17 de junio de 510 a. C.
El rostro taciturno de Milón presagiaba malas noticias.
Hizo un gesto para que lo siguieran y se alejó del pórtico de la comunidad. Ariadna y Akenón caminaron tras él mientras se adentraba en campo abierto. A Milón no parecía importarle la fina llovizna que los empapaba insidiosamente ni la negrura cada vez más cerrada.
—No me fío de nadie —comenzó diciendo mientras miraba alrededor.
—Habla de una vez, Milón.
Akenón empezaba a exasperarse. Ariadna, en cambio, mantenía un gesto neutro que no permitía adivinar lo que pasaba por su mente.
—Orestes… —dijo por fin Milón— ha sido asesinado.
Aquello sobrecogió a Ariadna arrancándola de sus reflexiones. Su cabeza comenzó a llenarse de preguntas, pero Milón siguió hablando antes de que pudiera decir nada.
—Fue acusado de romper el juramento de secreto. Lo ejecutaron los hermanos de su mismo edificio comunal. Uno de ellos, Pelias, había hablado esa tarde con un marino que dijo haber conseguido secretos a cambio de oro. En concreto, aseguraba que se había hecho con el secreto del dodecaedro pagando veinte daricos de oro. Al ser un secreto tan restringido, la lista de posibles traidores se reducía mucho y… —dudó, avergonzado de compartir en parte el razonamiento de los asesinos—, el hecho es que el pasado de Orestes les hizo pensar que él podía ser el traidor.
Akenón negaba con incredulidad mientras escuchaba a Milón. Le parecía estar viviendo una pesadilla.
—Inspeccionaron su habitación y encontraron los veinte daricos enterrados bajo su cama. Les pareció indudable que Orestes era el traidor. Pensaron que eso también implicaba que era el asesino de Cleoménides y Daaruk. Entonces lo golpearon, lo tiraron a un pilón y lo ahogaron.
Akenón apretó la mandíbula sintiendo una oleada de rabia y desesperación. «Por Baal y Amón-Ra. El asesino ha conseguido que los pitagóricos se maten entre sí».
—¿Cuándo ha ocurrido? —preguntó Ariadna.
Milón dudó un instante antes de contestar. En ese momento agradecía que la oscuridad ocultara su semblante.
—Hace una semana.
Ariadna resopló con aspereza y apartó la mirada. Fue Akenón el que formuló la pregunta evidente.
—¿Por qué no nos avisaste?
—Envié dos mensajes a Pitágoras. Ya deben de haberle llegado. En cuanto a vosotros… estabais investigando en Síbaris y de todos modos no podías llegar a tiempo para la investigación sobre el marino.
Akenón procuró disimular su irritación. Resultaba obvio que Milón no los había avisado por una cuestión de orgullo. No estaba acostumbrado a obedecer a nadie que no fuera Pitágoras. Ahora que el filósofo no estaba, prefería llevar por su cuenta la investigación que tener que limitarse a seguir las instrucciones de Akenón.
—¿Cuál fue el resultado de esa investigación? —preguntó Akenón secamente.
—El marino había desaparecido. Averiguamos que llevaba tres días acudiendo a la taberna en la que abordó a Pelias. Pasaba las tardes bebiendo allí, él solo, seguramente esperando la llegada de pitagóricos. Eligió bien el lugar, pues es una taberna a la que suelen acudir los miembros de la comunidad cuando bajan a Crotona. Le mostró a Pelias documentos que demostraban que poseía el secreto del dodecaedro…
—¿Estás seguro de eso? —lo interrumpió Ariadna.
—Le pedí a Aristómaco que hablara con Pelias para estar seguros de este punto, y parece que no hay duda. El secreto del dodecaedro estaba en sus manos. Me temo que estamos ante un complot muy bien organizado.
—No cabe duda —murmuró Ariadna pensativa.
—¿Nadie conocía a aquel marino? —preguntó Akenón.
—Apareció tres días antes del asesinato y se esfumó esa misma noche. Nadie lo había visto antes en Crotona y nadie ha vuelto a verlo después.
«¿Será posible que el marino y el encapuchado sean la misma persona?». Akenón le dio vueltas a esta idea, pero acabó desechándola. El marino había mostrado su rostro y nadie lo conocía. Estaba convencido de que tras la capucha se ocultaba alguien que en Crotona sería conocido a cara descubierta.
Se giró en dirección a la comunidad. A través de la llovizna apenas se veían titilar las antorchas clavadas junto a las puertas de los edificios comunales. Milón estaba tomando muchas precauciones para que nadie pudiera escucharlos. Eso podía significar que había habido algún problema de filtración de información.
—¿Cuál es la situación en el Consejo? —preguntó Ariadna adelantándose al razonamiento que estaba desarrollando Akenón.
—Mala —respondió Milón—. Es muy mala y cada día empeora. Necesitamos a Pitágoras cuanto antes u ocurrirá una desgracia terrible. Ahora mismo no hay ningún gran maestro que se enfrente a Cilón. —Intentó contenerse, pero no pudo evitar sus siguientes palabras—. El cobarde de Aristómaco se ha negado a pisar el Consejo. Cada vez que se lo digo se echa a temblar y al final tengo que ir yo solo.
Milón notó la cólera vibrando en su propia voz. Cerró los ojos y procuró calmarse. Unos segundos después, ordenó sus pensamientos y prosiguió:
—La noche de la muerte de Orestes me reuní con Aristómaco. Decidimos informar al Consejo, pero diciéndoles que Orestes había sido asesinado sin que hubiese pistas, como en las anteriores muertes. En la sesión de la mañana siguiente, tras la lectura de nuestro comunicado, me encontré con la desagradable sorpresa de que había habido un soplo.
Akenón asintió en silencio y siguió escuchando al yerno de Pitágoras.
—Cilón estaba informado de todo y nos lanzó un ataque demoledor —evocó Milón con rabia—. El miserable relató en detalle la ejecución de Orestes y después acusó a todos los pitagóricos de mentirosos, traidores y asesinos. El Consejo de los 300 se le echó encima a base de gritos e insultos, pero se notaba que estaban desconcertados e inseguros. No consiguieron echar a Cilón del estrado, como otras veces, y el maldito continuó implacable. A mí mismo me tachó de mentiroso y dijo que era incapaz de mantener la seguridad. Recordó el acuerdo que sellé con Pitágoras ante todo el Consejo, haciéndome responsable de evitar nuevos crímenes en la comunidad. En ese momento aprovechó para arremeter también contra Pitágoras, al que llamó incapaz y líder de una secta de criminales. Exigió que se retirara el apoyo a la comunidad, y llegó a sugerir que se exiliara a Pitágoras y a todos sus seguidores. ¿Os dais cuenta? Ya no trata de reducir los privilegios de la comunidad, ¡sino de deshacerla y expulsar de Crotona al maestro Pitágoras y a todos los pitagóricos!
Milón tuvo que hacer una pausa para recuperar el resuello. Después continuó algo más calmado:
—A partir de esa jornada, en todas las sesiones Cilón repite básicamente el mismo discurso. Yo lo niego todo e insisto en nuestra versión del asesino desconocido. Lo contrario implicaría tener que encarcelar a los autores materiales del crimen, los pitagóricos que mataron a Orestes, y sobre esto quiero que decida Pitágoras. En cualquier caso, yo no soy un buen político y Cilón consigue todos los días nuevas conversiones. Al acabar las sesiones cada vez son más los que lo rodean como moscas y se alejan hacia su casa murmurando conspiraciones.
—Ya no busca el apoyo de los 300 —afirmó Ariadna.
—¿Qué quieres decir? —inquirió Milón.
—Siempre ha intentado embaucar a todo el Consejo de los Mil. Tanto a los que él llama los setecientos marginados, como a los consejeros que forman el Consejo de los 300. Ahora ha cambiado de estrategia. Pretende que los setecientos le apoyen en una lucha contra los 300. —Meditó unos instantes antes de continuar—. Se ha vuelto más agresivo y ambicioso. Sabe que con la ley en la mano prevalecen las decisiones de los 300. Necesita una revolución para saltarse a los 300, y para eso necesita el apoyo en bloque de los setecientos… —miró fijamente a Milón antes de concluir—, y también del ejército.
Milón saltó inmediatamente.
—¡Como general en jefe de nuestro ejército, respondo de su completa lealtad!
—La lealtad siempre existe, lo que varía es hacia qué se dirige —replicó Ariadna ensañándose con Milón. Estaba molesta con él por no haberles enviado un mensaje a Síbaris informando del asesinato de Orestes.
Milón, desairado, iba a contestar pero Akenón hizo que se tragara su orgullo. Llevaba un rato pensando sobre un detalle del relato de Milón: El marino había dicho que había pagado veinte daricos de oro, y eso fue lo que apareció bajo la cama de Orestes. Dado que Orestes era inocente, alguien tenía que haber colocado allí las monedas. Podía haber sido un pitagórico, pero en los interrogatorios tras la muerte de Daaruk había quedado clara la fidelidad de todos ellos. La alternativa era que hubiese sido uno de los soldados asignados a la comunidad. Akenón daba más peso a esta posibilidad precisamente por el hecho de que, en su relato, Milón había pasado de largo sobre este punto clave.
—Milón, ¿quién puso las monedas en la habitación de Orestes? ¿Me equivoco al suponer que esa noche desapareció uno de los hoplitas que asignaste a la comunidad?
Akenón calló y a su alrededor se instaló un silencio tenso. La lluvia arreció con fuerza. Lo único que se oía era el repiqueteo de las gotas contra el suelo. Intentó vislumbrar la reacción de Milón a sus palabras, pero la oscuridad se había vuelto tan impenetrable que ni siquiera estaba seguro de tenerlo enfrente. Sintió una oleada de aprensión. «¿Milón va a atacarnos?». Akenón llevó la mano a la empuñadura de su espada. Aunque el crotoniata ya no era joven, su constitución seguía siendo la de un imbatible campeón de lucha.
La voz de Milón, amarga y humillada, surgió por fin de la oscuridad.
—Lo comprobé una hora después del asesinato de Orestes. Ordené que se presentaran ante mí todos los soldados asignados a la comunidad. Lo hicieron todos menos uno, al que no hemos vuelto a ver desde entonces. Se llama Crisipo. Era uno de los guardaespaldas personales de Orestes.