escuela, donde Orestes estaba reunido.

—Ahora vuelvo —dijo con aparente indiferencia.

Se alejó sin mirar atrás. Bayo le echó un vistazo y luego volvió a dirigir su atención hacia la puerta de la escuela. Suponía que Crisipo tenía que aliviar el vientre.

Crisipo entró en un edificio comunal, recorrió con rapidez el gran patio interior y entró sin problemas en la habitación de Orestes. Dejó caer la lanza en el suelo, sacó la bolsa de cuero y se arrodilló junto a la cama. Tras apartarla, rascó frenéticamente el suelo de arena. Estaba más duro de lo que había pensado. Desenvainó la espada y con la punta consiguió hacer un pequeño agujero. Había pensado profundizar más, pero el tiempo pasaba con rapidez y Bayo sospecharía si se demoraba. Puso la bolsa en el fondo del agujero y la tapó de modo que a simple vista no se notara nada. Una inspección detallada, en cambio, revelaría que allí acababa de enterrarse algo.

Antes de salir echó un vistazo rápido y se dio cuenta de que con los nervios había estado a punto de dejarse la lanza. La cogió y recorrió el patio con el corazón en un puño. Sabía que no superaría un interrogatorio de un gran maestro pitagórico. El enmascarado le había explicado que podían penetrar en todos los rincones de su mente. Tenía la certeza de que si levantaba sospechas descubrirían su traición y lo ejecutarían.

Moderó el paso al acercarse a Bayo, que apenas lo miró cuando llegó junto a él. Tardó media hora en controlar su respiración agitada, y durante el resto de la jornada sus músculos se tensaban cada vez que oía un ruido fuerte o alguien lo llamaba. A partir de ese día se mantuvo muy atento a la señal para escapar. Debía dejársela el marino que trabajaba para su señor. En el momento en que los pitagóricos mordieron el anzuelo, el marino hizo una discreta marca con tiza junto a la puerta de la taberna convenida. Nada más ver la marca, Crisipo cogió el petate que tenía preparado y huyó de Crotona hacia un lugar en las montañas donde habían acordado reunirse.

Al llegar vio con inquietud que sólo estaba el marino, pero inmediatamente apareció su maestro con la capucha echada. Envolviéndolo en el magnetismo de su mirada oculta, le felicitó por el trabajo realizado, le entregó una bolsa con dracmas de plata y le dio nuevas instrucciones. Crisipo, obedeciéndolas, llevó al marino hasta Locri, a tres días de marcha por la costa meridional. Viajaron de noche por los caminos y de día a través del bosque evitando todo contacto humano. Cuando llegaron a Locri, entregó la bolsa de dracmas al marino y se aseguró de que embarcaba para Atenas. Acto seguido regresó junto a su señor.

Ahora estaba esperando a que el maestro le encargara nuevas tareas. De momento debía mantenerse oculto y vigilar. En caso de que se acercara alguien debía avisar al maestro con una señal convenida y expulsar a los intrusos.

En ese momento oyó un agudo sonido metálico.

El maestro lo llamaba.

Bajó las escaleras y se detuvo a un par de pasos, inclinando respetuosamente la cabeza. Si hubiera podido ver a través del inquietante metal negro que recubría el semblante de su maestro, habría contemplado un rostro absolutamente extasiado.

El enmascarado había completado hacía media hora la última fase de una investigación crucial. Nada más terminar, en el momento en que todas las piezas encajaron con sorprendente sencillez, había experimentado un placer intelectual indescriptible. Ahora todavía sentía su espíritu transportado, pero había temas urgentes de los que debía ocuparse.

«Ha llegado el momento de volver a actuar».

Se reclinó sobre el respaldo y clavó la mirada en Crisipo. La clave para una conversión tan satisfactoria había estado en su vacío previo, en su falta de valores, lealtades y creencias.

«Es difícil encontrar alguien que ofrezca tan poca resistencia».

Crisipo mantenía una postura marcial y a la vez humilde. Se había deshecho de sus ropas militares y vestía como un campesino, aunque resultaba un tanto extraño el corte de cabellos y barba que había improvisado con su daga durante el viaje a Locri. El enmascarado lo comparó mentalmente con Atma. El esclavo también había sido un devoto completamente entregado, quizás incluso más que Crisipo, pues lo amaba en todos los sentidos. La diferencia era que Atma era un ser débil, blando y demasiado sensible, mientras que Crisipo era un soldado veterano, hábil, inteligente y seguro de sí mismo. Reconocía que Atma le había prestado un gran servicio, pero lo más sensato había sido matarlo. Para Crisipo, en cambio, había trazado un destino muy diferente.

Se aclaró la garganta y habló con un murmullo áspero.

—Crisipo, escucha atentamente, pues tu próxima misión es fundamental para nuestros propósitos.