CAPÍTULO 69

17 de junio de 510 a. C.

Pitágoras estaba sentado en un taburete con la espalda apoyada en la pared, disfrutando del frescor de su habitación. Se encontraba en la casa de campo de Mandrótilo, uno de los aristócratas de Neápolis que más tiempo llevaba apoyándolos. Residían allí desde que habían llegado a la ciudad. El aristócrata había confiado en que se fundara una comunidad pitagórica en Neápolis; sin embargo, Pitágoras había tardado sólo dos días en darse cuenta de que la ciudad no estaba preparada. La decepción de Mandrótilo fue acompañada por la de Evandro, que ya se veía como líder de una nueva comunidad.

«Pero esto ha sido muy positivo para él», pensó Pitágoras. Estaba satisfecho por la evolución de Evandro. El más joven de sus grandes maestros, en su preparación para guiar en solitario a una comunidad, había dado un salto adelante en su capacidad para dominar su naturaleza vehemente. No sería en este momento, pero pasarían pocos años antes de que el influjo del pitagorismo romano llevara a la fundación de una comunidad en Neápolis. La ciudad se convertiría en el centro estratégico del eje Crotona-Roma.

«Roma, Roma, Roma».

Pitágoras ya no tenía ninguna duda. En los siguientes años la hermandad iba a expandirse y fortalecerse de la mano de Roma. La ciudad de los romanos sería un poderoso foco pitagórico en el centro de la península itálica. Desde allí extenderían su influencia política hasta conectar con los territorios que ya controlaban en las colonias de la Magna Grecia. El pitagorismo sería la doctrina científica y moral en un área tan extensa como un pequeño imperio.

Roma estaba experimentando cambios políticos radicales que le insuflaban una energía nueva. Después de dos siglos y medio de monarquía, acababan de expulsar al último de sus reyes etruscos, Lucio Tarquino el Soberbio. Las largas tensiones sociales habían estallado cuando su hijo Sexto Tarquino violó a Lucrecia, la mujer de un sobrino del rey. Lucrecia se suicidó después de la violación y otro sobrino del rey, Lucio Junio Bruto, encabezó una revuelta que había concluido recientemente con la proclamación de la República.

El gran maestro Hipocreonte tenía una pariente lejana que era cuñada de Lucio Junio Bruto. A través de ella, el propio Bruto había solicitado reunirse con Pitágoras para pedirle consejo sobre los primeros pasos de la República. El aura de justicia y cohesión del pitagorismo había llegado a Roma. Bruto quería integrar esos principios en la nueva forma de gobierno.

«Tendrás todo mi apoyo, Lucio Junio Bruto».

A Pitágoras le llenaba de satisfacción trabajar en aquel proyecto. El sueño de su vida estaba cobrando cuerpo con rapidez. Sus ideas comenzaban a traspasar fronteras y a calar en pueblos distintos a los griegos.

Entrecerró los ojos y repasó la estrategia que iba a poner en marcha.

Al cabo de un rato, se levantó del taburete y se acercó a la ventana. A cien metros de distancia vio a Hipocreonte, sentado a la sombra de un almendro. El proyecto pitagórico en Roma requería que el receloso maestro se dedicara más a la política. Pitágoras lo necesitaba allí como su mano derecha, pues él mismo pensaba trasladarse a Roma al menos por un tiempo. Llevaba meses pensando en ello y había que aprovechar la inmejorable oportunidad de que los nuevos líderes de Roma fueran favorables a sus ideas.

«En Crotona quedará como líder Orestes, que sin duda hará un papel excelente».

La cortina que cerraba su puerta se descorrió y entró uno de los sirvientes. Pitágoras se apartó de la ventana. Esperaba que le trajesen la respuesta de Bruto con los detalles de la reunión que iban a mantener.

—Maestro, acaba de llegar un mensajero. —El sirviente hizo una pausa antes de concluir—. Viene de la comunidad de Crotona.

«¡De Crotona!».

El corazón de Pitágoras dio un vuelco.

«Puede ser cualquier cosa», se dijo sin mucho convencimiento. Era extraño recibir tan pronto un mensaje de Crotona, pero eso no implicaba necesariamente que las noticias tuvieran que ser malas.

—Hazlo pasar. Y diles a Evandro e Hipocreonte que vengan.

Al cabo de unos segundos se presentó el mensajero. Respiraba agitadamente y llevaba la ropa y el pelo manchados con el polvo de los caminos.

—Salud, maestro Pitágoras, me envía el general Milón.

Pitágoras se dio cuenta rápidamente de que el heraldo pertenecía al ejército de Crotona. Por el modo de saludarlo también podía ver que era un iniciado pitagórico.

—Salud, hermano. ¿Qué nuevas me traes?

El mensajero extrajo un pequeño pergamino lacrado con el símbolo del pentáculo. Pitágoras lo tomó e hizo un gesto al militar indicando que deseaba leerlo a solas. En cuanto el hombre desapareció, rompió el sello intentando serenarse.

El breve contenido lo horrorizó desde la primera línea.

«Orestes ha muerto… a manos de otros discípulos que lo han acusado de traición».

Pitágoras apretó los párpados. Notó que por su mejilla comenzaba a resbalar una lágrima. Intentó serenarse, pero el dolor siguió creciendo.

Otro discípulo, otro amigo muerto.

De espaldas a la entrada, se dejó caer en el taburete y se pasó la mano por la cara. No creía ni por un momento que Orestes fuese un traidor. El análisis interior que le había hecho despejaba cualquier duda. También le había permitido saber que su discípulo sólo necesitaba un pequeño empujón para superar su miedo político y convertirse en un hombre público de una talla cercana a la suya. Había delegado en Orestes durante este viaje dando por hecho que se convertiría en un líder sólido, y que eso le permitiría a él trasladarse un tiempo a Roma.

Enderezó la espalda e hizo un esfuerzo enorme para serenarse. Evandro e Hipocreonte debían de estar a punto de llegar. Se tocó la barba para asegurarse de que no quedaban lágrimas. No era momento de lamentarse sino de tomar decisiones. No podía regresar a tiempo para el entierro de Orestes, pero debía volver para controlar la situación política. «En cuanto tenga las primeras reuniones con Lucio Junio Bruto me marcharé a Crotona». Intentaría no demorarse en Roma más de una semana. Esperaba que para entonces le hubiera dado tiempo a plantar una semilla en el alma de Bruto. Antes de un mes procuraría regresar a Roma para regar esa semilla y que arraigara con fuerza.

Se puso en pie al escuchar unos pasos. Era Evandro, que frunció el ceño en cuando vio el semblante de su maestro.

—Acaba de llegar un mensaje de Crotona —dijo Pitágoras con un tono triste y suave—. Orestes ha muerto.

Evandro perdió el color del rostro.

—¿Asesinado? —preguntó con un hilo de voz.

Antes de que Pitágoras respondiese, entró Hipocreonte.

—Maestro, ha llegado un mensajero de Crotona.

—Lo sabemos, Hipocreonte. Aquí tengo el mensaje —Pitágoras levantó la mano en la que sostenía el pergamino con el sello roto.

Hipocreonte arrugó el entrecejo, desconcertado. Tras él entró un tercer hombre y se cuadró frente a Pitágoras.

—Traigo un mensaje del general Milón —dijo con voz marcial.

—¿Milón ha enviado dos correos con el mismo mensaje? —preguntó Pitágoras.

No era raro que se enviaran dos y hasta tres heraldos cuando la información transmitida era de importancia vital.

—No, señor —respondió el mensajero con pesadumbre—. Yo salí de Crotona con nuevas noticias un día después que el correo que acabáis de recibir. Tenía el encargo de intentar darle alcance para sustituir su mensaje por el mío. Como veis —añadió agachando la cabeza—, no he podido cumplir este cometido por cuestión de pocos minutos.

—De acuerdo. —Pitágoras suspiró—. Entregadme el mensaje.

El nuevo correo también estaba sellado con el pentáculo. Su contenido era más extenso que el de la anterior nota. Pitágoras cayó sin fuerzas en el taburete mientras lo leía. Al terminar, se quedó mirando al infinito.

—Evandro, Hipocreonte, dad instrucciones de partir —dijo con voz apagada—. Tenemos que regresar inmediatamente a Crotona.